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Felipe IV

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Biografía

Felipe IV. Valladolid, 8.IV.1605 – Madrid, 17.IX.1665. Rey de España y Portugal.

El futuro Felipe IV, primer hijo varón de Felipe III y de Margarita de Austria, fue el segundo de los niños que sobrevivió del matrimonio. Nació en el palacio real de Valladolid, al que se había trasladado la Corte en 1601. El día de su bautismo, el Domingo de Resurrección de 1605, el duque de Lerma, valido y principal ministro de su padre, le llevó en brazos a la iglesia de San Pablo y allí le pusieron el nombre de Felipe Dominico Víctor. Tras el regreso de la Corte a Madrid en 1606, fue educado en el Alcázar, en el seno de una Familia Real que iba creciendo, a medida que la Reina traía al mundo a nuevos hijos: la infanta doña María (1606), los infantes don Carlos (1607) y don Fernando (1609), y la infanta doña Margarita (1610). El nacimiento de otro hijo más en 1611, el infante don Alfonso, acabó por costarle la vida a la Reina.

El 13 de enero de 1608, el príncipe, que todavía no tenía tres años de edad, recibió el tradicional juramento de lealtad de parte de sus futuros súbditos en la iglesia de San Jerónimo. En 1611 el duque de Lerma, para asegurar su propio dominio sobre el séquito del príncipe, se nombró a sí mismo ayo y mayordomo mayor y, durante el año siguiente, se le encomendó la educación del príncipe a Galcerán Albanell, un noble catalán conocido por su erudición.

Aunque se le enseñaron unos conocimientos básicos de Geografía, Historia y Matemáticas y se le inició por primera vez en el arte de la guerra en 1614, presentándole un ejército de soldaditos de madera diseñados para él por Alberto Struzzi, parece que se hizo muy poco por prepararle para su futuro papel de Rey.

Más tarde, él mismo explicaría, en las páginas autobiográficas que acompañaban su traducción del italiano de los libros ocho y nueve de la Historia de Italia de Guicciardini, que “por mis pocos años no pudo el Rey mi señor, que está en el cielo, introducirme cerca de su persona en los negocios de esta Monarquía”. Si bien añadía que estaba a punto de ser iniciado en la lectura de los documentos de estado en el momento en que ocurrió la prematura muerte de su padre.

El 18 de octubre de 1615, cuando tenía diez años, lo casaron con Isabel de Borbón, de doce años de edad, hija de Enrique IV de Francia, pero no les permitieron al príncipe y a la princesa vivir juntos como marido y mujer hasta pasados otros cuatro años. Con ocasión de su matrimonio, no obstante, se le puso casa al príncipe, dándole unos aposentos en el ala norte del Alcázar. Una vez más, Lerma tomó medidas para asegurar su continuo dominio sobre el príncipe, nombrando a su hijo mayor, el duque de Uceda, sumiller de corps, y al hermano menor de Uceda, el conde de Saldaña, caballerizo mayor. Pero Lerma cometió el fallo de incluir entre los nuevos gentilhombres de la Cámara del príncipe a Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, quien, aunque en ese momento era un aliado de Uceda, tenía claras ambiciones políticas propias. La dominante personalidad de Olivares hizo que, en un principio, no fuera del agrado del príncipe, pero poco a poco fue ganándose su confianza, haciendo gala de una adecuada combinación de firmeza y adulación y aprovechándose de su pasión por la equitación y su gusto por el teatro. Para cuando Lerma cayó del poder en 1618 el control que la casa de Sandoval ejercía sobre el príncipe ya había menguado y el hecho de que el Rey nombrara al tío de Gaspar, Baltasar de Zúñiga, para que sucediera al valido caído como ayo de su hijo fue un símbolo del cambio en la balanza de poder en la Corte.

En 1619 Felipe III y el Príncipe de Asturias viajaron a Portugal, acompañados por Zúñiga y Olivares, para celebrar una reunión de las Cortes en Lisboa, en la que los portugueses juraron lealtad al heredero al trono. En el viaje de vuelta a Madrid el Rey cayó enfermo en Casarrubios del Monte y, aunque se recuperó de la enfermedad, su salud quedó mermada de ahí en adelante. Cayó de nuevo enfermo a comienzos del mes de marzo de 1621 y murió el 31 de ese mismo mes a los cuarenta y dos años de edad.

