Núñez Felípez de Guzmán, Ramiro. Duque de Medina de las Torres (II). León, c. 1600-1612 – Madrid, 8.XII.1668. Presidente del Consejo de Italia, virrey de Nápoles, consejero de Estado, de Aragón, de Italia y de Indias, tesorero general de la Corona de Aragón.
Primogénito de la rama más antigua del linaje de los Guzmanes, su nacimiento en León coincidió con la recuperación del crédito perdido por dicha línea familiar debido a su participación en la rebelión de los Comuneros mediante la concesión a su padre del título de marqués de Toral.
La meteórica carrera ascendente de Ramiro Núñez Felípez de Guzmán en la corte estuvo condicionada por el deseo del conde duque de Olivares de reforzar la posición de su familia en la jerarquía del clan de los Guzmanes, casándole con su única hija, María, marquesa de Heliche, que, en principio, debería haber enlazado con el conde de Niebla, hijo y heredero del todopoderoso duque de Medina Sidonia, o, en todo caso, con el sobrino del valido, Luis Méndez de Haro. Con este propósito, Olivares llamó a la corte al niño junto a su hermana, a la que no tardó en enlazar con el condestable de Castilla, y a su madre, la marquesa viuda de Toral, que, en calidad de camarera de la reina, pudo instalarse en el Alcázar, desde donde la familia continuó recibiendo todo tipo de títulos y mercedes.
El 30 de diciembre de 1622 Ramiro era nombrado caballero de Calatrava, Orden de la que llegaría a ser comendador de Valdepeñas y Corral Rubio, por lo que a los dos años de su llegada a Madrid todo parecía preparado para que, una vez convertida la hija de Olivares en duquesa de Medina de las Torres, se celebrase el enlace entre ambos el 9 de enero de 1625, cuatro días después de que Olivares fuese ascendido, a su vez, al rango de duque. Los beneficios que para el marqués de Toral y de Heliche, desde su matrimonio con María, derivaban de su relación de parentesco con el valido de Felipe IV no tardaron en acarrearle a su vez un amplio círculo de enemistades entre aquellos miembros de su familia que, como el conde de Monterrey o los marqueses del Carpio, veían peligrar parte de su herencia. Idénticos recelos provocó entre los miembros de la alta aristocracia castellana que advertían en el triunfo de Ramiro la prueba palpable del nepotismo ejercido por el conde duque. Reticencias que se agravaron por la excelente relación que Ramiro logró establecer con el joven rey, con quien compartía gustos artísticos y diversiones cortesanas.
A principio de 1626 el marqués de Toral y de Heliche recibió su primer cargo de importancia al ser elegido, junto a Diego de Mexía, tratador en las Cortes que se celebraban en Aragón, adonde acompañó al Soberano. El trato de favor que Felipe IV le dispensó en detrimento incluso del almirante de Castilla, supuso la dimisión y el destierro de la corte de uno de los pocos representantes declarados de la facción sandovalista, lo que no hacía sino reforzar el poder de Olivares. No obstante, en julio de 1626, la muerte de María y del prometedor heredero de Ramiro durante el parto prematuro de su joven esposa, echó por tierra los designios familiares del valido. Situación que, en lugar de suponer un distanciamiento con respecto a su yerno, se tradujo en una multiplicación de favores y cargos honoríficos que facilitaron la promoción de su protegido en la corte. Al mes siguiente Ramiro era nombrado II duque de Medina de las Torres con Grandeza de España y era reconocido por el conde duque como el legítimo beneficiario de su mayorazgo en caso de que, como parecía probable, muriese sin un heredero varón. Olivares optó asimismo por cederle el influyente cargo de sumiller de corps, situación que le otorgaba un acceso privilegiado a la persona del Rey y facilitaba de manera notable su carrera política. En 1627 obtuvo un puesto en el prestigioso Consejo de Estado, por lo que a partir de entonces participó de manera activa en todo tipo de juntas y comisiones, donde, en muchas ocasiones, actuaba como portavoz de Olivares, por lo que llegó a ser conocido con el sobrenombre del ‘valido del valido’. Al año siguiente sería elevado al lucrativo cargo de tesorero general de Aragón, situación que le permitió ejercer las funciones de presidente de dicho Consejo, así como, tras la salida del conde de Monterrey hacia el virreinato de Nápoles en 1631, del Consejo de Italia, además de actuar como miembro del Consejo de Indias.
