Guzmán y Pimentel, Rivera y Velasco y de Tovar, Gaspar de. Conde-duque de Olivares (I), duque de Sanlúcar la Mayor (I), duque de Medina de las Torres (I). Roma (Italia), 6.I.1587 – Toro (Zamora), 22.VII.1645. Estadista.
El futuro conde-duque de Olivares nació en Roma, donde su padre, Enrique de Guzmán, II conde de Olivares, era embajador en la Santa Sede. Don Enrique pertenecía a una rama menor de la casa ducal de Medina Sidonia, aunque su queja de haber sido despojado del título de duque pasó de generación en generación, y don Gaspar acabaría heredando las ambiciones frustradas de su padre de obtener una Grandeza de España y establecer una línea familiar que eclipsara a los duques de Medina Sidonia en riqueza y reputación. En 1594, cuando Gaspar tenía siete años, su madre, María Pimentel de Fonseca, hija del IV conde de Monterrey, murió al volver a dar a luz. Gaspar fue el tercero de los tres hijos que tuvo el matrimonio, de los cuales el primero murió en un accidente durante el primer año de la vida del futuro conde-duque. Dado que Gaspar era el hijo menor, se le destinó a la carrera eclesiástica, pero la muerte de su hermano mayor en 1604 le dejó como el único heredero al título y le forzó a rechazar una carrera en la iglesia que había comenzado ya con el ofrecimiento de una canonjía en Sevilla por parte del Papa.
El nombramiento de su padre como virrey de Sicilia (1591-1595) y Nápoles (1595-1599) hizo que pasara su niñez en el extranjero; no vería su país hasta 1599, cuando su padre volvió de Italia para servir como contador mayor de cuentas y, posteriormente, ser nombrado consejero de Estado en 1601. Ese mismo año Gaspar, acompañado de diecinueve criados, dejó Sevilla para irse a Salamanca a estudiar Derecho Canónico.
En Salamanca conoció a prometedores eruditos de su propia generación y, probablemente, fue allí donde adquirió el amor por los libros que iba a convertirle en uno de los grandes coleccionistas de libros de la época. En 1603 fue elegido rector por sus compañeros. Su hermano mayor, Jerónimo, murió al final de su año como rector y Gaspar fue llamado para unirse a su padre en Valladolid, donde la Corte estaba instalada entonces. Sucedió a su padre en 1607 como III conde de Olivares, con la obligación de perpetuar la línea familiar. Con el fin de reforzar sus alianzas familiares y fortalecer sus pretensiones de alcanzar un título de Grande, se dedicó a cortejar del modo más ostentoso a su prima, Inés de Zúñiga y Velasco, hija del V conde de Monterrey y dama de honor de la reina Margarita. De los tres hijos que iba a tener el matrimonio, sólo una hija, María, nacida en 1609, pasaría de la infancia.
De 1607 a 1615 permaneció en Sevilla, donde había heredado de su padre el oficio de alcaide de los Alcázares Reales. Allí se dedicó a la administración de los bienes de su mayorazgo, que se concentraban alrededor de la villa de Olivares, pero también se propuso convertirse en una figura de la vida pública, haciendo gastos sin medida y llegando a ser un brillante mecenas de poetas y hombres de letras. Fue precisamente durante esos años cuando llegó a granjearse muchas de las amistades que llegarían a imprimir un carácter tan marcadamente sevillano en la Corte de Madrid, una vez que él llegara al poder. Entre sus amigos y conocidos en Sevilla se contaban el artista Francisco Pacheco, cuyo yerno, Diego de Velázquez, emprendería su brillante carrera en la Corte en 1623, y el poeta y erudito Francisco de Rioja, que llegaría a ser el bibliotecario del conde y su confidente.
