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Isabel Clara Eugenia

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Biografía

Isabel Clara Eugenia. Valsaín (Segovia), 12.VIII.1566 – Bruselas (Bélgica), 1.XII.1633. Infanta española, soberana de los Países Bajos (1598- 1621) y gobernadora de los Países Bajos (1621- 1633).

Hija de Felipe II y de su tercera esposa, Isabel de Valois, fue la predilecta de su padre y gozó, según el embajador veneciano en Madrid, Matteo Zane, del “amor y la benevolencia entera de toda España” por su ánimo piadoso y religioso, por su virtud y su prudencia, cualidades que, en opinión del diplomático, la hacían merecedora de reinar. En 1569, con apenas tres años, era descrita por el secretario Gabriel de Zayas como “la más graciosa criatura que ha nacido en España, y tiene ya más autoridad que su padre en todo lo que hace”. Aprendió a hablar y a dar sus primeros pasos bajo la tutela de María Enríquez de Toledo, duquesa de Alba y marquesa de Coria, nombrada aya de la infanta en 1567, aunque por poco tiempo, pues renunció al cargo con la llegada de la nueva reina, Ana de Austria, siendo sustituida por María Chacón, marquesa de Sandoval. Su educación, sin embargo, iniciada a una edad temprana, estuvo, como la de sus hermanos, supervisada directamente por el Rey, quien se preocupaba tanto de su bienestar físico como de su aprendizaje, pues le aconsejaba que madrugara e hiciera ejercicio, y la corregía incluso los errores gramaticales que observaba en su correspondencia.

Estudió la gramática de El Brocense a través de un sistema didáctico elaborado por Pedro de Guevara, donde el juego tenía un gran protagonismo, y desde niña sintió una enorme inclinación, que no abandonaría, por la escritura, la lectura —dominaba el francés y el latín—, la música —aprendió a tocar el laúd— y la caza; así como por el coleccionismo de obras de arte y de objetos curiosos, incentivado por Felipe II, y por las representaciones teatrales, desarrollándose en su entorno, por expreso deseo del Monarca, una academia o liceo al estilo de las que tuvieron la reina Isabel y la princesa Juana de Portugal, a cuyas reuniones asistían las principales damas de la nobleza y poetas como Luis Gálvez de Montalvo.

La precaria salud y muerte prematura de sus hermanos varones la convertían automáticamente en la posible heredera del trono, lo que explica su presencia en medallas conmemorativas de la época al lado del Rey y del príncipe Felipe. Por este motivo su padre la mantuvo a su lado hasta el último momento, sin pensar seriamente en casarla, sobre todo después de la muerte de Sebastián de Portugal en la batalla de Alcazarquivir, que truncó las expectativas de un matrimonio deseado fervientemente por la reina portuguesa Catalina de Austria. Su presencia en la Corte adquirirá cada vez mayor importancia, sobre todo tras el fallecimiento, en 1580, de la reina Ana de Austria, cuarta y última esposa de Felipe II, ya que se hacía indispensable para la educación de sus hermanos menores, Diego, fallecido en 1582, María, fallecida en 1583 y, sobre todo, Felipe, el heredero desde 1582 —fue jurado como tal por las Cortes de Castilla en 1584—, pero también para desempeñar tareas de representación real, al menos durante la estancia del Monarca en Portugal. Partícipe de las confidencias y de las alegrías de Felipe II —en 1585 el Monarca irrumpió en plena noche en su cámara para comunicarle la noticia de la capitulación de Amberes a las tropas de Alejandro Farnesio—, en los años finales del reinado le asesorará en la toma de decisiones y será su abnegada acompañante, ocupando, cuando estaban en San Lorenzo de El Escorial, los aposentos llamados de la Reina, situados sobre el altar mayor, en el lado del Evangelio.

