Acevedo y Zúñiga, Manuel de. Conde de Monterrey (VI). Salamanca, 1582-1583 – Madrid, 22.III.1653. Político y coleccionista de la época de Felipe IV, presidente del Consejo de Italia, consejero de Estado, embajador en Roma y virrey de Nápoles.
Nació en Salamanca, alrededor de 1582-1583 —se desconoce la fecha concreta, según afirma Ángela Madruga Real—. Esta autora investigó el patronazgo de este importante cortesano y cuñado del conde duque de Olivares. Aunque se conservan escasas fuentes y documentos sobre su infancia y juventud, parece que estudió en la Universidad de Salamanca. También se tiene constancia —recuerda Madruga— de que Gaspar de Guzmán pasó un tiempo en el palacio de Monterrey, durante sus años de estudio en las aulas salmantinas, entre 1601 y 1603. Los autores opinan que esta época resultaría fundamental para formar su carácter e iniciarse en sus aficiones culturales —fue un relevante coleccionista de arte.
El linaje tenía su origen en el reino de Galicia, y la documentación histórica remite a Íñigo Íñiguez de Biedma como primer miembro de la Casa, que estuvo al servicio del rey de Aragón y sería compensado por sus servicios. El título de condes de Monterrey se remonta a la época de los Reyes Católicos.
Teresa de Biedma y Zúñiga se casó con Sancho Ulloa, que destacó en la Guerra de Granada. Fue su única hija, Francisca de Zúñiga, quien vincularía el linaje a Salamanca, por su matrimonio con Diego de Acevedo y Fonseca. Asimismo, las estrategias matrimoniales estrecharían lazos con los Guzmán.
Manuel de Acevedo y Zúñiga era hijo de Gaspar de Zúñiga y Acevedo, virrey de México y de Perú, y de Inés de Velasco, que moriría muy pronto. Por ello, su tío Baltasar de Zúñiga se encargaría de su educación y le introduciría en el mundo de la Corte —según diversos estudios ocuparía un primer plano en su formación y ascenso político—. Tuvo tres hermanos, Jerónimo de Acevedo y Zúñiga, que murió antes de heredar el condado; Catalina de Zúñiga, que fue monja en Valladolid, e Inés de Zúñiga, que se casó con el conde duque de Olivares, y con quien tendría una relación más estrecha. Su hermana Inés fue, además, una persona influyente en la Corte, gracias a sus cargos palatinos y a su enlace con el valido de Felipe IV. Fue dama de confianza de la Reina, camarera mayor y aya del príncipe Baltasar Carlos, como refiere Madruga Real en su investigación sobre las Agustinas de Salamanca y la Casa de Monterrey.
Como explica John H. Elliott, “este matrimonio formaba esencialmente parte de la estrategia ideada para reforzar lazos, por lo demás ya bastante estrechos, que unían a las dos ramas”. Para Olivares debió ser importante conseguir afianzar el enlace, porque se gastó en ello trescientos mil ducados, según las noticias del historiador. También Elliott opina que, aunque inicialmente fuera un matrimonio de conveniencia, pasó a ser a ser “una verdadera colaboradora y confidente”.
El VI conde de Monterrey llegaría a ser uno de los más importantes diplomáticos de la época, por mérito y por su doble vínculo con los Guzmán. De hecho, como ya había ocurrido en el reinado precedente, la política matrimonial encumbró a nuevos linajes —en este caso a la Casa Zúñiga y Guzmán— cuando accedió al poder Felipe IV. En los inicios de su carrera política, el noble tuvo el respaldo de su tío, Baltasar de Zúñiga, que había ocupado el cargo de ayo del Príncipe y gozaba de la confianza del Rey.
En los siglos modernos, la amistad podía traducirse en arma política. Al morir Felipe III, los cambios en el organigrama político dieron primacía a un nuevo ministro, el conde de Olivares, que renovaría la idea del sistema de valimiento. Baltasar de Zúñiga murió en fecha temprana, pero la facción del duque de Uceda y el confesor Aliaga perdería su lugar de privilegio y daría paso a un nuevo equipo de gobierno.