Aunque se jactaba de ser un “hijo de Sevilla”, aspiraba claramente a labrarse una carrera en la Corte. El duque de Lerma, que sospechaba ya de un joven tan inquieto e inteligente y cuyas ambiciones eran tan obvias, consintió finalmente, en 1615, que fuera elegido como uno de los gentilhombres de la cámara del príncipe de Asturias, a quien se le iba a poner casa, tras casarse con Isabel de Borbón. Portador de un puesto oficial en la Corte, parecía estar bien situado para llevar a cabo sus ambiciones políticas; no obstante, le llevó mucho tiempo y esfuerzo ganarse la confianza del joven príncipe, que no debió encontrarle de su agrado y al que parecía intimidarle su dominante personalidad.
Mientras fue ganándose el favor del príncipe, comenzó a buscar, al mismo tiempo, el modo de aprovecharse de las fisuras que empezaban a abrirse en el régimen de Lerma. En esta empresa gozaba del indispensable apoyo de su tío materno, Baltasar de Zúñiga, un diplomático experimentado al que se reclamó en 1617 de su cargo como embajador del Emperador en Praga para que ocupara una plaza en el Consejo de Estado.
La caída de Lerma en 1618 y su sustitución por su incompetente hijo, el duque de Uceda, señaló el declive de poder de la casa de Sandoval, que había venido dominando la vida política española desde la subida al trono de Felipe III en 1598. Al tiempo que iba creciendo la preocupación en la Corte y en el país sobre el estado de la Hacienda Real y el agotamiento de la economía castellana, Baltasar y su sobrino intentaron sacar partido de las debilidades e insuficiencias de la administración de Uceda. Las Cortes de Castilla y los arbitristas demandaban reformas radicales, que Uceda parecía incapaz de llevar a la práctica. Al mismo tiempo, en el régimen iba en ascenso la presión para que se enviasen refuerzos militares a los Habsburgo austríacos, amenazados por la rebelión en Bohemia, mientras que, en 1621, el esperado vencimiento de la Tregua de los Doce Años entre España y los holandeses prometía nuevos e ingentes desembolsos militares y navales. Zúñiga estaba por fin a cargo de la política exterior de Madrid, pero Uceda seguía siendo, al menos nominalmente, el principal ministro de la Corona. Todo esto cambió cuando murió Felipe III, el 31 de marzo de 1621, y el príncipe de Asturias, de dieciséis años de edad, le sucedió en el trono. Olivares se sentía tan seguro que, aún estando el Rey de cuerpo presente, le comentó a Uceda: “Hasta ahora todo es mío”. Y a la pregunta de Uceda: “¿Todo?”, replicó: “Sí, todo sin faltar nada”. Los acontecimientos que se sucederían más tarde iban a demostrar que no se equivocaba.
A la subida al trono de Felipe IV le siguió el inmediato despido de Uceda. En su lugar, el Rey confió los despachos a Baltasar de Zúñiga, y hasta su muerte, el7 de octubre de 1622, se ocupó de ellos, pero nadie podía dudar que Olivares era el verdadero valido del nuevo Monarca. Designado para el puesto de Uceda de sumiller de corps, y posteriormente también para el de caballerizo mayor, tenía acceso inmediato al Rey dentro y fuera de palacio. Diez días después de subir el Rey al trono, recibió la Grandeza que su familia había codiciado desde hacía tanto tiempo. La merced hizo ver al mundo que la era de los Sandoval había acabado y que una nueva época de dominio de la alianza familiar Guzmán-Zúñiga-Haro había comenzado.
Aunque en un principio, Olivares prefería trabajar entre bastidores, y aun cuando fingía deferir a un triunvirato compuesto por el marqués de Montesclaros, Agustín Mexía y Fernando Girón tras su nombramiento como consejero de Estado en octubre de 1622, estaba muy claro desde el principio que iba haciéndose con las riendas del poder sistemáticamente.
Era el valido real, y de manera gradual, conforme fueron muriendo los ministros de más avanzada edad, pasó a ocupar el lugar del ministro principal del Rey.