Su sólida posición en el entramado polisinodal de la Monarquía y su control sobre gran parte del aparato ceremonial palatino le permitieron ganar amplios espacios de autonomía con respecto a su valedor en la corte. Con el decidido apoyo del Rey, Medina de las Torres negoció su enlace matrimonial con Ana Carafa, princesa de Stigliano y miembro de una de las más poderosas familias de la aristocracia napolitana. La única condición para llevar a cabo un enlace que podía beneficiar de manera notable la política de integración entre los grandes linajes de dos de los principales reinos que componían el sistema imperial hispánico, consistía en que el duque se desplazase a vivir a Nápoles en calidad de virrey. Olivares mostró abiertamente su oposición a desalojar de dicho cargo a su cuñado, el conde de Monterrey, por lo que logró retrasar el acceso al virreinato de Ramiro que, a pesar de haberse trasladado a Nápoles a principios de 1636, se vio obligado a vivir retirado en los dominios de los Carafa. La amenaza de un desembarco francés en el Regno y la necesidad perentoria de la Corona de contar con las redes de poder y el apoyo de la aristocracia local para hacer frente al elevado coste de la guerra, facilitaron el definitivo nombramiento de Medina de las Torres como virrey de Nápoles el 13 de noviembre de 1637, una vez concluido el mandato de Monterrey.
Al poco tiempo de acceder al virreinato, Medina de las Torres tuvo que hacer frente a los desastrosos efectos de un grave terremoto que asoló Calabria y a las sucesivas amenazas sobre un posible desembarco francés, que fue desbaratado gracias a la detención del príncipe de Sanza Giovanni Orefice, decapitado poco tiempo después de que la tropas enemigas fueran obligadas a retirarse tras su fracasado asalto a Nísida y Bagnoli. El duque tuvo que acudir igualmente a reprimir las constantes correrías de la piratería berberisca, así como el endémico bandidismo en un momento en el que las exigencias de fondos por parte del Gobierno de Madrid no hacían sino aumentar de manera disparatada la ya de por sí pesada presión fiscal. Su intento de hacer contribuir, en calidad de feudatario del reino, a los barones mediante una tasa del uno por ciento del valor de sus dominios, provocó una airada respuesta que le obligó a recaudar nuevos fondos mediante la implantación de un nuevo impuesto indirecto, esta vez sobre la harina. La multiplicación de donativos extraordinarios para acudir a las crecientes necesidades de una Monarquía en constante estado de guerra explican las protestas de la cámara de la Sumaria, que advirtió al virrey sobre la imposibilidad de aumentar aún más la contribución napolitana que había pasado de 2.700.000 ducados a nada menos que 8.300.000 durante su período de gobierno. A pesar del penoso estado de las finanzas, el virrey no dejó de estimular un programa de obras públicas y de transformación urbana, destinadas a poner de manifiesto la autoridad de la Corona sobre el reino de Nápoles. La apertura de la puerta de Medina o la creación de nuevas fuentes como la de Neptuno se sumaron a la construcción del suntuoso palacio Donnanna al inicio de la colina de Posilipo, donde se celebraban todo tipo de fiestas y de representaciones teatrales en consonancia con las pautas de la corte madrileña, en la que el duque había destacado como uno de los más distinguidos organizadores. Desde Nápoles, Medina de las Torres se interesó de manera personal por la adquisición de obras de arte y de todo tipo de libros y manuscritos para su imponente biblioteca. De este modo pudo mantener una intensa correspondencia personal con el Soberano, al que ayudó a incrementar la rica colección real mediante el envío a Madrid de cuadros de Raphael, Correggio o Bassani, o el encargo de una serie de pinturas de Ribera, uno de los pocos pintores españoles apreciados por los refinados coleccionistas cortesanos.
