Calderón y Aranda, Rodrigo. Marqués de Siete Iglesias (I). Amberes (Bélgica), 1576-1578 – Madrid, 21.X.1621. Secretario de cámara del Rey, político.
Sus padres fueron Francisco de Calderón y Aranda y María de Aranda y Sandelín, primos hermanos. Los dos eran parte del linaje de los Aranda, una familia de mercaderes conversos de Valladolid, y de quienes, de acuerdo con un informe de la Inquisición en 1621, todavía se conservaban varios sambenitos en iglesias de la ciudad con los nombres de miembros de la familia penados por el Santo Oficio.
Poco se sabe de los primeros años de la vida de Rodrigo Calderón. En 1580 sus padres se trasladaron a Valladolid, donde Francisco se dedicó a administrar las tierras y cargos de la familia. Seis años después de la muerte de la madre de Calderón, 1584, el padre volvió a casarse con Ana del Corral, miembro de otra familia de comerciantes de la ciudad. Fue en Valladolid donde estudió Rodrigo Calderón, y algunas fuentes aseguran que asistió a clases de Gramática y Humanidades en la Universidad de Valladolid, aunque se sabe muy poco sobre este período de su vida. Rodrigo Calderón se casó en 1601 con Inés de Vargas, perteneciente a una familia hidalga en Extremadura, hija por lado paterno de Miguel de Vargas Camargo, y biznieta de Francisco de Vargas, secretario de Carlos V. Por línea materna, era hija de Elvira de Trejo y nieta de Luis Bermúdez de Trejo, V señor de Oliva de Plasencia, ambos parientes del cardenal Gabriel de Trejo y Paniagua, quien llegó a tener una importante carrera administrativa durante el reinado de Felipe III, culminando con su nombramiento como consejero de Estado y presidente del Consejo de Castilla ya en el reinado de Felipe IV.
Inés de Vargas y Rodrigo Calderón tuvieron seis hijos: María (1603), quien falleció a los cuatro años de edad, Francisco (1604), Juan (1610), Elvira (1614), quien falleció a los dos años de edad, y Antonia María (1616).
Pero, sin duda, el momento más importante y definidor en la carrera y vida de Rodrigo Calderón fue 1595 cuando comenzó a servir como paje en la casa del entonces marqués de Denia, Francisco Gómez de Sandoval, quien a los pocos años se convirtió en duque de Lerma y valido de Felipe III. Poco se sabe de las relaciones de Calderón y Lerma en esos primeros años, pero en 1598, coincidiendo con la muerte de Felipe II y el ascenso de Lerma al valimiento, Calderón ocupaba ya un lugar de privilegio en el círculo de individuos más cercanos a Lerma. Prueba de esta posición, fue su nombramiento como ayuda de cámara del Rey en 1598, y de secretario de ella en 1601, un cargo de gran importancia en la medida que le daba derecho a inspeccionar todos los memoriales dirigidos al Rey.
El poder y la influencia que alcanzó Calderón durante el reinado de Felipe III no se debieron, sin embargo, a sus cargos institucionales; secretario de cámara del Rey fue de hecho, su único oficio de cierta importancia. Su influencia, y con ella la posibilidad de enriquecerse, le vino de sus relaciones personales con Lerma, que se hicieron todavía más estrechas después de la detención en 1600 de Íñigo Ibáñez de Santa Cruz, secretario privado de Lerma y autor de un bien conocido panfleto en el que criticaba duramente a Felipe II. Desde esos momentos, Calderón se convirtió en una suerte de consejero privado del valido, a quien ayudaba en sus acciones cotidianas de gobierno, desde la atención a todos aquellos que deseaban mercedes reales, hasta preparar los informes y memoriales que Lerma enviaba a los distintos ministros en nombre del Rey. Pocos resumieron mejor la posición de Calderón en relación a Lerma que el embajador del Gran Duque de Florencia ante Felipe III, Orazio della Rena, quien aseguraba en un informe de 1605 que por encima de todos los demás, Rodrigo Calderón era el verdadero señor “de la oreja del Duque,” y así lo confirmaba el famoso dramaturgo Lope de Vega, quien en una carta al duque de Sessa calificaba a Rodrigo como el más privado de todos los servidores y colaboradores del valido.
La consecuencia más inmediata de esta situación fue que Calderón y sus familiares recibieron numerosas rentas, oficios y títulos de nobleza, entre ellos una regiduría en Valladolid, el título de capitán de la Guarda Alemana en palacio, alguacil mayor de la Chancillería de Valladolid, o escribano mayor de Valladolid.
