Fernando II de Aragón y V de Castilla. El Católico. Sos del Rey Católico (Zaragoza), 10.III.1452 – Madrigalejo (Cáceres), 23.I.1516. Rey de Castilla y de Aragón.
El título que acompaña a este nombre no es un mero calificativo, como sucede con otros monarcas medievales, sino que, junto con su esposa Isabel, le fue oficialmente otorgado por el papa Alejandro VI, en reconocimiento por la Guerra de Granada y otros servicios a la Iglesia.
Nació del segundo matrimonio de Juan II de Aragón, que contaba ya con hijos, Carlos, Blanca y Leonor, de su primera unión con la reina Blanca de Navarra. Su madre Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, Fadrique Enríquez —el linaje llevaba algunas gotas de sangre judía en las venas— viajó rápidamente a Sos para evitar que el parto pudiere producirse en tierras de Navarra. Contaba Fernando nueve años de edad cuando la muerte de su hermano Carlos, príncipe de Viana, le convirtió en heredero de la Corona de Aragón. Navarra, donde no regía la ley sálica, pasó a su otra hermana, Leonor, que había sabido deshacerse de Blanca por vía de asesinato.
Siendo todavía un niño, vivió junto a su madre los avatares de la revolución de Cataluña, que se negaba a reconocer sus derechos acusando a Juan II de la muerte del príncipe Carlos, lo que era falso. En tiempos duros Fernando creció hasta convertirse en caballero fuerte, que manejaba bien las armas pesadas, y al mismo tiempo prudente y seguro de sí mismo. Durante toda su vida dio muestras de una gran inteligencia política, avalada además por una conducta siempre noble, según los términos de la caballería; pudo presumir de haber cumplido siempre la palabra dada, aunque también se sabe que de ella se sirvió para alcanzar grandes éxitos. Su primer maestro, Francisco Vidal de Noya, se encargó de proporcionarle una educación humanista de alto nivel.
Contaba trece años cuando participó en una batalla, la de Calaf, donde los rebeldes catalanes fueron derrotados; fue más bien espectador que actor en este episodio. Se pensó muy pronto para él en un matrimonio castellano, y es curioso que el primer nombre que los nobles de este reino manejaron fuese el de la princesa Isabel que le aventajaba unos meses en edad.
Tras la muerte de Alfonso, hermano de Enrique IV, algunos partidos castellanos a los que no les gustaba el gobierno femenino, pensaron en él como solución al problema. Pero fue reconocida Isabel en 1468 (pactos de Guisando) pensando el marqués de Villena que era un medio de casar a la infanta y a su rival, ambas en Portugal, alejándolas. Juan II envió sus procuradores con instrucciones para que lograsen el matrimonio con su hijo, y la princesa confió a sus consejeros Chacón y Cárdenas, que “me caso con Fernando y no con otro alguno”.
En marzo de 1469 Fernando firmó las capitulaciones matrimoniales en las que reconocía que a su esposa correspondería la titularidad y el ejercicio de la Corona. Envió a su prometida un collar de oro muy valioso, que hubo de desempeñar, aunque enseguida fue empeñado de nuevo para disponer de fondos.
Como Enrique IV y sus consejeros rechazaban la boda, e Isabel hubo de huir de la Corte y refugiarse en Valladolid, Fernando entró en Castilla fingiéndose uno de los criados dentro de una embajada que el rey de Aragón enviaba a su primo de Castilla. En octubre de 1469 estaba en Dueñas, desde donde pasó a Valladolid para celebrar la boda el 19 del mismo mes; antes de un año nació la primera hija, a la que pusieron el nombre de Isabel. Durante tres años los príncipes de Asturias que insistían en mantener su fidelidad a Enrique IV a pesar de ser rechazados por éste, permanecieron fuera de la Corte, logrando poco a poco adhesiones, algunas tan importantes como las del principado de Asturias y el señorío de Vizcaya.
