Astorch, Jerónima María Inés. Beata María Ángela Astorch. Barcelona, 1.IX.1592 – Murcia, 2.XII.1665. Capuchina (OSCCap.), abadesa, beata, mística, fundadora de monasterios.
Jerónima María Inés Astorch era la cuarta descendiente del matrimonio entre Cristóbal Astorch y Catalina, su mujer. Su familia gozaba de una posición acomodada en la Barcelona burguesa; su padre pertenecía al gremio de libreros y, al mismo tiempo, desempeñaba un importante cargo público. Su madre, heredera de una cuantiosa fortuna, fallecía en 1593, por lo que la niña fue entregada a los cuidados de una nodriza de Sarriá. Cuatro años más tarde fallecía también su padre, por lo que la niña permaneció hasta los cuatro años en casa de su niñera.
Cumplidos los nueve años se encarga de su educación uno de sus tutores. En estos años aprende a leer y hacer labores. Desde un primer momento mostró gran interés por los libros, en particular por aquellos que estaban escritos en latín, lengua por la que mostrará siempre especial predilección. A la temprana edad de once años “se siente llamada” a la vida contemplativa y solicita entrar en clausura. Ante la edad de Jerónima María y a instancias del obispo Coloma, es examinada por los jesuitas del colegio de Belén. La opinión es positiva, descubriendo en ella una madurez muy superior a su edad; de esta manera, con la debida autorización, el 16 de septiembre de 1603, antes de cumplir la edad para ser recibida, ingresa en el convento de clarisas capuchinas de Barcelona recién erigido. Desde el momento de su ingreso en clausura cambia su nombre de bautismo por el de María Ángela.
Era también en aquel convento —fundado por la madre Ángela Serafina Prat que había conseguido la erección de un convento de capuchinas con constituciones propias, en donde la austeridad de vida y el retiro eran elementos constitutivos—, donde se encontraba también su hermana Isabel Astorch. La presencia de su hermana mayor debió suponer un buen estímulo y apoyo para la joven María Ángela.
Desde su llegada al monasterio es acompañada espiritualmente por el sacerdote aragonés mosén Martín García, que tenía una fuerte experiencia de vida eremítica, al mismo tiempo que por los ejemplos que le ofrecían diariamente la madre Ángela Serafina y su propia hermana sor Isabel, puesto que ambas mujeres vivían fuertes experiencias místicas, al estilo propio del barroco. Pero aquellos años también tuvieron sus momentos oscuros en la vida de la joven pequeña; sería su propia maestra la que la trataba con gran dureza e incluso con malos tratos, oponiéndose por todos los medios a su profunda pasión por los libros en latín.
Curiosamente la joven niña se mantiene firme y prudente ante estos ataques y será ella misma quien nos narre cómo había ingresado en el monasterio con los seis tomos del Breviario, que más tarde le serán retirados, llegando incluso el confesor a prohibirle servirse de textos bíblicos y litúrgicos en latín.
El 7 de septiembre de 1608, después de vivir cinco años dentro del convento como aspirante, puesto que ninguna candidata podía recibir la profesión antes de cumplir los dieciocho años, comienza el noviciado bajo la dirección de su hermana sor Isabel, nombrada por la fundadora en sustitución de la maestra anterior.
Para ella fue un tiempo singular, en el que se pudo dedicar a la contemplación y a la ascética. Por su formación y su madurez, fruto de la dura experiencia de orfandad que había vivido, se le encomendó la tarea de instruir a las otras novicias, por lo que era vista con cierto recelo por sus compañeras. La madre Ángela Serafina, viendo que su vida llegaba a su fin, el 15 de diciembre de 1608 reúne a la comunidad en Capítulo y propone la admisión de sor María Ángela a la profesión. Era un medio de acallar a aquellas que veían en Ángela Astorch a una contrincante.
Así, concluido el año canónico, el 8 de septiembre de 1609, emitía su profesión como clarisa capuchina.
Continuó su formación como joven profesa, bajo la orientación de su hermana Isabel, que había sido nombrada maestra de jóvenes, y la atención paternal de mosén Martín García, que poco a poco va encauzando y encaminando las ansias de juventud de ella y otras monjas del monasterio. Él mismo, satisfecho de los progresos espirituales de sor María Ángela y otras dos compañeras, decidió concederles dos días más de comunión semanal sobre los que tenía la comunidad, detalle que también crearía sus suspicacias en la vida claustral.