Al Príncipe de Asturias, ya Felipe IV, le quedaban unos días para cumplir dieciséis años cuando su confesor dominico, fray Antonio de Sotomayor, entró en su habitación para decirle que su padre había fallecido.

Tras Sotomayor entró el conde de Olivares e inmediatamente se canalizaron los cambios necesarios tanto en la administración real como en el séquito.

El control de los despachos pasó de Uceda a Baltasar de Zúñiga, mientras que Olivares reemplazó a Uceda como sumiller de corps, puesto que permitía el máximo acceso a la persona del Rey. Estos dramáticos cambios en palacio, relatados por Francisco de Quevedo en sus Grandes anales de quince días, anunciaban la llegada de un nuevo régimen y, con él, el triunfo de la alianza familiar Guzmán-Zúñiga-Haro frente a las amistades y los parientes de los duques de Lerma y Uceda.

El comienzo del reinado fue aclamado por los contemporáneos de la época como indicador del principio de un nuevo “siglo de oro”, mientras que los nuevos ministros pretendían purgar la vieja administración y emprender un ambicioso programa de reformas. Aunque a Baltasar de Zúñiga se le habían entregado los despachos, el poder en la sombra era Olivares, a quien se reconocía ya como el nuevo valido del Rey. Tras la muerte de Zúñiga en octubre de 1622, Olivares comenzó a cobrar protagonismo en la escena política hasta que, con el tiempo, consiguió erigirse como el principal ministro del Rey y la figura dominante de la administración real. Durante veintidós años, hasta su caída del poder en enero de 1643, apenas se movió de la vera del Rey y la primera mitad del reinado de Felipe IV fue claramente la era del conde-duque de Olivares. Durante el transcurso de esos veintidós años, sin embargo, la relación entre el Rey y el valido iría desarrollándose y cambiando, conforme el Rey iba madurando y ambos se convertían en eficaces compañeros en la labor de gobernar.

Olivares albergaba las más grandes aspiraciones para su real señor. Como rey de España estaba llamado a ser el Monarca más grande del mundo, supremo tanto en el arte de la guerra como en las artes de la paz. Si bien no menos piadoso que su padre, Felipe III, Felipe IV tenía que ser un Rey activo que siguiera la gloriosa tradición establecida por Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II. Se había descuidado su educación en muchos sentidos, pero Olivares estaba decidido a remediar las posibles deficiencias y a equipar a su señor para la grandeza que le esperaba.

Se propuso proporcionarle al nuevo Rey una educación general completa, por un lado, y una educación enfocada en el arte de reinar, por otro. En esta última tarea obtendría resultados dispares. Felipe, aunque inteligente, era perezoso, y durante sus primeros años en el trono iba a mostrar más interés en los placeres que en las obligaciones. También carecía de confianza en sí mismo, rasgo que notaron muchos observadores, incluido el artista Rubens, que pasó muchas horas con él en su visita a Madrid en 1628-1629: “Por naturaleza está dotado de todas las gracias tanto corporales como espirituales, pues en mis contactos diarios con él he llegado a conocerle bien. Y sin duda sería capaz de gobernar en cualquier circunstancia si no le faltara la confianza en sí mismo y no delegara tanto en otros”.

En la “Autosemblanza” que acompañaba a su traducción de Guiccardini, Felipe describe su programa de autoaprendizaje, que Olivares le ayudó a preparar sin lugar a dudas. Este programa incluía un plan de formación sobre Historia y Geografía, el estudio del francés y el italiano, y también la lectura de “diversos libros de todas lenguas, y traducciones de profesiones y artes, que despertasen y saboreasen el gusto de las buenas letras”. Reunió una impresionante biblioteca privada; el nuncio papal en 1633 lo describió como alguien que se retiraba dos horas al día tras el almuerzo para leer. Además de la biblioteca, disponía también de un cuarto reservado para libros e instrumentos musicales; llegó a convertirse bajo la tutela del “Capitán” Mateo Romero en un gran aficionado de la música, y le gustaba dirigir sus propias composiciones.

Desde temprana edad, además, demostró ser un entusiasta del teatro; visitaba los corrales públicos de incógnito para ver la comedia más reciente y patrocinaba las actuaciones teatrales y las comedias de tramoyas, que llegarían a convertirse en un rasgo característico de la vida de la Corte durante su reinado.