En 1612 el Rey le concedió el título de conde de Oliva de Plasencia, tierras que habían pertenecido a la familia de su mujer, y en 1614 el de marqués de Siete Iglesias, unas tierras que al parecer habían sido propiedad de su padre. Muy significativo de su poder e influencia es que Calderón y varios de sus familiares recibieron hábitos y encomiendas de las órdenes militares, entre cuyas reglas se incluía que los candidatos probasen fehacientemente su “limpieza de sangre”: dos de sus hijos (Francisco, quien recibió hábito de Alcántara en 1606; y Juan quien lo recibió de Calatrava en 1610), su padre (hábito de Santiago en 1609), su tío Juan de Aranda y Sandelín (hábito de Santiago, 1611). La culminación de este proceso de limpieza se produjo en 1611 cuando Calderón recibió también hábito de Santiago y la importante encomienda de Ocaña. Que estas mercedes fueron resultado directo del poder y la mano que tenía Calderón gracias a sus relaciones con Lerma, lo reconocería el mismo tribunal de la Inquisición en 1621 al anunciar que si se habían dado esos hábitos a los Calderones y Arandas era porque nadie se había atrevido a hacer públicos sus orígenes conversos, por ser Calderón un personaje poderoso y muy cruel y vengativo con aquellos que le criticaban o estorbaban.
Pero riquezas y poder tuvieron un precio para Rodrigo Calderón, que ya desde los primeros años de su privanza con Lerma recibió enormes críticas especialmente por su participación en el gobierno de la Monarquía sin los necesarios oficios que lo justificasen, y, sobre todo, por su forma de tratar los negocios que le correspondían. Como sucedió con otros miembros del grupo lermista (Pedro Franqueza, Alonso Ramírez de Prado y Juan Pascual, entre otros), Calderón también fue acusado de corrupción, económica y política, de haberse aprovechado del favor de Lerma para enriquecerse, de acosar a aquellos que él consideraba peligrosos y, en definitiva, de llevar a la Monarquía a la ruina. Los primeros ataques procedieron de individuos como Íñigo Ibáñez de Santa Cruz ya en 1603, mientras que en 1604 un desconocido trató de asesinarlo cuando estaba entrando en sus aposentos de Valladolid.
Los peores momentos estaban, sin embargo, por llegar. La detención entre diciembre de 1606 y enero de 1607 de dos de los máximos colaboradores de Lerma, Alonso Ramírez de Prado y Pedro Franqueza, claramente indicaba que la lucha política en la Corte de Felipe III había alcanzado cotas de gran peligro para todos aquellos que habían ascendido con Lerma. Si hasta esos momentos nadie había sido capaz de quebrar la voluntad de Felipe III de seguir confiando en su primer ministro, la detención de Franqueza y Ramírez de Prado daba a los oponentes de Lerma una nueva plataforma ideológica, al permitirles asegurar que Lerma había elegido a hombres corruptos para ocupar importantes espacios de poder, y que, de no poner coto a sus maquinaciones, toda la Monarquía acabaría por corromperse.
Para todos los observadores de la vida cortesana, la siguiente víctima sólo podía ser Calderón. Inmediatamente después de las detenciones de Franqueza y Prado, el Monarca ordenó, presionado por un movimiento de oposición contra Calderón, el inicio de una investigación oficial contra éste. Los resultados de esta visita, y sobre todo la suerte de Calderón, fueron, sin embargo, diferentes a los que habían sufrido sus colegas, probablemente por sus más estrechas conexiones con Lerma. La sentencia firmada por la junta consultiva nombrada por el Rey así lo anunciaba: en junio de 1607 se le imponía sólo la pena de la pérdida de su oficio en la Casa Real, pero al mismo tiempo el Monarca firmaba una cédula perdonándole todos sus crímenes pasados y prohibiendo que públicamente se le criticase y persiguiese por esos crímenes.
La cédula real de perdón parece que dio a Calderón la confianza suficiente para seguir actuando como consejero de Lerma, acumulando favores, oficios, rentas y riquezas, y, de acuerdo con sus críticos, cometiendo crímenes. Para los enemigos de Lerma y su régimen, la presencia de Calderón seguía dando posibilidades de denunciar los males del reino. En efecto, a pesar de la cédula real de perdón firmada por Felipe III en 1607, en los siguientes años las críticas no sólo no cesaron, sino que se incrementaron.