El monasterio de Barcelona, fuertemente nutrido de vocaciones, comienza a extender fundaciones por España y las provincias de ultramar. Entre éstas surge el interés especial por fundar en la capital de Aragón y, después de superar las dificultades técnicas, el 19 de mayo de 1614 salen seis religiosas destinadas a la fundación de la capital del Ebro, llegando a Zaragoza el 24 de mayo. Entre ellas se encuentra sor María Ángela, que contaba veintiún años, e iba como maestra de novicias y secretaria. No le resultó fácil abandonar el convento de Barcelona y la relación tan profunda que había entablado con su hermana y alguna otra religiosa. Ella misma dirá que “fue mi sentimiento uno de los mayores que he tenido en mi vida, y así el mayor acto de obediencia de toda ella”. Desde el primer momento que asumió la tarea de la formación de nuevas candidatas se caracterizó por una pedagogía evangélica, aprendida de su hermana Isabel, ahora abadesa en Barcelona y de la asunción de toda la tradición franciscana anterior. Fruto de este primer trabajo y experiencia será su opúsculo Práctica espiritual para las nuevas y novicias. En él expone y organiza cuáles han de ser los criterios a valorar en la formación de las futuras candidatas. Señala la necesidad de ir encaminándolas mediante una piedad concreta y asequible, determinada por la liturgia y la eucaristía, evitando las devociones mecánicas. Señala la necesidad de no descuidar la atención a las relaciones interpersonales y las exigencias de la vida comunitaria. Entre aquello que puede llamar especialmente la atención se encuentra su preocupación por nivelar cualquier forma de distinción, tan propia de la sociedad de su tiempo, por lo que no permitirá ninguna referencia a los orígenes, linajes y mayorazgos de las candidatas.
En 1623 se le encarga la formación de las jóvenes profesas, por lo que tendrá que dejar la atención a las novicias. Esta tarea le ocupará sólo tres años, ya que en 1626 es elegida abadesa de Zaragoza con las debidas dispensas, ya que los cánones exigían cuarenta años de edad y ella contaba sólo treinta y tres.
Gobernó durante seis años la comunidad de Zaragoza, y después aún seis años más con intervalos de tres en los que alternaba con otra religiosa. Como abadesa prestó especial atención al decoro de los actos litúrgicos, sensibilidad que ya había mostrado en los años que había sido correctora de coro en Barcelona y Zaragoza.
Como iniciativa propia suya se encuentra la revisión de las Constituciones, que no pretendía otra cosa que mejorar el texto barcelonés de la madre Ángela Serafina.
Dicho texto fue sancionado por Urbano VIII en 1627 y regirá a todos los monasterios que tenían como referencia fundacional el de Zaragoza.
María Ángela sentía especial predilección por ser también ella misma la artífice de una nueva fundación, ya fuera en Cataluña o en cualquier otro lugar de la geografía peninsular. En 1640 su idea se vio apoyada por el confesor Antonio Boxadós, que, una vez nombrado inquisidor en Murcia, gestiona ante la Corte la fundación de un monasterio de clarisas capuchinas en Murcia. Logra cédula real con fecha de 3 de diciembre de 1644, por la que se autorizaba la erección del monasterio de la Exaltación del Santísimo Sacramento. Un año más tarde, el 8 de junio de 1645, autorizaba el arzobispo de Zaragoza el traslado de las cinco religiosas a Murcia y, sin demora, al día siguiente salía María Ángela con otras cuatro religiosas camino de Murcia. Tampoco en esta ocasión le resultó fácil: “Salí del convento de Zaragoza, si no con tanto sentimiento como del primero, lo bastante para hacerme derramar muchas lágrimas, por el amor grande que tenía a mis hijas espirituales”. El viaje resultó duro, especialmente por la distancia, ya que veintiún días de camino eran excesivos para unas religiosas que estaban acostumbradas a la regularidad de la vida claustral. Llegan a Murcia el 28 de junio y, al día siguiente, tiene lugar la inauguración del monasterio y entrada en clausura de las religiosas. También aquí le toca la ardua tarea de ser abadesa, con la singularidad de que dicho cargo, por deseo expreso de la comunidad, venía acompañado del de maestra de novicias, tarea a la que dedicará especial atención. A estas alturas María Ángela contaba ya cincuenta y tres años y tiene todavía las fuerzas suficientes para llevar a cabo la tarea encomendada por sus hermanas, aunque personalmente hubiera preferido verse libre de estas responsabilidades: “Esme de suma mortificación verme prelada y haber de mandar. Tratar con criaturas es una continua violencia para mi espíritu”.
