Santos de San Pedro, Miguel de los. Santervás de la Vega (Palencia), s. XVI – Madrid, 1633. Obispo de Solsona y virrey de Cataluña bajo el reinado de Felipe IV.
Pertenecía a un linaje de clérigos originariamente natural de las tierras de León. Había estudiado, como hicieran otros miembros de su familia, en el prestigioso Colegio Mayor de Santa Cruz en Valladolid. Ejerció su cargo como virrey del Principado de Cataluña, desde el 3 de febrero de 1627 hasta el 11 de junio de 1629. El 17 de enero de 1627 había recibido la credencial de tal nombramiento, que iba a tener carácter indefinido, y en la misma fecha también como capitán general de la provincia.
Miguel de los Santos se enfrentaba a un período en el que el desencanto de las relaciones políticas existentes entre la clase dirigente catalana y las autoridades reales, comenzaba su agonizante periplo sobre todo tras el fulgurante fracaso de las últimas e inacabadas cortes que había convocado la monarquía en Barcelona en el año 1626. Por su previa condición de obispo de la sede catalana de Solsona, en cuya posesión había entrado en 1624 hallándose el obispado ya bien constituido, vivió con especial interés el resentimiento acumulado por parte del clero de Cataluña como resultado de los cada vez más continuados nombramientos de obispos castellanos para algunas de las más competidas sedes.
Durante sus años en el obispado, demostró contar con cierto instinto de gobierno, elaborando un código legislativo y unas constituciones sinodiales que prácticamente han llegado hasta la actualidad. En la Catedral de Solsona, impulsó la finalización de la construcción de su nave gótica y mandó edificar el ábside. En otro orden de cosas, durante su virreinato, las difíciles relaciones entre el poder real y la jurisdicción eclesiástica se extendió a toda clase de instituciones clericales, hasta el punto de que él mismo como obispo no había dudado en nombrar a un castellano para una canonjía vacante en su iglesia. Paralelamente, el ámbito eclesiástico adolecía de buena reputación: en algunas abadías eran frecuentes los disturbios y la inmoralidad de sus costumbres.
De ahí que, al poco tiempo de acceder al cargo como máximo representante de la corona, el obispo de Solsona acometía una ambiciosa campaña que tenía por objeto introducir la estricta observancia de las reglas de San Benito, tarea sin duda osada, teniendo en cuenta que la provincia ya había mostrado tiempo atrás serias reticencias a la implantación de ciertas novedades tridentinas, pero que además implicaba reformar la comunidad monástica de Ripoll, permitiendo con ello una mayor penetración de monjes castellanos y la absorción de parte de sus rentas en manos del rey. En abadías y monasterios la tensión anticastellana aumentaba sin cesar.
Pese a tales contradicciones, el obispo no reparaba sin embargo en atenciones y tiempo para la mejora del patrimonio arquitectónico eclesiástico, como muestra el hecho de que consagrara, en diciembre de 1627, el nuevo altar del presbiterio de la Catedral de Solsona.
Entretanto a éstos hechos, prevalecía en el principado un clima de apatía política generada sobre todo ante la incertidumbre prolongada sobre una ansiada y posible visita del Monarca, que jamás acababa de convertirse en realidad. Durante el otoño de 1628 parecía confirmarse la visita del Rey, pero los rumores acerca de la amenaza de la peste volvieron a retrasar el viaje. En éstos períodos de interinidad, como sugiere la ausencia de un plan político específico de gran alcance, resultaba plausible entender el nombramiento de un obispo como el de Solsona. Pero las máximas instituciones catalanas seguían manteniéndose cautas en su quehacer. La solicitud dineraria de Felipe IV para atender las urgentes necesidades que demandaban los dominios españoles en Italia, topó, pese a la indignación del virrey, con la desconfianza de la Ciudad de Barcelona y de su Consell de Cent, que exigía como garantía del préstamo todo el patrimonio real en el Principado, constituyendo éste rechazo la base para futuras intromisiones de los ministros del rey. Durante el virreinato del obispo de Solsona, éste tuvo que enfrentarse también con el ya viejo problema del bandolerismo popular de montaña, y como ya hicieran sus predecesores, organizó reiterados somatenes.
Eran los años del mitificado y literario bandolero Juan Serrallonga, cabecilla de una de las cuadrillas más perseguidas que acechaban las tierras de los alrededores de Vic. Al abandonar el cargo, y tras presidir el Consejo Real entre 1629 y 1633, Miguel de los Santos de San Pedro retomó su carrera eclesiástica, alcanzando a ocupar el arzobispado de Granada.
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Mariela Fargas Peñarrocha