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Íñigo López de Mendoza

Biografía

Mendoza, Íñigo López de. Duque del Infantado (V), marqués de Santillana (VI). Guadalajara, 15.III.1536 – 29.VIII.1601. Militar, noble, caballero del Toisón de Oro y Grande de España.

Hijo de Diego Hurtado de Mendoza, conde de Saldaña, heredero de la casa ducal del Infantado, y de María de Mendoza y Fonseca, III marquesa del Cenete.

Con tan sólo dieciséis años, en 1552, casó con Luisa Enríquez de Cabrera, hija de los almirantes de Castilla. Dos años después acompañó a Felipe II a Londres, cuando el Rey casó con su tía María Tudor.

En su inclusión en el séquito real debió de contar la influencia de Ruy Gómez de Silva, entonces en la cumbre de su poder, y que actuaba como gran patrón de la nobleza favoreciendo al linaje Mendoza tras haberse casado con Ana de Mendoza, hija del conde de Mélito. También acudió con su padre a la recepción de Isabel de Valois, que venía a Castilla para convertirse en Guadalajara en la tercera esposa de Felipe II.

En ese mismo año de 1560, al morir su padre al caer del caballo mientras participaba en las justas que festejaban en Toledo la jura de Carlos como príncipe de Asturias, accedió al condado de Saldaña, título reservado a los futuros duques del Infantado. En 1566 heredó el ducado y señoríos de su abuelo, también llamado Íñigo López. A la muerte de su madre tomó posesión del patrimonio de ésta, formado por el marquesado del Cenete, en el que sucedió como IV marqués, en Granada, el condado del Cid en Guadalajara —castillo y comunidad de villa y tierra de Jadraque— y las baronías de Alberique, Ayora y Alazquer en Valencia.

Investido del ducado del Infantado, hubo de hacer frente al debilitamiento del poder de la familia en Guadalajara, donde el anterior duque no había podido evitar una creciente oposición en el seno del gobierno municipal que había contado con el apoyo de Carlos V y Felipe II. Íñigo López se encontró con una sensible reducción de su facción en el regimiento de la ciudad y la pérdida del control de la representación de Guadalajara en las Cortes, pero seguía contando con un fuerte ascendiente entre el grupo de hidalgos y caballeros, gracias a los lazos de sangre y su inserción en las redes clientelares ducales. El V duque del Infantado lanzó una ofensiva legal para recuperar el espacio perdido mientras trataba de fortalecer su liderazgo entre los nobles arriacenses. Por fin, en 1573, logró que el Consejo de Castilla aceptase una compleja fórmula de elección de los procuradores en Cortes que, sin elegirlos a su voluntad, le permitía disfrutar de influencia decisiva en la votación, al menos, de uno de ellos. Al mismo tiempo, inició un proceso de compra de regidurías que perseguía aumentar sus votos en el gobierno guadalajareño. A fines del siglo había conseguido controlar seis plazas, dos más que al comienzo de su ducado, número que se elevó hasta ocho a comienzos del siglo siguiente. En paralelo con estos intentos de recobrar capacidad decisoria en el concejo, política que sólo podía rendir frutos a largo plazo, los abogados del duque intensificaron su actividad en los tribunales con intención de obtener ratificación en la posesión de otros oficios municipales que le permitían intervenir en los asuntos locales y, además, contenían voz y derecho al voto en el ayuntamiento. Es el caso de la alcaldía de padrones, responsable de la lista de exentos y, por tanto, del acceso a la hidalguía, que ofrecía la posibilidad de ejercer control sobre la nobleza local y sobre quienes deseaban acceder al estamento privilegiado.

Lo mismo puede decirse de los oficios militares o de orden público, como la alcaldía de la fortaleza o el alguacilazgo mayor, que le daban opción de disponer, llegado el caso, de medios coactivos. Con la reactivación de la posesión de oficios y la compra de regidurías, Íñigo López de Mendoza logró una sensible mejora de su posición política en Guadalajara.

