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Baltasar de Zúñiga y Velasco

Biografía

Zúñiga y Velasco, Baltasar de. Orense, c. 1561 – Madrid, 7.X.1622. Diplomático, consejero de Estado y ministro principal de Felipe IV.

Fue el hijo menor del IV conde de Monterrey, Jerónimo de Zúñiga y Fonseca, y de Inés de Velasco. Su orden en el nacimiento y las conexiones de su familia con otros linajes aristocráticos contribuyeron a su formación. En su juventud estuvo en Roma, donde vivía su hermana María Pimentel de Fonseca, casada con Enrique de Guzmán, quien le inició en las artes de la diplomacia.

La vida de Baltasar de Zúñiga conoció tres reinados, pues nació gobernando Felipe II, luego su madurez profesional coincidió con el reinado de Felipe III, pero no fue hasta Felipe IV cuando alcanzó la dirección del gobierno. Formó parte de una generación de oficiales reales que ponían especial énfasis en la organización, la disciplina, la autoridad y la capacidad personal. Cualidades todas ellas que Zúñiga creía necesarias para representar en Europa el prestigio que anhelaban recuperar para la Monarquía española.

Cuando regresó de Roma a Madrid entró al servicio de Felipe II como embajador en la Corte de los archiduques Alberto e Isabel en Bruselas. En 1599, Felipe III no tuvo inconveniente en reconocerle sus méritos acreditándole como embajador extraordinario de España ante la reina de Inglaterra.

Precisamente su discreción y competencia fueron decisivas para que en 1603 el conde de Miranda, presidente del Consejo de Castilla, le propusiera para ocupar la embajada de París, a pesar de que su nombre no se encontraba inicialmente entre los candidatos. Francia mostraba gran empeño, por vecindad y por negocio, en introducirse en el comercio que mantenían España y Flandes, para lo que había abierto dos líneas de actuación, una interna sosteniendo a los rebeldes flamencos, otra externa apoyando a los holandeses, con lo que establecía una pinza que rodeaba los territorios flamencos, por todo lo cual la Embajada en París era de importancia radical si se quería tener informado a Felipe III con rapidez y exactitud y, a la vez, adentrarse en un escenario de discursos turbulentos, por ello nadie mejor que Zúñiga, anterior embajador en Flandes, para enfrentarse a una responsabilidad de tan difícil plasmación.

Desde París, Zúñiga informaba con delicadeza y persistencia, al mismo tiempo, de cuantas actuaciones protagonizaba en la corte francesa, sabedor de que gozaba de la confianza de Felipe III y de que no podía defraudarla, en un momento en que los intereses de la corona española se situaban de inmediato frente a Francia, cargada de preocupaciones antagónicas y que trataba, al mismo tiempo, de establecer su propia red de intereses, en especial con Flandes y con el Imperio.

Su exigente dedicación profesional no le impidió atender a los asuntos familiares. En 1606 fallecía su hermano Gaspar de Zúñiga y Acevedo, V conde de Monterrey y virrey del Perú, por lo que solicitó una licencia al Rey para representar los intereses de su casa en el litigio que sostenía con el conde de Lemos. Por edad y experiencia era el llamado a introducir a sus sobrinos en la Corte y actuar como mediador en los futuros compromisos matrimoniales. A este propósito responde la doble alianza matrimonial que estableció entre sus respectivos sobrinos. En 1607 se formalizaba la primera parte del compromiso mediante el matrimonio de su sobrina Inés de Zúñiga y Velasco, hija de su hermano Gaspar, y el conde de Olivares, hijo de su hermana Inés. Un año más tarde se reafirmaba el pacto con una segunda boda, Leonor de Guzmán, hermana de Olivares, contraía matrimonio con Manuel de Acevedo y Zúñiga, VI conde de Monterrey.

Mientras tanto, Baltasar de Zúñiga, fue nombrado embajador en Praga ante el Emperador, para entonces conocía muy bien el oficio de diplomático, que había practicado en dos de las delegaciones más relevantes en Europa, Flandes y Francia, donde había aprendido a realizarlo convenientemente, por lo que contaba con una experiencia contrastada que supo aplicar con certeza. En Praga perseguía cumplir con dos objetivos directrices, que venían de atrás, pero que ahora se volvían inmediatos y urgentes: el primero mantener la unidad del catolicismo, y el segundo, conservar el imperio dentro de la Casa de Austria. Se trataba, en todo caso, de dos fines que en muchas ocasiones fusionaban sus propuestas, y cuya plasmación fue siempre compleja.

