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Juan Hurtado de Mendoza

Biografía

Mendoza, Juan Hurtado de. Duque del Infantado (VI). Mondéjar (Guadalajara), 5.II.1555 – Madrid, 1.VIII.1624. Caballero de la Orden de Alcántara, gentilhombre de cámara de Felipe III, caballerizo mayor y mayordomo mayor de Felipe IV, consejero de Estado y de Guerra.

Séptimo hijo de Íñigo López de Mendoza, III marqués de Mondéjar y IV conde de Tendilla, y de María de Mendoza, hija del IV duque del Infantado. Con el resto de sus once hermanos, acompañó a su padre a la embajada de Roma ante el papa Pablo IV, luego a servir al virreinato de Valencia y por fin al de Nápoles.

Cuando la familia retornó a Mondéjar, es posible que pasase algunos cursos estudiando Leyes en la Universidad de Salamanca. A la muerte de su padre, la mayor parte de sus hermanos salieron al servicio del Rey en cargos militares, civiles y eclesiásticos, mientras que él permanecía junto a su madre la marquesa viuda. Ambos se trasladaron a Tendilla, donde ella murió. Como el resto de su familia, se mantuvo muy cercano a la rama principal del linaje Mendoza, la casa ducal del Infantado, asistiendo a las grandes convocatorias tenidas en Guadalajara a fines del siglo xvi. También prestó su ayuda al V duque, Íñigo López de Mendoza, en el conflicto tenido con los duques de Alcalá en la década de 1590 a causa del matrimonio de Mencía, hija de López de Mendoza, con el duque de Alba.

Fue entonces cuando su vida dio un giro decisivo, al convertirse en marido de la heredera de la casa del Infantado.

El motivo del matrimonio radicó en el problema de la falta de descendencia masculina directa del V duque del Infantado, cuya hija primogénita, Ana, condesa de Saldaña, había casado en 1582 con Rodrigo de Mendoza, hermano del duque. Del matrimonio nacieron Luisa y Mencía, pero Rodrigo murió en 1587 sin descendencia masculina y, por tanto, acuciaba buscar una solución de futuro para la casa ducal. Infantado optó entonces por buscar un miembro de una rama lateral de los Mendoza y encontró su candidato perfecto en Juan Hurtado. Éste reunía diversas cualidades para ser un buen partido en esas circunstancias, pues, al tratarse de un hijo séptimo en el orden sucesorio del marquesado de Mondéjar, era remota la posibilidad de que heredase tal título y desviara la varonía de la casa del Infantado a la suya.

Además, los marqueses de Mondéjar y los condes de Tendilla gozaban de prestigio por su currículo al servicio de Carlos V y Felipe II en puestos militares, diplomáticos y de gobierno, en Castilla y fuera de la Península, y habían apoyado a los Infantado en el reciente conflicto canónico planteado por el matrimonio de Mencía de Mendoza con el duque de Alba, en el que intercedieron ante el Rey. De hecho, el propio Juan Hurtado había adquirido experiencia política y cortesana en Italia y en Valencia que, junto a su posible formación legal, parecían un bagaje apropiado para asumir la defensa de los intereses del ducado cuando heredase el mayorazgo Ana de Mendoza, pues era previsible que otros parientes trataran de cuestionar la posesión del patrimonio del Infantado por una mujer. Pero ante el proyecto de boda se presentó un obstáculo añadido porque la condesa de Saldaña, más inclinada a la vida religiosa que a contraer segundas nupcias, se negó a casarse. Empezó un pulso entre la voluntad paterna y la vocación de la hija, una pugna en la que se contraponían la obediencia al jefe de la familia y las responsabilidades familiares a la realización de los deseos personales. Tras largas discusiones, agrias en ocasiones, y gestos de rechazo, como cuando Ana se cortó el pelo al modo de una monja, al fin el duque doblegó su renuencia y la heredera del Infantado consintió unirse con Juan Hurtado. La boda, discreta por tratarse de una novia viuda y por las tormentosas circunstancias que habían llevado a su conclusión, se celebró en Guadalajara en 1593. La pareja pasó a residir en el palacio ducal, aunque en habitaciones separadas.