Primero fue Francisco de Mendoza, almirante de Aragón y miembro de la poderosa casa de los duques del Infantado, quien inició una campaña para que se encarcelase y juzgase a Calderón. A continuación, fue el confesor real fray Luis de Aliaga, y con él algunos de los miembros del círculo de la reina Margarita. Aunque de nuevo Calderón, protegido por Lerma, se libró de estos ataques, el círculo parecía cerrarse cada vez más. En 1610, se encontraba el cadáver de Francisco Xuara, e inmediatamente los rumores señalaban a Calderón como el inspirador de este asesinato. Más importante todavía es que la muerte por razones naturales de la reina Margarita en octubre de 1611, también fue vista como parte de las conspiraciones de Calderón a quien sus enemigos creían deseoso de eliminar a tan poderosa enemiga.
Muchos de los panfletos que aparecen en estos momentos discutiendo la muerte de la Reina Margarita señalan directa o indirectamente a Calderón como culpable del magnicidio, y a la reina se la proclama “mártir de Jesucristo”, por haber resistido “los intentos desordenados de quien se sospecha que fue causa de su muerte”.
Fue en estas circunstancias cuando se comenzó a discutir la posibilidad de que Calderón abandonase la Corte al menos temporalmente. Se habló en primer lugar de que sirviese como embajador en Venecia, para después darle una embajada extraordinaria ante los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia, gobernadores de los Países Bajos, una embajada que sirvió entre septiembre de 1612 y enero de 1613.
Algunos meses antes, en agosto de 1612, el Rey le concedió su primer título nobiliario, conde de Oliva de Plasencia, un título que fue acompañado en junio de 1614 por el de marqués de Siete Iglesias. Para sus contemporáneos, la altivez de Calderón volvió a mostrarse a su vuelta de la embajada en Flandes, al comportarse como si nada hubiese sucedido, mientras alimentaba rumores que aseguraban que en su visita a Flandes había encontrado documentos que probaban que no era hijo de Francisco Calderón, sino hijo ilegítimo del IV duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo, quien había servido en Flandes mientras su padre fuera gobernador.
Los años 1614-1618 fueron de relativa tranquilidad para Calderón. Mientras que Lerma comenzaba a perder poder e influencia en la Corte, Calderón parecía haber decidido mantenerse en segundo plano, a la defensiva. Pero la caída de Lerma en octubre de 1618 lo cambió todo. El mundo político que se abrió fue uno lleno de peligros, de tragedias individuales, en la que una furiosa, caótica e inconstante fortuna parecía haber tomado control, no sólo sobre la vida de los particulares, sino sobre la misma comunidad.
Ninguno sufrió tanto las consecuencias de estos nuevos aires políticos como Rodrigo Calderón, quien fue detenido en su casa de Valladolid el 20 de febrero de 1619. Civilmente se le acusaba de haber acumulado decenas de oficios, títulos, pensiones y propiedades, pero también de haber participado en la gobernación de la Monarquía sin tener oficio y jurisdicción para ello, de haber pervertido la justicia y de haber recibido un número inmenso de sobornos. Pero los cargos más serios eran aquellos que acusaban a Calderón de haber planeado y causado la muerte de la reina Margarita, de usar pociones mágicas contra fray Luis de Aliaga, el duque de Uceda y el príncipe Felipe, y de haber ordenado la ejecución de al menos cinco individuos que se habían atrevido a criticar a Calderón o a su patrón Lerma.
Hasta la muerte de Felipe III en marzo de 1621, la causa contra Calderón estuvo más o menos paralizada.
Aquellos que sucedieron a Lerma –su hijo Cristóbal Gómez de Sandoval, duque de Uceda, y el confesor real fray Luis de Aliaga– estaban demasiado ligados al caído favorito y al mismo Calderón para promover una verdadera investigación sobre un régimen del que ellos habían sido parte. Pero la llegada al trono de Felipe IV y con él de un nuevo favorito, el conde-duque de Olivares, cambió la situación. Las crónicas del momento aseguran que cuando Calderón escuchó las campanas fúnebres por Felipe III, dijo: “El Rey ha muerto, yo soy muerto”. Para los nuevos gobernantes, Calderón era una suerte de regalo del cielo con el que poder demostrar sus ansias de reforma moral y política. Fue esto lo que movió a Felipe IV a ordenar a los jueces que acabasen el juicio tan pronto como pudiesen, y así se hizo en sólo tres meses y medio.