Para asegurarse alcanzar el primer objetivo, por una parte, estuvo muy atento a los movimientos de las ligas formadas por los príncipes protestantes tanto en Holanda como en Alemania, siguiendo de cerca los pasos que se iban dando para formar las juntas, cuya expansión quiso detener mediante el uso de la diplomacia, o acudiendo incluso al empleo de la fuerza. De otra, se fijaba en cómo el nuevo emperador, Matías, mostraba su ánimo en las cuestiones religiosas, del que son buena muestra las copias que enviaba con las cartas de los obispos, donde se quejaban de las continuas concesiones hechas por el emperador Matías a los protestantes, o su petición de fundar una residencia de jesuitas en Hamburgo para apoyar a los católicos que vivían allí, así como su solicitud de intervención real para mantener la buena vecindad, o incluso su propuesta para socorrer al rey de Hungría a fin de que no cayese en brazos de los herejes, por sus apuros económicos. De todo ello, puntual y detalladamente, remitía informes a España, en los que se muestra su convencimiento de que todas las miradas se dirigían al rey de España, esperando se interesase vivamente por las cuestiones de religión y no dejase salir a los protestantes con su intento.

Para cumplir con el segundo objetivo tenía que enfrentarse a muchos afanes interpuestos, en el camino volvía a encontrarse con la mirada francesa puesta en entrar en el Imperio para participar en la elección de su rey como Rey de Romanos, o al menos sacar el imperio de la casa de Austria. Lógicamente, la actuación de Zúñiga se situaba en el extremo opuesto de ese eje, pues se proponía conservar el imperio dentro de la Casa de Austria.

En el verano de 1617 Zúñiga volvió a Madrid para ocupar su plaza en el Consejo de Estado, reencontrándose con antiguos colegas, militares y diplomáticos, que habían sido recompensados por sus servicios a la Monarquía y que centraban sus debates en los problemas de política exterior. La influencia de Zúñiga en la Corte aumentó en cuanto se confirmó la veracidad de sus pronósticos para Centroeuropa, dentro de un contexto de creciente contestación a la corrupción del régimen de Felipe III y del comienzo de una ofensiva ideológica que en principio apuntaba a reforzar la idea de que el rey de España era el debelador del orden europeo, pero que de hecho acabó definiéndose como un proyecto de reforma. A la crisis política le correspondía un viraje radical y el instrumento de que se serviría Zúñiga para conseguirlo se sustentaba en el planteamiento de un nuevo enfoque de la política internacional.

Por entonces, nadie podía vaticinar que la sucesión a la Corona estuviese tan próxima, de ahí que las intervenciones de Zúñiga en el Consejo se centraran en resaltar las cualidades de un modelo de alto servidor público al que se le debía exigir profesionalidad y experiencia gubernamental. Precisamente, en torno a estos rasgos, se situaban la causa y el efecto del discurso principal de las peticiones, memoriales y arbitrios que proponían la implantación del nuevo proyecto de reestructuración del sistema gubernamental. Quien mejor podía servir al rey era un noble, pero un noble cualificado y esta era la condición que venía a demostrar y a cubrir Baltasar de Zúñiga, con la confianza de quien se reconocía como un buen profesional. Esta seguridad en sus gestiones venía de atrás, pues siendo embajador en Praga, el Consejo ya le había agradecido oficialmente, dentro de los informes que emitía a las propuestas hechas por Zúñiga desde Alemania, sus recomendaciones e intervenciones. La misma opinión le habían merecido al Consejo las actuaciones de Zúñiga, un año antes, cuando le respaldó su buena dirección en los asuntos que le competían, llevados con prudencia y celo, y alcanzando siempre los acuerdos más convenientes. Sus intervenciones en el Consejo le permitieron demostrar muy pronto cómo en sus años de gestiones exteriores había adquirido grandes habilidades en cuanto servidor del estado, lo que le hacía especialmente competente en relaciones internacionales y en el conocimiento profundo de la situación externa, e incluso en las sutilezas protocolarias, de manera que su proyección al puesto de mayor responsabilidad estaba bien cimentada.

La actitud de Zúñiga pretendía, muy sutilmente, infundir nuevas fórmulas a la gestión del poder del Estado haciendo gala de su pericia profesional y de sus conocimientos. Se buscaba que el rey recibiera ayuda, la más eficaz y rápida, y lo mejor era restringir las consultas a un número limitado de individuos, elegidos por el Rey y en los que depositaba su confianza. Las teorías que reivindicaban la figura del valido o privado habían sido ideadas para legitimar la independencia de los consejeros y otros miembros de las instituciones reales. Exigencias doctrinales que Zúñiga aceptó durante los primeros meses de consejero hasta hacerse indispensable en cualquier debate que afectase al escenario centroeuropeo. Sin embargo, su aspiración principal no se situaba en convencer a sus compañeros de la oportunidad de sus propuestas, su máxima preocupación era estar presente en cualquier debate de interés para el rey acaparando los asuntos importantes e impidiendo que éstos pasasen a otros. El resto de consejeros se sentían formalmente obligados a consultarle y mientras tanto, él intervenía directamente en el gobierno y definía su papel de mediador entre el Monarca y los Consejos.