Su afán por responder con la mayor precisión posible a la Regla de Santa Clara le llevó, en esta nueva fundación, a solicitar de la Santa Sede una autorización para que, en el monasterio de Murcia, las hermanas llamadas “de obediencia”, más comúnmente conocidas como legas, una vez profesas, vistieran velo negro como las demás, al mismo tiempo que gozaban de voto deliberativo en el Capítulo. La obtención de este rescripto suponía la búsqueda de la autenticidad de la vida franciscana, al mismo tiempo que vislumbraba el cariz especialmente carismático de la abadesa que, aunque sentía su monasterio unido singularmente con todo el mundo franciscano, no era ingenua al mantener las precisas distancias para evitar cualquier intromisión en la interpretación de la Regla o el estilo de vida de las capuchinas. Por otra parte, su convento se situaba en perfecta sintonía con la pobreza auspiciada por san Francisco y santa Clara en sus reglas de vida. Así, enseñaba a sus hermanas a vivir del trabajo, mirando de “necesitar lo menos posible del socorro ajeno”, algo que no estaba muy en sintonía con la práctica habitual de las claustrales de la época. Se trataba de aunar una pobreza exterior, fijada por el trabajo, y una pobreza interior, determinada por el despojo y la liberación interior para el amor.
El año 1648 una epidemia asola la huerta murciana y se hace también presente en el monasterio. Las religiosas ven como un hecho milagroso, fruto de la oración de la abadesa, el hecho de que no falleciese ninguna de ellas. Tres años más tarde, el 14 de octubre de 1651, una fuerte inundación arrasa la ciudad y el convento de las capuchinas, aun encontrándose en la parte alta de la ciudad, es devastado, por lo que las monjas se ven forzadas a abandonar la clausura y hospedarse en una residencia de verano cedida por los jesuitas en la montaña de Las Ermitas. Cuando planificaban la restauración del monasterio, una segunda inundación, el 7 de noviembre de 1653, les obligó a permanecer en aquella residencia. Poco a poco logran llevar a buen término las obras del convento y el 22 de noviembre de 1654 la comunidad regresa a él definitivamente. También en esta ocasión había sido fundamental la capacidad organizativa de María Ángela Astorch.
Ese mismo año empieza a sufrir unas dolencias que preocupan a las religiosas. En 1661 pierde rápidamente el vigor de sus facultades y queda reducida a un estado infantil, incomprensible para cuantos la habían conocido anteriormente. Ante esta circunstancia, reúne al Capítulo claustral y hace elegir una sucesora.
El 21 de noviembre de 1665 le sobreviene un ataque de hemiplejia, recobrando súbitamente el uso de sus facultades mentales. En los días siguientes se confiesa con total conciencia, recibe el viático y, el 2 de diciembre de 1665, cuando contaba setenta y tres años, muere rodeada de sus hermanas.
La ciudad de Murcia se volcó rápidamente a venerar el cuerpo de la que todos proclamaban ya como santa y, según cuentan sus compañeras, comenzaron a multiplicarse los milagros obtenidos por su intercesión.
En 1668, apenas transcurridos dos años después de la muerte, fue iniciado el proceso informativo diocesano con miras a la beatificación, aunque tuvo que ser parado en varias ocasiones. Casi cien años después, en 1770, se introduce la causa en Roma y el 29 de septiembre de 1850 recibía canónicamente el título de venerable. Hubo que esperar hasta el 23 de mayo de 1982, para que Juan Pablo II la proclamase beata.
