Mariana de Austria. Viena (Austria), 23.XII.1634 – Madrid, 16.V.1696. Segunda esposa de Felipe IV y madre de Carlos II, Reina regente.
Se ha dicho, no sin razón, que de todos los personajes del reinado de Carlos II, ha sido su madre, Mariana de Austria, “el que ha suscitado menor atención”; la autorizada opinión de Luis Ribot sigue siendo cierta, pese a los trabajos, que a ella dedicados, han aparecido en los últimos años. Personaje clave para entender el devenir de la Monarquía en el último tercio del siglo XVII, su figura y quehacer reclama nuevos estudios que arrojen luz sobre un personaje oscurecido por la penumbra. Sus sombras parecen dimanar de la triste figura representada en el retrato que le pintó Juan Carreño de Miranda en 1677, y que, junto al de su hijo vestido con el manto de la Insigne Orden del Toisón de Oro, sería regalado al embajador imperial, conde Ferdinando Buenaventura de Harrach, al terminar su misión en Madrid. Justi, al referirse a la pintura en que aparece Mariana, hizo, a su vez, un retrato psicológico de la regia figura femenina plasmada en el lienzo: “Los ojos son tristes, la boca como si fuera a llorar. El Fisonomista encontraría aquí una imagen de un renunciamiento que rechaza el placer y la simpatía [...]”. Los otros retratos que hizo Carreño de la Reina viuda vienen a transmitir parecidas sensaciones acerca de la dama plasmada en el óleo; con apariencia melancólica y siempre ataviada con severas tocas monjiles, en ocasiones aparece representada sedente ante un bufete en actitud de despachar asuntos de Estado.
Había nacido Mariana en el palacio imperial de Viena el 23 de diciembre de 1634. Fueron sus padres el emperador Fernando III y la infanta María Ana, hija del rey Felipe III de España y de Margarita de Austria, hija, a su vez, del archiduque Carlos de Austria, duque de Estiria. La joven archiduquesa era, por tanto, sobrina de quien en su día sería su marido. Mariana, sin embargo, no estaba destinada en principio a él, sino a su hijo el príncipe Baltasar Carlos; fue la prematura muerte del heredero de la Monarquía lo que haría que el destino la presentara como idónea solución dinástica para un Monarca necesitado de sucesión masculina para sus dilatados dominios. Con el enlace se reforzaban, una vez más, los lazos familiares entre las dos ramas de la augustísima casa de Austria, presentándose de nuevo este matrimonio como renovado fundamento de las no siempre fáciles relaciones entre Madrid y Viena. De cualquier modo, el haber sido destinada, en principio, a contraer matrimonio con el príncipe de Asturias, hizo que Mariana fuera desde niña —en palabras de María Victoria López-Cordón— “educada por su propia madre para ser Reina de España”. Fruto, quizá, de estos años de preparación en la Corte vienesa fueron tanto su condición de políglota —hablaba y escribía con corrección alemán, castellano y francés— como cierta inquietud cultural, que, ya en Madrid, se manifestó en forma de una gran afición al teatro.
Ofrecida la mano de la archiduquesa por su padre al rey Felipe IV, éste, al aceptarla, pensó, sin duda, en que tal matrimonio le abría las puertas a la posibilidad de engendrar un varón, cuyo nacimiento disipara los peligros que para la Monarquía supondría una sucesión accidentada. Los preparativos no se hicieron esperar; el principal, en aquel momento, era disponer la comitiva que habría de recoger a la futura Reina y acompañarla a España. La casa, constituida a este propósito, estaba encabezada por Jaime Manuel de Cárdenas y Manrique de Lara, V duque de Maqueda y VII de Nájera, quien consolidó su posición palatina y fue hasta su muerte, en 1652, mayordomo mayor de Mariana. El aparatoso cortejo salió de Madrid el 16 de noviembre de 1648. Una semana antes, en Viena, había tenido el desposorio de la regia pareja. Tras un accidentado viaje de regreso, el séquito que acompañaba a la nueva Reina llegó al puerto de Denia, y desde allí a Navalcarnero, donde tuvo lugar la boda el 7 de octubre de 1649, actuando como oficiante de la ceremonia el arzobispo primado, cardenal Moscoso y Sandoval. Tenía el Rey cuarenta y cuatro años y su joven esposa quince.