El verano de 1619 fue determinante para que Zúñiga se consolidara como consejero dominante en la estima del Rey. Por entonces, en el Consejo se contrastaban opiniones y pareceres sobre la extinción de la tregua en Holanda, a la vez que se atendían particularmente los intereses del Reino de Portugal. La intromisión de barcos holandeses en las posesiones portuguesas, mientras duró la tregua, constituía una preocupación más para el gobierno de Madrid, no sólo por las pérdidas económicas en sí, sino también por las consecuencias que pudiera tener en las delicadas relaciones de Castilla con Portugal. Este era un argumento más para que el propio Felipe III determinara hacer una visita a Lisboa.

El 22 de abril de 1619, durante la primera jornada del viaje, el Rey le mostró su gratitud nombrándole comendador mayor de la Orden de León y ayo del príncipe. La situación fue inmediatamente aprovechada por Zúñiga, a quien no se le escapó un hecho tan relevante como era la presencia en la comitiva real de distinguidos miembros de la aristocracia portuguesa fieles a la Monarquía. En medio de un clima de opinión favorable a las reformas, no es de extrañar que Zúñiga procurara el apoyo del grupo que lideraba el portugués Manuel de Moura. Mediante esta relación, no sólo se congraciaba con el Consejo de Portugal, sino que establecía colaboradores de su ámbito familiar, tanto en Madrid como en Portugal.

Sin embargo, las conexiones que Zúñiga procuraba con otros grupos influyentes de la Corte tuvieron que reconducirse ante la enfermedad del monarca. A su regreso de Lisboa cambiaron los protagonistas de su estrategia, pues para entonces era su sobrino, Gaspar de Guzmán quien contaba con el afecto y la confianza del príncipe. A partir de ese momento, tío y sobrino colaboraron muy estrechamente para asegurarse que, en el momento de la sucesión al Trono, el príncipe impondría su candidato a primer ministro de la Monarquía.  En efecto, el 21 de marzo de 1621, cuando Felipe IV accedió al Trono encargó a Baltasar de Zúñiga la dirección de su gobierno. Con su nombramiento se dio comienzo a un período singular para el valimiento, régimen que, sin ser novedoso, incorporó cambios propiciados por la actitud del propio valido hacia el Rey y hacia el resto de los órganos centrales en la administración del gobierno.

Se empeñó Zúñiga en deshacerse de la característica más criticada del privado tradicional y rechazó participar en la distribución de mercedes, dejándolas al Rey y a su sobrino. De antemano, Zúñiga y Olivares se habían repartido las diversas obligaciones, de manera que formaban una combinación perfecta. Este asistía al Rey en las audiencias y en el servicio personal, mientras aquel se dedicaba en exclusiva a las tareas de gobierno y a la formación de sus jóvenes familiares. Por fin se conseguía una clara diferenciación entre el servicio personal del Rey y el oficio de principal consejero en asuntos de gobierno. Esta combinación fue posible gracias a la relación familiar que existía entre ellos, que ofrecía la ventaja añadida de contar con miembros del clan familiar para desempeñar los servicios en coincidencia de intereses y sobre todo, con el objetivo común de llevar a cabo las reformas necesarias para establecer nuevas prácticas en el ejercicio del poder real. Así, distribuidas las funciones con toda armonía, se puede entender que la imagen de Zúñiga fuera la de un oficial inserto en el gobierno de la Monarquía, cuya labor se centraba en la intervención política, y en la distribución de papeles hacia los oficiales u órganos correspondientes. Con él se dio una dicotomía entre la aristocracia y la pericia profesional, circunstancia que se interrumpió con su muerte e impidió que esta innovación se perpetuara.

En el proyecto de Zúñiga no había sido previsto un dato, su repentina muerte en Madrid el día 7 de octubre de 1622, fecha en la que se dio por finalizada la experiencia política de reducir las competencias del valido concretándolas a las funciones-político administrativas de consejero principal del Rey. Su sucesor, el conde de Olivares, ya no contó con una persona que sustituyera a Zúñiga o que contase con la confianza del Rey. El éxito de esta especialización exigía la plena confianza entre las personas que ocupasen ambos cargos e incluso la conveniencia de una marcada diferencia de edad entre ambos, como ocurrió entre tío y sobrino.

Respecto a su vida personal, hay que resaltar el hecho de que, en 1612, Baltasar de Zúñiga solicitara licencia al Rey para contraer matrimonio con Ottilie Claérhout, de origen belga. A pesar de su avanzada edad, tuvo en 1621 un hijo varón que murió en 1625. Sus dos hijas, Isabel e Inés de Zúñiga, quedaron al servicio de la Reina. J. H. Elliott en su obra El Conde Duque de Olivares incluye un retrato de Baltasar de Zúñiga, localizado en el castillo de Nelahozeves, al sudoeste de Melník, República Checa.

 

Obras de ~: Compendio de advertimientos que hizo d. Baltasar de Zúñiga para el Conde de Olivares su sobrino, quando entro a servir el puesto de primer Ministro de Phelipe quarto, el Grande Rey de España, c. 1621, Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 12633: 235 (inéd).

 

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Carmen Bolaños Mejías

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