Candidata al trono de Francia, a la muerte de su tío Enrique III, a pesar de lo establecido por éste en su testamento y de lo dispuesto en la Ley Sálica, que la excluía de la sucesión, en pugna con Enrique de Borbón, que finalmente fue entronizado, Isabel Clara Eugenia, a la edad de treinta y dos años, y cuando había perdido ya parte de su atractivo físico, al que no contribuía a realzar su atuendo, de “espeso paño negro”, recibió el 6 de mayo de 1598, como soberana los Países Bajos —en 1574 se había pensado en esta solución para atajar la revuelta de las provincias—, junto al archiduque Alberto de Austria, su primo, con quien contrajo matrimonio en Valencia el 18 de abril de 1599, una vez transcurrido el período de luto por la muerte de Felipe II, entrando solemnemente en Bruselas el 5 de septiembre de dicho año, después de atravesar Europa de sur a norte en jornadas festivas, como las que tuvieron lugar durante el viaje por el ducado de Lorena, y en otras de enorme riesgo físico por lo abrupto del camino.

Su estancia en los Países Bajos entre 1599 y 1633, año de su muerte, no fue fácil, pero el conocimiento de los asuntos políticos adquirido de Felipe II contribuyó a superar los graves problemas a los que debió enfrentarse en esos años, interviniendo activamente en las decisiones adoptadas por su esposo, el archiduque, que tampoco carecía de experiencia, puesto que había sido virrey de Portugal. El primero de estos problemas, y el fundamental, fue la injerencia del rey de España en su gobierno, ya que éste se reservaba, en una serie de cláusulas secretas añadidas al “Acta de Cesión” de 1598, la defensa del territorio, la dirección de los asuntos exteriores y la posesión de Amberes, Gante y Cambray, no obstante la “independencia” nominal de los Países Bajos de la Corona española, visible en la supresión, en 1598, del Consejo de Flandes y de Borgoña, que había sido creado una década antes por Felipe II —se restablecerá en 1627—. Felipe III, aunque acató la decisión de su padre y aceptó, por tanto, la entrega de los Países Bajos a su hermana, procuró recuperar estas provincias desde el principio de su reinado, dada su privilegiada situación estratégica. La oferta que se hizo en 1603 al archiduque Alberto de abandonar el gobierno de los Países Bajos a cambio del Franco Condado, rechazado frontalmente por ser “contra su reputación”, o la posibilidad de que Isabel Clara Eugenia pudiera ocupar el trono de Inglaterra a la muerte de la reina Isabel I, como se planteó en Madrid, pretendían, aparte de otras consideraciones políticas, la reversión de los Países Bajos a la Corona española, sobre los cuales se disponía en Madrid de una detallada información a través del secretario de Estado y Guerra, Juan de Mancisidor, y del dominico Íñigo de Brizuela, confesor del archiduque, que actuaron de agentes secretos de Felipe III, y de la correspondencia cruzada entre Isabel Clara Eugenia y el duque de Lerma, valido del Monarca, a quien éste había encargado expresamente las relaciones con Bruselas.

Aunque los archiduques trataron de establecer lazos de amistad con las potencias vecinas, fundamentalmente con Francia y los príncipes alemanes, luego con Inglaterra, sin olvidar Dinamarca y otros estados ribereños del mar Báltico, lo cierto es que su política exterior estuvo dirigida desde Madrid. La decisión de Felipe III de proseguir la contienda militar contra las Provincias Unidas, aprovechando el respiro de la firma de la Paz de Vervins con Francia, colocó a Alberto y a Isabel Clara Eugenia en una delicada posición: la presencia del Ejército español en su territorio, esencial para atacar desde sus bases a los neerlandeses, chocaba frontalmente con su deseo de proteger a sus súbditos de cualquier conflicto bélico y de fomentar la economía de los Países Bajos, muy deteriorada después de treinta años de guerra, con el derrumbe de su industria y de su comercio, así como con la huida de las principales casas de negocios hacia Ámsterdam, tras el saco de Amberes por las tropas de Luis de Requesens.

Tampoco les favoreció la expansión militar y económica de los holandeses.