De hecho, durante casi dos décadas, la mayor parte del tiempo, hasta su caída del poder en enero de 1643, dirigió la política interna y externa de la Corona española y se vio colmado de los favores de un Monarca agradecido. En 1625 se le elevó a duque, y a partir de entonces, como conde de Olivares, duque de Sanlúcar la Mayor y duque de Medina de las Torres, se le llamó “el conde-duque”. El matrimonio de su hija María ese mismo año con un familiar hasta la fecha poco conocido, el marqués de Toral —futuro duque de Medina de las Torres por cesión de quien sería su suegro—, estaba concebido para culminar su estrategia familiar de asegurarse la sucesión, pero el fallecimiento de María en 1626, tras dar a luz a una niña muerta, iba a arruinar esa estrategia. De ahí en adelante no había otra cosa por la que luchar que por la grandeza de su real señor y por la salvación de España.
Zúñiga y Olivares llegaron al poder como los abanderados de un movimiento de reforma que pretendía restaurar la reputación de España en el exterior e invertir un proceso de decadencia interna, económica, administrativa y moral, después de lo que ellos y sus aliados describieron como dos décadas de corrupción y mala administración bajo el régimen del duque de Lerma. Como símbolo de su intención de devolver la limpieza de manos a la vida política española, el nuevo gobierno emprendió la tarea de hacer una purga de los ministros más célebres del régimen de Lerma, para lo cual inició una investigación sobre las fuentes de la riqueza ministerial y, el 21 de octubre de 1621, hizo ejecutar a Rodrigo Calderón, hechura de Lerma, en la Plaza Mayor. La consigna del nuevo régimen iba a ser “reformación”. En agosto de 1622 se estableció una Junta Grande de Reformación para coordinar las numerosas propuestas de reforma que habían presentado, durante los pasados años, ministros, arbitristas y las Cortes de Castilla. Sus recomendaciones, anunciadas a las principales ciudades de Castilla en una carta real con fecha de 20 de octubre de 1622, incluían planes para la reforma de la justicia y la administración, y propuestas para invertir la disminución de la población y fomentar la agricultura y la industria, en especial mediante la creación de una red nacional de erarios y montes de piedad. Se esperaba reformar también el sistema fiscal reemplazando el impuesto aborrecido y poco eficiente de los millones, que era excesivo y no contaba con la aprobación popular, con contribuciones directas de las localidades de Castilla de treinta mil hombres pagados para la defensa del país. A los demás reinos pertenecientes a la Península se les pediría las contribuciones correspondientes.
Las recomendaciones de la Junta Grande incorporaban muchas de las reformas por las que el régimen de Olivares iba a luchar, con resultados dispares, durante los años venideros. En febrero de 1623 hizo evidentes sus intenciones con la publicación de los famosos Artículos de Reformación, que incluían una serie de medidas de austeridad que tuvieron que ser suspendidas un mes más tarde, cuando el príncipe de Gales llegó inesperadamente a Madrid a pedir la mano de la hermana del Rey, la infanta María. En el fondo del programa de recuperación nacional de Olivares residía la persona del Rey. Su objetivo era hacer de Felipe IV el monarca más poderoso y célebre del mundo, y esto sólo podía lograrse si se le preparaba cuidadosamente para tan elevada condición.
Olivares, por lo tanto, se propuso instruir a Felipe IV en el arte de reinar y prepararle para ser un Monarca activo según el modelo de su abuelo, Felipe II. En su famosa “Instrucción secreta” del 21 de diciembre de 1624, le proporcionó al Monarca un informe del sistema de gobierno de sus reinos, con recomendaciones sobre el modo en que podría mejorarse.
Entre sus recomendaciones más famosas se encuentra la que sigue: “Tenga V. Majd. por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, señor, que no se contente V. Majd. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia en todo aquello que mira a dividir límites, puertos secos, el poder celebrar cortes de Castilla, Aragón y Portugal en la parte que quisiere, a poder introducir V. Majd. acá y allá ministros de las naciones promiscuamente [...], que si V. Majd. lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo”.