Mariana debió de causar grata impresión tanto en el Monarca como en la Corte. Un agudo observador, Pellicer, en una de sus cartas a Ustaroz (o Uztarroz), recogida por Francisco Silvela, dice: “Que a su gusto no la pudo hacer mejor la imaginación: era blanca, rubia, alegre de humor y ocurrente, y por cara, talle, aire, garbo y agrado, tuvo en el aplauso del pueblo por bien merecida la corona”. Este fragmento, junto a otro muy elogioso del propio Monarca contenido en la correspondencia a sor María de Ágreda —reproducidos ambos por Deleito y Piñuela— son buena prueba del buen efecto causado por Mariana a su llegada a España. Años después, sin embargo, fue un hecho la mutabilidad experimentada por la opinión pública respecto a la Reina viuda, pues pasaría a ver en ella, quizá con exageración, la causa fundamental de los muchos males que padecía la Monarquía en la época de su regencia.
De este segundo matrimonio de Felipe IV nacieron cinco hijos. Sólo dos de ellos, la infanta Margarita y el futuro Carlos II, no se malograron a edad temprana.
Margarita, nacida en Madrid el 12 de julio de 1651, casó con el emperador Leopoldo I. El príncipe Carlos, nacido en el Alcázar madrileño el 6 de noviembre de 1661, ocupó el trono de San Fernando a la muerte de su padre en 1665. De los otros tres vástagos, María Ambrosia de la Concepción murió con pocos días de vida en diciembre de 1655, Felipe Próspero, nacido en 1657, falleció en 1661, y en cuanto a Fernando Tomás, que vio la luz en diciembre de 1658, no llegó a alcanzar un año de existencia.
En estos años de matrimonio la vida de Mariana en la Corte estuvo presidida por sus frecuentes embarazos.
Éstos, en procura de un heredero que diera continuidad dinástica a la rama primogénita de la augustísima casa, supusieron, sin embargo, un quebranto para su salud. Políticamente el papel que desempeñó la joven Reina en la segunda mitad del reinado de Felipe IV fue el de enlace entre Madrid y Viena. Su padre Fernando III (1637-1657), su hermano Fernando, rey de Bohemia desde 1646 y de Romanos desde 1653 hasta su muerte en 1654, y su también hermano Leopoldo I (1657-1705) encontraron en ella, a través del conducto de los embajadores imperiales en Madrid, la mejor valedora ante su regio esposo, sin que su labor de intermediación le hiciera olvidar el papel que ahora tenía, aunque tampoco llegara a intuir la deslealtad de su hermano para con la Monarquía de España en los tiempos convulsos que se avecinaban.
En todo caso, el gran protagonismo de Mariana en la historia de España vendría con la muerte de Felipe IV, acaecida el 17 de septiembre de 1665. En virtud del testamento del Monarca, otorgado con las formalidades precisas el 14 de septiembre de 1665 —y que en lo fundamental seguía a otro anterior de 1658—, Mariana se convertía en regente durante la minoría de edad de su hijo, el ahora Carlos II, que aún no había cumplido cuatro años. Establecía la última voluntad del Rey difunto la constitución de una Junta de Gobierno encargada de asesorar a la inexperta Reina. Eran sinodales natos de este organismo: el presidente del Consejo de Castilla, el vicecanciller de Aragón, el arzobispo de Toledo, el inquisidor general, un consejero de Estado y un Grande de España, figurando los nombres de estos dos últimos en pliego adjunto al testamento regio; actuaría como secretario de la Junta quien lo fuera del Despacho Universal. Al producirse el deceso del Monarca, ostentaban los cargos referidos García de Haro Sotomayor y Guzmán, conde de Castrillo, como presidente del Consejo de Castilla; Cristóbal Crespí de Valldaura y Brizuela, que fungía como vicecanciller de Aragón desde 1652; en cuanto al cardenal Baltasar de Moscoso y Sandoval, que ocupaba la mitra primada de Toledo, no llegó a disfrutar de su asiento en la Junta, pues sólo sobrevivió doce horas al recién fallecido Monarca; Pascual Folch de Cardona Aragón era el inquisidor general.