Olivares iba a actuar contra la corrupción e intentaría reforzar la idea de la Monarquía en el exterior, aunque, tal y como han afirmado algunos autores, terminaría reproduciendo muchas de las consignas establecidas por el valimiento de Lerma en la época anterior.
Se casó con Leonor María de Guzmán, hermana del conde duque e hija de Enrique de Guzmán y María Pimentel. Madruga Real la define —siguiendo en algunos aspectos la opinión de Gregorio Marañón— como inteligente, con voluntad y decisión, con capacidad de mando, celosa, austera en su vida privada y piadosa. Su marido pronto destacaría como hábil cortesano. El noble tuvo una amplia formación cultural y humanística, pero, también, ocupó importantes cargos políticos y militares. Consiguió la Grandeza en 1621 y fue presidente del Consejo de Italia (1622), consejero de Estado (1624), embajador en Roma (1628) y virrey de Nápoles (1631-1636). Según Elliott, “el más ambicioso y a la vez más peligroso de los familiares de Gaspar era su cuñado, el conde de Monterrey, hombre de diminuta estatura, pero de gran ambición”.
Como ha explicado, también Alfonso Emilio Pérez Sánchez estuvo “protegido un tiempo por su cuñado”. Era un “hombre quizás no demasiado inteligente, pero ambicioso y astuto, movido además por su mujer, de fortísima personalidad y carácter”.
“Le correspondió jugar un importante papel en la política italiana de Felipe IV”, concluye.
El linaje Zúñiga y Guzmán había tenido relación con Italia ya en el siglo xvi. El padre del conde duque, Enrique de Guzmán, había sido embajador en Roma (1582-1591), virrey de Sicilia (1591-1595) y virrey de Nápoles (1595-1599) La muerte de Felipe II le auguró un destino de menor relieve, aunque su hijo se encargaría de devolver al linaje todo el protagonismo.
Fue relegado por la nueva facción lermista, que ocupó los gobiernos de Milán, Roma, Sicilia y Nápoles. Enrique de Guzmán se casó con María Pimentel y Fonseca, hija de los IV condes de Monterrey.
Con estos precedentes, Manuel de Acevedo y Zúñiga continuó una ascensión política y un cursus honorum en Italia, que no desmerece a las comparaciones.
Para Elliott, fue un importante colaborador de Olivares, pero no siempre su actuación fue clara.
De hecho, afirma el historiador, cuando regresó a Madrid, ocupó su plaza en el Consejo de Estado “para prestar a Olivares el dudoso beneficio de sus consejos durante los últimos años en los que éste estuvo en el poder”. Pero quizá este recelo tenga su explicación en la decisión del conde duque de relevar a su cuñado en el gobierno de Nápoles para favorecer, en su lugar, al duque de Medina de las Torres, que se casaría con la princesa de Stigliano, una de las más importantes damas de la Corte napolitana y de las casas de mayor fortuna y prestigio de Italia.
Otra de las facetas en las que destacó Monterrey fue en la cultura. Su colección pictórica ha sido estudiada por Pérez Sánchez. En ella se descubren dibujos a lápiz de Miguel Ángel, lienzos —doscientos sesenta y cinco, según el inventario de 1653— de otros importantes maestros italianos, como Tiziano, Rafael, Veronés o Lanfranco, Guido Reni y Artemisa Ghentileschi; de españoles de la talla de Velázquez, Ribera, el Greco o A. Sánchez Coello y Eugenio Cajés, y de otros no menos relevantes, como Rubens, Lucas Cranach, Brueghel, Van Dyck o Bassano. Sus cargos políticos —embajador en Roma y virrey de Nápoles— le facilitaron la adquisición de obras de arte, cuadros, esculturas y otros objetos de valor. En la colección de Monterrey, más de la mitad de los cuadros eran de tema religioso, pero también, había numerosa pintura de paisajes, retratos, escenas mitológicas y naturalezas muertas. Por otra parte, a él se debe el traslado de dos obras de Tiziano, la Bacanal y la Ofrenda a la diosa de los Amores, para la colección de Felipe IV, según explica el autor. Y encargó a Claudio Lorena, a Lanfranco y otros artistas otras obras para el Buen Retiro. Como explica Pérez Sánchez se convirtió en agente del Monarca y encargó numerosas pinturas a los más famosos artistas de la época.