Estas palabras reflejan una de las principales preocupaciones que llegó a dominar la carrera política de Olivares. Dada la naturaleza compuesta de la Monarquía española, el Rey carecía de autoridad en otros reinos y territorios de la Península, autoridad de la que disfrutaba en Castilla. El efecto que esto tenía, desde su punto de vista, era que esos territorios pagaban menos impuestos en comparación con Castilla y hacían recaer toda la carga fiscal sobre los hombros castellanos, con desastrosas consecuencias para su economía. En un momento en el que España estaba rodeada de enemigos, eso también significaba que fuera difícil movilizar recursos humanos y monetarios y que no hubiera colaboración real entre unos reinos que, a pesar de estar sujetos al mismo Soberano, no estaban dispuestos a salir unos en ayuda de otros en momentos de emergencia. El objetivo a largo plazo de la política real tenía que ser, por lo tanto, romper las barreras de separación entre los diferentes reinos de la Monarquía y asegurarse de que fuera posible eliminar cualquier impedimento legal o institucional que amenazara el ejercicio eficaz de la autoridad real.
Como primer paso para llevar a cabo ese ambicioso programa propuso la introducción de una “Unión de Armas”, un proyecto esbozado en un documento de octubre de 1625, momento en el que se temía el ataque inminente de una flota inglesa. Olivares proponía un sistema de cuotas por el que cada parte de la Monarquía, incluido Flandes, los territorios italianos y las Indias, debía proveer un número fijo de hombres en nómina, en proporción a los recursos asumidos, para crear un ejército de reserva con ciento cuarenta mil efectivos con el que poder contar cuando cualquier reino fuera atacado. A comienzos de 1626, Olivares acompañó al Rey a la Corona de Aragón, donde se tenía que convencer a las Cortes de Aragón, Valencia y Cataluña para que firmaran la unión. Tras intensas negociaciones, los valencianos accedieron a suministrar dinero, pero no hombres, y los aragoneses accedieron al dinero o bien a un reducido número de hombres. Las Cortes de Cataluña, por su parte, no accedieron ni a lo del dinero ni a los hombres y la sesión tuvo que ser suspendida. En 1632 se volvió a intentar conseguir fondos de las cortes catalanas, pero el intento volvió a ser fallido.
Las dificultades que Olivares tuvo que afrontar para lograr una aceptación de la Unión de Armas fueron sintomáticas de la resistencia que su programa de reformas iba encontrándose en cada frente a mitad de la década de los veinte. En todas partes, el programa entraba en conflicto con los intereses creados de los grupos privilegiados, que temían la pérdida de sus privilegios y que se oponían abiertamente o de manera subversiva. La poca popularidad del régimen llegó a hacerse patente el verano de 1627 cuando el Rey cayó peligrosamente enfermo. Los miembros de la vieja nobleza eran particularmente hostiles al conde-duque, estaban molestos por el poder que éste ejercía sobre el Rey y estaban conspirando para derrocarle si el Rey perecía. Si bien gran parte de la oposición contra Olivares y su programa de reformas era por intereses propios, existía también el sincero temor de que las reformas perseguidas en nombre de la “necesidad” acabaran por erosionar derechos y libertades constitucionales preciados y por otorgar un poder excesivo a la Corona.
Enfrentado a una fuerte oposición por parte de las Cortes de Castilla y de diferentes estamentos de la nobleza, de la administración real y las elites urbanas, Olivares acabó dependiendo cada vez más de un reducido grupo de amigos, familiares y confidentes para llevar a cabo sus planes. Con el fin de burlar la oposición librada por los consejos, recurrió a juntas especiales que llenaba de hombres en los que podía confiar, como su consejero legal, José González, su confesor jesuita, Hernando de Salazar, y el protonotario de la Corona de Aragón, Jerónimo de Villanueva.
