Rioja, Francisco de. Sevilla, 22.XI.1583 – Madrid, 8.VIII.1659. Poeta.
A Francisco de Rioja, la posteridad le ha deparado una memoria poco acorde con su auténtica realidad vital. En vida fue un hombre de enorme influencia en los ámbitos del poder de la Corte de Felipe IV como mano derecha y valido del gran valido, el conde-duque de Olivares. Una sucesión de importantes cargos (cronista de Su majestad, bibliotecario real, inquisidor de la Suprema y General) le acreditan como persona imprescindible en palacio, con el que se contaba incluso como asesor iconográfico del Buen Retiro. Porque a su talante de severo moralista (sobre su condición de eclesiástico) y a su mérito de intelectual solvente y hombre cultivado, se añadían sus dotes artísticas. Precisamente a su creación poética se debe hoy su mayor fama. Ello a pesar de que Rioja, intelectual de vocación, alto consejero de oficio, nunca hizo ostentación pública de poeta, convencido sin duda de que ésta era una actividad menor, recreos de juventud sólo comunicables a los más íntimos. No deja, pues, de ser una pequeña ironía histórica que su memoria perdure hoy especialmente por sus versos y que la posteridad haya prodigado elogios sobre el poeta en la misma medida que los contemporáneos lo hicieran sobre el intelectual y el hombre sabio. Ése es el perfil fundamental de un hombre que supo hacerse de una tan sólida posición en medio de la complicada burocracia civil y eclesiástica de la España de la primera mitad del siglo xvii como para convertirse en imprescindible en los medios del poder; tan sólida posición que ni siquiera le arrastró la caída del mismísimo conde-duque, su protector y responsable del inicio de su carrera en palacio, allá por el año de 1621, coincidiendo con la subida al trono de Felipe IV.
El 22 de noviembre de 1583 era bautizado en la iglesia de Omnium Sanctorum de Sevilla “francisco, hijo de antón garsia Rioja y de Leonor Rodrigues”. De orígenes familiares humildes, se apresta a seguir la carrera eclesiástica (al parecer era ya clérigo en 1594, aunque todavía en 1598 lo era de órdenes menores) y los estudios de Teología y Humanidades. Así lo declara él mismo en un memorial al Rey (probablemente de hacia 1617 y escrito para obtener una capellanía real): “El licenciado françisco de rioja, clérigo presbítero, natural de la ciudad de Seuilla i graduado en sagrada teolojía por aquella universidad, dize que a estudiado en su facultad con el cuidado i diligencia de que vuestra majestad se podrá mandar informar, aviendo aprendido las lenguas latina, griega y hebrea, i trabajado en ellas con mucho fructo, de que a nacido el tener hechas notas y particulares estudios en los más libros de la escritura i en los santos i concilios antiguos, i algunos tratados particulares en diferentes materias, con aprobación i estimación de los ombres doctos”. A pesar del afán de autoelogio que el escrito requería, puede, en efecto, corroborarse su inclinación al estudio de las humanidades y su fervor erudito en distintos escritos que dan cuenta de una intensa actividad intelectual de Rioja por los años 1616-1619. Trátase de opúsculos, cartas y notas recogidos en su mayor parte en un códice (conservado en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla, 85-4- 2), que con el título genérico de Papeles diversos contiene, entre otros, unos “Avisos de las partes que ha de tener el predicador”, un juicio sobre unos versos latinos de Herrera, una “Carta al Dr. Acosta sobre las palabras con que consagró Cristo Nuestro Señor”, un “Discurso en defensa de los cuatro clavos con que crucificaron a Cristo”, etc. (además de un “Discurso en defensa de las barbas de los sacerdotes”, que, a pesar de estar atribuido a él, es de Juan de Robles).