Además de los nuevos encargos, también era frecuente que los nobles se trasladaran a los lugares de destino con parte de la riqueza material y artística de las casas. El noble envió a Roma varios tapices, joyas, objetos de plata y libros —también debió viajar con cuadros, aunque no hay constancia documental—.
Durante el trayecto, los condes iban acompañados de los miembros del personal de su Casa —secretarios, reposteros y ayudas de cámara, entre otros—. Asimismo, podían requerir los servicios de diversos agentes que se encargaban de la compra de joyas o plata —incluso pintura—. Esta labor podía llevarse a cabo en las distintas ciudades en las que se hacía escala, como Génova, Milán o Florencia, y tenía su continuidad a lo largo de los años de actividad política. Esta práctica tenía sus precedentes en la Casa de Guzmán, Benavente o Lemos, que habían tenido una presencia de primer orden en el concierto italiano en décadas anteriores.
El mundo barroco renovaría la dinámica del mecenazgo y daría un nuevo significado al arte y las letras.
El modo de vida de un embajador tenía que estar acorde con la grandeza de la Monarquía hispánica, y el coleccionismo y el mecenazgo —la cultura, en definitiva— era una de las formas de mostrar la suntuosidad y magnificencia inherente a la figura de un representante regio. Otra manifestación externa de signo político eran las fiestas. Las fuentes describen las que se celebraron en Roma por el nacimiento del infante Carlos —con representación de comedias, fuegos artificiales y luminarias—. También, el embajador tenía que salvaguardar los intereses de la Corona y estrechar redes clientelares. La relación con los cardenales y con el Papa —en este caso con Urbano VIII— resultaba una cuestión primordial.
Así como el mantener una relación fluida con Madrid y con las autoridades de los distintos reinos italianos.
Numerosas fuentes revelan la inclinación del conde por la lectura y el arte. En 1628, viajó a Roma con dieciséis cajones de libros, “de todas clases y de todas lenguas, al uso”, aunque no se conserva la lista de títulos y autores. En 1630, dio alojamiento en su residencia a Velázquez. Por otro lado, de su estancia en Nápoles, el conde pudo llevar a España unos retratos para los túmulos funerarios realizados por Giuliano Finelli. Tuvo relación con pintores tan importantes como José de Ribera, y con otros grandes artistas napolitanos, como Stanzione, Lanfranco, Fanzago o Picchiatti. Como explica Madruga, “la relación de Manuel de Zúñiga con los principales artistas del barroco napolitano fue continua” y se refleja en “las obras que les encargó”. De Ribera es un San Genaro que pintó después de la erupción del Vesubio y una Inmaculada. Los condes, además, ejercieron su patronazgo sobre varias fundaciones, como el convento de la Magdalena y el colegio de San Francisco Javier —de jesuitas.
De nuevo, según Madruga, “era don Manuel hombre de amplios conocimientos, conocedor de gentes diversas, hablaba varias lenguas y tenía un enorme interés por todas las manifestaciones artístico-culturales”.
Era un gran aficionado al teatro y a la música y logró reunir una importante pinacoteca expuesta ya con otros criterios propios del barroco en su casa de Madrid —fue de las primeras galerías de pinturas que se conocen, tal y como han estudiado Miguel Morán Turina y Fernando Checa Cremades.
