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Giovanni Turriano

Biografía

Turriano, Giovanni. Juanelo Turriano. Cremona (Italia), c. 1500 – Toledo, 13.VI.1585. Relojero, astrónomo, matemático e ingeniero.

Nació en un pueblo cercano a la ciudad italiana de Cremona, en una fecha aún no determinada, pero cercana al año 1500. Su nombre era el de Giovanni, pero se le conocía unas veces por el de Gianello y otras por el de Janello que, cuando llegó a España, derivó en Juanelo, apodo con el que se hizo famoso.

Poco se sabe de la infancia de Gianello Turriano, lo que ha dado lugar a que se crease una leyenda sobre su precocidad en las matemáticas y en la astronomía. Según se decía, Juanelo tenía de niño un humilde oficio de pastor y, cuidando el ganado por la noche, observaba las estrellas que en el campo se veían nítidas y en gran número; su mente de niño prodigio le llevaría a deducir, sin otros conocimientos, el curso de los astros. Se trata evidentemente de algo fantástico: el primer mito de Juanelo forjado en torno a la aureola de este personaje. En realidad, fue un compatriota suyo, llamado Giorgio Fondulo, médico y matemático, profesor de la Universidad de Padua, quien enseñó a Turriano los fundamentos de la astronomía.

Por otra parte, Gianello aprendió en el taller de su padre, Gerardi Turriano, a construir y reparar instrumentos mecánicos, pues en algunos documentos, Gianello menciona a su padre como maestro, aunque no especifica en qué oficio. Después de las enseñanzas de su progenitor, entró como aprendiz en uno de los talleres de relojería de Cremona y luego se trasladó a Milán, donde llegó a ser maestro relojero y mecánico, montando un taller propio cerca de la Puerta Nueva, en la antigua parroquia de San Benito. En esta ciudad se casó con Antonia Sechela y tuvo una hija, Barbula Medea, conocida, cuando Turriano se trasladó con su familia a España, con el nombre de Bárbara Medea.

De los trabajos de Gianello Turriano en Milán se tienen algunas noticias que revelan su capacidad como constructor de máquinas ingeniosas. Fabricó una potente grúa capaz de elevar ciertos cañones de bronce que estaban en una fosa muy profunda y que no conseguían levantar varias yuntas de bueyes; propuso una máquina para dragar la laguna de Venecia; mejoró las bombas que se empleaban para la elevación de agua. Se le atribuye, además, la invención de un sistema para que los cuerpos permanezcan horizontales, pese a estar sometidos a fuertes vaivenes, lo que se conoce ahora como “suspensión Cardan”, en memoria del científico italiano Cardano. Sin embargo, el campo en el que más sobresalió durante su estancia en Milán fue el de los relojes astronómicos y ello fue lo que le llevó a trabajar para el emperador.

Carlos V fue coronado emperador del Sacro Imperio Romano en una solemne ceremonia que tuvo lugar en Bolonia el 22 de febrero de 1530. A esta ciudad italiana había llegado el 5 de noviembre de 1529, permaneciendo en ella hasta el 21 de marzo del año siguiente, en que partió en dirección a Mantua. Entre estas fechas tuvo lugar un hecho que haría de Turriano un hombre muy apreciado por el emperador y conocido universalmente por su habilidad como relojero. El relato de este acontecimiento, contado por varios testigos de la época con ligeras variantes, es el siguiente: Se conservaba en la región de Lombardía un reloj astronómico, ya muy deteriorado, que había construido en el siglo XIV un hábil relojero llamado Giovanni Dondi, cuyo mecanismo representaba los movimientos de los planetas y de las estrellas con una gran precisión. Con motivo de la coronación de Carlos V, la ciudad de Milán había pensado regalárselo, pero ningún relojero era capaz de volver a ponerlo en marcha. Después de examinar Turriano el reloj con suma atención, llegó a la conclusión de que era imposible que volviera a funcionar porque sus piezas estaban carcomidas por el óxido, e incluso faltaban mecanismos esenciales. Sería preciso construir otro nuevo, que podría de esta forma ser aún más completo que el anterior.

El artífice cremonense dedicó veinte años en idear el maravilloso reloj astronómico destinado a Carlos V, y la tarea le obsesionó de tal manera que llegó a enfermar dos veces durante este tiempo, e incluso estuvo a punto de morir, según cuenta su amigo Ambrosio de Morales. Una vez concebido en la mente con tan largo e ímprobo esfuerzo, Gianello sólo tardó tres años en construir su reloj; para hacer las ruedas inventó un torno que tallaba los espacios de los dientes con inigualada precisión y rapidez. Hay que tener en cuenta que el mecanismo movía unas 1.500 ruedas cuyo desplazamiento tenía que estar perfectamente regulado para señalar, no sólo los días, las horas y los minutos, sino los movimientos de todos los planetas entonces conocidos.