Por esas fechas, ocupaba ya Rioja un lugar preferente en los círculos cultos de la ciudad de Sevilla, entre los que destacaba el taller del pintor Francisco Pacheco. Éste tenía a Rioja entre sus más cualificados amigos con quienes comunicaba —o de quienes solicitaba— opiniones documentadas sobre su obra poética. Así surgió, además de otros varios, el citado Discurso de Rioja en defensa de la pintura del Cristo crucificado con cuatro clavos (novedad introducida por Pacheco y que iba a seguir su yerno Diego Velázquez).
El pintor recogió cuidadosamente los escritos de Rioja colectándolos posteriormente en el volumen colectivo manuscrito Tratados de erudición de varios autores, 1631 (Biblioteca Nacional de España, ms. 1.713) y aún incluyéndolos al final de su Arte de la pintura (manuscrito en 1638 e impreso en Sevilla en 1649), libro en el que Rioja aparece frecuentemente en condición de asesor iconográfico.
Finalmente, entre las obras de esos años, deben tenerse en cuenta al menos otras dos. Una, de carácter sagrado, fue aludida en el memorial al Rey antes citado como “vn libro en lengua latina defendiendo la ynmaculada concesçión de Nuestra Señora”. Este tratado, hoy perdido, hay que relacionarlo o identificarlo con el mencionado por Nicolás Antonio como Ilephonso o Tratado de la Concepción de Nuestra Señora.
El otro trabajo es un prefacio para la edición de Versos de Fernando de Herrera, preparada por el pintor Pacheco e impresa en Sevilla en 1619, aunque ya dispuesta desde 1617. En ese prólogo, Rioja se muestra como persona muy entendida en cuestiones de poética.
De hecho, él mismo por esos años había escrito ya la mayor parte de sus versos, y además de ser una presencia inexcusable en los círculos poéticos sevillanos, había sido elogiado por Cervantes en su Viaje del Parnaso (1614) y lo será reiteradamente por Lope de Vega en muchas de sus obras, especialmente en la epístola “El jardín de Lope de Vega. Al Licenciado Francisco de Rioja”, incluida en La Filomena (1621).
En 1621, se iba a producir un acontecimiento capital en la vida del país y con repercusiones muy concretas en la de Rioja. La subida al trono de Felipe IV supondría el afianzamiento en el poder de Gaspar de Guzmán, conde de Olivares (y duque de Sanlúcar la Mayor a partir de 1626), cuya influencia en la Corte venía siendo grande desde 1618. El condeduque mantenía una antigua amistad con Rioja, surgida en Sevilla entre 1607 y 1615, años en los que el futuro valido alternaba sus estancias en palacio con largas temporadas en la capital andaluza, y años en los que hizo incluso algunas tentativas poéticas bajo el arcádico nombre de Manlio, que es como se dirige a él Rioja en algunos sonetos que le dedica. Tan estrecha amistad se vio recompensada cuando Gaspar de Guzmán, ya en el poder, reclama a Rioja a la Corte como consejero y colaborador. “Logró merecido valimiento —explica Ortiz de Zúñiga en sus Anales de la ciudad de Sevilla— con el Conde-Duque [...] De [Sevilla] le sacó la perspicacia del Conde a su confianza con pretexto de ocupaciones literarias, y su modestia se contentó de crecer poco en las mayores”. De ese modo, Rioja fue a Madrid a prestar sus servicios al poderoso valido en calidad de “sesudo abogado y confidente” —dice Gregorio Marañón (1936)— y en el no menos importante papel de “redactor de cámara”, limando y corrigiendo los documentos salidos de la mano del conde-duque, además de ser su bibliotecario.
En la Corte consigue su primer cargo importante en el mismo año de 1521, el de cronista de Su Majestad y ve también acrecentarse rápidamente sus muchas rentas y prebendas, que pasaron de veinte (como ha investigado Jean Coste). Su poder no hará sino incrementarse en los años sucesivos al ser nombrado en 1634 bibliotecario real y posteriormente pertenecer al Consejo de la Inquisición Suprema (antes había sido inquisidor del Tribunal de Sevilla).