Finalmente, en las Navidades de 1473 a 1474 hubo una reconciliación de Enrique IV con Isabel y en enero de ese mismo año Fernando pudo entrar en Segovia, recibir el abrazo de su cuñado y compartir con él un paseo por las calles de la ciudad, en el que participó también su esposa. Puede decirse que hubo un reconocimiento de su legitimidad; a cambio los futuros Reyes prometieron un matrimonio conveniente, con un pariente cercano de Fernando, para Juana, la “hija de la reina”, lo que hubiera permitido a ésta instalarse en el nivel más alto de la nobleza de Aragón.
En el momento de la muerte de Enrique (diciembre de 1474) Fernando se hallaba ausente en Cataluña combatiendo la invasión francesa. Parte de la nobleza rechazó a los príncipes. Pero algunos de los partidarios de éstos también afirmaban que el varón debía sustituir a la mujer. Fernando regresó, aceptó los argumentos de Isabel y el cardenal Mendoza pudo extender una sentencia arbitral en donde expresamente se reconocía que en Castilla, a falta de varones, las mujeres podían reinar. Pasadas pocas semanas, la Reina firmó un documento en que otorgaba a su marido los mismos poderes que ella poseía. Fernando, en 1479, al suceder a su padre Juan II, hizo lo mismo en relación con sus reinos patrimoniales de Aragón.
El todavía joven Rey desempeñó un papel decisivo en la guerra de Sucesión, en la que supo tratar a sus oponentes como adversarios más que como enemigos, procurando sobre todo establecer acuerdos que permitiesen afirmar los poderes de la Monarquía. En la primera fase de la misma, cuando los portugueses se apoderaron de Toro y Zamora (1475) efectuó ya operaciones brillantes, destacando de un modo especial el rescate de la fortaleza de Burgos. En marzo de 1476 tomó parte personalmente en la decisiva victoria de Toro y, al mismo tiempo, en el rescate de esta ciudad y de Zamora, liquidando de ese modo la contienda interior. Quedaban abiertas hostilidades en la frontera de Portugal y en la de Francia.
Sin que faltasen las reticencias, todos los linajes castellanos reconocieron su legitimidad. Coincidiendo en todo con su esposa —es muy difícil separar las acciones de ambos—, Fernando liquidó la guerra sin ejercer represalias. A los nobles se les garantizó su estatus social y el montante global de sus rentas, aun en aquellos casos en que era imprescindible hacer reajustes por las confiscaciones y embargos de la época de Enrique IV. Por ejemplo, los Stúñiga, que tuvieron que devolver Arévalo arrebatada a la madre de Isabel, recibieron Plasencia que rentaba más. No intervino en la negociación con Portugal porque hubo de acudir a Cataluña para tomar su herencia, pero confirmó y respaldó todos los acuerdos establecidos por Isabel. Y los cumplió al pie de la letra.
En Cataluña supo establecer la paz entre los dos partidos, buscaires y bigaires, sirviéndose de la colaboración de aquellos dirigentes que antes habían combatido a su padre. La forma de Estado asumida por la Corona de Aragón, unión de reinos, fue mantenida, sumándose a ella Castilla, aunque nunca disimuló Fernando el papel predominante que otorgaba a ésta, a la que a veces llamó “mi ventura”. Mientras Isabel escogía como emblema las flechas, símbolo de dicha unión y con un nombre que empezaba con Fe como el de su marido, éste recurría a los servicios de Nebrija, el cual recomendó el yugo —Isabel se escribía entonces con y griega— sobre el que estaba el nudo gordiano que Alejandro Magno cortó con su espada diciendo “Tanto Monta”, es decir, da lo mismo. Las versiones posteriores son sencillamente ridículas.
Entre 1482 y 1492 la vida de Fernando II estuvo sobre todo dedicada a la guerra de Granada. En 1476 y 1477 había celebrado largas conversaciones con el legado de Sixto IV, Nicolás Franco, que le transmitió la principal preocupación de Roma: el peligro turco.
Le señaló que a la Corona de Aragón correspondía un papel decisivo en la defensa del Mediterráneo, pero necesitando resolver previamente las brechas internas en la Península: Granada, judíos y conversos. Por eso, al instalarse la Inquisición, Fernando contribuyó a dotarla del apoyo del Estado. Cuando los turcos desembocaron en Otranto se envió una flota para expulsarlos de allí. Malta fue una de las preocupaciones fundamentales.
