Villacis Arias, Nicolás de. Murcia, 1616 – 1694. Pintor.
Nació en la capital murciana y fue hijo del primer matrimonio de Nicolás Alonso Blanco de Villacis, mercader de tejidos, depositario general de la Ciudad y jurado con Juana Martínez Arias, de estirpe hidalga extremeña. Las dotes reconocidas del padre, además, como calígrafo e iluminador aficionado favorecerían la inclinación del joven Nicolás a la pintura, estando por dilucidar quién o quiénes dirigieron su primer aprendizaje, que por lógica sería en la propia ciudad, habiéndose éste asignado en torno a 1630 a Juan de Alvarado (c. 1570-1642) o a Lorenzo Suárez (c. 1600-1648), maestros pintores veteranos, pero sin otros fundamentos que indicios extraartísticos paternos o suposiciones. Después Villacis sería enviado por sus padres a Madrid, según Palomino, datándose esa estancia hipotéticamente entre 1632 y 1636 y que, de confirmarse, respondería al hecho de ser la Corte un foco indudable de atracción y perfeccionamiento artísticos.
Pudo quizá conocer así el momento de cambio pictórico desde el naturalismo tenebrista hacia el pleno barroco, en coincidencia con la llegada a aquélla de pintores foráneos como Polo (1630), Zurbarán y Puga (1634) e incluso hasta tratar nada menos que a Velázquez, recién vuelto de Italia, con quien —de creer a Palomino— iniciaría una amistad, aún hoy sin confirmar, y que ha contribuido a hacer del pintor murciano un referente local, casi mítico, de aquel gran maestro.
Todo ello bien pudo decidir a Villacis a marchar a Roma, donde estaría en algún momento del bienio de 1639-1640, correspondiente a la estancia segura en la misma del pintor italo-helvético Francisco Torriani (1612-1681), pues con él entabló allí amistad y luego lazos familiares. En Roma conocería, por fuerza, el rico ambiente y las tendencias contrapuestas que entonces protagonizaban en pintura Pietro da Cortona (1597-1669) y Andrea Sacchi (1599-1661), así como, sobre todo, el triunfo en boga de la “quadratura” o arte del ilusionismo pictórico, que aprendió y cuya práctica, ya de vuelta, le hizo famoso. Desde la Ciudad Eterna, Villacis partió acompañando a Torriani hacia su localidad natal de Mendrisio, en el Cantón Ticino de la Suiza italiana, donde en 1643 casó con Luisa Torriani, pariente noble y acomodada de su colega, viviendo y trabajando primero en aquella ciudad y luego en la de Como, donde abrió taller. En 1645 participaba en las decoraciones pictóricas del Sacromonte de Varallo y contaba con el pintor Giovanni Battista Franchinetti como discípulo y ayudante. De lo atribuible provisionalmente al pintor en ese tiempo y ámbito, en Mendrisio el San Isidro Labrador de la parroquia de los santos Cosme y Damián más la Santa Apolonia y Santa Lucía del Museo local, por la preocupación dibujística, la esencialidad de rostros y formas, más cierto refinamiento podrían conectar con lo suyo seguro posterior, planteando dudas el Retrato de Ludovico Turconi de la Pinacoteca de Como.
Villacis ya estaba de vuelta en la ciudad de Murcia a comienzos de 1650 con una completa preparación y un estilo, cabe pensar que actualizado y rico de sugerencias, acorde con su largo y variado recorrido.
Desde esa fecha, su biografía se documenta sin casi interrupciones y con amplitud, pero las primeras tareas artísticas que constan suyas parecen poco relevantes, al tratarse en 1653 de “una pintura o mapa” de Murcia y su Huerta con los daños de la riada de San Severo, encargada por el Concejo para acompañar una petición de ayudas al Consejo Real. Indicio de que abrió taller es la docena de cuadros que le debía en 1656 el doctor Francisco Pacheco, presbítero y abogado, aunque su cotización como pintor fuera baja por el exiguo precio, y prueba de que no desdeñaba encargos aun menores, fue la realización en los tres años siguientes de trabajos de pintura y dorado para la Cofradía del Rosario, hermandad vertical a la que pertenecía como, asimismo, su colega el pintor Mateo Gilarte (c. 1622-1675).