Instruido por su maestro de Dibujo, fray Juan Bautista Maino, también parece que llegó a ser un consumado artista aficionado, y pronto demostró que había heredado de los Habsburgo el aprecio por las artes visuales. La visita del Príncipe de Gales a Madrid en 1623 le permitió conocer a un príncipe, cinco años mayor que él, que era un modelo de refinamiento y distinción y cuya inclinación por adquirir obras de arte despertó posiblemente sus propios instintos de coleccionista y le abrió el camino para llegar a convertirse en el mayor coleccionista de pintura de la época. Su gusto por la pintura, en particular por la de los grandes maestros italianos del Alto Renacimiento, crecía y se hacía más profundo a medida que iba contemplando, con el paso de los años, las obras de la magnífica colección que había heredado, a la vez que iba cultivando una relación personal cada vez más cercana con Diego de Velázquez, que fue nombrado pintor del Rey en 1623 y trabajaría para él en el palacio durante casi cuarenta años.

Los distintos intereses estéticos, junto con su habilidad como jinete y su pasión por la caza, fueron la combinación perfecta para hacer de Felipe IV la personificación de un cultivado caballero del siglo XVII.

Su educación política, no obstante, iba a resultar una empresa más ardua. Su primera tarea fue llegar a conocer sus diversos reinos peninsulares; en 1624 emprendió una jornada de sesenta y nueve días a Andalucía, donde Olivares tenía la esperanza de valerse de su presencia para persuadir a las ciudades del sur a ratificar el servicio que acababa de aprobarse en las Cortes de Castilla. A ésta siguió en 1626 otra jornada a la Corona de Aragón, donde aprovecharía su juramento no sólo para observar los fueros y constituciones de los aragoneses, valencianos y catalanes, sino también para exhortar a sus respectivas Cortes a que aprobaran el ambicioso proyecto de la “Unión de Armas” de Olivares, proyecto diseñado para fomentar la colaboración militar entre los diferentes reinos de la Monarquía en caso de ataque exterior.

La Unión de Armas podría considerarse como un mero preliminar a un proyecto, aún más ambicioso si cabe, de un mayor grado de integración constitucional de los distintos territorios de la Península, proyecto esbozado para el Rey en una extensa “Instrucción secreta” que Olivares le presentó a su señor el 21 de diciembre de 1624. Ese documento estaba diseñado, por una parte, para informar al nuevo Monarca sobre los diferentes rangos de la sociedad y el funcionamiento del gobierno, pero también incorporaba propuestas de reforma, incluida la radical propuesta de que Su Majestad debía intentar conseguir ser no sólo rey de Portugal, Aragón, Valencia y conde de Barcelona, sino también un verdadero “Rey de España”.

Ésta sería una España en la que la diversidad constitucional imperante daría paso a un mayor grado de uniformidad, conforme se introdujeran algunas de las leyes de Castilla en los demás reinos peninsulares.

No obstante, ninguno de los planes de Olivares podía llevarse a cabo sin el beneplácito del Rey, y se deduce de un documento fechado en septiembre de 1626 que el valido estaba descontento con los progresos de su real pupilo. En esas “Reflexiones políticas y cristianas”, Olivares dejó claro que su propia labor era inviable si el Rey no se dedicaba de manera más sistemática a sus asuntos de estado y le liberaba de la carga que suponía la concesión de mercedes.

El Rey respondió a la implícita amenaza de dimisión de Olivares con las palabras “Resuelvo hacer lo que me pedís por mí y por vos, y nada es atrevimiento de vos a mí, sabiendo yo vuestro celo y amor...”, pero no hay prueba alguna de que cumpliera lo que se propuso.

En agosto de 1627, sin embargo, Felipe cayó gravemente enfermo y durante algunos días se creyó que podría morir. De momento no había sucesor directo.

Había tenido tres hijas hasta entonces, pero todas murieron de niñas y, aunque la Reina volvía a estar embarazada, había sufrido anteriormente algunos abortos. Si el embarazo no prosperaba, el presunto heredero era el hermano menor de Felipe, el infante don Carlos, y los enemigos de Olivares ya estaban maniobrando en la Corte para anticiparse a la sucesión del infante. Apresuradamente se redactó un testamento en nombre del Rey en el que se nombraba regente a la Reina, en nombre del niño que venía en camino, y se preveía la continuación del conde-duque. Tal como todo resultó después, las disposiciones no llegaron a ser necesarias. El Rey se recuperó y la Reina posteriormente dio a luz de manera prematura a otra hija, que sólo sobrevivió veinticuatro horas.

