Borja y de Castro-Pinós, Pedro-Luis Galcerán de. Marqués de Navarrés (I). Gandía (Valencia), 1528 – Barcelona, 20.III.1592. Maestre de la Orden de Montesa, gobernador de Orán y Mazalquivir, virrey de Cataluña.
Pedro-Luis Galcerán (o Galçeran, Garçeran, Garceran) nació en el palacio ducal de Gandía. Tanto el nombre de Pedro-Luis como el de Galcerán están presentes en la familia desde tiempo atrás. Fue el décimo hijo (sexto varón) de los diecinueve legítimos del tercer duque de Gandía, Juan de Borja y Enríquez; el tercero de los doce que tuvo con su segunda mujer, Francisca de Castro y Pinós. Biznieto, pues, de Su Santidad Alejandro VI y hermano de padre de Francisco de Borja, quien era dieciocho años mayor. Circunstancias diversas le llevaron a ocupar, siendo todavía niño, un lugar de privilegio en el orden de sucesión del ducado, el inmediato al primogénito —el propio Francisco— y sus descendientes directos. Desde niño también, fue señor de la baronía de Navarrés, por donación de su padre tras la muerte en 1537 de su hermano entero el cardenal Rodrigo.
Son retazos sólo, episodios sueltos, lo que hasta ahora se conoce de la trayectoria de Galcerán. Bastantes remiten a situaciones de una cierta tensión.
A los doce años (1540) fue designado comendador mayor de la Orden de Montesa, dignidad en la que sucedió a su hermano consanguíneo Enrique de Borja y Aragón (las relaciones de los Borja con la Orden Militar valenciana se remontan en el tiempo), quien, según el testamento paterno, parecía destinado a encabezarla: de hecho, había disputado (y perdido) unos años antes la elección frente a quien acabó siendo el decimotercer maestre, Francisco Llanzol de Romaní (1537-1544). Después, Enrique, creado también cardenal (y, aunque diácono y menor, obispo de Esquilache, en Calabria), traspasó a Galcerán, con el preceptivo privilegio papal, su empleo y su renta en Montesa (y murió a los pocos meses, a la edad de veintidós años). Al no poder Pedro-Luis por edad desempeñar el puesto, fue nombrado un comendador mayor interino, Jerónimo Pardo de la Casta, caballero de la Orden y comendador por ella de Vinaròs y Benicarló; y, como curador de sus bienes, para cuidar la hacienda (tocaba a la dignidad el disfrute de la llamada Tenencia de Les Coves, encomienda mayor de Montesa, en la actual provincia de Castellón), el licenciado frey Francisco Conca, prior montesiano de la iglesia de San Jorge en la ciudad de Valencia.
El maestre Llanzol murió en la primavera de 1544, con lo que se abrió el turbulento proceso de elección que aupó al maestrazgo a Galcerán. Enfrentado a un candidato anciano (frey Guerau Bou), perdió Borja por algunos puntos (veinticinco a veintiuno) una primera votación tras un agotador cónclave del Capítulo General del que salieron los miembros “ajados y desmayados sin Maestre, porque eligieron dos” (convento de Montesa, 5 de abril de 1544). Ello no obstante, la estrategia de no aceptación de la derrota por parte de sus incondicionales y poderosos mentores (entre ellos Jerónimo Pardo, que actuó con determinación), año y medio de tiempo y muchas gestiones rindieron fruto; y, al fin, Paulo III nombró maestre a Galcerán dispensándole la minoría de edad en septiembre de 1545, conseguida la renuncia de Bou, que le sucedería —remota posibilidad— si con sus más de sesenta años lograba sobrevivir a los diecisiete del maestre. El Emperador y el príncipe Felipe le habrían apoyado, presionados por Francisca de Castro, viuda ya (desde entonces “la triste duquesa de Gandía”, dispuesta siempre a promocionar a sus hijos). Hay asimismo constancia de la presión propia. Y también de la de Francisco de Borja, en los años anteriores virrey de Cataluña y flamante titular del ducado de Gandía —cuarto duque— desde 1543 (cuya administración encomendó, en su ausencia del reino, a Pedro-Luis), aunque por entonces andaba en pleitos de herencia con su madrastra.