Al mismo tiempo, perdidas las esperanzas en la vieja generación de nobles, depositó sus ilusiones en la reforma de la educación, diseñada para producir una nueva generación con un mejor sentido de la dedicación al servicio real. Pero a ese respecto el Colegio Imperial, establecido en Madrid en 1625, resultó ser una decepción y, a comienzos de la década de los treinta, Olivares acarició la idea de presentar nuevas propuestas para la “crianza de la juventud española”. Muy influido por la filosofía neoestoica de Justo Lipsio, el conde-duque aspiraba a crear una sociedad disciplinada en España, con la “obediencia”como consigna. Pero, si bien por una parte le motivaba el deseo de restaurar los valores tradicionales asociados a un período más austero y heroico en la historia de la nación, estaba también ansioso por introducir en España los métodos y las técnicas que empleaban otros estados rivales contemporáneos, muy especialmente los holandeses.
Olivares quería hacer de España una sociedad dinámica y empresarial, “poniendo el hombro en reducir los españoles en mercaderes”, tal y como apuntó en su Instrucción secreta. Los ríos españoles tenían que hacerse navegables mediante el empleo de las últimas innovaciones tecnológicas. Las compañías de comercio tenían que fundarse siguiendo el modelo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, y había que modificar los estatutos de limpieza de sangre para permitir que aquellos que sufrían discriminación por causa de su origen converso pudieran contribuir plenamente a la vida nacional. También recurrió a hombres de negocios portugueses, algunos de ellos develados posteriormente como judaizantes, para ayudar a romper el dominio que tenían los asentistas genoveses sobre las finanzas de la Corona.
No obstante, sus ingentes proyectos para la reforma de la economía castellana y la hacienda real no lograron mayor éxito que el resto de sus reformas internas.
Se vieron frustrados no solo por oposición interna, sino también por las consecuencias de una política exterior pensada para restaurar la preeminencia internacional de España. La intervención militar española en Europa Central y la reanudación de la guerra con Holanda en 1621 requirieron nuevos y copiosos desembolsos militares y navales, en un momento en el que las remesas anuales de plata provenientes de las Indias estaban en declive. El déficit en los ingresos reales se cubrió en parte acuñando grandes cantidades de moneda de vellón durante los primeros años del reinado; para el momento en que se suspendió la emisión de vellón, el daño ya estaba hecho. La depreciación de la moneda socavó la confianza y precipitó una aguda crisis monetaria en 1627-1628, al tiempo que los ministros luchaban por controlar la inflación. La posterior manipulación de la moneda que tuvo lugar en la década de los treinta sirvió únicamente para aumentar la confusión monetaria de los años de Olivares.
A pesar de las dificultades financieras de la Corona, los ejércitos españoles, en los primeros años del reinado, disfrutaron de una serie de éxitos que culminaron en un año de notables victorias en 1625, cuando los holandeses se rindieron en Breda y fueron expulsados de Brasil. Sin embargo, en los últimos años de la década, la tensión entre una política de reformas internas y la reputación en el exterior comenzaba a hacerse notar.
La política de Olivares se basaba en mantener la presión militar en la República de Holanda y, al mismo tiempo, intentar ahogar su comercio, con la esperanza de que los holandeses se vieran forzados a aceptar un acuerdo de paz más favorable para España que la humillante tregua de 1609. Pero los términos que estaban dispuestos a aceptar nunca parecían ser lo suficientemente favorables y la paz se le escapaba de las manos.
Tras la muerte del duque de Mantua a finales de 1627, el conde-duque decidió intervenir en la disputa de la sucesión de Mantua, en un intento de fortalecer la posición de España en el norte de Italia. La intervención resultó ser un costoso error de cálculo que iba a tensar temporalmente las relaciones entre Olivares y el Rey, y jugó a favor de sus enemigos en la corte.