Quien fuera capaz de hacer un reloj así debía ser algo más que un hábil mecánico, ya que los movimientos de los planetas obedecían a unas leyes matemáticas sólo conocidas por un reducido número de astrónomos. Según Morales, Turriano tenía conocimientos de aritmética, pero hizo llegar el arte a donde no llega el número, es decir, suplió con la habilidad de sus manos la limitación de las matemáticas. De este instrumento, conocido como “el reloj grande”, se conservan varias descripciones.

La admiración que produjo este reloj de Juanelo fue enorme. Un compatriota cremonés, Marco Girolamo Vida, dijo de esta máquina que “no podemos ya aguardar nada más del talento o de la habilidad humana”. El propio Carlos V mandó añadir esta leyenda en el reloj de Juanelo: “Entenderás quién soy si acometieras a hacer una obra igual a ésta”.

Turriano hizo para el Emperador otro reloj más pequeño que el anterior que tenía forma cuadrada y cuyo mecanismo podía verse a través de unas ventanas de cristal transparente, por lo cual se le conoció como “el cristalino”. Según Ambrosio de Morales, “lo hizo así para mejor entender con cuán apresurados pasos [se] camina a la muerte.

Esta frase del cronista del Emperador nos aclara el interés del hombre que había dominado el mundo por algo aparentemente tan banal como unos relojes. Carlos V quería reflexionar en su retiro en Yuste, después de abdicar de su imperio, sobre el apresurado acercamiento a la muerte, cuyos pasos eran marcados por el inquietante movimiento de los mecanismos de un reloj cuya marcha implacable podía contemplar a través de su cristal. Juanelo ponía en marcha y acomodaba los relojes en los cuales el emperador observaba el movimiento de los astros en el cielo, la obra de Dios traída a la Tierra por su relojero. La obsesión del emperador era tal, que hasta olvidaba la hora de la comida, y uno de los cocineros llegó a comentar que no sabía que dar entonces al Emperador, a no ser que fuera “sopa de relojes”.

El mito de los autómatas atribuidos a Turriano ha sido difundido por el mismo cronista Ambrosio de Morales cuando afirma que “también ha querido Ioanelo por regocijo renovar las estatuas antiguas que se movían, y por ello llamaban los griegos autómatas. Hizo una dama de más de una tercia de alto que, puesta sobre una mesa, danza por toda ella al son de un tambor, que ella misma va tocando, y da sus vueltas, tornando a donde partió. Y aunque es de juguete y cosa de risa, todavía tiene mucho de aquel alto ingenio”.

La fabricación de autómatas, que los humanistas del Renacimiento atribuían a los griegos, formaba parte del entretenimiento de los príncipes que solían coleccionar tales objetos curiosos. No es extraño que Carlos V y Felipe II disfrutaran con tales artificios, aunque no se ha conservado, que sepamos, constancia documental de estos juguetes, quizás porque, como dice el mismo Morales, eran simplemente “cosas de risa”, a las que no dieron la importancia de los relojes planetarios, de los que sí consta, en cambio, que existieron.

Los relojeros se encargaban de hacer autómatas y para Turriano tal tarea no debía de ser un problema, por lo que es fácil que construyera las figuras móviles de que hablan los cronistas. Lo que ya es más difícil de creer es que Juanelo construyese otros autómatas más complejos, como los pájaros voladores, que provienen de una tradición posterior, sin duda exagerada, ya que la tecnología no permitía hacer volar objetos más pesados que el aire de una forma controlada. Además, una invención así no habría pasado inadvertida a cronistas de la estancia de Carlos V en Yuste, como el padre Sigüenza, que sólo habla de “relojes y otros ingenios”.

A la muerte del emperador en 1558, Turriano pasó al servicio de su hijo Felipe II, no tan aficionado a los relojes como su padre, aunque, según Zapata, tenía un reloj en un anillo que señalaba las horas picando levemente el dedo. Posiblemente este reloj fue heredado de su padre y fabricado también por Juanelo Turriano. Otra maquinita del cremonés para curiosidad de Felipe II, fue un molino tan pequeño “que cabía en una manga”, según Ramelli.

El Rey era un gran aficionado a las grandes obras de ingeniería, entre ellas los canales de riego y abastecimiento de agua, en las cuales Turriano realizó mediciones para la construcción del canal del Jarama y la presa de Colmenar, obras difíciles en las que habían fracasado grandes ingenieros como el italiano Sitoni. A Turriano se le consultó frecuentemente para los problemas que presentaban algunas grandes obras, como la presa de Tibi, en Alicante, o ingenios para elevar el agua y desaguar minas, como el de Guadalcanal en Andalucía.