Galcerán gobernó la Orden hasta su muerte, durante casi medio siglo, en el más largo “maestrado” que aquélla conoció, más o menos coincidente con el reinado de Felipe II. Era Montesa una suerte de hermana pequeña de las órdenes militares castellanas, de territorio y renta modesta comparada con aquéllas, pero muy importante señorío (y pieza política) en su marco, el reino de Valencia; e independiente todavía por entonces de la Corona (mientras las castellanas habían sido incorporadas ya). El maestrazgo valía algo menos de la mitad de la renta total, tal vez unos doce mil ducados anuales brutos (bastante menos netos) en las postrimerías del mandato.
El resto iba a parar a un total de trece heterogéneas encomiendas, modestas las más.
En 1551 el joven maestre se enfrentó con virulencia a un significado caballero, Jofré de Blanes, a quien había excomulgado y despojado de su encomienda (y no había sido el primer choque de ese tipo); buscó éste amparo en el Consejo de Órdenes, apoyado en la condición del Monarca como administrador de Calatrava, de la que la Orden valenciana era filiación; pero al fin pudo Galcerán hacer valer su decisión amparado por el abad del monasterio catalán de Santes Creus, autoridad espiritual de Montesa, y presumiblemente por Francisco, ya para entonces activo jesuita y personaje muy influyente en la corte, dada su relación con la regenta Juana.
No pudo salir del todo indemne, sin embargo, de su implicación en los acontecimientos que conmocionaron Valencia aquella misma década, expresión de la más rancia tradición de banderías aristocráticas.
Han sido repetidas veces relatados: los Borja secundaron a la familia Figuerola en su enfrentamiento con los Pardo de la Casta (recuérdese, no obstante, el papel de Jerónimo Pardo en el acceso de Pedro-Luis al maestrazgo), a su vez protegidos por los Centelles y la casa de Aragón-Sicilia. Las hostilidades acabaron en sangre, con asesinatos y ejecuciones, como en el caso de Diego de Borja, hermano entero menor —en un año— del maestre, ajusticiado años después en el castillo de Jàtiva (junto a Gandía), en secreto y por decisión del Rey, pese a los vehementes esfuerzos de sus deudos por liberarlo. Galcerán, quien con más ahínco lo intentó, y para algunos el verdadero cerebro de su facción durante la trama, consiguió eludir lo peor de la represión, aunque fue condenado a una pena menor (entendió en la causa el Consejo de Órdenes) y habría permanecido preso en Castilla algún tiempo.
Allí, entre Valladolid, Simancas, Toledo y Madrid, devenido cortesano, debió de pasar desde entonces la mayor parte del tiempo. En 1558 contrajo matrimonio con Leonor Manuel, dama de la nobleza lusa y camarera de princesas portuguesas y españolas. Sólo pudo hacerlo, desde su condición de eclesiástico (frey) perceptor de rentas eclesiásticas (las del maestrazgo), con dispensa del Pontífice y otro cierto alboroto, acogido a la bula de 1540 que conmutó la castidad absoluta por la conyugal a los caballeros de Calatrava (y, por ende, a los de Montesa —bien que esto no fue explicitado hasta décadas después—) y Alcántara.
Francisco de Borja, quien tomó también esposa portuguesa (Leonor de Castro, fallecida en 1546), tuvo que ver en el desposorio: solicitó la dispensa al Papa a través del padre Diego Laínez hasta obtenerla. Felipe II se opuso en principio al casamiento, lo que contribuyó al enfriamiento de sus relaciones con los Borja, precisamente cuando sobre Francisco estaba a punto de cernirse, además, la amenaza del inquisidor Valdés. Sin embargo, el Monarca acabó regalando al maestre, desde Flandes, el ascenso a marquesado de su estado de Navarrés (la cronología de toda aquella sucesión de hechos suscita ciertas dudas).
En diciembre de 1566 Pedro-Luis Galcerán fue nombrado gobernador y capitán general de las plazas de Orán y Mazalquivir y reinos de Tremecén y Túnez. Llegó a Orán en junio siguiente acompañado de un nutrido séquito de caballeros montesianos. La “real gracia” pudo tener mucho de honroso destierro: sí es seguro que su hermano carnal Felipe Manuel de Borja —dos años menor—, implicado en el mismo escándalo nobiliario, estuvo allí deportado después de huido, pues había sido condenado también a muerte; recibió a Galcerán a su llegada, y le sucedió en el empleo a su marcha, cumplida la pena, pese a sus antecedentes.