También desde entonces hay noticia abundantísima de un continuo esforzarse y pleitear de Villacis por herencias familiares, así como sobre compraventa y gestión de propiedades urbanas y rústicas en Murcia, más cuestiones judiciales prolongadas hasta el fin de su vida, que sin duda complicaron e impidieron una aplicación regular a la pintura, a la que pese a aducir el título de maestro dedicaría poco tiempo, por requerir el más sus muchas actividades económicas. Señal de un talante personal despreocupado, de apuros dinerarios o de ambas cosas al regreso de la estancia italiana es que su hermano Pedro, clérigo presbítero y hermano del pintor, tuvo que traer a su costa en 1657 a la esposa y cuatro hijos de éste desde Lombardía, por haberlos dejado allí en la indigencia.
No obstante, fue afianzando su prestigio profesional y, por consiguiente, los encargos de monta, pues posiblemente entre 1659 y 1660 ya trabajaba en la catedral pintando al fresco el Sacrificio de Abraham y Sansón desquijarando al león en la fachada de la capilla del Corpus, escenas de claro significado eucarístico en consonancia con el proceso de ornato pictórico de este recinto, en el que también participó en lo puramente decorativo su colega Francisco Gilarte (1626- 1667). Asimismo, hizo sendos cuadros, grandes, de los cuatro Santos de Cartagena para rematar el coro catedralicio, pero todo quedó destruido en el incendio fortuito de 1854.
A principios de 1661, Villacis tenía emprendidas las pinturas, policromía y dorado del retablo mayor parroquial de la villa alicantina de Aspe, cuyo ensamblaje le ocasionó problemas los años siguientes. De poder identificar ese retablo con el conservado en la capilla de la Comunión del templo actual, las representaciones en el mismo de Santiago, San Jorge, la Anunciación, Visitación, Adoración de los pastores, Epifanía y Calvario patentizan un estilo de calidad, sintetizando asimilados el barroco italiano y flamenco, con plasmación de escorzos y perspectivas, todo lo cual convendría bien con el bagaje del pintor murciano.
De hecho, un despliegue similar a mayor escala realizó en la decoración mural del templo conventual de la Trinidad Calzada de Murcia, que estaba en proceso en 1662 y sería su obra más famosa, mereciendo de Palomino el elogio de “que todo parece verdad”. En la capilla mayor pintó un retablo fingido con columnas, figuras alegóricas, heráldica, ángeles y una gloria coronadas por la Santísima Trinidad, así como Reyes de España en los pilares entre las capillas; en el crucero del Evangelio, cuatro escenas de San Blas como “quadri riportati” y encima unos “corredores” ilusorios pétreos abalaustrados, asomando caballeros locales y frailes del convento entre otros pormenores. Pero todo desapareció tras la desamortización y los cinco fragmentos que restan en el Museo de Murcia, más que de esta faceta de ilusionista diestro que le hizo famoso, son representativos de la de aceptable pintor de retratos, aligerados ya en clave barroca y con capacidad para el verismo y la nobleza. La cronología de realización permite afirmar la contemporaneidad y hasta anticipación de esta modalidad de pintura ilusionista, respecto a su implantación y éxito en la Corte madrileña. En relación con esos retratos, están cuadros como la Santa Clara y la Virgen de la Soledad del convento de las Claras de Murcia, donde ingresó sin perseverar Luisa, hija del pintor.
