Afán de Ribera, Pedro. Marqués de Tarifa (II), duque de Alcalá de los Gazules (I). Sevilla, c. 1508 – Nápoles (Italia), 2.IV.1571. Virrey de Cataluña y de Nápoles, destacado gobernante del reinado de Felipe II.
Hijo de Fernando Afán de Ribera y de Inés Portocarrero, Pedro Afán de Ribera nació en Sevilla hacia 1508. Aunque hijo de un segundón, pertenecía a un gran linaje andaluz que se gloriaba de descender de la casa real de Trastámara, de los Ribera gallegos y los Mendoza castellanos, y al que estaba vinculada, entre otras, la dignidad de adelantado mayor de Andalucía.
En 1539 la muerte sin herederos legítimos de su tío Fadrique Enríquez de Ribera, I marqués de Tarifa, le proporcionó un gran patrimonio. Entre los escasos datos conocidos de sus primeros años puede deducirse un temprano interés por las letras del que daría pruebas teniendo como secretario a Francisco de Medina, miembro del círculo de humanistas sevillanos al que pertenecían Juan de Mal Lara y Fernando de Herrera. Antes, Pedro Mexía le dedicó sus famosos Diálogos y Francisco de Thamara su traducción de los Apotegma de Erasmo. Fue también amigo de los canónigos Egidio y Constantino Ponce de la Fuente, luego condenados por la Inquisición y a quienes pidió consejo para encauzar la educación de su hijo natural, el futuro san Juan de Ribera, cuyo papel decisivo en la aplicación de la Reforma Católica en Valencia a raíz del Concilio de Trento puede interpretarse en relación con análogas actuaciones de su padre como virrey de Nápoles. Casado con Leonor Ponce de León, hija del marqués del Zahara, Pedro Afán la repudió alegando su presunto adulterio con el duque de Medina Sidonia. La negativa de Pedro a aceptar la mediación del soberano para evitar el escándalo habría podido influir, según algunos, en el aún príncipe Felipe para recomendar a Carlos V su marcha a Cataluña como virrey, aunque esta decisión se enmarca en el relevo faccional que estaba produciéndose tanto en la Corte como en el gobierno de los territorios.
El nombramiento del noble sevillano para dirigir el gobierno del Principado fue resultado de la profunda renovación de los principales oficios de gobierno desencadenada por la lucha de facciones que acompañó a la lenta sucesión del Emperador por su hijo.
El hecho más relevante del cambio generacional entonces operado se produjo en 1554 con la marcha a la Corte en Bruselas del discutido gobernador de Milán, Ferrante Gonzaga, coincidiendo con el traspaso del estado lombardo al príncipe y nuevo rey de Nápoles e Inglaterra. El relevo del gobernador desató las ambiciones de varios nobles y altos oficiales en otros territorios, como Cataluña, cuyo virrey Juan Fernández Manrique de Lara, marqués de Aguilar de Campoo y conde de Castañeda, había muerto en octubre de 1553 tras ocupar el cargo durante diez años. Poco después el castellano de Milán Juan de Luna solicitó que se le concediera el gobierno del Principado. Sin embargo, el príncipe Felipe apoyó el nombramiento en 1554 de Pedro Afán de Ribera, al que antes había propuesto para el gobierno de Milán. La voluntad de Felipe II de imprimir un giro al gobierno de la Monarquía respecto a los criterios seguidos en la época del Emperador se reflejó en el ascenso de la facción de Ruy Gómez de Silva entre 1554 y 1555, cuando, al tiempo que Pedro Afán de Ribera, amigo de aquél, era nombrado virrey de Cataluña, su gran adversario el duque de Alba se veía alejado de la Corte al asumir el gobierno de Nápoles y Milán, mientras que su suegro, Diego Hurtado de Mendoza, duque de Francavilla, ocupaba el virreinato de Aragón.
En Cataluña se identificaría el gobierno del marqués de Tarifa (1554-1558) con el inicio un comportamiento hostil del virrey frente a los privilegios del Principado. En esos años Fernando Folch de Cardona, duque de Soma y gran almirante del reino de Nápoles, empezó a erigirse en intérprete del descontento de las elites catalanas. En 1554 los diputados de las Corts lo eligieron, junto al conseller en cap, como embajador para protestar ante Afán de Ribera por la orden dictada por éste para abatir los castillos nobiliarios que brindaban refugio a los numerosos bandoleros de la región. Aunque la respuesta de la princesa Juana, regente de los reinos españoles, fue entonces favorable a la protesta, Ribera prosiguió una enérgica campaña para restaurar la seguridad. Como reflejo de esas tensiones, todo el mandato estuvo caracterizado por conflictos ceremoniales con las autoridades locales, desde el planteado ya entre las autoridades civiles y eclesiásticas con motivo de la entrada del nuevo virrey en Barcelona el 11 de abril de 1554 hasta el que estalló en junio de 1555 al protestar los consellers por la imposición del ofrecimiento de las varas del palio. Una epidemia de peste brindó al virrey la ocasión para prohibir, por un bando del 23 de septiembre de 1557, la celebración de torneos en Barcelona y las consiguientes reuniones de público, señaladamente aristocrático, que con tal motivo tenían lugar. Asimismo, Pedro mostró especial diligencia en la continuación de las nuevas murallas de la Ciudad Condal, causa de continuas tensiones con el municipio, y de la mejora de los caminos, que mandó reparar también en 1557 para garantizar el abastecimiento de trigo a la capital desde el valle de Urgell.