En cuanto a los expresamente designados para formar parte del organismo fueron, Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda, como consejero de Estado, y el marqués de Aytona, Guillermo Ramón de Moncada, como Grande de España. Ocupaba a la sazón la Secretaría del Despacho Universal Blasco de Loyola.
Felipe IV al constituir esta Junta de Gobierno pretendió revestirla de un activo protagonismo político y de este modo evitar, en lo posible, que la Reina cayera bajo la influencia de un valido. De cualquier manera, quedaba a salvo el superior poder decisorio de la regente, a quien se le recomendaba que siguiera el parecer unánime del organismo o, al menos, el de la mayoría de sus miembros. La presencia de la Junta en la Corte aunque no sirvió plenamente para evitar que los temores del fallecido Monarca se hicieran realidad, sí constituyó un contrapeso contingente al temido valimiento. Los cambios que experimentó el organismo, y que acontecieron inevitablemente al producirse los relevos ocasionados por la muerte o el retiro de algunos de sus integrantes, no mejoraron su operatividad, antes bien, en opinión de Maura —buen conocedor de la peripecia de vital de los ministros que la conformaron en cada momento—, el paso del tiempo no hizo sino disminuir su peso político en la Corte.
La personalidad de la regente ha sido duramente enjuiciada por la posteridad. De “desconfiada y recelosa” la tacha Luis Ribot, a la vez que destaca como sus “precarias dotes políticas se pusieron de manifiesto en su escasa habilidad para elegir a sus colaboradores en el Gobierno”. Tomás y Valiente, en su ya clásico estudio sobre los validos, se refiere a ella como “débil e ignorante”, de la que dice “estaba por completo incapacitada para regir tan vasta y complicada Monarquía”.
Jaime Contreras dice de doña Mariana y su confesor que eran “tan débiles como tercos y obstinados”.
Fernández Albaladejo al destacar la “flojedad” que se imputaba a la Reina la hace “responsable de una falta de dirección que afectaba seriamente al conjunto de la Monarquía”. Gabriel Maura, con anterioridad, había enjuiciado la personalidad de la Reina al dibujar el perfil psicológico del primero de sus validos, el padre Juan Everardo Nithard. Esto es lo que dice acerca del confesor jesuita el gran historiador del reinado de Carlos II: “Reunía Nithard cualidades muy análogas a las de su hija de confesión y también los defectos propios de ella. Estaba tan poseído de la dignidad de sus cargos como resuelto a cumplir los deberes que ellos le impusieran; pero corto de luces para discurrir y rígido con exceso en el obrar, transigía o se obstinaba erróneamente y administraba con poca discreción o a destiempo la blandura y la energía, la complacencia y la testarudez, la sequedad y el agasajo”. Laura Oliván, al estudiar la figura de Mariana desde su particular posición metodológica, llega a afirmar que tras las ácidas críticas a la regente que también hiciera Cánovas del Castillo, y por extensión algunos otros autores de su época y posteriores, “existe en su formulación una fusión entre un arraigado discurso misógino, propio de la autoridad patriarcal de la sociedad burguesa, y una maduración del monarca constitucional, garante de los intereses del Estado-Nación”.
De cualquier modo, durante la regencia de Mariana y, sin duda, por encima de los integrantes de la Junta de Gobierno, tres son los principales personajes que, de una manera u otra, compartieron con ella los papeles protagonistas del período: el padre Nithard, Fernando de Valenzuela y Juan José de Austria.
Fue el sacerdote jesuita Juan Everardo Nithard el primero en alcanzar el valimiento. Confesor de la Reina desde la época en que era una devota archiduquesa en la Corte de Viena, la acompañó más tarde en su viaje a la Península. Ya en Madrid, su regia penitente lo hizo familiarizarse con la alta administración al procurar su integración en algunas juntas gubernativas.