Asumiendo los planes de su abuelo, cuyo nombre llevaba, concibió la guerra de Granada como una batalla de desgaste en la que iba tomando una a una las ciudades a cuyos habitantes ofrecía capitulación. Sólo Málaga apuró la resistencia y sus moradores fueron reducidos a la esclavitud, aunque liberándolos después mediante pago de un rescate. Los mismos términos se ofrecieron a Boabdil en 1485: que se limitara a gobernar una reserva musulmana no demasiado extensa y sin puertos de mar. Los musulmanes desconfiaron y prefirieron continuar la guerra. En 1486 Fernando estuvo a punto de suspender las hostilidades, a fin de recobrar el Rosellón que Luis XI, en su testamento, había ordenado restituir. Isabel impuso entonces su criterio de continuidad por medio de la convicción y no de otra forma. Desde 1487, tomada Málaga, la guerra entraba en fase de liquidación y Fernando pasaba a ser el más brillante de los reyes europeos Se mostró extraordinariamente generoso con Boabdil y sus cortesanos, incluso aquellos que rechazaron la demanda de conversión.
Colaborando en todo con Isabel, que llegó a decir de él que había sido “el mejor rey de España”, hay que destacar sobre todo el papel que desempeñó en las tareas de reconstrucción del poder monárquico ejecutadas durante las Cortes de Toledo de 1480. Sobresalen tres aspectos: el establecimiento de la Hermandad, que transfería a las ciudades la ayuda económica de la Cortes a fin de que pudieran establecer una policía interior de gran alcance; la estabilización económica que permitió mantener el poder adquisitivo de la dobla durante todo el reinado, y las reformas constitucionales que las mencionadas Cortes de Toledo acordaron.
No cabe duda de que el modelo estructural de la Corona de Aragón influyó mucho en estas reformas.
Por otra parte resolvió definitivamente el problema de los remensas de Cataluña, convirtiendo a los antiguos siervos en pequeños propietarios con indemnización de los antiguos dueños. Y garantizó a todos los súbditos, cristianos bautizados, la libertad.
Hoy se sabe que hubo ciertas disyunciones entre él y su esposa en dos asuntos. La Inquisición, regida ahora por Torquemada, a quien Fernando no había querido recibir, reclamó la prohibición del judaísmo, pues era un contrasentido que se castigase a los conversos por celebrar ritos que sus parientes no bautizados ejercían dentro de la ley. Fernando, que se movía dentro de coordenadas políticas, partiendo del hecho de que toda Europa, prácticamente, prohibía tales ritos, se inclinó a aceptar la propuesta. Isabel, como se sabe ahora por los estudios de Netanyahu, trató de ganar tiempo, pero no lo consiguió y desde 1492 se decretó la salida de cuantos se negaran a bautizarse. Desde 1500 se aplicó el mismo criterio a los musulmanes.
En el caso de Colón, Fernando se mostró opuesto a los proyectos del navegante, fiándose de los análisis hechos por los doctores universitarios que juzgaban, con razón, irrealizable la empresa. Por otra parte, entendía que Colón pedía poderes y funciones que eran excesivas y peligrosas. Pero Isabel alegó que valía la pena correr el riesgo de enviar una flota, sin demasiado coste, a explorar el Atlántico. Esta vez Fernando cedió, firmó las Capitulaciones y pudo recibir luego al Descubridor y su puñado de indios en el salón de Ciento de Barcelona. No se equivocó en un punto: los poderes otorgados eran excesivos y por ello Colón causó daños aunque no lo pretendiera.
Según Ángel Ferrari, “el monarca aragonés inauguró en España una política moderna”. Era demasiado pronto para que se pusiera el acento en América, cuya existencia como continente era aún desconocida. Fernando pretendía cerrar bien el Mediterráneo occidental al convertirlo en dominio económico y político de España, tarea posible al disponer de los recursos castellanos, muy elevados. Hizo en Tordesillas importantes concesiones a Portugal en el Atlántico, que permitirían a este reino instalarse en el Brasil, a cambio de disponer de una franja de litoral sahariano, el reino de Bu Tata, hacia los caminos del oro, y toda la costa de Berbería desde el Muluya en adelante. Aquí es donde, en 1497, pudo instalar el primer bastión, Melilla, levantado sobre una tierra sin dueño aunque contando con la colaboración de algunas tribus berberiscas de la zona.
