Alfonso VI de Portugal. Lisboa (Portugal), 21.VIII.1643 – Sintra (Portugal), 12.IX.1683. Rey de Portugal.
Sexto hijo de Juan IV, rey de Portugal desde 1640, y de Luisa de Guzmán, nacida a su vez de Juan Manuel Pérez de Guzmán, VIII duque de Medina Sidonia.
La muerte en 1653 de su hermano mayor, Teodosio, nacido en 1634, fue el hecho que abrió a Alfonso la puerta a la sucesión de la Corona que su padre acababa de obtener en virtud del destronamiento de Felipe IV en 1640. Su protagonismo se intensificó a raíz del fallecimiento de Juan IV en 1656, cuando el príncipe sólo contaba con trece años. Dado que en Portugal la mayoría de edad del Rey estaba establecida a los veinte años, en previsión de ello el monarca difunto había dejado instituida una regencia en manos de su esposa, la reina doña Luisa. Pero es que, además del problema de la edad, las fuentes —sobre todo, las posteriores a la crisis de 1667 que desembocó en la deposición del Rey— hablan de algún tipo de trastorno mental, tal vez causado por una dolencia infecciosa sufrida en su niñez cuya resolución fue una hemiplejía, que le habría dejado en herencia un carácter irascible y poco acorde con el decoro regio. Sus carencias personales, si existieron, se vieron aumentadas por una educación que se dice incompleta y, más aún, por el contraste poco ventajoso que su persona hacía con sus otros dos hermanos varones, el desaparecido Teodosio y el infante don Pedro. Sin negar la posibilidad de que estos hechos sean ciertos, no conviene obviar que la mayoría de estas referencias proceden de las facciones políticas contrarias al grupo de poder que se creó en torno al Monarca y que, no se olvide, fueron las que se impusieron tras aglutinar sus fuerzas en torno al infante don Pedro. En cualquier caso, el cúmulo de imperfecciones atribuido al rey Alfonso VI representa una especie de catálogo de todas aquellas anti-virtudes (desobediencia infantil premonitoria, prácticas de injusticia y tiranía en la edad adulta, fealdad física correlativa a su pobreza de espíritu, etc.) que, de alguna manera, permitían justificar desde la teoría política de entonces la deposición de un rey, lo que obliga a sospechar de su veracidad o, cuando menos, a asumirlas con precaución, dada la facilidad con que pudieron ser manipuladas y exageradas.
Por todo ello, la historia del reinado de Alfonso VI es, en realidad, la del período más intenso de la Restauración, cuando la lucha por el poder en el seno del nuevo régimen surgido en 1640 coincidió con la fase más aguda de la guerra contra Madrid. No es, por tanto, la figura ni la biografía del Monarca lo que interesa (no, al menos, a la hora de intentar una exégesis política desde la perspectiva de la historiografía más vanguardista), sino el conjunto de situaciones vividas bajo su reinado nominal: la regencia de Luisa de Guzmán, el valimiento del conde de Castelo Melhor y la deposición de 1667, principalmente. Estos tres episodios constituyen tal vez —y resumen con precisión— las claves de la llamada Restauración de Portugal, justamente porque el papel pasivo que en general jugó el Rey en todos ellos permitió que subieran a la superficie las fuerzas más o menos identificables que desde 1640 habían pugnado por conquistar el mayor grado de influencia posible. Si el Monarca poseía luces suficientes o no para gobernar es un asunto que pasa a un segundo plano desde el momento en que por las circunstancias en que heredó la Corona —con sólo trece años— resulta evidente que ninguna de las facciones en liza y, menos aún, su propia madre —que se consideraba responsable de la herencia política de la Casa de Braganza—, habrían permitido ejercer el poder al nuevo soberano. De este modo, Alfonso VI recibió una Corona para la que, obviamente, ni podía estar preparado ni, de haberlo estado, hubiera podido demostrarlo. En este sentido, el interés de su reinado estriba en la batalla que tuvieron que librar los grupos de poder en torno a una Corona cuyo titular quizás fuera un joven incapaz e indecoroso, pero sobre el que, en todo caso, la tradición, el derecho y la sangre habían depositado la soberanía real. Con estos elementos hubo que contar siempre, incluso cuando se trató de justificar y legitimar su deposición a favor de su hermano.