Persona de su máxima confianza, la Reina, al encontrarse como regente al frente de los asuntos públicos de la Monarquía buscó en él el apoyo que necesitaba. Siguiendo esta lógica, y con el fin de darle una posición política que le permitiera acceder de una forma pública a los asuntos de gobierno, Mariana lo hizo consejero de Estado el 15 de enero de 1666; aunque su actuación en el organismo conciliar no fuera especialmente brillante. También en 1666 lo convirtió en inquisidor general, pensando la Reina que de esa manera gobernaría el Santo Oficio y vería acrecentada notoriamente su influencia en la Corte. Pero el poder del confesor no provenía de su pertenencia al más alto de los órganos sinodales, ni del dominio que sobre el aparato inquisitorial pudiera ejercer desde la presidencia de la Suprema, su posición de privilegio se originaba en la gran influencia que tenía sobre Mariana, fruto, a su vez, de la confianza que ésta tenía depositada en su director espiritual. Pero quizá, en la actividad política desarrollada por el impopular jesuita austríaco en la Corte madrileña hubiera algo más que inmediatismo; en este sentido, Antonio Álvarez-Ossorio razona, con fundamento, la existencia de un plan político tendente a fortalecer la autoridad real frente a la alta nobleza. De cualquier modo, esta última, los consejos, el alto clero y la permanente enemiga que don Juan José profesaba a la Reina y su valido propiciarían de manera efectiva que éste cayera, no sin la resistencia de Mariana. En diciembre de 1668 la Junta de Gobierno hacía suyo lo acordado por los consejos de Estado, Castilla y Aragón en el sentido de alejar del poder al confesor. Desoído en principio el parecer sinodal por la Reina, ésta tuvo que ceder finalmente ante la presión de Juan José, quien, con claras intenciones de forzar una salida política a la situación, se dirigía a Madrid acompañado de tropas.
Así, el 25 de febrero de 1669 la Junta presentaba a la firma de la regente un decreto que suponía la expulsión del valido. Aprobado finalmente por la Reina, esa misma tarde Nithard abandonaba la Corte.
Ausente el confesor de Madrid, y conseguido, con no poca habilidad, el traslado de Juan José a Zaragoza como vicario general de la Corona de Aragón, el equilibrio de poderes en la Corte experimentó importantes cambios. Mariana, aunque había perdido a su más íntimo consejero y colaborador, veía a su principal enemigo lejos de las orillas del Manzanares, lo cual no era poco si se tiene en cuenta cómo se había desarrollado la crisis en los momentos álgidos de febrero último. De nuevo la Junta volvía a tener mayor protagonismo; como de hecho sucedió entre 1669 y 1673.
En este nuevo panorama político, y según algunos autores, debió colaborar al ascenso de Fernando de Valenzuela como valido la escasa capacidad de la mayoría de los sinodales que se sentaron en la Junta de Gobierno tras la caída de Nithard. Sustentada tal posición por Tomás y Valiente, quien a su vez se fundamenta en Maura, está necesitada a juicio de Ribot de un mayor conocimiento de la historia política del período. Considera este último autor que “el ascenso de Valenzuela es uno de los hechos más sorprendentes del reinado”. No le falta razón, Mariana depositó su confianza en un hombre de su hechura política, pero carente por completo de experiencia en cargos de la alta Administración de la Monarquía. Su ascenso tuvo como principal escenario los pasillos, patios y estancias del regio Alcázar; se le llegó a llamar “el duende de Palacio”. Allí conoció a la que había de ser su esposa, María Ambrosia de Ucedo, por aquel entonces moza de retrete de la Reina. El año de su matrimonio, 1661, fue también el del nombramiento de Valenzuela como caballerizo, el 23 de diciembre. Diez años después, en 1671, aparece como introductor de embajadores. Su posterior ascenso a primer caballerizo, el 22 de marzo de 1673, denota, sin duda, la gran confianza que tenía depositada en él doña Mariana.