Pero en 1493 el nuevo rey de Francia, Carlos VIII, reivindicó para sí la herencia de la Casa de Anjou sobre Nápoles. Fernando II había establecido alianzas en Inglaterra, con Enrique VII Tudor, y en los Países Bajos, con Maximiliano de Habsburgo, a fin de asegurarse las comunicaciones marítimas, de las que dependía la prosperidad castellana, y rodear a Francia de posibles enemigos que reivindicaban, como él, tierras que fueran de su patrimonio. Carlos decidió entonces devolver a Fernando el Rosellón (tratado de Barcelona), indemnizar a Enrique VII y llegar a un acuerdo con Maximiliano y su hijo Felipe, que se preparaba para un matrimonio español, creyendo tener las manos libres. Luego reclamó Nápoles, donde reinaba un bastardo de Alfonso V, Fernando, primo del monarca aragonés. Pero Nápoles era vasallo de la Santa Sede, en la que se hallaba ahora instalado un valenciano, Rodrigo Borja, el papa Alejandro VI. Cuando los franceses invadieron Italia quebrando con facilidad la resistencia, Fernando alegó, primero, que era el Papa quien debía tomar la decisión, y segundo, que a él podían corresponder derechos como sobrino legítimo de Alfonso V, el último Rey.
Formó una Liga Santa a la que se incorporaron también sus aliados y, en Atella, derrotó a los franceses demostrando que aquellas tropas que contaban con la experiencia de Granada y un experto general, Gonzalo de Córdoba, a quien los italianos llamaron el Gran Capitán, estaban preparadas para invertir el arte de la guerra. Carlos VIII murió antes de que se hubiera resuelto el problema y se restablecieran las comunicaciones que ambos reinos necesitaban. Su sucesor, Luis XII, que por su matrimonio pudo instalarse en Milán, propuso entonces un arreglo: dividir Nápoles, cediendo a Fernando I las provincias de Apulia y Calabria que enriquecían Sicilia (Tratado de Granada, septiembre de 1500). De nuevo parecía Francia el reino más fuerte de Europa. Don Fernando había conseguido su objetivo de cerrar el Mediterráneo occidental y se preparaba para instalarse en Djerba y en el norte de África.
Mientras tanto, por medio de matrimonios, según era norma de los Trastámara, Fernando había conseguido convertir sus tratados de amistad en un sistema de alianzas. El más valioso Portugal. En 1497 Isabel, la primogénita, viuda del príncipe Alfonso, contrajo matrimonio con Manuel, primo de éste, que había sucedido a Juan II en el trono. Casi al mismo tiempo Juan, príncipe de Asturias, y su hermana Juana se casaban con Margarita de Austria y Felipe, respectivamente.
Y Catalina viajaba hacia Inglaterra para convertirse en la esposa del príncipe de Gales, primero Arturo, luego Enrique, que llegó a ser Rey. Pronto nacieron dos nietos varones, Miguel de Portugal y Carlos de Borgoña, destinado éste a ser el emperador Carlos V.
El reparto de Nápoles fracasó; sin unidad territorial y rentas comunes se generaba un nuevo déficit.
Así, los franceses reanudaron las hostilidades contando con que su superioridad les aseguraría la victoria.
Gonzalo Fernández volvió a Italia y en Barletta y las victorias de Ceriñola y Garellano forjó una fama que se mantuvo hasta 1635: la Infantería española era reina de las batallas. Luis XII no tuvo más remedio que concertar una tregua dejando Nápoles bajo ocupación hispana y en el aire el posible destino político de este reino. La llegada de Julio II al trono pontificio modificaba mucho las cosas.