El paso del noble andaluz a Nápoles se insertó en una de las más decisivas reorganizaciones de los gobiernos virreinales. Ya en 1557 se produjo el relevo en Sicilia, con la sustitución de Juan de Vega por el IV duque de Medinaceli, otro destacado amigo de Ruy Gómez. En 1558, al tiempo que se nombraba a Gonzalo Fernández de Córdoba, III duque de Sessa, gobernador de Milán, Pedro Afán de Ribera, recompensado ese mismo año con el título de I duque de Alcalá de los Gazules —primero de los otorgados por Felipe II, aún en Bruselas— accedía al cargo de virrey de Nápoles. De esa forma, se promocionaba a tres grandes de España que ostentaban el título ducal en el entorno de Ruy Gómez: Medinaceli, Alcalá y Sessa, en una clara muestra de la castellanización perseguida por el monarca en el gobierno de Italia. El nuevo duque de Alcalá se vio favorecido por su amistad con el poderoso privado que estaba desplazando a los allegados del duque de Alba. Al igual que otros grandes, Pedro Afán mantuvo un contacto directo con la Corte gracias a la estratégica situación de algunos parientes, como su primo el II marqués de Malpica, Francisco de Ribera, casado a su vez con la hija del hermano menor del virrey, Fadrique Enríquez de Ribera, que era mayordomo del Rey desde 1559 y en 1571 sería nombrado I marqués de Villanueva del Río.
En 1559 el inicio efectivo del gobierno de Pedro Afán en Nápoles —donde fue objeto el 12 de junio de un solemne recibimiento en el puerto— coincidió con un momento de reorganización general de la Monarquía y del reino tras las graves convulsiones de los años anteriores, formalmente terminadas con el reconocimiento de la hegemonía española en Italia por parte de Francia que sancionó el tratado de Cateau-Cambrésis y en un nuevo marco político reflejado por la consolidación del Consejo de Italia, el regreso de la Corte a España y la visita de Gaspar de Quiroga a Nápoles, que se prolongaría hasta 1564. Las famosas instrucciones —públicas y secretas— firmadas por Felipe II en Bruselas el 10 de enero de 1559 para Pedro Afán constituyen un manifiesto de las intenciones regias para la administración de uno de sus principales territorios. Al principio del documento el Monarca se refería a las causas de su nombramiento: “conociendo en vos la Casa de donde venís y la lealtad de vuestros passados” y “considerando asimismo el cuidado y diligencia con que havéis gobernado y conservado el nuestro principado de Cataluña”.
Frente a las restricciones impuestas por el Monarca, el duque de Alcalá intentó mantener el amplio margen de maniobra del que habían disfrutado sus predecesores, sobre todo durante el gobierno de Pedro de Toledo, y defendió su capacidad de disponer de diversos cargos y oficios, así como de la concesión de gracias y mercedes que juzgaba necesarias para su reputación y autoridad. En mayo de 1562 el virrey envió desde Nápoles a su hermano, Fadrique Enríquez de Ribera, para que expusiera en la Corte un detallado memorial sobre unas atribuciones vitales para garantizar su extensa red de amistades y clientes en una sociedad política como la napolitana, sacudida por complejas divisiones nobiliarias y de facción. Las irregularidades de Alcalá habían dado lugar a graves acusaciones del lugarteniente de la Cámara de la Sumaria, Hernando de Ávalos de Sotomayor, que convirtió la venta de oficios en el eje de sus denuncias contra los abusos virreinales, entre los que figurarían el gusto desmedido por el juego y las mujeres, tópicos recurrentes de las críticas contra el comportamiento de los virreyes. Mayor gravedad revestía la denuncia del enriquecimiento fraudulento del virrey pues, gracias a las ventas de oficios, éste obtenía el doble de ganancias que con su salario anual. Para acallar las críticas Alcalá mantenía una red de agentes y sobornos según Ávalos, que pidió insistentemente al monarca la inmediata sustitución del virrey y propuso diversos expedientes legales y administrativos para controlar la labor de su sucesor.