Sirviendo, a mayor abundamiento, como signos inequívocos de que se hallaba en la gracia real, su nombramiento, en 1674, como superintendente de las obras reales y alcaide de los sitios reales de El Pardo, la Zarzuela y Valsaín, y la concesión del título de marqués de San Bartolomé de Villasierra que le hiciera la Reina, si bien, y debido a errores burocráticos en la tramitación de la merced nobiliaria, acabó siendo firmado por el propio Carlos II el 29 de noviembre de 1675.
Valido al fin, lo fue Valenzuela de una forma singular, y aunque su influencia y papel en la Corte está fuera de toda duda, su valimiento cobra unas características distintas de las que acompañaron a aquellos personajes que como Lerma, Uceda, Olivares o Haro habían gozado antes de la confianza regia en grado superlativo. Valenzuela no es consejero de Estado, no resuelve las consultas sinodales por delegación regia, pero de manera decisiva sí influye en el ánimo de la Reina al momento de tomar decisiones políticas.
A medida que avanzaba 1675, Reina y valido debieron ver acercarse, no sin preocupación, el 6 de noviembre de ese año, fecha en que Carlos II cumplía catorce años. En aplicación del testamento de Felipe IV, ese día el joven Monarca debía asumir la plenitud de sus poderes, cesando, por tanto, la regencia de su madre y disolviéndose consecuentemente la Junta de Gobierno encargada de asesorarla. Los acontecimientos se precipitaron. Los movimientos e intrigas se produjeron a varias bandas y con múltiples protagonistas. En todas las maniobras, de una u otra manera, jugó Mariana un importante papel, saliendo finalmente airosa de una situación que, en principio, no se presentaba favorable a sus intereses. El 1 de noviembre de 1675, cinco días antes de su cumpleaños, Carlos II inducido por su preceptor, Ramos del Manzano, y por quien entonces ocupaba el confesonario regio, el dominico fray Pedro Álvarez de Montenegro, comunicó al cardenal Aragón su intención de asumir el poder al alcanzar su mayoría de edad. De la misma manera, transmitió al eclesiástico su deseo de servirse de inmediato de Juan José en las tareas de gobierno.
Ante tales perspectivas, el movimiento de la Reina fue inmediato. Mariana y la Junta —ahora aliados— procedieron a elaborar un texto de decreto que presentaron a la firma del Rey el 4 de noviembre. El contenido de la disposición prorrogaba en dos años más la situación de regencia en los términos previstos en el testamento de Felipe IV. Contra todo pronóstico, el documento no obtuvo la sanción regia. Mariana no cejó en sus maniobras. El propio día 6, tras el solemne Te Deum con el que se inauguraba el reinado efectivo del Monarca, la Reina tuvo una entrevista a solas con su hijo, a su conclusión el escenario había experimentado cambios sustanciales. Así, como primera provisión el duque de Medinaceli recibió el encargo regio de ordenar a Juan José que se embarcase para Italia.
La Reina, de nuevo, había logrado neutralizar por el momento a su peor enemigo. Una consulta del día siguiente, 7 de noviembre, vendría a consolidar la situación. En ella los Consejos de Estado y Castilla representaban al Monarca que en adelante fuera él que firmara los decretos, si bien se prorrogaba la acción de la Junta, que, presidida por la Reina madre, asesoraría al Soberano durante los dos años siguientes.
Mariana, segura ahora de su poder, no tardó en llamar de nuevo a Valenzuela para que la asistiera en sus funciones. En abril su regreso era un hecho. A principios de noviembre, quien ya era caballerizo mayor desde junio, sumaba a la recién adquirida condición de Grande de España la de primer ministro con autorización para residir en Palacio. El valido que fuera hechura de su madre lo era ahora del Monarca.
Por otra parte, el marqués de Villasierra había logrado neutralizar a la Junta que fue suspendida en sus funciones.