La guerra por la sucesión de Mantua (1628-1631) supuso nuevas y fuertes presiones para los recursos humanos y monetarios, ya que España se vio luchando de manera simultánea en dos frentes, Italia y los Países Bajos. Provocó también la intervención de Francia bajo la dirección del cardenal Richelieu y colocó a Francia y España frente a frente, aunque la guerra abierta entre ambos no se declararía hasta 1635, ya que ninguno de ellos estaba preparado para una confrontación directa.
El afán incansable de Olivares y sus ministros, y el hecho de que recurrieran a ingeniosos mecanismos fiscales, hizo posible que España se desentendiera del embrollo de Mantua y desarrollara un considerable esfuerzo militar en Alemania, donde los Habsburgo austríacos se hallaban asediados por las fuerzas del protestantismo internacional bajo el liderazgo de los suecos. Este esfuerzo culminó en el triunfo de las fuerzas imperiales y españolas en Nördlingen en 1634. Se encontró, al mismo tiempo, la financiación necesaria para la construcción de un palacio real de recreo en las afueras de Madrid, el Buen Retiro, que fue inaugurado oficialmente en 1633, pero que estaría sujeto a una mayor expansión y embellecimiento a lo largo de la década. El palacio se pensó para ofrecer al Rey distracción de los asuntos del estado, a los que se había venido dedicando más asiduamente desde que cayera enfermo en 1627, así como para servir de centro ceremonial para festejos y otras actividades de la corte que realzaran la reputación internacional del Rey como monarca supremo no solo en el arte de la guerra, sino también en las artes de la paz. Tras la declaración de guerra por parte de Francia en 1635, existían pocas posibilidades de llevar a cabo las políticas reformistas de Olivares, a no ser que repercutieran directamente en los esfuerzos puestos en la guerra. Aunque el conde-duque continuaba protestando para que no se abandonaran sus planes de reforma, la movilización de hombres y de dinero para la guerra se convirtió en asunto prioritario y principal.
Este intenso esfuerzo dio como fruto valiosos dividendos durante los primeros años de la confrontación con Francia. Se enviaron los suficientes suministros al ejército de Flandes como para permitir que el cardenal- infante iniciara una invasión de Francia en 1636.
Cuando los franceses, a su vez, cruzaron la frontera en Irún en 1638 y sitiaron Fuenterrabía, el condeduque se hizo cargo personalmente desde Madrid de liberar la fortaleza asediada. La liberación del sitio se presentó como un triunfo personal del conde-duque, que fue aclamado por el Rey como el “librador de la patria” y recompensado con numerosas mercedes.
Probablemente, Velázquez pintó su gran retrato ecuestre (Museo del Prado) en conmemoración de la victoria en Fuenterrabía.
El incesante esfuerzo para orquestar la guerra con franceses y holandeses le pasó factura a la salud del conde-duque. Conservaba la total confianza del Rey, pero su cada vez más autoritario régimen les convirtió a él y a sus hechuras en objeto de odio generalizado.
Habida cuenta del agotamiento de Castilla, aún tenía la esperanza de mitigarlo estableciendo de algún modo la Unión de Armas para asegurar un mayor grado de ayuda por parte del resto de los reinos y provincias de la Monarquía. Recurrió específicamente a Portugal, donde los intentos por establecer nuevos impuestos provocaron revueltas en Évora en 1637, y a Cataluña, que ya había rechazado ese servicio en las Cortes celebradas en 1626 y 1632, respectivamente.
El intento de invadir Francia desde Cataluña en 1637 terminó como una humillación y las relaciones entre Madrid y los catalanes empezaron a tensarse. Cuando Richelieu pretendió aprovecharse de esa tensión en 1639 atacando la fortaleza fronteriza catalana de Salces, Olivares vio la oportunidad perfecta para involucrar plenamente a los catalanes en la guerra y hacerles partícipes genuinos de su Unión de Armas.