Convertido en conde de Saldaña, Juan Hurtado accedió a un puesto relevante en la política de la casa del Infantado, dado que la salud de su suegro el duque empeoraba y en el horizonte se avizoraba que la inminente muerte de Felipe II iba a implicar una profunda transformación de las relaciones de la Corona con la aristocracia. En 1598, el acceso al trono de Felipe III y el comienzo de la privanza de Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia y duque de Lerma, generó una dinámica del poder de la que no iban a ser capaces de sustraerse casas que, como la del Infantado, llevaban tiempo alejadas de la vida cortesana.

El V duque del Infantado, Íñigo López de Mendoza, no tuvo más remedio que incorporarse a los nuevos ritmos de las relaciones políticas si deseaba conservar el prestigio de su casa y sanear su hacienda, y en este proceso resultó de gran ayuda la presencia de su yerno Juan Hurtado. Sandoval traía consigo una concepción del poder en la que aspiraba a actuar de intermediario entre el Monarca y la aristocracia gracias al control de la distribución de la gracia real, lo cual le permitiría ejercer el papel de gran patrón de los linajes. De ahí que una de sus principales líneas de actuación consistiese en atraerse por todos los medios, incluso forzar, a los grandes. En enero de 1599, cuatro meses después de iniciarse el reinado, Infantado recibió el nombramiento de consejero de Estado, gesto con el que Lerma pensaba atraerle a una red de intereses que con gran velocidad estaba tratando de tejer. Poco después, el viejo duque, acompañado de los condes de Saldaña, se unió al séquito organizado por Lerma a sus señoríos del reino de Valencia para la boda de Felipe III con Margarita de Austria. Con esta jornada el favorito quería marcar un nuevo estilo cortesano, caracterizado por una competencia en la ostentación y en la exhibición que requería el concurso de la aristocracia.

Los Mendoza participaron activamente en los festejos y adoptaron los gestos de grandeza y ostentación que demandaba la vida cortesana impuesta por Lerma.

Como parte primordial de su estrategia, el privado necesitaba estrechar sus lazos con las grandes casas o, como expresó el embajador veneciano O. Bon, poner “la raíz de su grandeza en los terrenos más fértiles de toda España”. Es decir, Sandoval se aprestaba a emparentar con los linajes más ricos y prestigiosos usando a sus hijos para las alianzas matrimoniales. Sin ser nueva esta estrategia nobiliaria, la manera de negociar las capitulaciones adoptada por Lerma, entre ofrecimientos tentadores y fuertes presiones, revelaba un estilo inédito, como iba a tener ocasión de comprobarse en los tratos que emprendió para conseguir que su segundo hijo, Diego, obtuviese la mano de Luisa, la nieta mayor del duque del Infantado, hija del primer matrimonio de la condesa de Saldaña. En mayo de 1601, durante una cacería organizada para Felipe III por Lerma e Infantado en Buitrago, señorío mendocino, tuvieron lugar las conversaciones, a las que asistió Juan Hurtado.

Lerma prometió la resolución a favor del Infantado de los pleitos que en ese momento pendían de los tribunales, uno de ellos acerca de la posesión de varios señoríos en Cantabria, cuya jurisdicción le reclamaba la Corona. Pero no fructificó el acuerdo, lo que provocó que Lerma girase entonces hacia el linaje de la Cerda, proponiendo al duque de Medinaceli gobernar Sicilia si aceptaba la boda de su hija y sucesora con Diego Gómez de Sandoval. Por parte de los Mendoza, las conversaciones quedaron interrumpidas por la muerte del V duque del Infantado pocos meses después, por lo que la cuestión del matrimonio de Luisa de Mendoza, o lo que es lo mismo, el futuro de la casa del Infantado, quedó en manos de los VI duques, Ana de Mendoza y Juan Hurtado.