Villacis fue desarrollando toda esta labor entreverada siempre con un continuo incremento de propiedades y sin desdeñar tareas más bien artesanales de dorado y estofa, como en 1665 para las exequias de Felipe IV y proclamación de Carlos II, junto con tasaciones de cuadros de particulares. Con ello, conseguiría estatus y bienestar, pues tras fallecer, en 1669, su esposa Antonia Torriani, aparecían en el inventario domiciliar de bienes, especificando la adquisición de la mayoría durante el matrimonio, joyas de oro y pedrería, cubertería y objetos de plata, mobiliario, enseres y ropas ricas; además tenía un obrador bien equipado con cuantioso material para pintar (mesas para moler colores, caballetes, bancos para andamios, piedras de bruñir oro y plata), cuadros acabados, a medias e imprimados, útiles y madera para tallar, “modelos de yeso, cabezas, brazos y pies”, “estampas de valor y papeles para la pintura más de mil”, así como una biblioteca con “doce cuerpos de libros de arquitectura y pintura”, veinte de “diferentes historias” y otros sin especificar en tres estantes, aparte de muchas casas y tierras.
Con medios tan amplios, su dedicación a la pintura y, por ende, la producción debía de ser entonces si no cuantiosa, por el tiempo que requerían los numerosos negocios, al menos relevante. Hacia 1671 seguramente pintaba para los frailes Predicadores de Santo Domingo el Real de Murcia, pues a esa data cabría remitir el encargo de un cuadro con el Atentado a San Luis Beltrán por el Marqués de Albaida, conmemorando la canonización aquel año del dominico, que de no haberse perdido en los avatares del siglo XIX sería tentador identificar con el que guarda el madrileño Museo Cerralbo, atribuido a Conchillos pero más afín a Villacis por las disparidades y rasgos de hechura. En cambio, el muy elogiado de los Santos Alberto Magno y Tomás de Aquino con una vista de la torre de la Catedral hecho para la librería del mismo convento, quedaría destruido cuando éste fue incendiado, pues aún no hay ningún rastro de que perdurase.
La notoriedad social y preeminencia artística de Villacis culminarían, al quedar como único pintor de renombre en la ciudad de Murcia durante unos años, tras fallecer los hermanos Gilarte, Francisco en 1667 y Mateo en 1675, con la consiguiente disolución del productivo taller de ambos y antes de la llegada entre 1678 y 1679 y posterior establecimiento del valenciano Senén Vila (c. 1640-1707), mucho más prolífico en pintura. Además de los encargos de la clientela propia habitual, disfrutaría de cierta exclusividad, al polarizarse en él o concentrar algunos importantes de esos años, pues en la comitencia particular pintó nada menos que para el notable aristócrata e ilustre coleccionista Gaspar de Haro y Guzmán, VII marqués del Carpio, quien esperando en Murcia entre 1674 y 1676 para marchar a Roma, como embajador ante la Santa Sede, le encomendó los cuadros de La Cruz, la Concepción y una bandera.
A continuación, volvió a trabajar para la Cofradía del Rosario pintando un San Lorenzo, documentado hasta con pagos entre 1678 y 1679, conservado y relacionable con el San Bruno de la catedral, que con verosimilitud se le atribuyó. Coinciden, sobre todo, en la estética ya plenamente barroca, por la impostación general, técnica y tonalidades, la expresión anhelante y emotiva algo al modo rubeniano, con lejanos ecos lombardos y algún detalle riberesco repetido en la composición, así como en las desigualdades e incluso defectos de ejecución. Con esa impronta rubeniana fundiendo ideas flamencas anteriores podría asignársele un Enclavamiento del convento de Verónicas, identificable tal vez con el realizado para Diego Fernández de Silva, jurado, mercader y buen cliente. Ante ellos y alguno más posible, comparados con la producción anterior que se va delimitando, toma cuerpo la hipótesis de que el pintor experimentó varias inflexiones estilísticas durante su trayectoria, por demás varia y con medios como se va viendo.
En la década de los ochenta, Villacis, ya sexagenario, seguía pintando, a tenor de los cuadros, además “grandes”, que en 1682 hacía para Pedro de Alcántara, prócer local como caballero de la misma orden.