Paralelamente se fue fraguando en la Corte un fuerte movimiento de oposición, dirigido no sólo a eliminar a Valenzuela como valido, sino también contra la Reina madre, cuya presencia e inmediatez al Monarca se reputaba como nociva. Así, tras un incidente protocolario que tuvo como escenario la iglesia del monasterio de las Descalzas Reales durante los actos religiosos celebrados con motivo de la festividad de la Purísima, una bien instrumentada conjura de grandes produjo un manifiesto en el que pedían el alejamiento de Mariana de la persona del Rey y el regreso de Juan José al lado de su hermano. Ante situación tan comprometida, una consulta conjunta de los Consejos de Estado y Castilla trató de arbitrar una salida airosa al complejo panorama político que se divisaba en el cercano horizonte. En ella, los sinodales consultaron la prisión de Valenzuela en el Alcázar de Segovia, al mismo tiempo, advertían con firmeza a don Juan que si avanzaba hacia Madrid sería reo de alta traición. Una nueva junta —constituida el 23 de diciembre y reunida al día siguiente— examinó el acuerdo conciliar, el resultado no fue el esperado por aquellos que ligaron su destino político al de la Reina madre, pues tuvo como consecuencia la prisión de Valenzuela, que terminaría acogiéndose a sagrado en el monasterio de El Escorial. Cuatro días después el Rey escribía a Juan José para que se trasladara a la Corte; el 23 de enero, tras no pocas vicisitudes, entraría en Madrid, conservando el poder hasta el día de su fallecimiento, el 17 de septiembre de 1679. Mariana, derrotada, abandonó la Corte a principios de mayo de 1677 para instalarse en Toledo. Allí, en el Alcázar de la Ciudad Imperial, asistida por los miembros de su casa, permaneció hasta su regreso tras la muerte de Juan José. El cariñoso reencuentro con su hijo, ante el que la Corte se hallaba expectante, debió hacer pensar a la Reina madre que sus días de gloria en la escena política hispana no habían concluido.
De nuevo en Madrid, sus relaciones con la regia consorte, María Luisa de Orleans, debieron de ser cordiales en un principio, para pronto tornarse ásperas, lo que obligaría en ocasiones a intervenir al propio Rey. La prematura muerte de la primera esposa de Carlos II vino a solventar la situación de rivalidad entre ambas mujeres. Con la nueva Reina, Mariana de Neoburgo, los choques fueron continuos.
Las desavenencias unas veces por motivos fútiles y en otras ocasiones por negocios de trascendencia política, siempre tenían como telón de fondo la inevitable cuestión sucesoria, en la que la Reina madre propugnó la solución fallida del malogrado José Fernando de Baviera, su biznieto. Con respecto a este duelo de suegra y nuera, sostiene María Victoria López Cordón que hasta la muerte de doña Mariana “era ésta la que solía salir victoriosa de sus desencuentros”, razonándolo no en que tuviera dominado a su hijo, “sino porque supo aglutinar un partido cortesano en el que estaba el destituido Oropesa y el cardenal Portocarrero”. Ribot recoge algunos testimonios que abonan precisamente lo contrario. De esta manera, el citado autor, haciéndose eco de la obligada relación que el embajador veneciano, Federico Cornaro, dirige al Senado de la Serenísima al acabar en 1681 su misión en Madrid, dice, que tras su regreso a la Villa y Corte “la Reina madre no se ingería en los asuntos de gobierno”, o como en una carta, fechada el 7 de noviembre de 1686, el duque de Montalto manifiesta al embajador en Inglaterra, Pedro Ronquillo, que: “[...] la Reina Madre no es mucha la mano que tiene, no porque se la quiten ni la desvíen, sino es porque no la quiere tomar, y es de alabársele su prudencia porque conoce lo que parió”. Quizá en este tema, como ocurre con otros muchos aspectos de este inopinadamente largo reinado, se deba esperar a nuevos estudios que permitan tener un conocimiento certero del mismo.
La antigua regente, que a lo largo de su vida veló por los intereses de la casa de Austria y maniobró siempre a favor de su familia en la cuestión sucesoria, falleció cuatro años antes que Carlos II, evitándose, pues, ver a un príncipe de la casa de Borbón en el trono de España. El 16 de mayo de 1696, a las doce menos cuarto de la noche, en la plenitud de un eclipse de luna, moría, en el antiguo palacio de los duques de Uceda, la reina madre Mariana de Austria.
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Feliciano Barrios Pintado