El mandato de ambos fue historiado unos pocos años más tarde por el soldado asturiano Diego Suárez en una obra panegírica para con el maestre excepto en algún lunar (y que lo es menos respecto de Felipe Manuel). Crónica vívida de la realidad de aquellas tierras, de sus guerras —más bien escaramuzas—, y de la importancia estratégica del enclave en aquella coyuntura (rebelión de las Alpujarras, Liga Santa), proporciona además cierta información sobre el aspecto del maestre (“hombre de cuerpo grande”) y sobre su personalidad, quizá edulcorada: alegre, valeroso, buen anfitrión (en la a veces llamada “corte chica”, a la que acudió, por ejemplo, Juan de Austria), campechano, devoto (celebraba, durante sus cabalgadas contra los moros, misas de campaña); y, aunque tal vez algo avaricioso al repartir el botín, gran limosnero.
Favoreció en particular a una casa de jesuitas, cuya presencia allí solicitó a Francisco, ya entonces —desde 1565— general de la Compañía (Galcerán admiró a su medio hermano en su viaje vocacional y su carrera eclesiástica, y mantuvo con él, siempre, correspondida relación personal o epistolar).
Galcerán permaneció en África cuatro años y medio aproximadamente, hasta diciembre de 1571. Y fue a su regreso cuando debió enfrentar la que tal vez fue su más cruda experiencia, reo de la inquisición desde 1572 acusado de sodomía. El proceso, en el que le fueron atribuidos rasgos de carácter que parecen entrar en contradicción con los antes descritos (recio, altivo, dominador, desenfrenado, vicioso), es también relativamente conocido; y con él, tanto lo creíble del cargo como su dimensión de “tentativa de eliminación política” del acusado, quien fue denunciado por viejos enemigos —tal vez sobrados de motivos para el resentimiento— que vieron la ocasión de reverdecer los sucesos de los años cincuenta para tomar venganza y protestar además su relegación en la Orden y otros litigios. Eran un Centelles y un Pardo de la Casta (el mismo Jerónimo, que vivió hasta 1576). Imputaban a Galcerán no sólo el delito, sino otorgar hábitos y encomiendas a plebeyos a cambio de favores sexuales.
Pero más allá, fue al parecer el propio Felipe II quien decidió el procesamiento, pese a la alcurnia del incul pado y sus desesperados intentos por eludir la jurisdicción del Santo Oficio apelando a su condición de dignidad eclesiástica en cuanto maestre: Su Majestad habría visto probablemente en el escándalo un resquicio abierto en su pretensión de incorporar Montesa.
La sentencia, leída a fines de 1575, iba a ser relativamente leve: diez años de reclusión en el castillo de la Orden, que el condenado, además, quebrantó (se le sabe, por ejemplo, en compañía de los jesuitas de Gandía). Pero Felipe II no desaprovechó la oportunidad que la situación le brindaba.
Propició para ello visitas desde Calatrava (la de 1573 intentó poner orden en Montesa y recopiló para ello las que acabaron siendo sus más conocidas Diffiniciones), y emprendió gestiones secretas en Roma a partir de —cuando menos— 1576, por mediación de sus sucesivos embajadores Juan de Zúñiga y el conde de Olivares. En aquellos tanteos se especuló con el carácter de la incorporación —temporal, perpetua— y se esgrimió el candente argumento de la defensa del Mediterráneo en la lucha contra el turco.
Sin embargo, nada aún se había conseguido cuando una nueva acción del maestre pudo dar un giro inesperado al asunto. Intentó Galcerán, ni más ni menos, que el Capítulo de 1583 aceptara a su único hijo legítimo, Juan de Borja Manuel (a la sazón con veintitrés años y a quien había promocionado ya a la encomienda mayor), como su sucesor en el maestrazgo de la Orden de Montesa. Los caballeros y clérigos, que habrían soportado ya otras muchas imposiciones del maestre, se opusieron con rotundidad esta vez. Poco tiempo después, y presumiblemente por despecho, Galcerán podría haber comenzado a negociar con Su Santidad y con el Rey la incorporación perpetua del maestrazgo.
El proceso que condujo finalmente a materializarla —lo fue al cabo a la Corona de Aragón, como es sabido— esconde todavía sombras. Hubo negociación, pero sólo se conoce la que se produjo después de que hubiera sido dictada la preceptiva bula papal (1587 —pospuesta su ejecución hasta después de la muerte del maestre—), no la que debió tener lugar antes de aquel hito. En un ya antiguo estudio se habla de la estancia en Roma de Galcerán entre el Capítulo de 1583 y la promulgación del breve, pero sin aportar testimonios ni fuentes. En la posterior transacción —contra Felipe II—, Pedro-Luis debió renunciar a su ambición máxima (un capello, con buena renta y sin obligaciones, “que es lo que a mí me estaría mejor, por ser cosa perpetua”), pero obtuvo otras: un cargo relevante y dos encomiendas, una para Juan de Borja Manuel (señalada: la mayor de Calatrava) y otra para un nieto cuando lo hubiera en edad.