Antes de que llegara a tener un hijo, el príncipe Juan murió en 1497. Al año siguiente sucedió lo mismo con Isabel, la mayor, y los derechos pasaron a un hijo, Miguel, que fue criado en Granada, pero murió en 1500. Ahora se mostraban ante el rey Fernando dos factores adversos. Por una parte, la legitimidad pasaba a Juana y a su marido. Las relaciones entre ambos cónyuges eran tormentosas —la reina Isabel tenía la seguridad de que su hija se volvería loca, al igual que su propia madre— y Felipe patrocinaba una política de estrecho acercamiento a Francia, contra las líneas marcadas por su padre y por su suegro. Algunos nobles, como los Manuel y los Pacheco, que habían combatido a los Reyes Católicos en 1475, se prestaron a servir de apoyo a Felipe que quería sustituir a Fernando en el momento en que Isabel, demasiado enferma, falleciera.
La reina Isabel la Católica falleció, como es sabido, el 26 de noviembre de 1504 en Medina del Campo.
Previamente informada por sus embajadores de la situación, añadió a su testamento un codicilo en el cual disponía que si Juana estaba ausente, renunciaba por sí misma o era incapacitada, Fernando y no Felipe debía tomar las riendas del poder. Inmediatamente después del fallecimiento, Fernando hizo proclamar a Juana reina y asumió, en ausencia de ésta, las funciones reales. Felipe el Hermoso, que había impedido que Juana firmara un documento que confirmaba esta situación, viajó a España en compañía de su esposa, con tropas, y reunió en torno a su persona un partido nobiliario. Ante la perspectiva de una nueva división con guerra, Fernando cedió a su yerno el ejercicio (concordia de Salamanca, 1505) a cambio de una indemnización, y pasó a Italia.
Don Fernando, retornando a sus planes mediterráneos, ejecutó algunas operaciones llenas de riesgo, estableció un entendimiento con Luis XII y contrajo segundo matrimonio con Germana de Foix que podía presentar derechos superiores a los de los Albret que ahora reinaban en Navarra. La dote que se asignó a doña Germana era precisamente la mitad del reino de Nápoles. De este modo Fernando pudo disponer la incorporación de Nápoles a la Corona de Aragón y relevar a Gonzalo de Córdoba de sus funciones como virrey. La familia de éste se había declarado a favor de Felipe el Hermoso. Si el matrimonio hubiera procreado hijos varones —un niño falleció al poco tiempo de nacer— la Corona de Aragón se habría separado de la de Castilla. Germana, joven y gruesa, fue una compañera excelente para Fernando.
Desde Nápoles el rey aragonés reforzó las relaciones con Egipto que databan de algunos años atrás, siempre contra los turcos, y acarició aquella leyenda que le presentaba como el murciélago, preparado para la reconquista de Jerusalén. De acuerdo con el Soldán mameluco pudo consolidarse en la posición de proteger los Santos Lugares, donde habían conseguido permanecer algunos franciscanos.
El 25 de septiembre de 1506, antes de haber conseguido una renuncia escrita de su esposa y un reconocimiento por parte de las Cortes, falleció de inesperada enfermedad Felipe el Hermoso. Cisneros y el segundo duque de Alba apoyaron la postura de Juana que escribió a su padre para que viniera a hacerse cargo del gobierno. Sin prisa, don Fernando emprendió el retorno a fin de asumir la regencia del niño Carlos, a quien todos los reinos españoles habían aceptado. En vida de Isabel había compartido con ésta un proyecto que quedó en el vacío: dividir la herencia dejando a Carlos todos los dominios que fueran de Maximiliano, y la Monarquía hispana entregarla a un segundo nieto que por esta razón fue llamado Fernando. Una idea sin contacto alguno con la realidad.
Durante nueve años, retirada Juana al convento de las clarisas de Tordesillas, donde fue cariñosamente visitada por Germana de Foix, Fernando ejerció las funciones de rey de Castilla, contando con el apoyo de los más fuertes sectores de la nobleza y especialmente de Cisneros, arzobispo de Toledo, y del duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo. Había celebrado una entrevista con Luis XII en el viaje de regreso, de modo que parecía poder contar con una paz en la frontera norte. Comenzó disolviendo sin miramientos al que cabría considerar “partido flamenco”, y dejó a Gonzalo Fernández de Córdoba en sus señoríos andaluces, utilizando en cambio los servicios de sus grandes jefes militares, como Pedro Navarro.