Los asuntos de Guadalajara y la gestión de su patrimonio, engrandecido respecto del heredado por la incorporación de los señoríos de su madre, ocuparon toda su actividad política, pues, a partir de hacerse cargo del título ducal, Íñigo López apenas volvió a salir de los límites de sus palacios y dominios. Es posible que una cuestión capital de orden interno, como era el problema de la sucesión familiar, también motivara su repliegue. Muertos uno tras otro sus cuatro hijos varones siendo niños, el duque no se decidía a concertar matrimonio para su hija mayor, Ana, por si fuera necesario que ella le heredara en los títulos y mayorazgos. En 1581, en vista de la falta de perspectivas de engendrar un varón, finalmente el duque se inclinó por casarla con su hermano Rodrigo, caballero de Santiago, comendador de los bastimentos de León y gentilhombre de la cámara del Rey. Conseguida la dispensa papal para el enlace entre tío y sobrina, la boda se celebró en el palacio en 1582, con un amplio programa de festejos y asistencia de titulados y caballeros del linaje Mendoza. La ocasión permitió a Íñigo López hacer la gran demostración pública de prestigio de su casa, que se necesitaba en aquellos momentos de futuro incierto y tenaz lucha para recuperar el dominio de Guadalajara. Pero el matrimonio duró poco tiempo, pues Rodrigo de Mendoza falleció en 1588 sin dejar descendencia masculina.

Los asuntos familiares siguieron ocupando su atención en los años posteriores. La boda de su hija Mencía con el V duque de Alba, Antonio Álvarez de Toledo y Beaumont, celebrada en Guadalajara el 23 de julio de 1590, generó un grave incidente con el Rey y con la Iglesia, porque anteriormente el novio se había casado por poderes en Sevilla con Catalina Enríquez de Ribera, hija de los duques de Alcalá, acuerdo gestado por su tío Hernando de Toledo, gran prior de la Orden de San Juan, con autorización de Felipe II. El duque de Alba disolvió su compromiso de palabra, pero no por escrito, y el contrato matrimonial con Catalina Enríquez se celebró legalmente en presencia del asistente de Sevilla. Felipe II trató en último extremo de detener la boda de Alba con Mencía, pero el duque del Infantado y los novios actuaron más deprisa, casándose en Guadalajara. Con ello se produjo un caso de bigamia que irritó al Monarca y a las autoridades eclesiásticas, además de que se trataba de un acto de desobediencia al Rey, con lo que Felipe II puso en marcha la máquina de la justicia. Una semana después de la boda de Alba y Mencía de Mendoza, un alcalde de Casa y Corte fue comisionado a Guadalajara, prendió a Antonio Álvarez de Toledo y lo condujo al castillo de la Mota, recluyó en su palacio al duque del Infantado y los otros Mendoza implicados en el casamiento también fueron confinados en diversos lugares, en particular el almirante de Aragón y marqués viudo de Gudalest, Francisco de Mendoza, hijo del III marqués de Mondéjar, principal muñidor del enlace considerado ilegal. Se abrió proceso canónico por orden real, en el que las partes concitaron sus apoyos en la corte.

Del lado de los duques de Alcalá estaban Cristóbal de Moura y el cardenal Ribera de Valencia; intercedieron por los Infantado-Alba el conde de Chinchón y la marquesa de Montesclaros. En 1593 la sentencia eclesiástica anulaba el matrimonio por poderes y declaraba válido el celebrado en Guadalajara, por lo que se levantaron los confinamientos y pudieron reunirse el duque de Alba y Mencía. Felipe II restableció sus relaciones con el duque del Infantado, concediéndole ese año el Collar de la Orden del Toisón de Oro, que habían ostentado sus antepasados.

Pero para Íñigo López de Mendoza el principal problema de su política matrimonial seguía radicando en buscar los medios para asegurar la sucesión masculina de su casa. Tras la muerte de su hermano, casado con la condesa de Saldaña, optó por una estrategia distinta, consistente en buscar un miembro de una rama lateral del linaje, pero se encontró con la firme resistencia a volver a casarse de su hija Ana, más interesada en entrar en religión que en atender los deberes de su condición de heredera de la casa ducal. Empezó un pulso entre la voluntad paterna y la vocación de la hija, una pugna en la que se contraponía la obediencia al jefe de la familia a la vocación personal. Mientras, el duque del Infantado encontró su candidato perfecto en Juan Hurtado de Mendoza, séptimo hijo del marqués de Mondéjar. El elegido reunía diversas características para ser estimado un buen partido y solucionar los problemas de futuro que podían surgir cuando muriese el V duque del Infantado. En primer lugar, era un Mendoza, de una línea lateral, pero no excesivamente alejada del tronco principal, pues su casa provenía de uno de los hijos del cardenal Mendoza, hermano del I duque del Infantado. Por otro lado, dado que se trataba del séptimo descendiente de Mondéjar, era remoto que heredara tal título y con ello desviara la varonía de la casa ducal hacia la suya.

Además, los marqueses de Mondéjar habían llevado un brillante currículo al servicio de Carlos V y Felipe II, desempeñando puestos militares, diplomáticos y de gobierno tanto en Castilla como fuera de la Península. De hecho, Juan Hurtado había acompañado al marqués, su padre, en la embajada de Roma y los virreinatos de Valencia y Nápoles, con lo cual estaba formado y tenía experiencia política y cortesana.