No obstante, parece que la gravedad de su enfermedad y la posterior muerte de su nueva hija persuadieron al Rey de la necesidad de cambiar sus costumbres.

Esos dos acontecimientos podían interpretarse como una señal de descontento divino. En noviembre de 1627, los embajadores extranjeros informaron de que el Rey, a partir de su enfermedad, había comenzado a ocuparse más atentamente de sus negocios; y Felipe mismo apunta en su “Autosemblanza” que “después de los seis años de mi reinado... quise tomar trabajo de despachar por mí solo, y aun sin secretario que me las leyese, todas las consultas del Gobierno y provisiones de oficios y puestos de los Reinos que competen a estas Coronas...”. Finalmente empezaba a transformarse en un Monarca activo según el modelo de su abuelo, Felipe II, tal y como Olivares había venido insistiendo.

Pero precisamente esa mayor dedicación a los negocios trajo consigo una comprensión más profunda de la gravedad de los problemas a los que se enfrentaba España, nacional e internacionalmente. Después de un año de victorias para las armas españolas en 1625, Olivares le había puesto a Felipe el título de “Felipe el Grande”. Sin embargo, el fallo a la hora de asegurar una conclusión honrosa a la guerra con los holandeses y el estallido de la Guerra de Sucesión de Mantua en 1628 plantearon nuevos desafíos, en un momento en que la economía castellana se había debilitado por causa de una aguda crisis monetaria y agraria. Alentado por el ejemplo de su cuñado, Luis XIII de Francia, quien había cruzado los Alpes en persona a la cabeza de su ejército, Felipe, cada vez más impaciente y ambicioso, anhelaba convertirse en un Rey-guerrero.

Esta ambición le condujo a una serie de enfrentamientos con Olivares, quien intentaba contener a su señor, en parte para proteger su propia posición, pero también para mantener al Rey a salvo de la humillación que conllevaría una derrota militar. El nacimiento el 17 de octubre de 1629 de un hijo y heredero, esperado durante tanto tiempo, el príncipe Baltasar Carlos, sirvió únicamente para reforzar la determinación del Rey de desobedecer al conde-duque y asumir el mando de sus ejércitos en Italia y Flandes. Después de una serie de enérgicos intercambios de palabras, el valido se impuso en la disputa alegando que no había dinero para iniciar una nueva campaña.

Irritado por las continuas fricciones con la disciplina impuesta por su valido, el Rey se embarcó en un último desafío. A finales de 1629, en lugar de separarse de su hermana, la infanta doña María, a la altura de Alcalá de Henares, en el viaje que ésta emprendió hacia Viena para unirse a su marido, el rey de Hungría, el Rey insistió en acompañarla hasta Zaragoza. Los enemigos de Olivares pensaron por un momento que esto era el preludio de su despido, pero la crisis pasó con el regreso del Rey a Madrid. Después de esto, Rey y ministro dan la impresión de haberse arreglado en una suerte de acuerdo para trabajar conjuntamente, sin que el Rey mostrara signo alguno de haber perdido la confianza en el conde-duque, cuyo celo a su servicio siempre alababa.

En la primavera de 1632 viajaron juntos a Barcelona en un intento fallido por llevar a buen término las Cortes de Cataluña. Dejaron como virrey en Barcelona al más enérgico de los dos hermanos del Rey, el cardenal-infante don Fernando, que había sido designado para asumir el gobierno de Flandes en sucesión de su tía, la infanta Isabel Clara Eugenia. El infante don Carlos volvió con la comitiva real a Madrid, donde moriría de manera inesperada el 30 de julio de 1632.

La muerte de uno de los hermanos del Rey y la marcha de España del otro no sólo privó al Rey de la compañía de sus hermanos, sino que también hizo salir de la Corte a los dos focos potenciales de oposición al conde-duque. No obstante, él seguía estando intranquilo y preocupado por las ambiciones militares del Rey, que volverían al acecho cuando el Cardenal-Infante dirigiera el ejército español que salió victorioso en Nördlingen en 1634 y acabara por demostrar que era un logrado comandante del ejército de Flandes.