Los trabajos de Turriano para Felipe II fueron de lo más diverso. Al relojero se le pidió su opinión, por ejemplo, sobre las campanas que se iban a montar en las torres de la iglesia de El Escorial, respondiendo con unas atinadas observaciones sobre los tonos de los toques de las campanas, en función de su tamaño.

Entre las intervenciones de Turriano hay una que tiene más que ver con la astronomía. Se trata de la reforma del calendario, cuestión en la que el pontífice de Roma tenía un extraordinario interés debido a la descompensación que se había producido entre el tiempo astronómico real y la fecha del calendario, que alcanzaba ya más de una decena de días a mediados del siglo XVI. Fueron consultados varios científicos, entre ellos Juanelo Turriano, quien elaboró un Breve discurso en torno a la reducción del año y reforma del calendario, junto con unos instrumentos para acomodar el calendario actual al nuevo.

La máquina más famosa que realizó Juanelo para Felipe II fue un artificio para elevar el agua desde el río Tajo hasta el Alcázar de Toledo que, aunque desapareció en el siglo XVII, perduró mucho tiempo en la memoria colectiva de la ciudad.

Destruido el antiguo acueducto-sifón de época romana, en el siglo XVI se había intentado elevar el agua desde el Tajo por medio de bombas hidráulicas. En 1526, el marqués de Zenete, camarero mayor del emperador Carlos V, hizo traer de Alemania unos ingenieros que no consiguieron solventar el problema. No lo consiguieron tampoco dos ingenieros flamencos, Juan de Coten y Jorge Ulrique, en 1561. Al año siguiente, el arquitecto e ingeniero francés Luis de Foix volvió a fracasar.

La solución llegó a través de una idea ingeniosa de Juanelo Turriano en la que había trabajado varios años y que reflejó en un modelo que presentó al Rey y a los representantes de la ciudad de Toledo. El 18 de abril de 1565 Turriano firmó un contrato por el que se comprometía a proporcionar a la ciudad de Toledo y al Alcázar Real cuatrocientas cargas de agua (12.400 litros) cada día de forma continua. Juanelo cumplió con creces, ya que la maquinaria funcionaba perfectamente sólo tres años después, con un caudal 50 por ciento superior al estipulado. El éxito de Juanelo fue completo, y ese mismo año se pensó hacer un nuevo ingenio exactamente igual, adosado al anterior. Sin embargo, como el agua se había destinado al Alcázar sin recibir nada la ciudad, los regidores toledanos impedían la realización de las obras de este segundo ingenio. Un nuevo contrato, firmado en abril de 1576, trató de enmendar el asunto decretando ceder parte del agua a las fuentes públicas de Toledo. Este segundo ingenio elevaba el agua a la perfección en 1581, pero de nuevo el Rey demandó para sí todo el caudal. En consecuencia, Turriano no recibió el dinero prometido por la ciudad y quedó sumido en deudas, ya que la construcción había corrido por su cuenta.

Acosado por los acreedores, Juanelo Turriano tuvo que ceder en 1584 al Rey, a cambio de una cantidad de dinero, el segundo ingenio, lo que no resolvió, a pesar de todo, su problema económico, al no poder vender Juanelo el agua a la ciudad. Un año después, el 13 de junio de 1585, arruinado y olvidado, moría en su casa de Toledo este ingenioso artífice. Sin los honores que le hubieran correspondido por sus servicios a un emperador y a un rey, fue enterrado en la capilla de Nuestra Señora del Soterraño de la iglesia del Carmen de Toledo.

A la muerte de su creador, la conservación de los ingenios pasó a manos de un nieto, llamado igualmente Juanelo Turriano que falleció en 1557, haciéndose cargo, al año siguiente, el ingeniero Juan Fernández del Castillo que desmontó el primer ingenio sustituyéndole por unas bombas hidráulicas de émbolo que elevaban el agua por etapas. Castillo conservó el segundo ingenio, más que nada por ser una obra muy admirada, ya que, en realidad, funcionaba muy defectuosamente. Un robo de los cazos de latón obligó a desmontar definitivamente la maquinaria de este segundo artificio, a mediados del siglo XVII. Por el inventario de las piezas que se hizo entonces, hemos podido reconstruir su funcionamiento: los ingenios de Juanelo consistían en unas ruedas hidráulicas movidas por el agua del Tajo, que accionaban una serie de brazos articulados formando torres elevadoras de agua. Estos brazos, al balancearse, se pasaban el agua de uno a otro, recogiéndola en unos cazos de latón que tenían en sus extremos, los cuales a su vez la vertían en los siguientes, hasta llegar a los depósitos superiores.

El conjunto de las torres con sus brazos, hacía recordar a algunos visitantes, hombres de madera que, al mover sus brazos y sus piernas, levantaban el agua hasta el Alcázar. Quizás la leyenda del “hombre de palo”, el autómata que servía la comida a Juanelo y que dio el nombre a la calle por la que iba con ella, proceda de la visión de este artificio que causó la admiración, mezclada a veces de ironía, de hombres como Góngora, Cervantes o Quevedo. Un entremés de Luis Quiñones de Benavente, representado en la Corte de Felipe IV, recordaba en sus bailes los extraños movimientos de la máquina y sus frecuentes averías.