Asimismo, para algún otro personaje con cargo oficial notorio en la ciudad, aunque de nuevo de paso, cual fue el corregidor Miguel de Pueyo, de quien entre 1683 y 1684 hizo su retrato para la ermita murciana del Pilar, en una clave personal y reposada cercana a los de la Trinidad. Por afinidades, cabe atribuirle el de Fray Pedro Egipcíaco y el de la Beata Sor Ángela Astorch, éstos en el Museo y las Capuchinas de Murcia respectivamente. Pero en mayor medida, gestionaba sus propiedades, haciendo transacciones y pleiteando por ellas.
El pintor alcanzó una infrecuente longevidad y de su acomodo y bienes al morir dan idea detallada y muy significativa el largo testamento de 1693, donde declaraba estar aún en plenas facultades, así como los trece inventarios hechos tras su óbito en 1694. De ellos, se deduce que estuvo activo casi hasta entonces, en todos los frentes que ocuparon tan larga existencia, y respecto a los inventarios de décadas antes, tras morir su esposa, habían crecido las pertenencias en muebles, muchos más y nobles algunos, instrumentos musicales, armas blancas y de fuego, numerosos enseres, con ropas y joyas de precio, pudiendo distinguirse la vivienda del taller. En éste, había una cincuentena de cuadros, desde preparados hasta concluidos, de todo tipo de temas, sacros y profanos, un monumento de perspectiva relacionable con el arte de la cuadratura aprendido en Italia, más abundantes materiales para la pintura, los modelos de yeso antes citados, estampas grandes, pequeñas y dibujos “para copiar puestos en la pared” como modelos, un legajo de estarcidos, bocetos e instrumental de escultura y carpintería, con tallas para policromar.
De los libros se especificaba que tenía cien tomos de geometría, arquitectura y perspectiva, con varios más de historias, leyendas y diferentes materias en romance, italiano y latín, sin enumerar cuántos ni especificar autores, pero que indican su preparación y conocimientos. Las ingentes propiedades urbanas y de huerta llenaban hasta diez de los inventarios, cuya administración Villacis llevaba en un “libro de cuenta y razón”, permitiéndole tan saneada economía no tener acreedores y sí en cambio deudos, fundando sobre sus bienes un vínculo y mayorazgo que a falta de herederos legítimos pasaría como obra pía para misas propias, de pobres y dote de dos doncellas huérfanas a la parroquia de San Juan o en su defecto sucesivamente a San Lorenzo, Santa Eulalia, la Casa de Expósitos y la catedral. En esta actitud beneficente coincidió con otros artistas acomodados del momento y está claro que en consonancia con su hidalguía consiguió una condición de hacendado, logrando sanciones sociales que despejaban, además, cualquier demérito por ser también pintor, ante la consideración manual de este más bien oficio que profesión.
El conjunto de la obra de Villacis se resiste aún hoy a los esfuerzos por clarificarla —pues más que practicar una manera continua o en evolución debió de cambiar alguna que otra vez de estilo—porque ha desaparecido lo suyo principal en la catedral, la Trinidad y los Dominicos mayoritariamente. Así, lo seguro conservado, ni siquiera permite aproximar el verdadero alcance de su arte y nombradía y aún resulta más difícil señalar huella y discípulos. Pero como maestro es seguro que instruyó al pintor José García Hidalgo (1645-1717) por declararlo este mismo en su tratado de 1693, viviendo aún Villacis a quien calificaba, quizás con desmesura, como “Noble, valiente Pintor al fresco y olio y grande escultor y Arquitecto”. Asimismo, Jerónimo Zabala (c. 1615- 1697), prebendado catedralicio y pintor, tradicionalmente se ha considerado su discípulo. Palomino, por fin, remató la fama posterior de Villacis al biografiarlo, bien informado, como “excelente en el arte de la Pintura” y tan “gran artífice” que guardaba cartas de Velázquez instándole a establecerse en la Corte al servicio del Rey, noticia que por la asociación a este gran maestro determinó siempre que el pintor murciano figurase, citado al menos, en los repertorios del Siglo de Oro español.
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José Carlos Agüera Ros