En parte para aliviar la melancolía del Rey y ofrecerle una distracción de las preocupaciones del despacho, a la vez que para distraerle de sus ambiciones militares, Olivares emprendió, al comienzo de la era de los treinta, la construcción y provisión de un palacio de recreo, el Buen Retiro, en las afueras de Madrid. Fue en el Buen Retiro, inaugurado en 1633, y ampliado y retocado constantemente durante el transcurso de toda una década, donde Felipe IV, como mecenas de las artes y las letras, demostró plenamente su valía.

Aclamado como el “Rey planeta”, porque el sol era el cuarto de los planetas, Felipe IV cumplió en el Buen Retiro, de manera mucho más clara que en el lóbrego y anticuado Alcázar, la ambición del condeduque por convertirle en un Monarca supremo no sólo en el arte de la guerra, sino también en las artes de la paz. Rodeado de un brillante círculo de poetas y dramaturgos —entre ellos Lope de Vega, Calderón de la Barca, Antonio Hurtado de Mendoza, Francisco de Quevedo y Luis Quiñones de Benavente— el Monarca era el pilar central de una esplendorosa vida cortesana. Ahora bien, los triunfos en la guerra no quedaron desatendidos tampoco, ya que a los pintores de la Corte, liderados por Velázquez, se les encargó la decoración de la sala central del palacio, el Salón de Reinos, con un conjunto de doce pinturas de batallas que glorificaran los triunfos de sus generales en una serie de victorias que iban de Flandes a Brasil.

El Salón de Reinos se completó justo cuando Francia declaró la guerra a España en 1635. En los años venideros, conforme las victorias iban dando paso a derrotas y contratiempos, se iba incrementando la presión para que el Rey abandonara los placeres de su nuevo palacio por los rigores del campo de batalla.

En 1640, conforme la balanza de la guerra empezaba a inclinarse a favor de los franceses y de los holandeses, la ambición de Olivares por convertir al Rey en un auténtico “Rey de España” quedó desbaratada por la revuelta catalana primero y la portuguesa después.

Nada podía ya servir para ocultarle al Rey la gravedad de la situación a la que tenía que enfrentarse y, aunque continuaba haciendo explícita su confianza en el conde-duque, comenzaba a estar cada vez más impaciente por ponerse al frente de su ejército y reducir a los rebeldes a su antigua lealtad. A finales de la primavera de 1642, aun contando con la oposición por parte del conde-duque, salió hacia el frente catalán y estableció su cuartel general en Zaragoza en julio.

Pero no presenció acción militar alguna y la campaña de Cataluña acabó en derrota. En diciembre volvió a Madrid abatido y, el 17 de enero de 1643, informó al conde-duque de que ya estaba dispuesto a acceder a sus reiteradas peticiones de licencia para retirarse.

Después de veintidós años la sociedad del Rey y el valido se disolvió.

Tras la salida del conde-duque de la Corte, el Rey anunció su intención de gobernar solo. “Yo tomo el remo”, escribió en una carta a Francisco de Melo, que se había convertido en gobernador de los Países Bajos después de la muerte del Cardenal-Infante en 1641. La decisión del Rey de gobernar en el futuro sin un privado fue elogiada ampliamente, pero se dudó desde el principio de si tenía la determinación suficiente para ejercer su nuevo papel. En la práctica acabó por depender cada vez más del consejo del sobrino del conde-duque, Luis de Haro, con quien mantenía una estrecha amistad desde los días de su niñez. Pero el carácter del nuevo régimen iba a ser muy diferente del antiguo y, en muchos aspectos, Felipe IV, que ya tenía buena práctica en el arte de reinar, permaneció fiel a su palabra. En una carta escrita en enero de 1647 a sor María de Ágreda, con quien mantuvo una larga correspondencia desde 1643 en búsqueda de consuelo espiritual y consejo práctico, le confesaba que, aunque había hecho bien en pedir ayuda a un ministro principal durante los primeros años de su reinado, había acabado dependiendo de los servicios del conde-duque durante demasiado tiempo. Desde 1643 “he procurado no dar la mano a ninguno que le había dado a él”, declaró. A pesar de que, con el tiempo, había acabado por depositar una especial confianza en Luis de Haro, en su momento manifestó: “siempre he rehusado darle el carácter de ministro para huir de los inconvenientes pasados”.