Salces fue liberada en enero de 1640 con un alto saldo de bajas humanas catalanas. Pero Olivares consideraba que el esfuerzo catalán era insuficiente y que el excesivo apego catalán a sus constituciones era lo que impedía su participación efectiva en la guerra contra Francia. Durante la primavera de 1640 hizo presión en el principado, ayudado por la presencia del ejército real, que se alojaba allí preparándose para la campaña de verano. Hubo numerosos choques entre los soldados y los campesinos, que fueron aumentando en la primavera y al comienzo del verano y acabaron en un alzamiento de los campesinos. La Diputació Catalana, bajo el mando de Pau Claris, declaró que se estaban violando sus constituciones y, en junio de 1640, después de que el virrey, el conde de Santa Coloma, fuera abatido por los rebeldes el día del Corpus Christi, Olivares se dio cuenta de que afrontaba una rebelión general.
La rebelión catalana transformó la situación internacional.
Los catalanes pidieron ayuda a los franceses y Olivares tuvo que levantar un nuevo ejercito para combatir una guerra dentro de la Península, en un momento en que ya se había forzado suficientemente la situación del cuerpo militar español y era prácticamente imposible enviar refuerzos al ejército en Flandes, como resultado de la derrota de la flota de don Antonio de Oquendo a manos de los holandeses en la batalla de las Dunas en septiembre de 1639. La rebelión catalana animó a los portugueses a seguir el ejemplo. La unión de las coronas había fracasado en su empresa de salvar el imperio portugués de ultramar de los holandeses y, como había ocurrido en Cataluña, las políticas fiscales de Olivares habían provocado un intenso resentimiento. Cuando el conde-duque decidió apelar a la nobleza portuguesa para que participara en la campaña catalana, puso en funcionamiento los resortes que acabarían por provocar un golpe de estado en Lisboa el 1 de diciembre de 1640 y la proclamación del duque de Braganza como rey de Portugal. La humillación personal fue todavía más acuciante por ser la nueva reina de Portugal, la hermana del duque de Medina Sidonia, miembro de la casa de los Guzmán.
Después de las revueltas de Cataluña y Portugal, y la derrota en Monjuic en enero de 1641, del ejército real enviado bajo el mando del marqués de Los Vélez para recuperar la lealtad catalana, el conde-duque tenía los días contados. Sin embargo, siguió luchando durante dos años más, albergando aún la esperanza de darle la vuelta al resultado de la guerra. En 1641 hubo de soportar una nueva humillación, cuando comenzó a circular el rumor de que existía una conspiración para proclamar a su pariente, el duque de Medina Sidonia, rey de una Andalucía independiente.
El año siguiente, cuando el Rey decidió iniciar unacampaña contra los catalanes, Olivares le acompañó a Molina de Aragón y a Zaragoza, donde se instaló la corte. Pero la campaña catalana fue muy mal y empezaron a abundar los cortesanos deseosos de insinuarle al Rey que ya era hora de prescindir de los servicios del conde-duque. Cuando la Corte regresó a Madrid a final de año, Olivares parecía seguir empeñado en aferrarse al poder, pero física y mentalmente era un hombre roto y sus enemigos estaban al acecho.
El modo en que ocurrieron exactamente los acontecimientos que condujeron a la caída del condeduque del poder está aún por determinarse. Se sabía que Olivares no era del agrado de la Reina, que había actuado como regente durante la ausencia de su marido en campaña. El conde de Castrillo, pariente del conde-duque, la había venido atendiendo, y parece que Castrillo y su sobrino, Luis de Haro, habían estado maquinando para salvar lo que pudieran de la fortuna familiar del desastre que amenazaba con sobrevenirle al conde-duque. Pero tanto la situación nacional como la internacional ya estaban en contra y habían hecho que la posición del conde-duque fuera insostenible, y el Rey ya había visto por sí mismo, en la jornada de Aragón, parte de la miseria que sufría el país. No fue fácil para él prescindir de un ministro del que había dependido durante más de veinte años, pero el 17 de enero de 1643 le envió un billete a Olivares desde la Torre de la Parada en el que le comunicaba que ya estaba dispuesto a acceder a sus reiteradas peticiones de licencia para retirarse. Muy a su pesar, el 23 de enero de 1643, el conde-duque abandonó sus aposentos en el Alcázar y salió de Madrid en un coche con las cortinillas echadas hacia la casa que se había construido diez años antes en Loeches.