La caída del conde-duque, tan estrepitosa como presentida, tuvo lugar en 1643. Sin embargo, el malestar contra él había comenzado antes y tuvo su punto culminante en mayo y noviembre de 1640 con la insurrección de Cataluña y Portugal. Los catalanes escribieron e imprimieron un manifiesto, Proclamación Católica a la Majestad piadosa de Felipe el Grande, en el que se pedía inexorablemente la destitución del conde-duque. Tras el voluntario silencio oficial (que coincidió con la recogida de los ejemplares por la Inquisición), el de Olivares decidió que era mejor contestar públicamente y encargó, entre otros, a Rioja que redactara las impugnaciones. Así lo hizo en su Aristarco, que salió anónimo y sin fecha. Pero la suerte del valido estaba echada y lo único que consiguió fue retrasar dos años su destitución, que se produjo el 15 de enero de 1643, partiendo para su destierro en Loeches ocho días después, donde verosímilmente lo acompañaría Rioja.
Se ha barajado la hipótesis de que Rioja fuera el autor o que interviniera junto a otros en la elaboración del Nicandro o Antídoto contra la calumnia que la ignorancia y la envidia han esparcido por deslucir y manchar las heroicas e inmortales acciones del Conde-Duque de Olivares después de su retiro, impreso sin licencia en 1643. Cierto que se tienen serias dudas sobre el autor material del escrito, pero no sobre su directo inspirador, el propio conde-duque, que pagó las consecuencias con el traslado más lejos de la Corte, a la ciudad de Toro el 12 de julio de ese año. No le acompañó Rioja en esta ocasión, sino que se retiró a Sevilla, iniciando ahora una larga estancia en su ciudad natal: “Vivía conforme a su genio filosófico —según López de Sedano—, entregado a la pasión de las Letras y a la comunicación de las Musas, a cuyo fin dispuso una casa proporcionada con su jardín, cerca del convento de San Clemente el Real de aquella ciudad”. En esas circunstancias sorprende sobremanera que Rioja rompa tan anhelado retiro para volver a Madrid, donde ya se encontraba en 1654. Instancias muy superiores debieron mover a dar ese paso al ya anciano Rioja, que muere cinco años después, el 8 de agosto de 1659, cuando vivía en la calle de San Mateo en compañía de un amigo, Alonso Fajardo de Roda, al que deja como heredero universal de sus bienes.
En 1551, en el apacible retiro sevillano, escribía Rioja al médico Gaspar Caldera de Heredia sobre el necesario distanciamiento del poder y de la ambición como garantía de un juicio desapasionado y de un entendimiento libre. Ése debió de ser el programa de vida propuesto por Rioja en su misión de alto consejero del conde-duque (“a quien supo tratar —dice Ortiz de Zúñiga— con más verdades que lisonjas, y seguirle igual en ambas fortunas, con crédito siempre de varón entero en intención y dictámenes”). Y, desde luego, fue ése el motivo casi permanente de su ideario poético. Los versos más significados de Rioja reflexionan sobre la fugacidad de la vida y la futilidad de las ambiciones humanas, proponiendo en consecuencia un código moral de conducta. El horacianismo de base que hay en su poesía suministra muchos de los motivos preferentes, en particular la idea de la creación de un espacio interior de libertad que opera como reducto y fortaleza ante las peligrosas incitaciones externas: mensaje moral que se nutre frecuentemente de imágenes marinas, en las que el hombre, desoyendo los cantos de sirena, debe conducirse como experto nauta para no caer en un naufragio seguro.
Con todo, es el tema de la fugacidad el más justamente reconocido de la poesía de Rioja, sirviéndose para su expresión de dos motivos favoritos: las ruinas y, especialmente, las flores. Éstas, en su inseparable alianza de belleza y fugacidad, representan una lograda síntesis entre la belleza de la representación plástica y la verdad de la significación simbólica. De ello dan muestra las varias silvas métricas dedicadas a la arrebolera, al clavel, a la rosa, la rosa amarilla o al jazmín, género en el que Rioja es maestro reconocido.