La fama de Juanelo hizo que se le atribuyesen después de su muerte algunas obras que él no había realizado. Sucedió esto con el ingenio para elevar el agua en Valladolid, conocido hasta principios del siglo XX como “artificio de Juanelo”, aunque fue fruto del espionaje por parte del general Pedro de Zubiaurre de las bombas hidráulicas que Peter Morris había instalado en Londres. También fue atribuido a Turriano, hasta hace poco, el manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid conocido con el título de Los veintiún libros de los ingenios, y máquinas de Juanelo, cuyo original es en realidad de un aragonés, muy probablemente Pedro Juan de Lastanosa.

La personalidad del hombre que hizo los admirables relojes planetarios que hemos descrito favoreció sin duda la leyenda que después se creó en torno a Turriano. Su aspecto, corpulento y algo siniestro, siempre sucio por el trabajo de engrasar sus máquinas, contribuía a considerar al que lo contemplaba como el autor de artificios ocultos que encerraban algo mágico y misterioso. Así le describe a Turriano uno de los hombres que le conocieron, el cronista Esteban de Garibay: “Fue alto y abultado de cuerpo, de poca conversación y mucho estudio, y de gran libertad en sus cosas: el gesto algo feroz, y la habla algo abultada, y jamás habló bien la española; y la falta de dientes por la vejez le era aún para la suya italiana de grave impedimento”.

En contraste con su aspecto físico, Juanelo tuvo un ingenio que maravilló a sus contemporáneos y supo granjearse la estima de Carlos V y de su hijo. Luis Cabrera de Córdoba, cronista de Felipe II, dice de éste, citando a Juanelo Turriano: “... favoreció a los artistas y premió a los eminentes; entraba en los obradores, y hablaba en los que le tocaba con ellos; y más a Juanelo, milanés, geómetra y astrólogo tan eminente que, venciendo los imposibles de la naturaleza, subió contra su curso el agua hasta el Alcázar de Toledo, e hizo que los movimientos de los cielos y contracursos de los planetas se gozasen en sus reloxes, admirable maravilla”.

Esta favorable opinión se ha mantenido a lo largo del tiempo, ya que, en ciertos países de Hispanoamérica, aún se usa la expresión “huevo de Juanelo” con el mismo sentido que en España se utiliza “huevo de Colón”, para expresar que algo es realmente ingenioso y los artificios de Juanelo han sido considerados los “ingenios” por excelencia, extendiendo la expresión “máquinas de Juanelo” a los artefactos que encierran alguna invención extraordinaria.

 

Obras de ~: Breve discurso de Juanelo Turriano a S. M. en torno a la reducción del año y reforma del calendario, con la explicación de los instrumentos por él investigados para enseñar su uso en la práctica, Toledo, 1579 (ed. de J. A. García-Diego, Madrid, Castalia, 1990; ed. de Cervera Vera, Madrid, 1996).

 

Bibl.: F. J. Sánchez Cantón, “Juanelo Turriano en España”, en Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, t. XLI (diciembre 1933), págs. 225-233; C. M. del Rivero, “Nuevos documentos de Juanelo Turriano”, en Arte Español, t. XIII (1936-1941), págs. 17-21; J. A. García-Diego, “Cinco documentos relativos a Juanelo Turriano”, en Toletum (1977), págs. 245-274; Los relojes y autómatas de Juanelo Turriano, Madrid- Valencia, 1982; Juanelo Turriano Charles V’ Clockmaker, Madrid, 1986; “Nuevos datos sobre el artificio de Juanelo”, en Anales Toledanos, vol. XXIV (1987) págs. 141-159; Técnica y poder en Castilla durante los siglos xvi y xvii, Salamanca, 1989; Ingeniería y Arquitectura en el Renacimiento español, Valladolid, 1990; L. Cervera Vera, Documentos biográficos de Juanelo Turriano, Madrid, 1996; N. García Tapia, Los veintiún libros de los ingenios y máquinas de Juanelo, atribuidos a Pedro Juan de Lastanosa, Zaragoza, 1997; G. Garabito Gregorio, Carlos V. La formación de un imperio, Barcelona, 2000; N. García Tapia, “Juanelo Turriano (c. 1500-1585): El relojero y el emperador”, en Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, n.º 35 (2000), págs. 51-60; N. García Tapia y J. Carrillo Castillo, Turriano, Lastanosa, Herrera, Ayanz. Tecnología e imperio. Ingenios y leyendas del Siglo de Oro, Madrid, 2002.

 

Nicolás García Tapia

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