La caída del conde-duque hizo visibles a sus numerosos enemigos. Fue injuriado y acusado de tirano y en febrero apareció un panfleto que contenía una lista de “Cargos contra el Conde-Duque”que incluía entre sus múltiples delitos haber involucrado a España en la guerra por la sucesión de Mantua, ser responsable de las revueltas de Cataluña y Portugal, haber perseguido a los grandes, haber gobernado por medio de juntas y haber malgastado el dinero con el Buen Retiro. Tres meses más tarde salió a la luz un impreso clandestino en el que se refutaban las acusaciones, el Nicandro, redactado probablemente por Francisco de Rioja y que contenía una defensa enérgica de la política de Olivares.
La aparición del Nicandro sirvió únicamente para aumentar aún más la indignación de los grandes, que fueron en una delegación a protestar frente al Rey.
Estaba claro que la tormenta no pasaría mientras que el derrocado ministro siguiera estando tan próximo a Madrid y, el 12 de junio, se le obligó a marcharse de Loeches a Toro, donde se instaló en casa de su hermana, la marquesa de Alcañices.
Durante su destierro en Toro tuvo que presenciar con angustia cómo seguían vertiendo humillaciones sobre él. A la condesa de Olivares, que tenía el puesto de camarera mayor de la reina, se le pidió que abandonara el palacio y el propio conde-duque tuvo que renunciar a sus puestos de caballerizo mayor y gran canciller de las Indias. Aquejado de una creciente melancolía, encontró algo de consuelo intentando mejorar el cultivo de su propiedad en Toro y pasó mucho tiempo dedicado a su devoción religiosa. Con la salud quebrantada y la mente deteriorada, murió en un estado de demencia el 22 de julio de 1645 y su cuerpo fue trasladado a Loeches para ser enterrado allí.
Al conde-duque le sobrevivió la condesa y un hijo ilegítimo, al que había reconocido, para sorpresa de todos, en 1641, y al que le había dado el nombre de Enrique Felípez de Guzmán. Pero el marqués de Mairena, que fue el título que recibió, murió en 1646 dejando un único hijo que también moriría en la infancia.
Los inconmensurables esfuerzos que hizo Olivares para perpetuar una línea familiar habían vuelto a resultar fallidos. Dejó en herencia una propiedad gravemente endeudada y su testamento, descifrado en 1642, estaba lleno de disposiciones nada realistas. Los miembros de la familia contestaron la herencia con dureza. El ducado de Sanlúcar la Mayor se le adjudicó finalmente a su antiguo yerno, el duque de Medina de las Torres, mientras que la sucesión al condado de Olivares pasó a su sobrino, Luis de Haro, que a su debido tiempo sucedió a su tío no sólo en el título sino también en el valimiento y en muchas de sus obligaciones gubernamentales. Sin embargo, como si quisiera simbolizar que se estaba cerrando una era, don Luis prefirió que no se le conociera como el condeduque de Olivares. Sólo hubo un verdadero condeduque de Olivares y toda España trató de olvidarse de él.
Obras de ~: Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares: Volumen I: Política interior, 1621-1645 (tomos 1 y 2), ed. de John H. Elliott, José F. de la Peña y Fernando Negredo, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica-Marcial Pons Historia, 2013. Volumen II: Correspondencia con el cardenal infante Don Fernando (1635-1641), ed. de John H. Elliott y Fernando Negredo del Cerro, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica-Marcial Pons Historia, 2021.
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John H. Elliott