La minoridad de Alfonso VI terminó bruscamente el 23 de junio de 1662, cuando la facción encabezada por Luís de Vasconcelos e Sousa, III conde de Castelo Melhor, obligó a la regente a declarar la mayoridad del Rey con el fin de frenar los avances de la facción contraria al autoritarismo real, algo que Castelo Melhor consideraba el único instrumento capaz de salvar el régimen de la Restauración ante la embestida militar austracista de estos años. De hecho, existen pocas dudas de que fue la gestión férrea del conde, convertido en el privado de Alfonso VI bajo el cargo de escribano de la puridad, lo que permitió los triunfos de las batallas de Ameixial (8 de junio de 1663) y Estremoz (17 de junio de 1665), que obligaron a Madrid a negociar la paz que llegaría el 13 de febrero de 1668.
Pero esta efectividad militar no era sino la parte de un todo que también incluía una política fiscal rampante, el destierro de la nobleza renuente, ignorar a las Cortes, limitar el papel de los consejos frente a la acción de las juntas e institucionalizar —o casi— el valimiento. No debe extrañar que los numerosos enemigos del régimen alfonsista se concertaran para derrocar al privado sólo cuando la amenaza austracista había concluido. Agrupados en torno al infante don Pedro, cuyas supuestas virtudes físicas y morales se pretendía que contrastaran dolorosa y convincentemente con los defectos atribuidos al Rey, provocaron la renuncia de Castelo Melhor el 3 de septiembre de 1667. Sin embargo, una vez derrocado el conde se pudo comprobar el largo alcance de una operación mucho más ambiciosa cuyos objetivos miraban a impedir el retorno de una Corona autoritaria. Así, Castelo Melhor fue instado a exiliarse, lo que le llevó a un peregrinaje —en absoluto inactivo— por las Cortes de Saboya, Francia y Gran Bretaña hasta que en 1685 se le permitió el regreso. En Portugal, una vez fuera de juego la cabeza de la facción derrotada, se procedió a forzar la renuncia del propio Rey mediante la escandalosa huida de la Reina, la francesa María Francisca de Saboya, al convento de la Esperanza de Lisboa, lo que tuvo lugar el 21 de noviembre de 1667. La Reina trató de justificar su actitud con un escrito en el que se aludía a los incumplimientos del Monarca respecto a ella como marido y como rey, a la par que anunciaba su retorno a Francia y solicitaba a las autoridades eclesiásticas lisboetas la anulación de su matrimonio, celebrado en el verano de 1666. Fue la maniobra final que precipitó la renuncia (desistencia) de Alfonso VI a favor de su hermano el día 22, en realidad una deposición encubierta que daba por hecho la incapacidad del Monarca para gobernar —lo que probablemente era cierto, aunque no fue ésta la cuestión que realmente se ventilaba—. Este lento golpe de estado escenificado en los dos actos que habían tenido lugar en apenas dos meses, dio la justa medida de la grave crisis interna que atravesaba un Portugal paradójicamente victorioso en su batalla por la Restauración.
La prueba de hasta qué punto se habían violentado las formas institucionales vino reflejado por las dificultades que hubieron de superarse para dotar de legalidad a los protagonistas de la nueva situación creada. Dos figuras acapararon toda la atención: el infante don Pedro y la reina María Francisca. Cada uno de ellos cargaba con problemas específicos de orden político, institucional y simbólico. Referente a don Pedro, urgía aclarar con qué título ejercería el poder ejecutivo transmitido por su hermano, ya que éste había conservado la soberanía. Que Alfonso VI conservara su título de rey de Portugal suponía una ficción necesaria para, entre otras cosas, no exasperar más a la corriente desplazada ahora por los triunfantes pedristas. No se olvide que, quizás con un toque de dramatismo y exageración propios de la historiografía barroca, el conde de Ericeira no dudó en calificar de “guerra civil” el conflicto que polarizó a los portugueses en torno a los dos hermanos Braganza. En cualquier caso, don Pedro comenzó por utilizar los títulos de “curador y gobernador” del reino y, sólo después de la celebración de las Cortes de Lisboa entre enero y agosto de 1668, donde se discutió sin éxito si debía ser aclamado rey, comenzó a firmar como “Príncipe Regente” de Portugal. La historiografía más reciente ha sacado a la luz la relevancia de la reflexión política en estas Cortes. La negativa de don Pedro a seguir el parecer de quienes le impelían a convertirse en monarca —en general, una pretensión de las ciudades que apenas contó con seguidores entre la Iglesia y la nobleza— tuvo que ver con la necesidad de articular un gesto de autoridad regia justo cuando más disminuida se hallaba ésta, ya que, de haberse consentido en esta petición, la sensación resultante habría sido la de un monarca que actuaba al arbitrio de los representantes del reino —mejor aún: de un sector muy determinado de él— y sin respeto por los derechos de sangre de su hermano. Apremiaba contradecir la imagen de un Portugal convertido en una especie de república de notables donde éstos, y no el Rey, dictaban la política. Durante estos años algunos diplomáticos portugueses se dolieron en su correspondencia de que en Europa se usara del ejemplo del “reino y república de Polonia” para explicar la situación que se vivía en Portugal. Este déficit de autoridad real y de normalidad institucional sólo comenzó a corregirse tras la muerte de Alfonso VI en 1683 y la inmediata entronización de su hermano, ya como Pedro II de Portugal.