Esto último podría considerarse una descripción precisa del estilo de gobierno que iba a prevalecer durante la segunda mitad del reinado. Con una vida regida por un estricto ceremonial de Corte, conforme a las etiquetas del palacio que él mismo revisó y corrigió en 1624 y, de nuevo, entre 1647 y 1651, el Rey ejerció sus obligaciones de manera extremadamente puntillosa y con gran decoro, maneras que esperaba también de todos aquellos que le servían o estaban en su presencia. El reloj regulaba su día y el Rey pasaba largas horas dedicado a sus asuntos de Estado, leyendo despachos y anotando consultas. Solía imponer su punto de vista enérgicamente y podía llegar a ser excepcionalmente obstinado, especialmente en los asuntos en los que los principios y la autoridad real estaban en juego, pero era plenamente consciente de que necesitaba ayuda y consejo. No había lugar para un regreso del valimiento, pero Haro consolidó gradualmente su supremacía al final de la década de los cuarenta, poniendo en contra hábilmente a familias y facciones políticas rivales y regentando, de modo discreto, una forma de gobierno mediante una comisión y a través de una junta informal cuyos miembros principales eran él mismo, los condes de Monterrey y Peñaranda, y los marqueses de Leganés y Los Balbases.

Tanto en el ámbito nacional como en el personal, los cuarenta iban a ser una década de tragedia y desastres para el Rey. Al tener que afrontar dos rebeliones simultáneas en la Península, se tomó la decisión de concentrarse primero en el frente catalán antes de enfrentarse a Portugal. De 1643 a 1646, cada año, el Rey insistía en volver a Aragón para alentar a sus ejércitos en campaña y pasaba muchos meses fuera de Madrid; fue en Fraga en 1644 donde encargó a Velázquez que pintara su retrato con el traje que llevaba al pasar revista a las tropas en Berbegal cuando estaban a punto de sitiar Lérida (Nueva York, Colección Frick).

El sitio fue un éxito, pero de ahí en adelante la campaña catalana fue avanzando muy lentamente y absorbiendo ingentes sumas de dinero. En 1647-1648 la Monarquía volvió a tambalearse por las revueltas de Sicilia y Nápoles, aunque se logró algo de alivio con la conclusión de un acuerdo de paz con los holandeses en el tratado de Münster de 1648, aceptado a duras penas por el Rey por pura necesidad en vista de las agudas dificultades por las que atravesaba la Monarquía en ese momento.

Los infortunios nacionales e internacionales de la década, a pesar de tener las dimensiones que tenían, quedaron eclipsados por la tragedia personal, que trajo consigo implicaciones a largo plazo para el futuro de la Monarquía. El 6 de octubre de 1644 la Reina murió por las complicaciones que siguieron a un embarazo fallido, dejando dos hijos, el príncipe Baltasar Carlos y la infanta María Teresa, nacida en 1638. El Rey le había sido infiel repetidas veces y había engendrado muchos hijos ilegítimos, incluido Juan José de Austria (nacido en 1629), al que reconoció oficialmente en 1642. Pero Isabel se había convertido en una figura política en sí misma en el momento de la caída del conde-duque, y se dice que el Rey había advertido que su privado era la Reina. Llegó a confiar en ella durante sus ausencias en Aragón, en las que ella actuaba como regente, y su muerte dejó un vacío tanto político como personal. No obstante, un desastre aún peor acaeció dos años después, cuando Baltasar Carlos, a quien el Rey había ido introduciendo gradualmente en los asuntos de estado, cayó enfermo de manera fulminante en Zaragoza y murió el 9 de octubre de 1646, justo antes de cumplir los diecisiete años.

La muerte de su único hijo varón y heredero al trono tuvo un impacto devastador en el Rey y reforzó su sensación, ya de por sí firme, de que los desastres que le estaban sobreviniendo tanto a él mismo como a su Monarquía eran el resultado directo de su condición de pecador. Vertió sus lamentos en sus cartas a sor María, quien intentaba continuamente fortalecer su decisión de superar las debilidades de la carne.

Pero, conforme su devoción religiosa se hacía más intensa, se veía abocado a pensar también sobre la fragilidad de la sucesión. La infanta María Teresa era en ese momento la presunta heredera al trono. Antes de morir, el príncipe Baltasar Carlos se había prometido con su prima Mariana de Austria, la hija de la hermana del Rey, la infanta doña María, y el Rey decidió convertir a la que habría sido la esposa de su hijo en su propia esposa. Mariana llegó a España en agosto de 1649 y el Rey y su sobrina, de quince años de edad, se casaron en Navalcarnero el 3 de octubre.