Durante su estancia en Roma, el conde había realizado una importante labor diplomática para consolidar la influencia española en Italia y en el ámbito internacional. También, demostró su afición por el mundo de la cultura. Las dos vertientes de su actuación pública y privada han dejado huella en la memoria de la historia napolitana. Llegó a Nápoles en mayo de 1631. Entre las cuestiones que debía resolver en el reino, el déficit de la hacienda pública siguió siendo un problema estructural —ya que continuó afectando en los años centrales del seiscientos, a pesar de las medidas introducidas por el VII conde de Lemos años antes—; también, fue un capítulo importante la administración de la justicia y la lucha contra la corrupción y la formación de ministros. Por otro lado, resultaba necesario para mantener la paz, paliar la carestía y garantizar el abastecimiento de grano de la ciudad, además de aplicar medidas contra la delincuencia; todos ellos, objetivos clave en el gobierno interno. Por último, el virrey debía atender a la defensa del reino, apoyar al gobierno de Milán, mantener relaciones con Roma y Sicilia y mejorar los recursos militares. Tampoco era una coyuntura fácil, ya que se iría fraguando el malestar que haría estallar, años más tarde, la rebelión de Masaniello. Las tensiones sociales, la lucha de los grupos medios por la paridad política, la miseria y las exigencias económicas fueron el caldo de cultivo de los problemas que se desencadenaron posteriormente. Aun así, Nápoles continuaba siendo centro neurálgico de los grandes artistas, escritores y músicos del momento, y muchos de ellos trabajaron en los proyectos promovidos por la autoridad virreinal —fiestas y comedias en Palacio, decoración de edificios de la ciudad, publicación de obras encomiásticas y celebración de fiestas populares, religiosas o conmemorativas.
Poco tiempo después de regresar a la Corte, el noble emprendió unas obras en las casas que había comprado en el Prado de San Jerónimo —esta misma residencia había sido sede de las fiestas que Olivares había celebrado en honor de los Reyes, en 1631—.
En el nuevo diseño —que fue un proyecto de Juan Gómez de Mora— había un espacio, denominado Galería, destinado a las obras de arte de Monterrey. Como explica Madruga Real, la creación de este edificio exento, la adecuación de espacios y luminosidad y la valoración de la obra en sí misma, “nos pone de manifiesto el sentimiento moderno de la estimación de Monterrey hacia sus obras”.
En el terreno político, durante estos años en la Península, y por cuestiones de intereses, hubo un distanciamiento entre el conde duque y Monterrey.
El noble continuaría ocupándose de los asuntos cotidianos y domésticos de su Casa y del servicio a la Corona. De hecho, después de la caída en desgracia de Olivares, a partir de 1643, el conde continuó desempeñando una actividad política y militar. Participó en la rebelión de Portugal —defendió la frontera de Extremadura— y siguió formando parte del Consejo de Estado. Moriría en Madrid, en 1653.
Bibl.: V. Carducho, Diálogos de la pintura, Madrid, Francisco Martínez, 1633; G. Marañón, El conde duque de Olivares: la pasión de mandar, Madrid, Espasa Calpe, 1952; A. E. Pérez Sánchez, “Las colecciones de pintura del conde de Monterrey (1653)”, Boletín de la Real Academia de la Historia, CLXXIV (1977), págs. 417-459; A. Madruga Real, Arquitectura barroca salmantina. Las Agustinas de Monterrey, Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, 1983; M. Morán Turina y F. Checa Cremades, El coleccionismo en España, Madrid, Cátedra, 1985; A. Feros, “Lerma y Olivares: la práctica del valimiento en la primera mitad del Seiscientos”, en J. H. Elliott y A. García Sanz (coord.), La España del Conde Duque de Olivares, encuentro Internacional sobre la España del Conde Duque de Olivares, Valladolid, Secretariado de Publicaciones, Universidad, 1990, págs. 195-225; M. Morán Turina y J. Portús Pérez, El arte de mirar. La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Istmo, 1997; J.H. Elliott, El conde duque de Olivares, Barcelona, Mondadori, 1998; A. Musi, L’Italia dei Viceré. Integrazione e resistenza nel sistema imperiale spagnolo, Salerno, Avagliano, 2000; G. Galasso, En la periferia del imperio. La monarquía hispánica y el Reino de Nápoles, Barcelona, Península, 2000; G. Galasso, Napoli capitale. Identitá política e identitá cittadina. Studi e ricerche 1266-1860, Nápoles, Electa, 2003.
Isabel Enciso Alonso-Muñumer