La caída de Olivares en enero de 1643 puso en peligro su posición en el favor real. No obstante, el propio Soberano le remitió de inmediato una carta tranquilizadora en la que le aseguraba que, a pesar de ser una hechura del conde duque, “yo sigo aquí para favoreceros y honraros”, lo que actuaba como una garantía frente a las presiones que no tardó en ejercer en su contra la facción dominante en la corte, encabezada por Luis Méndez de Haro, el conde de Castrillo y el marqués del Carpio. Felipe IV hizo oídos sordos a las presiones que éstos ejercieron para que se destituyese a Medina de las Torres de todos sus cargos y para que se constituyese una comisión destinada a juzgar los supuestos excesos de corrupción cometidos en Nápoles, donde permaneció a la cabeza del virreinato hasta la finalización de su mandato el 6 de mayo de 1644. A pesar de la excelente recepción ofrecida por el Rey a la llegada de Ramiro a Zaragoza en septiembre de ese mismo año, el Soberano le exigió que se mantuviese alejado de la corte, por lo que el duque, que al poco tiempo perdería a su segunda esposa, permaneció en sus dominios valencianos, desde donde rechazó los cargos diplomáticos que le ofrecieron para encabezar la delegación española en el Congreso de Paz de Munster o en calidad de embajador ante la Santa Sede.
A mediados de 1647, una vez consolidada la posición de Haro en el vértice del poder, Felipe IV volvió a llamar a Medina de las Torres a la corte para que asumiese de nuevo, con la capacidad que le había caracterizado con anterioridad, la dirección de todos los asuntos relativos a la Casa Real desde su cargo de sumiller de corps. Desde dicho puesto, no sólo se encargaba de asuntos tales como asegurar el abastecimiento de ropa blanca de calidad para las necesidades de palacio o de preparar todo tipo de espectáculos, sino que actuaba también como el primer filtro para acceder a la persona real. Medina se incorporó igualmente a las sesiones del Consejo de Estado, organismo donde Haro no ingresaría hasta 1659, y participó de modo menos activo en el Consejo de Italia, donde a partir de 1654 ostentaría la presidencia por la salida del conde de Castrillo hacia el virreinato de Nápoles, y en los Consejos de Indias y Aragón. Lejos de mostrar un sistemático enfrentamiento con los miembros de la facción de Haro, como se ha insinuado con insistencia, Medina de las Torres coincidió en múltiples ocasiones con la opinión de figuras tales como Castrillo o Peñaranda. Así ocurrió en asuntos tan delicados como el embargo decretado en 1654 de los bienes de los genoveses residentes en los territorios italianos de la Monarquía o durante la negociación diplomática emprendida por Cárdenas para alcanzar una alianza formal con Inglaterra. La importancia que, siguiendo las pautas marcadas por Olivares, le concedió Medina de las Torres a un buen entendimiento con Londres le llevó incluso a abogar por la concesión de nuevos privilegios comerciales y por la supresión de los controles ejercidos por los veedores de comercio en los puertos españoles, lo que hubiera disparado aún más el contrabando. A pesar de lo cual, el duque encabezó, junto al marqués de los Balbases, la Junta de contrabando puesta en marcha en 1658, en un momento en el que la ausencia de Haro de Madrid, por su participación en el frente portugués y en la negociación de paz con Francia, convirtieron a ambos en los directores de la estrategia internacional de la Monarquía.
La escasa confrontación en asuntos de gobierno entre Haro y Medina de las Torres, a pesar de los recelos iniciales del Rey, no tuvo su correlato en aquellas cuestiones relativas a los negocios de la casa de Guzmán, de la que ambos formaban parte. El largo pleito entablado por la herencia de los títulos y posesiones del conde duque de Olivares tras la muerte de su viuda en 1647, se zanjó a favor de Ramiro, que consiguió hacerse con el título y las tierras del ducado de Sanlúcar la Mayor, pero no así con el cargo de alcaide del Buen Retiro, vinculado a perpetuidad a dicho título, por el deseo de Felipe IV de mantenerlo entre las manos de la familia de Haro mientras Luis siguiese vivo. No fue hasta la muerte de éste en 1661 cuando Medina de las Torres pudo desplazar al nuevo marqués del Carpio de un cargo que no hacía sino reforzar su influencia en los asuntos palatinos. Influencia que trató de extender en 1654 al ámbito local, exigiendo que, en consonancia con el resultado del pleito, se le restituyesen los derechos concedidos catorce años antes al conde duque de Olivares para ostentar el cargo de regidor en cada una de las ciudades con voto en Cortes.