Las desgracias familiares se abalanzaron entonces sobre el maestre. En septiembre de 1588 moría su hijo, en Madrid, con veintiocho años. La tragedia se añadía a la pérdida de su siempre solidaria esposa —y no es gratuito resaltarlo— dos años antes, y vino seguida de inmediato del fallecimiento del último de sus tres nietos legítimos, todos muertos niños. Se impusieron modificaciones: el propio Galcerán podía disfrutar de la encomienda mayor de Calatrava y disponer de ciertas rentas para después de sus días (con las que posiblemente acalló la oposición a la incorporación entre los caballeros de Montesa), renunciando a la segunda.
Por fin, el 14 de octubre de 1590, el maestre fue nombrado virrey y capitán general del Principado de Cataluña y ducados de Rosellón y Cerdaña.
Tenía para entonces sesenta y dos años, y la salud quebrada. Antes de ocupar su nuevo destino en el real servicio viajó desde Madrid a Valencia, Gandía y Montesa, para llegar a Barcelona en la primavera de 1591. Apenas un año más tarde, el 20 de marzo de 1592, viernes santo, falleció. Sus restos, conforme a su mandato, fueron trasladados a Gandía para recibir sepultura en el panteón familiar, en la Santa Iglesia Colegial de la ciudad ducal.
Le sobrevivió tan sólo un hijo ilegítimo, Pedro-Luis de Borja, que tuvo en edad ya muy avanzada (1588) de su relación con Mencía Jofré y de Almunia, hermana de un caballero de la Orden, a la que dotó con generosidad de sus rentas póstumas; fue, también, caballero profeso de Montesa, y por ella comendador de Benasal primero y de Onda más tarde. La línea se extinguió a la muerte sin descendencia de un hijo de éste, Pedro de Borja y Peralta, comendador que fue también de Benasal. En cuanto al estado de Navarrés, del que Juan Manuel de Borja fue por un tiempo segundo marqués, pasó a manos de una hermana entera del maestre, Magdalena Clara de Borja.
Los tratadistas montesianos (Samper) y los autores de obras rendidas a las virtudes de la Monarquía y la nobleza valoran la figura de Galcerán y su gestión al frente de Montesa, “aunque a tan tierna edad suelen ser muy peligrosos los gobiernos”; incluso (o precisamente por ello) cuando con él se extinguieron, mediante la incorporación, los maestres: “En noticia de buenas letras, comprehensión de negocios e inteligencia de todas las materias, nadie llevó ventajas a nuestro maestre, porque fue de los prelados que más lugar y estimación tuvieron con sus reyes”; sobre su personalidad interesa una perfecta síntesis de lo apuntado: “si bien el maestre era de fuerte condición, por otra parte era el mas blando y suave cavallero”. También lo ensalzó Diego Suárez. Fue persona instruida, implicada en los asuntos entonces candentes (con relación, por ejemplo, con Bartolomé Carranza), poeta (copia de alguna de sus octavas reales puede todavía consultarse entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional de España), glosado por Cervantes (en el sexto libro de su Galatea), y mecenas (de, por ejemplo, el matemático y poeta frey Jaime Juan Falcó, a quien hizo comendador). Pero su actuación cuenta también desde antiguo con detractores, como Josep de Villarroya, ministro de Carlos III en Valencia, quien le acusó —acaso con una cierta exageración interesada, pero también con información precisa— de haber esquilmado el patrimonio de la Orden en beneficio propio sin consideración ninguna (o a cambio, sólo —añado—, de ciertas reliquias, como la de la cabeza de San Jorge, llevada al convento de Montesa desde Portugal). No hay duda, desde luego, que debió ser personaje singular, de vida intensa y trufada de aventuras y experiencias (de conflictos al cabo). O, como dijo también Samper, “uno de los sujetos más noticiosos que de su profesión hubo en aquel tiempo”.
Sólo se conservan, que se sepa, algunos versos (octavas reales) manuscritos, en copia de otra mano y letra del siglo XVII.
Obras de ~: [octavas reales], Biblioteca Nacional de España (BNE), ms. 3968, Cancionero, págs. 137 y ss.
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Fernando Andrés Robres