También había cursado estudios de Derecho, conocimientos que ya había puesto al servicio de los Infantado con motivo del incidente del matrimonio de Mencía de Mendoza con el duque de Alba. Es muy posible que ello pesase en la decisión adoptada por el duque, puesto que la experiencia hacía prever problemas legales con otros parientes si, como era previsible, el mayorazgo quedaba en poder de una mujer; debió de pensar Íñigo López que la integridad de su patrimonio estaría mejor protegida con un yerno con conocimientos legales. Por fin, la boda se celebró en Guadalajara en 1593, después de que Íñigo López doblegase la renuencia de su hija.

En 1598, la muerte de Felipe II implicó, no sólo el comienzo de un nuevo reinado, sino también la inauguración de un cambio político de gran calado debido a la privanza del marqués de Denia, pronto duque de Lerma. Arrancó entonces una dinámica del poder que iba a condicionar mucho el comportamiento de la aristocracia, incluso de aquellos Grandes que, como el duque del Infantado, se mostraban más alejados de la vida de la corte. La transformación hubo de afrontarla un Íñigo López ya sesentón, aquejado de la gota que había torturado a sus antepasados, pero que no tenía más remedio que incorporarse a los nuevos ritmos de la política si deseaba mantener el prestigio y la riqueza de su casa. Francisco Gómez de Sandoval traía consigo una concepción del poder en la que él aspiraba a actuar de intermediario entre el Monarca y la aristocracia gracias al control de la distribución de la gracia real, lo cual le permitiría ejercer el papel de gran patrón de los linajes. De ahí que una de sus principales líneas de actuación consistiese en atraerse por todos los medios a los grandes. En enero de 1599, cuatro meses después de iniciarse el reinado de Felipe III, Infantado recibió el nombramiento de consejero de Estado, gesto con el que Lerma pensaba atraerle a una red de intereses que con gran velocidad estaba tratando de tejer. Es más, contraviniendo los hábitos que había practicado durante décadas, Íñigo López se unió a duras penas, físicamente impedido, al séquito que organizó Lerma a sus señoríos del reino de Valencia para la boda de Felipe III con Margarita de Austria, en abril de 1599.

Con esta jornada el favorito quería marcar un nuevo estilo cortesano, caracterizado por una competencia en la ostentación y en la exhibición que requería el concurso de la aristocracia. Infantado se hizo acompañar de los condes de Saldaña y participó activamente en las fiestas, aunque su estado de salud le dificultaba moverse y los gestos de grandeza que hubo de adoptar le ocasionaron cuantiosos gastos.

El viaje de la Corte a Valencia no fue más que el acto de apertura del modelo de poder que quería imponer Lerma. Sandoval quería monopolizar los mecanismos de remuneración de los servicios y modificar los criterios del patronazgo con objeto de crear una única facción nobiliario-cortesana bajo su liderazgo, y para ello necesitaba poner “la raíz de su grandeza en los terrenos más fértiles de toda España”, según frase de O. Bon, embajador veneciano en España. Es decir, su política requería emparentar con las casas más ricas y prestigiosas usando a hijos y parientes en alianzas matrimoniales.

No obstante de ser esta estrategia frecuente en los medios nobiliarios, la manera de negociar las capitulaciones elegida por Lerma, entre ofrecimientos tentadores y fuertes presiones, denotaba un nuevo estilo, como iba a tener ocasión de comprobarse en los tratos que emprendió para conseguir que su segundo hijo, Diego, obtuviese la mano de Luisa, la nieta mayor del duque del Infantado. De una manera directa prometió a Infantado la resolución a su favor de los pleitos que en ese momento pendían de los tribunales, uno de ellos acerca de la posesión de varios señoríos en Cantabria, cuya jurisdicción le reclamaba la Corona. La negociación tuvo lugar en mayo de 1601 en Buitrago, señorío del Infantado, durante unas jornadas de caza organizadas para Felipe III por Infantado y Lerma. No fructificó el acuerdo, lo que provocó que Lerma girase entonces hacia el linaje de la Cerda, proponiendo al duque de Medinaceli gobernar Sicilia si aceptaba la boda de su hija y sucesora con Diego Gómez de Sandoval. Para los Mendoza, las conversaciones quedaron suspendidas por la muerte del V duque del Infantado pocos meses después, por lo que la cuestión del matrimonio de Luisa, o lo que es lo mismo, el futuro de la casa, quedó en manos de la heredera de los títulos y señoríos, Ana de Mendoza y su marido Juan Hurtado.