La ocupación por éstos de Rheinberg y Grave contribuyó a que en Madrid se dudara de la capacidad militar del archiduque Alberto para conservar íntegro el territorio recibido, aún cuando fuera el primero en el combate y le alentara Isabel Clara Eugenia, presente también en el campo de batalla, por lo que se enviaron desde España a los Países Bajos más hombres y dinero y mandos mejor preparados. En 1602 Ambrosio Spínola llegó a Bruselas, con tropas procedentes de Italia, para sumarse a las del archiduque y poner sitio a Ostende. Finalmente, sería conquistado el 22 de septiembre de 1604 cuando en España, bajo los auspicios del duque de Lerma, se trataba de sustituir a Ambrosio Spínola por un general más experimentado, a pesar de que éste contaba con el apoyo incondicional de Isabel Clara Eugenia, descontenta con lo que estaba sucediendo en Madrid, pues además de no ser escuchados los archiduques tampoco eran consultados. Esta situación se puso de manifiesto con la aprobación del proyecto Gauna, un plan que estaba dirigido a obstaculizar la expansión comercial e industrial de las Provincias Unidas mediante la liberalización del comercio de los Países Bajos, estipulaba la obligación de que los cargadores pagaran un 30 por ciento de derechos sobre el valor de las mercancías en las aduanas y una fianza, cantidades que serían devueltas si los géneros eran descargados en un puerto de la Monarquía hispánica. Los resultados fueron muy perjudiciales para los intereses flamencos, pues lo único que propició el plan fue la descarga de las mercancías de Holanda en puertos franceses para conducirlas por tierra hacia España, y la promulgación en París de derechos extraordinarios similares a los decretados en Madrid contra las mercancías procedentes de los Países Bajos.

En el gobierno interior, sin embargo, ejercieron un pleno dominio. El primer paso fue la creación de una Corte propia integrada por un séquito compuesto a partes iguales por españoles y flamencos, en el que se incorporaron individuos que habían estado al servicio de Alejandro Farnesio. Aunque la vida en palacio estuvo regulada por el ceremonial borgoñón, en estos primeros años la Corte adquirió un aire más festivo y brillante que en años precedentes, sobre todo en el período 1609-1621, como lo demuestran las recepciones a los embajadores, las fiestas cortesanas, los bailes, las representaciones de obras teatrales y musicales, las numerosas batidas de caza en los palacios de Tervuren, sede de la Corte, y en Mariemont, lugar de descanso de los archiduques, así como el patronazgo ejercido en el ámbito de las ciencias, las letras y las artes. Promocionaron la lengua y la cultura españolas, alcanzando la escuela de Salamanca una fuerte influencia, lo mismo que la literatura española, desde la mística hasta El Quijote, pasando por el teatro, que gozó de gran predicamento. Asimismo, fomentaron las manifestaciones literarias y filosóficas de sus súbditos, en particular las de los seguidores de Justo Lipsio, quien impartió a los archiduques, en la Universidad de Lovaina, una lección magistral sobre Séneca y los deberes y virtudes del príncipe, y, sobre todo, las artísticas, adquiriendo y encargando cuadros para su colección privada, integrada, además, por objetos procedentes de América y de Asia, o para regalar a sus parientes de España y de Alemania, a los principales pintores flamencos del momento: Pedro Brueghel el Joven, Jan Brueghel de Velours, Dionisio van Alsloot, Pedro Pablo Rubens, que se trasladó a Madrid con misiones diplomáticas, y sus discípulos, Anton van Dick, pintor oficial de Isabel Clara Eugenia entre 1630 y 1632, Jacob Jordaens y el jesuita Daniel Seghers.

Desde el punto de vista administrativo, los archiduques instituyeron un Consejo de Estado en Bruselas, que venía a reemplazar al disuelto Consejo de Flandes con sede en Madrid, y en el que participó la aristocracia local, aunque ésta, siguiendo las pautas establecidas por Felipe II, fue progresivamente desplazada de los puestos principales del gobierno, siendo sustituida por hombres adictos procedentes de la pequeña y mediana nobleza y de la burguesía enriquecida, sobre todo en los parlamentos de las provincias. Por otra parte, y para atraerse a sus súbditos, en 1600 convocaron, por primera y última vez, los Estados Generales, donde se forjó un vínculo clientelar inspirado por Justo Lipsio y basado en un férreo absolutismo combinado con medidas descentralizadoras —reconocimiento de los privilegios de las provincias—, y donde se concedió a los archiduques una ayuda de 3.600.000 florines anuales a cambio de propiciar una política interior que favoreciera los intereses del país. Estas medidas se completaron en 1611 con la promulgación del Edicto Perpetuo, de obligado cumplimiento en el territorio, en el que colaboró el Consejo Privado y una serie de magistrados y juristas altamente cualificados, y que venía a refundir todo el derecho civil y criminal de las provincias.