La Corte, que había estado de luto permanente desde 1644, volvía ahora a la vida, dado que el matrimonio se celebró con una ronda de festejos y la nueva Reina dejó claro su gusto por la diversión y el entretenimiento.

Los años de matrimonio entre un Rey anciano y su segunda Reina estuvieron dominados por la cuestión de la perpetuación de la dinastía. Las desilusiones iban a sucederse repetidas veces. La primera hija, la infanta Margarita, nació en 1651 y a ésta le siguió otra niña en 1655, que vivió sólo dos semanas.

El primer varón, Felipe Próspero, nació en 1657 y en 1658 nació un segundo hijo, Fernando Tomás, que murió ese mismo año. El infante Felipe Próspero murió en 1661, el 6 de noviembre, cinco días después del nacimiento del último hijo fruto del matrimonio, Carlos, el futuro Carlos II. Volvía a haber niños en el palacio y sus vidas parecían pender de un hilo. La construcción del panteón en El Escorial, suspendida en 1630, fue debidamente retomada en 1645 y Felipe puso un interés personal en la consecución del proyecto, encomendándole a Velázquez la supervisión de la decoración y el mobiliario. Sería allí donde un número cada vez mayor de miembros de la familia encontrarían su último lugar de descanso; él mismo era tan consciente del paso de los años que después de 1644 no quiso que se le volviera a retratar, en parte porque no estaba dispuesto a “pasar por la flema de Velázquez”, pero también porque no deseaba verse a sí mismo envejeciendo.

Tras el acuerdo de paz con Holanda de 1648 y el estallido de la guerra civil en Francia, España disfrutó de un breve período de recuperación al principio de la década de los cincuenta. Barcelona se rindió a las fuerzas de Juan José de Austria en 1652 y Cataluña volvió a jurar lealtad, al prometer el Rey que se preservarían las constituciones del principado y dejar de lado, de ese modo, la política, asociada a Olivares, consistente en imponer uniformidad sobre una Monarquía diversificada.

Los principales desafíos a los que se enfrentaban ahora el Rey y los ministros eran llevar la guerra con Francia a un honroso final y acabar con la separación de Portugal, que era en ese momento un reino independiente gobernado por el antiguo duque de Braganza, proclamado Rey como João IV.

Las negociaciones con Francia resultaron muy tortuosas, dado que cada una de las partes pretendía sacar mayor provecho que la otra, hasta que se desencadenaron serias discusiones; pero la presión sobre Madrid para llegar a un acuerdo iba en aumento cuando la Inglaterra de Oliver Cromwell declaró la guerra a España en 1655. Uno de los mayores escollos para el acuerdo fue el compromiso por parte del Rey y de Luis de Haro de restituir completamente los derechos en Francia del príncipe de Condé, que había desertado y entrado al servicio de España. Otro fue la cuestión dinástica. La hermana mayor del Rey, Ana de Austria, como reina regente de Francia, estaba dispuesta a sellar cualquier acuerdo con un matrimonio entre su hijo, Luis XIV, y la infanta María Teresa, reconciliando de ese modo las Coronas de Francia y España. Pero como María Teresa era la presunta heredera a la Corona española, ese matrimonio era imposible para Madrid. Felipe prefería una boda austríaca para su hija, pero, una vez que la sucesión se vio asegurada con el nacimiento de sus dos hijos en 1657 y 1658 respectivamente, un matrimonio francés volvía a entrar en la esfera política práctica. Haro jugó sus cartas hábilmente en las negociaciones que tuvieron lugar entre julio y noviembre de 1659 frente a su opositor francés, el cardenal Mazarin, en la Isla de los Faisanes, sobre el río Bidasoa. Los términos del tratado de los Pirineos, acordado el 7 de noviembre, fueron lo suficientemente honrosos para ser aceptados en Madrid y la alianza matrimonial franco-española podía ya echar a andar.

El 1 de abril de 1660 se le dieron instrucciones a Velázquez, en calidad de aposentador mayor de palacio, para que se preparara para la visita del Rey a la frontera, que tenía la finalidad de ratificar el tratado y entregar a María Teresa a su sobrino y futuro yerno, Luis XIV. Felipe, acompañado por una larga comitiva, salió de Madrid dos semanas después y el ceremonioso traspaso tuvo lugar en el histórico encuentro entre el Rey y su sobrino en la Isla de los Faisanes el 6 de junio.