Ahora parecía posible cerrar el Tirreno también por medio del litoral africano. Cisneros, que seguía viviendo con la modestia de un fraile, puso a disposición del Rey los cuantiosos recursos de su diócesis y llegó a participar directamente en las operaciones: la meta era conquistar o someter a protectorado todos los puertos que formaban la Berbería de levante. Fernando reunió una Junta en Burgos para analizar los malos resultados de la primera etapa de América, planteando la disyuntiva entre abandonarla o continuarla. Los consejeros, especialmente los eclesiásticos, impusieron la continuación: sólo la Corona podía controlar los desmanes, ya que los viajes, con ella o sin ella, iban a continuar.
El Rey aceptó, pero es absolutamente cierto que permaneció al margen de esos horizontes y preocupado especialmente por ejecutar la incorporación definitiva de Nápoles a la Corona de Aragón, dentro de la cual permaneció hasta principios del siglo xviii. Para los tratadistas italianos, que anteceden a Campanella, esa Corona, a la que se sumaba ya indeleblemente Castilla, era una Monarquía católica. Todos los súbditos tenían reconocido el estatus de libertad, si bien éste se hallaba indisolublemente vinculado al bautismo.
Seguía habiendo esclavos, adscritos siempre al servicio doméstico y el propio Rey, e incluso el Papa poseía algunos. Pero se trataba de “mercancía” adquirida fuera, especialmente prisioneros de las guerras tribales africanas que sus propios jefes vendían. Los comerciantes y los propietarios justificaban esta línea de conducta alegando que, al comprarlos, salvaban su vida, ya que pasado un plazo y habida cuenta de que costaba mantenerlos, les daban muerte. Esto no justificaba los usos; la mayor parte de los esclavos venidos de África pasaban luego a los mercados musulmanes, donde la esclavitud desempeñaba un papel económico. Muchos españoles, capturados en mar o tierra por los berberiscos, padecieron la esclavitud; de ahí que se establecieran congregaciones religiosas para proceder a su rescate.
Estas circunstancias deben tenerse en cuenta para comprender la gran obra fallida de Fernando el Católico: se trataba de encerrar todo el Mediterráneo occidental en el círculo que formaba un litoral cristiano.
Maniobró hábilmente hasta conseguir una especie de reconciliación entre venecianos, aliados de Cataluña, y genoveses que lo eran, y muy estrechos, de Castilla.
Por esta vía se esperaba garantizar las comunicaciones mercantiles tan afectadas y dañadas por la piratería.
En 1509, con los recursos reunidos, Pedro Navarro culminó una gran operación de guerra conquistando Orán. El entusiasmo prendió en las Cortes aragonesas que, por primera vez, se mostraron dispuestas a otorgar una muy generosa ayuda, ya que de este modo se completaba la obra iniciada en 1282. Túnez y Argel entraron también en el ámbito de las buenas relaciones que pueden calificarse de protectorado. Al año siguiente se organizó la gran expedición que debía completar el cierre a los turcos, ocupando la isla de Djerba frente al litoral libio, se contaba para ello con la buena voluntad del jeque, dispuesto a someterse. El mando de la expedición fue encomendado a un hijo del duque de Alba llamado García Álvarez de Toledo.
Los otomanos reaccionaron y la expedición terminó en doloroso fracaso, al que los escritores de la época se refieren como el “desastre de los Gelves”.
De nuevo el enfrentamiento con Francia impidió, como en 1493, que se continuase el programa. Los acuerdos con Luis XII parecían garantizar un statu quo que dividía la península italiana en tres sectores: el norte, dirigido desde Milán, pero incluyendo en cierto modo a Génova, quedaría bajo el mando galo; el sur sería de dominio hispano contando con tres puntos de apoyo esenciales, Cerdeña, Sicilia y Nápoles y en medio quedaban los Estados Pontificios y Florencia, que era la Banca de los Médicis. Parecía haberse restablecido el equilibrio de la paz de Lodi.