Paralelamente, emprendieron una política religiosa dirigida a garantizar el predominio del catolicismo, en la que tuvo un destacado protagonismo, como en otras partes de Europa, la Compañía de Jesús, cuya casa central se estableció en Amberes, y otras órdenes religiosas, entre ellas la del Carmen Descalzo, instalada en suelo flamenco en 1614. Para alcanzar su objetivo, los archiduques procedieron al aislamiento de las comunidades protestantes existentes, impidieron la propagación de su doctrina, reconstruyeron las iglesias destruidas por la guerra, fomentaron las vocaciones religiosas y multiplicaron los signos externos de la religiosidad. En este sentido, prodigaron las peregrinaciones a los santuarios de Hal, Montaigu y Laecken, a cuya Virgen encomendó Isabel Clara Eugenia los Países Bajos en 1623; menudearon las fiestas civiles y religiosas, con sus espléndidos desfiles y procesiones, renaciendo el Ommengang que cada domingo antes de Pentecostés salía de la iglesia bruselense de Notre Dame de Sablón, y que ha llegado hasta nuestros días; recobraron el esplendor del Gran Juramento de los Ballesteros, celebrado quince días antes de la Ascensión con fiestas y competiciones de tiro; introdujeron el culto a santa Teresa de Jesús, de la que eran muy devotos; obtuvieron del Pontífice el patrocinio de los Países Bajos sobre la iglesia romana de Santa Croce in Gerusalemme, convertida en 1612 por Pablo V en iglesia titular de San Alberto de Lovaina, lo que les igualaba a otros soberanos europeos; y persiguieron a las brujas y magos, renovando en 1606, 1608 y 1612 las Ordenanzas promulgadas por Felipe II en 1592 e inspiradas por Martín del Río, aunque no emprendieron ninguna “gran demostración” contra los herejes, a pesar de los requerimientos de Felipe III.

El segundo paso importante dado por los nuevos soberanos fue el establecimiento de unas bases económicas sólidas con las que restaurar los Países Bajos y asegurar su futuro. A este efecto, fomentaron la ocupación de tierras abandonadas mediante concesiones gratuitas, la repoblación y mantenimiento de los bosques, muy diezmados a causa de la guerra y esenciales por el aprovechamiento de la madera para la industria y la calefacción, y la conservación de las zonas de pasto para el ganado. Por otro lado, emprendieron una reforma del sistema monetario a fin de dotarle de una mayor estabilidad: por las Ordenanzas de octubre y noviembre de 1599 se crearon nuevas piezas de oro y plata, se consagró el florín como moneda de cuenta y se estableció una normativa para las monedas de cobre, pero en 1612 se acometió una devaluación de las monedas de oro y plata para facilitar los intercambios comerciales. Simultáneamente favorecieron a los gremios, aumentando sus prerrogativas, pero sin menoscabo del control de las actividades económicas por parte del Estado, visible en la concesión de licencias para la explotación de la minería y, sobre todo, en una política mercantilista orientada a impedir tanto la exportación y la importación de ciertos géneros, no sin protestas —contra esta decisión se pronunció el anónimo autor del Discours sur le redressement de la draperie—, como la pesca en sus aguas a potencias extranjeras, lo que repercutirá favorablemente en una reconversión de la industria textil orientada hacia la exportación de artículos de alta calidad. En esta línea intervencionista se incluye también el establecimiento de tasas para controlar los tipos máximos de interés de los créditos, el fomento de las instituciones financieras como los Montes de Piedad —el primero fue fundado en Bruselas en 1618—, y la supresión de la lotería por considerarse una forma ilícita de obtención de capitales. Finalmente, impulsaron el Almirantazgo, formando en 1600 una flota de doce navíos, subvencionada a partes iguales por el Estado y empresarios particulares, para defender el comercio marítimo de sus súbditos y combatir a los holandeses.