El personaje de María Ángela es un elemento singular en toda la espiritualidad barroca española. Por una parte, fue una mujer de una gran cualificación intelectual y con una exquisita sensibilidad para saber entresacar de la vida ordinaria claustral, determinada especialmente por lo litúrgico, una espiritualidad capaz de llenar de sentido toda su vida. Mientras en el mundo que le rodeaba se hacía una visión muy terrena de la Iglesia, viéndola como una institución visible, ella fue capaz de aportar una intuición mística desde lo cotidiano. Por otra parte, esa mística, muy en consonancia con su momento histórico, está cargada de acontecimientos extraordinarios. Los sacerdotes que la trataron en Zaragoza y Murcia quedaban extrañados del conocimiento profundo que mostraba de la Escritura, de los Santos Padres e incluso de la lengua latina. Según narran los cronistas, ante esta “ciencia infusa singular”, el obispo de Zaragoza, Juan Martínez de Peralta (1624-1629), nombró una comisión de cinco examinadores que le fueron haciendo diversas pruebas a partir de citas latinas, en las que ella iba indicando con gran precisión el libro y capítulo correspondiente, ya fuese de la Biblia o de algún Padre de la Iglesia. Sus ascensiones místicas, además, tenían como origen la recitación del Oficio divino, la lectura de la Biblia o el misterio eucarístico. Su gran preocupación en este asunto dio como fruto la autorización para que todas las religiosas pudieran recibir la comunión diariamente.
Se puede ir recomponiendo su vida, incluso con gran profusión de detalles, gracias a sus relatos autobiográficos y libros de cuentas, escritos siempre a instancias de sus confesores. Por otra parte, existen testimonios contemporáneos a ella misma, e incluso con el proceso llevado a cabo en Murcia al poco tiempo de su muerte. Estos escritos permiten precisar que María Ángela, por temperamento, era una persona que tendía a la reflexión sosegada, algo bastante lógico en una persona de gran cultura. Sus temas de contemplación suelen ser tanto los misterios de la vida de Cristo, especialmente los de la pasión, como aquellos que hacen referencia al ser de Dios, sus atributos, su amor inmenso, o los misterios de la fe, algo muy poco frecuente en una religiosa y que da a entender unos conocimientos de Teología.
Desde el año 1627, en razón de sus experiencias místicas extraordinarias, tenía orden de sus confesores de no buscarlas ni admitirlas, pero su espiritualidad estaba determinada por acontecimientos singulares que ella define como “desmayos del corazón”, “enfermedad de ausencia”. Se da un fuerte contraste entre la mujer que se deja ver, especialmente comedida, digna, atenta a las necesidades de sus hermanas, que cuida los elementos de la liturgia, frente a su ser más íntimo, determinado por una experiencia espiritual de infancia, que siente, sufre y goza.
Su experiencia de noche oscura que ella describe como “la especial presencia y asistencia de su Majestad, tan dulce y familiar, se me convirtió en una ausencia y lejanía grande como, si decirse puede, si se hubiera ausentado en las Indias”, siente también una especial devoción al Sagrado Corazón, ocurriendo esto medio siglo antes de las apariciones a santa Margarita María de Alacoque, que tanto revuelo popular provocaron.
Uno de sus rasgos humanos más llamativos fue su especial amor por Cataluña, a la que llamó “mi patria”.
En los años de la guerra del principado (1640- 1652) tendrá su oración una intención especial por este asunto. Al mismo tiempo, se interesaba por todos los refugiados que llegaban a Zaragoza, llegando a guardar todos los vestidos de las jóvenes que entraban en el convento para dárselos a las necesitadas. Estuvo además interesada en todos los acontecimientos de la guerra, de los que iba teniendo un conocimiento singular.
Estando ya en Murcia y haciendo una lectura de los doce años de guerra, veía el origen del mal en el gobierno del conde duque de Olivares, así como en el descontento popular provocado por la introducción del impuesto del papel sellado, con lo que demostraba que estaba bastante próxima a la realidad.
Obras de ~: Mi camino interior. Relatos autobiográficos. Cuentas de espíritu. Opúsculos espirituales. Cartas, ed. de L. Iriarte, Madrid, Curia Provincial de Capuchinos de Navarra-Cantabria- Aragón, 1985.
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Miguel Anxo Pena González, OFMCap