En su sentencia, anunciada el 9 de julio de 1621, los jueces que juzgaban a Calderón decidieron no tener en cuenta muchos de los cargos que se habían alzado contra él. Nada demostraba, se decía en la sentencia criminal, que Calderón hubiera estado implicado en la muerte de la Reina, o de haber tratado de embrujar al Rey, de envenenar a fray Luis de Aliaga, confesor de Felipe III, o de haber dado órdenes de asesinar a Alonso de Carvajal, al padre Cristóbal Suárez, de la Compañía de Jesús, a Pedro Caballero o a un tal Alonso Camino. Sí se aseguraba que todas las pruebas demostraban su participación directa en los asesinatos de Agustín de Ávila y Francisco de Xuara, así como de haber pervertido la justicia buscando cédulas de perdón de sus delitos. En la causa civil los jueces consideraban probado que Calderón se había apropiado de oficios, aceptado una enorme cantidad de sobornos y manipulado el sistema del patronazgo real que se consideraba fundamental para la buena gobernación de la Monarquía. Por la sentencia civil se condenaba a Calderón al pago de una fuerte multa, y se le quitaban todos los oficios, títulos y mercedes que había recibido del monarca fallecido. Por sus delitos criminales, la sentencia fue la pena capital, y así se ordenaba a los verdugos a que condujeran al prisionero a la Plaza Mayor de Madrid, y a la vista de todos, se le degollase y se le dejase allí hasta que muriese desangrado.
Calderón apeló la sentencia, pero todo fue en balde, y el 21 de octubre de 1621 fue ejecutado como había ordenado el tribunal.
La muerte de Calderón no tuvo el efecto que los nuevos gobernantes buscaban. Desde que había ingresado en prisión, Calderón había decidido presentarse como una persona sencilla, arrepentida de sus crímenes y comportamiento. Si su vida había sido ejemplo de la suprema corrupción moral en la que al parecer caían todos aquellos que servían en la Corte, sus últimos meses de vida parecían ser prueba del poder del arrepentimiento. Los espectadores al verlo en su camino hacia el cadalso vieron no al hombre corrupto que había perseguido y humillado a sus oponentes, sino a una suerte de monje humillado por sus pecados y crímenes. Tal fue la sensación que provocó esta imagen que la ejecución de Calderón recibió al parecer la condena universal de todos los presentes, e incluso Antonio Álvarez de Toledo, V duque de Alba, llegaría a recriminar a Olivares por la ejecución de Calderón, quien había muerto, de acuerdo con Alba, con el orgullo de un romano y la piedad de un buen cristiano.
Calderón, su vida, sus actuaciones como favorito de Lerma, sus crímenes, pero también su modélica muerte, comenzaron a atraer la atención de observadores y estudiosos desde el mismo momento de su ejecución. A ésta dedicaron poemas autores tan encumbrados como Luis de Góngora, Juan de Tassis –conde de Villamediana– o Juan de Jáuregui, pero también romances y poemas populares, recogidos posteriormente bajo el título de Romancero de Rodrigo Calderón, mientras que obras de teatro y otras historias narraban o se basaban en la vida y aventuras de Calderón. En la mayoría de las primeras aproximaciones a Calderón, lo que se destaca es precisamente su buena muerte, lo que en cierto modo le habría redimido por sus pecados y crímenes. El gran escritor Diego Saavedra y Fajardo, le dedicaría casi íntegra la empresa 33 de sus Empresas políticas (1642), en las que se describía el gran poder de la “envidia” –la verdadera motivación en las persecuciones contra Calderón– y el poder redentor del arrepentimiento.
Ésta sería la lección que trescientos años después sacaría otro escritor español, Azorín, quien, en El político (1946), utiliza a Calderón como modelo para los políticos modernos, quienes deberían poseer “este espíritu y fervor que tuvo don Rodrigo, este sosiego, esta inalterabilidad maravillosa y profunda”.
Pero en general, y ciertamente desde el siglo XIX, existe otra visión diametralmente opuesta de Calderón, ahora percibido como causa y síntoma de la decadencia que supuestamente habría sufrido la Monarquía hispánica desde la muerte de Felipe II en 1598.
El argumento principal de estos análisis es que los monarcas que sucedieron a Felipe II fueron gobernantes débiles al permitir el ascenso de mediocres pero poderosos validos, quienes estaban interesados únicamente en su propio enriquecimiento, lo que atrajo a hombres corruptos como Calderón, para quienes el oficio era beneficio y no servicio. En los últimos años, sin embargo, los estudiosos han comenzado a interpretar a Calderón no tanto como prueba de la corrupción y decadencia de la Monarquía, cuanto como actor en un mundo político complejo y cambiante, unos cambios que afectaban fundamentalmente a las formas de gobierno, pero también a las formas de la oposición política. Otro grupo de investigadores, especialmente aquellos preocupados por los aspectos culturales de las sociedades pasadas, ha vuelto a recuperar el tema de la muerte de Calderón, de sus efectos en una población que en principio parecía estar predispuesta a apoyar su ejecución, para destacar así la importancia de un género literario, los manuales para la buena muerte, de gran impacto e influencia en la España moderna.
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Antonio Feros