A la muerte del archiduque Alberto, acaecida el 13 de julio de 1621, los Países Bajos revirtieron a la Corona española, según se había estipulado en la cesión de Felipe II a Isabel Clara Eugenia y siempre que ésta no hubiera tenido descendencia, como así había sido, aunque seguiría al frente del Gobierno, ahora como representante del rey de España según las órdenes recibidas de Felipe IV por conducto de su embajador Alonso de la Cueva, marqués de Bedmar, y, por consiguiente, con unas atribuciones más limitadas.

Este cambio, comunicado de inmediato a los súbditos, coincidió con las primeras operaciones bélicas de la Guerra de los Treinta Años y con el final de la Tregua de los Doce Años, que había sido firmada en 1609 entre Madrid y La Haya bajo los auspicios de la archiduquesa, partidaria de la paz con los holandeses por razones humanitarias —“no se puede andar cada credo cortando cabezas ni ahorcando”—, económicas, militares y políticas, pues, a su juicio, la guerra, de proseguir, no debería ser sólo defensiva, sino también ofensiva, lo que ni beneficiaría a los súbditos de los Países Bajos ni a Felipe III, que se vería en la necesidad de aportar grandes sumas de dinero para financiarla. Pero en 1621 Felipe IV inició de nuevo las hostilidades contra las Provincias Unidas, aconsejado por el “partido belicista” dirigido por Baltasar de Zúñiga y, a su muerte, por el conde-duque de Olivares, quejoso de la humillación que la “Tregua” de 1609 había supuesto para la reputación de la Monarquía, tanto como de las acciones holandesas en Asia contra las plazas portuguesas y de la penetración de sus mercancías en el mercado español.

Isabel Clara Eugenia, cuyo conocimiento del arte de la guerra y de los asedios causó la admiración del embajador de Luis XIII de Francia en Bruselas, procuró por todos los medios a su alcance hacer más llevadero el conflicto a los súbditos de los Países Bajos y, desde luego, negociar una nueva tregua con las Provincias Unidas. A esta tarea se consagró cuando en octubre de 1624 recibió instrucciones de Madrid para indagar sobre la posibilidad de llegar a un acuerdo de paz con los holandeses, a fin de que la Corona tuviera las manos libres para afrontar una eventual ruptura de las hostilidades con Francia, pero sus esfuerzos fueron inútiles, porque el conde-duque de Olivares, ante los triunfos españoles de 1625 en Breda, Bahía (Brasil), Cádiz y Génova, exigió tales condiciones a La Haya que la República no pudo aceptarlas: tolerancia con los católicos holandeses, reapertura del Escalda, retirada de los territorios ocupados en las Indias y reconocimiento de algún tipo de soberanía española en las Provincias Unidas. El deterioro de la situación interna en los Países Bajos a causa de la guerra y la llegada a Bruselas en 1627 del marqués de Leganés con instrucciones para introducir la “Unión de Armas”, alarmó a la infanta, que resolvió enviar a Madrid al general Ambrosio Spínola para que mediara, a fin de acelerar las negociaciones de paz con Holanda, que se habían iniciado en Roosendal, aunque ahora las Provincias Unidas estaban poco dispuestas a llegar a un acuerdo, dada la fragilidad financiera de España tras la suspensión de pagos de 1627 y que la situaba en una débil posición negociadora frente a sus enemigos, que no dudaron en emprender campañas militares para recuperar el terreno perdido. Los años siguientes fueron de una gran inestabilidad. La idea del conde-duque de potenciar la guerra comercial y marítima contra los holandeses y de estabilizar el frente terrestre, relegando al ejército a una función defensiva, por lo que sus efectivos fueron recortados, a lo que se opuso Isabel Clara Eugenia, contraria a la guerra marítima y partidaria, en cambio, de la guerra terrestre, provocó una caída espectacular de las actividades industriales en los Países Bajos, cuyos productos debían ser registrados en Dunkerque para evitar el fraude fiscal y el contrabando. La firma de la paz en 1630 con Inglaterra, si facilitó la transferencia de plata española a los Países Bajos para el mantenimiento del ejército y reactivó la economía a corto plazo, resultó, a la larga, demasiado onerosa para Madrid y para los súbditos de Flandes por los excesivos aranceles aduaneros que debían pagar sus mercancías en los puertos ingleses.