La visita a la frontera del norte iba a ser la última jornada importante del reinado. La salud del Rey iba en detrimento, pero su determinación de recuperar Portugal permanecía inalterable, a pesar de la oposición de los ministros, que creían que Castilla no estaba en condiciones de alzar nuevos ejércitos ni de emprender nuevas campañas. Aunque Haro había conseguido un triunfo personal asegurando la paz de los Pirineos, su gobierno, con sus exigencias de cobrar aún más impuestos para la guerra de Portugal, ya había llegado a ser tremendamente impopular en el momento de su repentina muerte el 16 de noviembre de 1661. Los dos ministros más experimentados que aún sobrevivían eran el tío de Haro, García de Haro, conde de Castrillo, y el antiguo yerno de Olivares, el duque de Medina de las Torres, con quien el Rey había tenido una relación estrecha pero no siempre fácil a lo largo de los años. Los dos ministros, enemigos implacables, aun siendo ambos miembros de la conexión familiar Guzmán-Zúñiga-Haro a la que don Felipe permaneció fiel durante todo su reinado, de hecho compartieron el gobierno durante los últimos cuatro años de reinado. A pesar de la aspiración al valimiento de Medina de las Torres, el Rey dejó claro que no iba a volver a tener ni valido ni ministro principal.

La influencia de Medina de las Torres se vio aún más limitada por su constante oposición a los intentos de recuperar Portugal mediante el uso de la fuerza militar. Desde su punto de vista, la desastrosa condición en la que se encontraba Castilla y las finanzas de la Corona demandaban una política de paz y atrincheramiento. Don Felipe, no obstante, ignoró toda oposición. La campaña portuguesa de 1662 no alcanzó ningún éxito significante, pero en mayo de 1663 la armada real, al mando de Juan José de Austria, emprendió una nueva invasión. El 8 de junio fue derrotada en Ameixial a manos de un ejército combinado anglo-portugués y el último intento por recuperar Portugal a la fuerza acabó en desastre en la batalla de Villaviciosa el 17 de junio de 1665. El Rey fue llevado a la tumba tres meses después plenamente consciente de su fallido intento por recuperar su patrimonio portugués para la Monarquía.

El Rey había sido víctima de una salud precaria desde 1658, cuando su pierna y su brazo derechos quedaron paralizados tras permanecer expuesto al frío y a la humedad, estando de caza en Aranjuez.

Durante el verano de 1665, sufrió terriblemente de cólicos nefríticos, y su última enfermedad se agravó el 11 de septiembre. Elaboró cuidadosamente su testamento para la sucesión de su único hijo vivo, el enfermizo Carlos, de cuatro años de edad. La reina Mariana sería la regente, asistida por una Junta de Gobierno en la que quedaban equilibrados diferentes personalidades e intereses regionales, con tres miembros de Castilla, tres de la Corona de Aragón y un secretario vizcaíno. Las intenciones del Rey quedaron recalcadas mediante la cláusula 54 de su testamento: “Encargo al Príncipe, mi hijo, y los demás sucesores y a la Reyna y a los tutores y governadores, y expresamente les mando, que guarden y hagan guardar a todos mis reynos y a cada uno de ellos sus leyes, fueros y privilegios, y que no permitan que se haga novedad en el govierno de ellos”. No podía haber una evidencia más clara de que don Felipe había aprendido bien la lección de los años de Olivares.

El Rey falleció en las bóvedas de verano del Alcázar el 17 de septiembre, tras un reinado de cuarenta y cuatro años. Su cuerpo yació expuesto en el Salón Grande, que había pasado a conocerse como el Salón Dorado después de que el Rey mismo mandara renovarlo alrededor de 1640. Después se le trasladó a El Escorial, y allí fue enterrado en el Panteón que había luchado tanto por construir y embellecer. Las exequias, que se celebraron en la iglesia del convento de La Encarnación a finales de octubre, resultaron excepcionalmente elocuentes y elaboradas, incluso para las normas de la realeza española, tal y como correspondía a un Monarca que sería recordado por la posteridad no como Felipe el Grande, sino como un mecenas sin par.

 

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John H. Elliott

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