Pero Luis XII, ahora duque de Milán, protestó de los afanes expansionistas de Venecia, que consideraba un peligro para sus dominios italianos, y solicitó, en 1508, de sus ahora amigos Maximiliano de Habsburgo y Fernando de Aragón, la constitución de una Liga, que quedó concertada en las reuniones de Cambrai, para impedir a la Serenísima continuar con su política de expansión. El papa Julio II, es decir, Giulio della Rovere, que en tiempos fue pro-francés, protestó; amenazar a Venecia era tanto como fortalecer el dominio de Italia por los “barbari”; él aspiraba también a ampliar los Estados Pontificios. Fernando se separó entonces de la Liga, alegando que, como siempre, consideraba la obediencia al Papa el primero de sus deberes.
Francia respondió en sentido contrario. Resucitando las viejas tesis de superioridad del concilio sobre el Papa, Luis XII pudo reunir en Pisa una asamblea que se dio a sí misma tal nombre y preparó el juicio contra Julio II. Fernando de Aragón hubo de volver al enfrentamiento con Francia: puso en pie una nueva Liga que llamó Santísima porque defendía las prerrogativas del vicario de Cristo y en ella entraron su consuegro Maximiliano y su yerno Enrique VIII de Inglaterra. Francia disponía de mejores tropas, a cuyo frente se hallaba un hermano de Germana de Foix, el duque de Nemours, que logró la brillante victoria de Rávena sobre los aliados. Pero en esta batalla perdió la vida. Luis XII había reconocido los derechos de esta rama de los Foix sobre el patrimonio del linaje que ostentaban los Albret. Ahora esos derechos pasaban a la reina de Aragón.
Los reyes de Navarra, Catalina y Juan de Albret, habían suscrito un acuerdo con Fernando para prohibir el paso de tropas francesas por su territorio. Pero, por encima de reyes, eran los opulentos señores que residían en Pau en calidad de vasallos de Luis XII. Al estallar la guerra éste les exigió obediencia y paso para su ejército. Los Albret tenían forzosamente que elegir entre los dos bandos y, con cierta lógica, escogieron el francés, ya que de él obtenían sus principales rentas y poder. Pero Navarra era España y así lo pensaba la mayoría de los navarros. Don Fernando ordenó al duque de Alba que tomara posesión del reino, y las Cortes del mismo acordaron negociar la incorporación. De modo que la entrada de Navarra en la Corona de Castilla fue efecto de una negociación: conservaba sus Cortes, su Fuero y las instituciones capaces de mejorarlo (1515).
Fue el último gran éxito de Fernando el Católico. Nunca pudieron los franceses enmendarle la plana.
Mientras tanto se había producido la muerte de Julio II. Las fuertes tensiones suscitadas por la sucesión concluyeron con la elección de un Médicis, que tomó el nombre de Leon X y anteponía los objetivos políticos y familiares a los de la tiara. Inmediatamente confirmó la Liga otorgándole sus bendiciones (Malinas, 1513). Crecía el poder de los Habsburgo. Atacados en todos los frentes, sufrieron los franceses derrotas en Novara y Vicenza que confirmaban la superioridad militar española. De este modo Fernando de Aragón completaba la primera parte de su programa —hacer de su Corona la dueña del Tirreno— dejando para sus sucesores la segunda, es decir, el dominio del litoral africano. Muerto Luis XII, su sucesor Francisco I comenzó a preparar todos sus recursos para una nueva ofensiva que ya no afectó a Fernando de Aragón, pues éste murió en Madrigalejo, cerca de Cáceres, el 23 de enero de 1516.
Quedaban lejos los sueños de preservar la unidad de la Monarquía separándola de los otros dominios de los Habsburgo. Vivía Juana y el hijo de ésta, Carlos, que cumplía entonces dieciséis años, fue jurado Rey encargándose Cisneros nuevamente de la regencia.
De este modo, el reinado de Fernando el Católico supuso un final de etapa en la Historia de España.
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Luis Suárez Fernández