En el terreno militar, la reducción de efectivos y el trasvase, en 1632, de tropas acuarteladas en los Países Bajos al ejército español que combatía en Alemania contra Suecia fue aprovechado por los holandeses para iniciar una campaña militar que arrebataría diversas plazas importantes conquistadas anteriormente, entre ellas Maastricht, y parte del ducado de Limburgo, y daría aliento a la rebelión de un sector de la nobleza, encabezada por el conde de Bergh, que no tendría eco en la población, pero sí un gran impacto político, ya que Isabel Clara Eugenia convocó los Estados Generales.

Éstos iniciaron rápidamente negociaciones de paz con Holanda, que Felipe IV no desautorizó, pero las exigencias holandesas fueron tan exorbitantes que, finalmente, fracasaron, causando un duro golpe a Isabel Clara Eugenia y a los Estados Generales, partidarios de la paz a cualquier precio, si bien obtuvieron algunas contraprestaciones de Felipe IV, entre ellas la sustitución de los funcionarios españoles por personal flamenco en el registro de las mercancías exportadas por los Países Bajos.

La viudedad de Isabel Clara Eugenia y su deseo de tomar los hábitos de terciaria franciscana, que ya no abandonaría, ni siquiera en los actos oficiales y a pesar de las presiones de Madrid para que en tales ocasiones adoptara un aire más majestuoso, ensombreció algo la Corte de Bruselas, a lo que también contribuyó el estado permanente de guerra, pero sin llegar a perder del todo su esplendor, recobrado a partir de 1631 con la llegada de la reina madre de Francia, María de Médicis, de su hijo Gastón de Orleans y de su esposa Margarita de Lorena. Y aunque Isabel Clara Eugenia no participó en los festejos que ella misma organizó para sus huéspedes, la vida en palacio y en las calles de la capital adquirió un tono festivo y cosmopolita que los desastres bélicos no llegaron a eclipsar, como no eclipsaron su humor las pesadas tareas del gobierno, los apuros financieros y la incomprensión de Madrid hacia sus advertencias sobre la dura realidad de los Países Bajos y que ella misma juzgaba que debían ser, cuanto menos, atendidas, “por estar informada de ellas más que nadie”.

A finales de 1630 el Consejo de Estado propuso a Felipe IV que su hermano, el cardenal-infante Fernando, fuese destinado a los Países Bajos, pero en 1632 el conde-duque de Olivares, que había sido en gran medida el artífice de esta propuesta, la desaconsejó, entre otras razones, por la presencia en Bruselas de parte de la Familia Real de Francia, por la escasa preparación del infante y “por no querer la Señora Infanta soltar las riendas de aquel gobierno, como legítima y dote suya”. Entre el 3 de mayo de 1632 y el 11 de abril de 1633 el cardenal-infante permaneció en Cataluña como virrey y capitán general, aunque su destino final fuesen los Países Bajos, según lo establecido en una pormenorizada “Instrucción” de dieciocho puntos, estando previsto que llegase a Génova en enero de 1633, que saliese hacia Milán en el mes de febrero y que alcanzase Flandes en los primeros días de abril. Pero Isabel Clara Eugenia no llegó a conocer en persona a su sobrino nieto ni a tener noticias del triunfo que éste obtendría frente a los suecos en Nördlingen en el mes de septiembre de 1634 y que hubiera compensado con creces la desazón que le causara la conquista, en 1633, de Rheinberg por las Provincias Unidas, una victoria que privaba a España del control de las comunicaciones entre Flandes y Alemania a través del Rin y del Mosa. Su fallecimiento, acaecido el 1 de diciembre de 1633 para alivio de Felipe IV y del conde-duque de Olivares, que veían así el campo libre para aplicar su ideario político sin molestas reconvenciones, concluía con una larga vida consagrada, desde su nacimiento, al servicio de la Monarquía española y, desde 1598, como soberana de los Países Bajos, a la paz en Europa.

 

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Juan Antonio Sánchez Belén

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