Como era previsible, no todos los Mendoza aceptaron la sucesión del mayorazgo en una mujer, y fue un sobrino del difunto duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, hijo de Álvaro de Mendoza y Aragón, nieto del I marqués del Cenete, quien incoó pleito de tenuta al interpretar en su favor la escritura de fundación de la vinculación patrimonial que databa de 1380. Este conflicto legal permitió a Lerma arreciar en sus presiones para obtener el deseado enlace entre Luisa de Mendoza, ahora condesa de Saldaña como heredera del Infantado, y su hijo Diego Gómez. El privado aumentó su oferta anterior, asegurando al duque Juan Hurtado un puesto de gentilhombre de cámara y una plaza de consejero de Estado, junto con una sustanciosa dote y otras condiciones económicas a las que se uniría, naturalmente, el fenecimiento del pleito por la posesión del ducado. No aceptaron en seguida los duques, sino que se resistieron durante algún tiempo, pero en agosto de 1603 dieron su consentimiento a la alianza con los Sandoval. Lerma, urgido por cerrar el acuerdo, insistió en que la unión se celebrase en un breve plazo, por lo cual ocho días después de la firma de las capitulaciones, tuvo lugar la boda. La inserción de los Mendoza en la clientela de Lerma se completó con el reparto de mercedes entre el IV marqués de Mondéjar y los demás hermanos del duque consorte del Infantado, así como se reforzaron los lazos con la boda de un hijo de Pedro Franqueza con una hermana del conde de Coruña. La entrada de los Mendoza, con los Infantado a la cabeza, en el sistema político-cortesano de los Sandoval, trajo algunos cambios importantes, como fue el traslado a Valladolid durante los cuatro años de estancia de la corte en esa ciudad castellana y en 1605 a Madrid, con el consiguiente abandono del palacio de Guadalajara, que había sido durante más de un siglo la residencia permanente de los duques. En este cambio también debió de influir el evidente retroceso de los Mendoza en el poder de la ciudad alcarreña, tras décadas de lucha por el control del gobierno municipal. En Madrid los duques se instalaron en unas casas que la familia tenía cerca de la iglesia de San Andrés, a las que añadieron otras contiguas mediante compra y alquiler.

Aparte de potenciar su posición en la corte y en la política, el duque del Infantado sacó notable rendimiento de su cercanía a Lerma en el frente que los Mendoza tenían tiempo atrás abierto por la recuperación de sus posiciones en el Ayuntamiento de Guadalajara. Por diversas reales cédulas emitidas entre 1608 y 1609, Infantado recibió autorización para que los tenedores en su nombre de la alcaldía de padrones y alcaidía de la fortaleza tuvieran voz y voto en el Ayuntamiento y se le concedió por juro de heredad al VI duque del Infantado el oficio de alférez mayor, con autorización para nombrar teniente. Con todo ello, la segunda década del siglo XVII contempló el máximo de poder jurisdiccional de los Infantado en la ciudad alcarreña, tras mantenerse a la defensiva durante décadas. La alianza de los Mendoza con los Sandoval se reforzó con la promesa de futuro que representó el alumbramiento en Madrid del primer hijo varón de los condes de Saldaña, Luisa y Diego, el 3 de abril de 1614. Lerma, abuelo del niño, subrayó cuanto pudo el acontecimiento, al conseguir que Felipe III y la infanta María Ana apadrinaran al niño ante toda la corte en la iglesia de San Andrés. Si bien actos como éste dejaban patente que los Mendoza del Infantado estaban unidos a los Sandoval, lo cierto es que el duque del Infantado se ganó en el ejercicio de su función de consejero de Estado fama de persona recta e independiente, juiciosa y prudente, pues no parece que actuara como una mera correa de transmisión de las órdenes de Lerma. Al menos ésa era la opinión que expresaba, en 1605, el embajador veneciano Contarini, que estimaba a Juan Hurtado, un consejero cuya voz se escuchaba con atención por su buen criterio. Precisamente 1614, el año del nacimiento de Rodrigo de Sandoval y Mendoza, marcó el inicio del resquebrajamiento del bloque de poder de los Sandoval, un proceso que en 1618 provocó el alejamiento del duque de Lerma, entonces ya cardenal, y el relevo en la jefatura de la clientela a favor de su hijo primogénito, duque de Uceda. En realidad, no se trató sólo de la sustitución en el liderazgo y en la privanza, pues la posición de Uceda nunca llegó a emular la solidez de la que había disfrutado su padre en los mejores momentos. De hecho, se abría para la Monarquía una incierta fase política, evidenciada por la distancia que muchos de los clientes y las hechuras de Lerma marcaban con su sucesor. Infantado fue uno de ellos, al poner en juego esa prudencia que se le reconocía para empezar una progresiva separación del régimen de los Sandoval.

Es difícil determinar si con ese alejamiento Juan Hurtado calculó un simultáneo acercamiento al emergente partido de los Zúñiga-Sandoval, pero lo cierto es que, por ejemplo, en el caso del virrey Osuna, dejó claro, como otros grandes, que ya no entendía que el futuro de la Monarquía y el de su familia pasasen por el respaldo al duque de Uceda y a los Sandoval.