Por lo que respecta a la reina María Francisca, el interés de Portugal de conservar la alianza con la Francia de Luis XIV llevó a acelerar el proceso de nulidad matrimonial que había solicitado, el cual vino a resolverse a su favor el 24 de marzo de 1668. Tres días después se convirtió en esposa del infante don Pedro, su cuñado apenas cuatro meses antes. Más allá de la imperiosa relación con París, que conformaba una magnífica tenaza sobre la Monarquía hispánica —un logro más de la política del denostado Castelo Melhor—, se trataba de recomponer súbitamente lo que súbitamente había sido deshecho por la misma facción que ahora orquestaba esta medida: la imagen de una corona sólidamente sostenida por una dinastía joven, abrazada por la potencia del Rey Sol y encaminada a la rápida procreación de herederos en un marco de estabilidad matrimonial que simbolizaba la paz y la armonía del reino. Este compendio de bendiciones es lo que precisamente le había sido arrebatado a la realeza de Alfonso VI al privarle del monopolio de su, al parecer, innegable crisis matrimonial y, sobre todo, al convertirla en escándalo público, lo que derivó en su doble descalificación como marido y como Rey. Esto explica también la trascendencia que alcanzó el proceso de nulidad y el interés que hubo en no ahorrar la difusión de algunos de sus elementos más escabrosos, ya que a través de ello y, pese al riesgo que implicaba para la dignidad de los Braganza, se estaba ratificando la incapacidad de un cónyuge para gobernarse a sí mismo y, por ende, al reino.
Con tales argumentos se entiende la facilidad con que el gobierno pedrista justificó el encierro del monarca en la ciudad de Angra, nada más y nada menos que en las islas Azores. El temor a que sus criaturas u otros malcontentos con la nueva situación aprovecharan su persona para instar un cambio de régimen, aconsejó alejarlo de Lisboa. De hecho, en 1673 se descubrió una conjura contra don Pedro cuyos fines nunca quedaron claros, pero se habló de la liberación del Monarca y su reposición en Lisboa. Aunque hay indicios de que el embajador español en Portugal, Baltasar de Eraso y Toledo, conde de Humanes, animó la desestabilización del reino para intentar la reincorporación de Portugal a la Monarquía hispánica, los hilos de la conspiración se pierden en una madeja de facciones cuyo único denominador común parece que radicó en la animadversión hacia el gobierno de don Pedro. En consecuencia, tras las oportunas ejecuciones y encarcelamientos, se decidió la prisión del Monarca en Sintra, próximo a Lisboa, para su mejor vigilancia. Allí falleció.
Víctima de la inestabilidad del régimen de la Restauración, lo menos que de Alfonso VI cabe decir es que bajo su reinado Portugal ensayó por segunda vez en el siglo xvii (la primera habría sido bajo el reformismo del conde-duque de Olivares) la vía del autoritarismo real. En este sentido, ha habido intentos de equiparar la crisis portuguesa de estos años con el problema que el absolutismo real supuso en otros países de Europa en aquella centuria. Se trata de un enfoque meritorio que pretende la normalización de la historia de Portugal en la medida en que ésta queda integrada en su contexto natural europeo tras huir de excepcionalismos infundados.
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Rafael Valladares