Pero junto al decurso fluido de las silvas, Rioja es también un magnífico constructor de sonetos de soberbia arquitectura poética, de modeladas décimas y aún de manieristas sextinas. De esas cuatro variedades métricas se compone su cancionero poético, recogido en dos colecciones manuscritas, tituladas ambas Versos de Francisco de Rioja y conservadas en la Biblioteca Nacional de España. La datación de una de esta dos colecciones en 1614 asegura que la poesía de Rioja es obra de juventud. Una obra poética, por lo demás, breve en cantidad (la componen unas ochenta composiciones), pero de una lograda perfección poética en su ideal de equilibrio clasicista. Sin duda por eso, la fama póstuma del poeta “filósofo” de las flores siempre ha gozado de un asentimiento generalizado, sin disensiones ni discrepancias estéticas, a pesar de los vaivenes de la historiografía literaria que se han ido sucediendo hasta hoy. Y a pesar también de que en el último tercio del siglo XIX se descontaran de su haber la Epístola moral a Fabio y la Canción a las ruinas de Itálicas, para quedar definitivamente atribuidas a sus verdaderos autores, Andrés Fernández de Andrada y Rodrigo Caro, respectivamente.
La fortuna crítica de Rioja ha pasado por los avatares propios de este tipo de investigaciones. La primera y fundamental aportación fue del erudito decimonónico Cayetano Alberto de la Barrera en el estudio bio-bibliográfico con que acompañó su edición. Las búsquedas documentales para completar el perfil biográfico fueron continuadas por Rodríguez Marín y posteriormente por Jean Coste, en tanto que los aspectos filológicos y literarios se han concretado en las ediciones realizadas por Gaetano Chiappini y Begoña López Bueno.
Obras de ~: Versos de Francisco de Rioja, colección manuscrita contenida en el ms. 3888 de la Biblioteca Nacional de España (BN), fols. 213-244 (en el mismo ms. se encuentran también poesías de Rioja distribuidas en distintos grupos de fols.: 41v.-44, 52-62v., 69-70, 81-87v. etc.); Versos de Francisco de Rioja, colección manuscrita contenida en el ms. 10159 (Cisnes del Betis) de la BN, fols. 61-99v.; sonetos sueltos de Rioja se encuentran también en el ms. 5.781 de la BN, y en los impresos Anfiteatro de Felipe el Grande [...] de José de Pellicer y Tovar, Madrid, 1631, pág. 17 (BN R.7032) y Los pastores del Betis. Versos y prosas de Gonzalo de Saavedra, Trani, 1633 (BN R. 2291); Papeles diversos (prosa), colección manuscrita recogida en el códice 85-4-2 de la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla; escritos varios, junto con los de otros autores, recogidos por el pintor Francisco Pacheco en el códice Tratados de erudición de varios autores, ms. 1713 de la BN, y al final de su Arte de la pintura (cap. XV “En favor de la pintura de los cuatro clavos con que fue crucificado Cristo Nuestro Redentor”), Sevilla, Simón Fajardo, 1649; Aristarco [1641] (anónimo y sin fecha); Nicandro o Antídoto contra la calumnia que la ignorancia y la envidia han esparcido por deslucir y manchar las heroicas e inmortales acciones del Conde-Duque de Olivares después de su retiro, Madrid, 1643 (atrib.) (eds. modernas de su poesía en Francisco Rioja. Versos. Studio, testo, traduzione e commento, de G. Chippini, Florencia, Università degli Studi di Firenze- Casa Editrice D’Anna, 1975 y en Francisco de Rioja. Poesía, ed. y est. intr. de B. López Bueno, Madrid, Cátedra, 1984).
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Begoña López Bueno