La caída en desgracia del marqués del Carpio a la muerte de Luis de Haro y la ampliación de los ya extensos dominios del duque de Medina de las Torres, gracias a su tercer matrimonio con Catalina Vélez de Guevara, viuda de su amigo el conde de Oñate, a cuya casa estaba vinculado el oficio de correo mayor del reino, parecían reforzar su posición en la corte. Medina contaba igualmente con el apoyo de la todopoderosa casa de Alba gracias al reciente enlace entre su primogénito, Nicolás, príncipe de Astigliano desde la muerte de su madre Ana Carafa, con la hija del duque. Ahora bien, Felipe IV, lejos de ceder la totalidad del peso del gobierno en manos de un nuevo valido, optó por mantener cierto equilibrio en la gestión de los negocios de la Monarquía entre el conde de Castrillo, presidente del Consejo de Castilla, y Medina de las Torres, decano del Consejo de Estado y encargado de gestionar los complejos asuntos exteriores de la Corona.
La desastrosa evolución del conflicto con Portugal y el apresamiento de su segundo hijo, Anielo de Guzmán y Carafa, en la batalla de Ameixal en 1663, impulsaron al duque a adoptar las medidas necesarias para, con la mediación de Inglaterra, lograr un entendimiento con Lisboa. El rechazo del Rey a renunciar a sus derechos sobre Portugal y las dificultades desplegadas por el marqués de Caracena desde su gobierno en los Países Bajos para facilitar el acuerdo con Londres, dieron al traste con la mediación interpuesta en 1664 por el nuevo embajador británico en Madrid, Richard Fanshaw. La vuelta, ese mismo año, del conde de Peñaranda de su estancia como virrey en Nápoles y la animadversión de Felipe IV hacia los deseos de entendimiento con los Braganza acabaron por alejar a Medina de las Torres del favor real, por lo que su nombre no se incluyó entre los cinco miembros que compondrían la Junta de Regencia a la muerte del Rey en 1665. A pesar de las malas relaciones con Mariana de Austria, el duque contó con el decidido apoyo de los delegados imperiales en la corte, de modo especial del barón de Lisola, gracias a su eficaz acción mediadora para facilitar el matrimonio entre el emperador Leopoldo y la infanta Margarita, que se concretaría en 1666, y por sus reticencias hacia cualquier tipo de entendimiento con París. Medina de las Torres mantuvo por lo tanto gran parte de su influencia en los asuntos de Estado y logró incluso situar ese mismo año a su criatura, el conde de Villahumbrosa, a la cabeza del Consejo de Hacienda, en detrimento de Miguel de Salamanca, apoyado por el conde de Castrillo. Sin embargo, el deseo de convertir a Ramiro en la cabeza de un teórico grupo de talante moderado y pragmático, que apostaba por una abierta reducción de compromisos y se inclinaba por un entendimiento con Viena y con Inglaterra, y de enfrentarlo a la facción dirigida por Peñaranda, obstinada en defender la tradición dinástica y la causa católica mediante un acuerdo con París, entraña demasiadas contradicciones y no resiste a una confrontación con los documentos de que se dispone. La existencia de facciones en la corte no tuvo que traducirse forzosamente en la defensa de orientaciones políticas divergentes. En las largas deliberaciones del Consejo de Estado, el duque de Medina de las Torres y el conde de Peñaranda emitieron votos conjuntos en múltiples ocasiones. En 1666, el conde, ante las amenazas francesas sobre el Brabante, señaló con rotundidad, en consonancia con el parecer de Medina de las Torres, que el único remedio para mantener el baluarte flamenco consistía en “la unión con Inglaterra y la tregua con Portugal”. Si Peñaranda entorpeció con posterioridad el acuerdo con Londres y Lisboa, no fue por una imaginaria inclinación hacia París o por su obstinada defensa de los derechos patrimoniales del Rey niño, sino por su deseo de mantener la neutralidad en el segundo conflicto naval anglo-neerlandés y evitar un posible empeoramiento de las buenas relaciones con La Haya. Una vez que Luis XIV procedió a la invasión de los Países Bajos en 1667 ante la pasividad de Viena, tanto Medina de las Torres como Peñaranda impulsaron el definitivo entendimiento con Londres mediante un tratado de comercio y el acuerdo de paz con Lisboa firmado en 1668. A finales de ese mismo año, en pleno conflicto por el poder entre Juan José de Austria y el padre Nithard, confesor y favorito de la Reina, murió en Madrid de una fulminante pulmonía el duque de Medina de las Torres, cuando parecía haberse congraciado finalmente con la regente.
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Manuel Herrero Sánchez