Íñigo López de Mendoza acometió, desde 1569, una profunda reforma del palacio de Guadalajara con objeto de sanear las partes deterioradas y ampliar los espacios interiores. Aprovechando la gran altura del piso bajo se obtuvo una entreplanta, lo cual obligó a elevar el suelo del patio y modificar la arcada inferior mediante la sustitución de las columnas torneadas por otras dóricas de fuste más corto. En la fachada principal se abrieron dos hileras de ventanas para dar luz a las nuevas salas y, para acceder a ellas y al patio, se amplió el zaguán y se construyó una escalera. En las habitaciones se instalaron chimeneas de mármol labradas por artistas milaneses y genoveses, se restauraron mocárabes y artesonados y se volvió a dorar frisos y molduras. Pero la iniciativa ornamental de más calado consistió en el amplio programa de pintura al fresco, para las paredes y los techos de las habitaciones nuevas, encargado al florentino Romolo Cincinnato, que trabajó en Guadalajara entre 1578 y 1580.

El artista había venido a Castilla en 1567 contratado por Felipe II y había trabajado en el Alcázar madrileño, Valsaín, El Pardo y El Escorial. En las salas de la planta baja y la entreplanta del palacio ducal, Cincinnato y su equipo desarrollaron un programa de temas mitológicos, alegorías del linaje Mendoza y hechos históricos en los que habían tenido protagonismo miembros de la estirpe, junto con grutescos y otros motivos puramente decorativos del gusto manierista.

Contiguo al patio, se diseñó un jardín de inspiración platónica, con fuentes y estatuas traídas de Génova que trataban los mismos temas mitológicos de los frescos de Cincinnato, con lo que se logró un diálogo entre interiores y exteriores en torno a conceptos moralizantes e ideales atribuidos a la casa ducal.

 

Bibl.: C. Arteaga y Falguera, La casa del Infantado, cabeza de los Mendoza, Madrid, Imprenta C. Bermejo, 1940, 2 vols.; F. Layna Serrano, Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos xv y xvi, Madrid, Aldus, 1942, 4 vols.; A. Herrera Casado, “El arte del humanismo mendocino en la Guadalajara del siglo xvi”, en Wad-al-Hayara, 8 (1981), págs. 345- 384; F. Marías, “Los frescos del palacio del Infantado en Guadalajara. Problemas históricos e iconográficos”, en Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 55 (1982), págs. 177-216; C. Mignot, “Le municipio de Guadalajara au xvème siècle. Système administratif et économique (1341-1567)”, en Anuario de Estudios Medievales, 14 (1984), págs. 581-609; J. M. Muñoz Jiménez, La arquitectura del manierismo en Guadalajara, Guadalajara, Diputación Provincial, 1987; A. Herrera Casado, El Palacio del Infantado en Guadalajara, Guadalajara, Aache, 1990; M. T. Fernández Madrid, El mecenazgo de los Mendoza en Guadalajara, Guadalajara, Diputación Provincial, 1991; A. Carrasco Martínez, El régimen señorial en la Castilla Moderna: las tierras de la casa del Infantado en los siglos xvii y xviii, Madrid, Editorial Complutense, 1991; P. L. Lorenzo Cadarso y J. L. Gómez Urdáñez, “Los enfrentamientos entre el patriciado urbano y la aristocracia señorial: Guadalajara y los duques del Infantado (ss. xv-xvii)”, en Norba, 13 (1993), págs. 127-155; P. L. Lorenzo Cadarso, Los conflictos populares en Castilla (siglos xvixvii), Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1996; E. Blázquez Mateos, “La representación de la naturaleza en el Renacimiento español. Del recodo pastoril a las escenografías móviles”, en VV. AA., Jardín y naturaleza en el siglo xvi, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Carlos V y Felipe II, 1998; A. Carrasco Martínez, “Guadalajara, corte de los Mendoza en la segunda mitad del siglo xvi”, en Felipe II y las artes, Madrid, Universidad Complutense, 2000, págs. 57-69; “Los Mendoza y lo sagrado. Piedad y símbolo religioso en la cultura nobiliaria”, en Cuadernos de Historia Moderna, 25 (2000), págs. 233-269; “Guadalajara dentro del sistema de poder de los Mendoza durante el reinado de Felipe II”, en E. Martínez Ruiz (ed.), Madrid, Felipe II y las ciudades de la Monarquía, vol. I, Madrid, Actas, 2000, págs. 309-329; A. de Ceballos y Gila (dir.), La Insigne Orden del Toisón de Oro, Madrid, Palafox & Pezuela, 2000, pág. 303.

 

Adolfo Carrasco Martínez