En 1621, al comenzar el reinado de Felipe IV, Infantado había cortado todo lazo político con los Sandoval y en el Consejo de Estado se conducía en plena sintonía con Baltasar de Zúñiga. En el momento del relevo de cargos palatinos, Juan Hurtado recibió el oficio de caballerizo mayor, que hasta ese momento había estado en poder del conde de Saldaña. En 1622 pasó a desempeñar la mayordomía mayor, antes disfrutada por Uceda, mientras que Olivares ocupaba la caballeriza mayor. Estos movimientos en los puestos palaciegos se orientaban a privar a los Sandoval de sus posiciones en la corte, al mismo tiempo que se desmantelaban sus apoyos nobiliarios, incluso los de sus parientes, como era el caso del Infantado. Juan Hurtado estuvo en el centro de los acontecimientos, atento a beneficiarse de las oportunidades que el cambio de régimen prometía a quienes estuvieran dispuestos a cambiar su adscripción. Pero en 1624 dos sucesos volvieron a colocar al linaje en una posición delicada, pues murió el duque y poco después falleció también Luisa, la condesa de Saldaña. Ana de Mendoza siguió rigiendo los destinos de la casa ducal hasta su muerte en 1633, aunque tras el fallecimiento de su marido renunció al título ducal en favor de su nieto mayor, Rodrigo Díaz de Vivar Mendoza y Sandoval, que con diez años se convirtió en VII duque.

Juan Hurtado de Mendoza fue padre de dos hijas.

La mayor, Mariana, fue prometida a los doce años de edad a Fernando Álvarez de Toledo, duque de Huéscar, condestable de Navarra y conde de Lerín, heredero del ducado de Alba, pero el matrimonio no llegó a materializarse por muerte de la novia. Ana, la segunda hija, casó con su primo Francisco López de Zúñiga y Sotomayor, marqués de Gibraleón y conde de Belalcázar, que heredó a la muerte de su padre el ducado de Béjar. La boda se celebró en 1616 y la pareja tuvo cinco hijos y dos hijas.

 

Bibl.: C. Arteaga y Falguera, La casa del Infantado, cabeza de los Mendoza, Madrid, Imprenta C. Bermejo, 1940, 2 vols.; F. Layna Serrano, Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid, Aldus, 1942, 4 vols.; F. Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía española (1521-1812), Madrid, Consejo de Estado, 1984; J. M. Muñoz Jiménez, La arquitectura del manierismo en Guadalajara, Guadalajara, Diputación Provincial, 1987; M. T. Fernández Madrid, El mecenazgo de los Mendoza en Guadalajara, Guadalajara, Diputación Provincial, 1991; A. Carrasco Martínez, El régimen señorial en la Castilla Moderna: las tierras de la casa del Infantado en los siglos XVII y XVIII, Madrid, Editorial Complutense, 1991; Control y responsabilidad en la administración señorial: los juicios de residencia en las tierras del Infantado(1650-1788), Valladolid, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 1991; “Alcabalas y renta señorial en Castilla: los ingresos fiscales de la casa del Infantado”, en Cuadernos de Historia Moderna (CHM), 12 (1991), págs. 111-122; P. L. Lorenzo Cadarso y J. L. Gómez Urdáñez, “Los enfrentamientos entre el patriciado urbano y la aristocracia señorial: Guadalajara y los duques del Infantado (ss. XV-XVII)”, en Norba, 13 (1993), págs. 127-155; M. Rubio Fuentes, “Los duques del Infantado y la ciudad de Guadalajara en el siglo XVII”, en VV. AA., Actas del IV Encuentro de Historiadores del Valle del Henares (Alcalá de Henares, noviembre de 1994), Alcalá de Henares, Institución de Estudios Complutenses, 1994, págs. 219-226; P. L. Lorenzo Cadarso, Los conflictos populares en Castilla (siglos XVI-XVII), Madrid, 1996; A. Carrasco Martínez, “Guadalajara, corte de los Mendoza en la segunda mitad del siglo XVI”, en Felipe II y las artes, Madrid, Universidad Complutense, 2000, págs. 57-69; “Los Mendoza y lo sagrado. Piedad y símbolo religioso en la cultura nobiliaria”, en CHM, 25 (2000), págs. 233-269; “Guadalajara dentro del sistema de poder de los Mendoza durante el reinado de Felipe II”, en E. Martínez Ruiz (ed.), Madrid, Felipe II y las ciudades de la Monarquía, vol. I, Madrid, Actas, 2000, págs. 309-329.

 

Adolfo Carrasco Martínez

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