Esas denuncias fueron contrarrestadas por Alcalá en su correspondencia con la Corte, tachando a Ávalos de parcial y desequilibrado. De hecho, la gestión del noble andaluz se vio confirmada por Felipe II, que —frente a los efímeros gobiernos de sus inmediatos predecesores en la década de 1550— lo mantuvo en el cargo hasta su muerte.
Uno de los temas más relevantes de su mandato fue el planteado por las contradicciones de la ampliación urbanística iniciada por Pedro de Toledo. Éstas emergieron en las discusiones sostenidas a comienzos del reinado de Felipe II por las máximas instancias de poder en el reino, desde el mismo soberano hasta el virrey y el Consejo Colateral, alarmados por la creciente inestabilidad de la que era ya una de las dos mayores ciudades de Europa. En 1559 y 1560 se produjo una grave carestía y la hambruna estalló en la capital, donde afluyeron numerosos habitantes de las empobrecidas provincias, al igual que sucedería en 1565 y 1570. A ello se sumaría una sucesión de terremotos —en mayo de 1560 en Apulia, en julio de 1561 en Lucania, en agosto de ese año en Vallo di Diano y en junio de 1570 en Pozzuoli— y epidemias en la propia Nápoles, entre el otoño de 1562 y el invierno de 1563. Para paliar la crítica situación alimenticia de una población cada vez más superpoblada el nuevo virrey apoyó desde el principio la creación municipal de un recinto de socorro en San Gennaro Extra Moenia, con el asesoramiento del grassiere Alonso Sánchez, marqués de Grottola, al tiempo que planteaba soluciones más ambiciosas.
Al inicio de 1560 Pedro Afán escribió al Monarca que “Dendel principio que vine a este reyno entendí assí por relación de diversas personas platicas y de experiencia come de lo que yo mismo he andado considerando, que una de las cosas en que se devía poner alguno remedio era el crescimiento desta ciudad y que convenía dar orden a que no fuesse en libertad de cada uno poder venir a abitar en ella sin licencia...”. La respuesta del Rey se hizo eco de las preocupaciones de su representante pero indicó también los inconvenientes que la medida radical propuesta por el virrey podría tener en el conjunto de la estructura jurídica y económica del país, sostenida en un complejo sistema de equilibrios. Por ello, Felipe II remitió la decisión final a un estudio más minucioso por parte del Consejo Colateral.
Uno de los principales miembros de éste, perteneciente a la generación de agentes de la administración formada bajo Pedro de Toledo, el regente de la Cancillería Girolamo Albertino, redactó un memorial donde, tras reconocer la consistencia de las razones aducidas por el duque de Alcalá para limitar el crecimiento de la capital, profundizó en los inconvenientes ya señalados por el Rey. Sus opiniones reflejan la continuidad de los problemas y criterios del período toledano durante el reinado de Felipe II. Sin embargo, en contraste con la cautela inicial, la respuesta de Felipe II fue contraria a las propuestas de Albertino. En 1564 el soberano sugirió al duque de Alcalá otras alternativas, aún más radicales que la propuesta por éste, como trasladar por un tiempo la residencia virreinal y los altos tribunales del reino a otra ciudad, quitar las exenciones fiscales a los residentes en la nueva zona ampliada por Pedro de Toledo, incluso reconstruyendo las antiguas murallas abatidas por éste en el límite de la ciudad primitiva, o expulsar a los recién llegados y erigir nuevas fortalezas para afrontar posibles rebeliones.
Sin embargo, se optó por continuar las obras en el nuevo trazado toledano, empezando por la misma Vía Toledo, en la que al menos entre 1564 y 1569 se acometieron nuevas labores. Ni siquiera las medidas para impedir más construcciones en el recinto amurallado, culminadas en un famoso bando del duque de Alcalá en 1566, después de esa larga polémica teórica y legal, pudieron frenar el crecimiento de la capital. La prohibición de Pedro Afán, que responde a la difusión de legislaciones similares en París y otras grandes ciudades, tendría que ser reiterada por virreyes posteriores. Con todo, el duque de Alcalá sostuvo una visión coherente de la capital y su relación con el territorio, a partir de la plena conciencia de unos problemas técnicos y económicos que —al igual que hiciera en Barcelona— intentó paliar potenciando el puerto con fines tanto militares como comerciales y ceremoniales —simbolizados por la erección de la monumental fuente dei Quattro del molo, terminada en 1562 por los escultores Annibale Caccavello y Giovanni Domenico d’Auria—, así como impulsando, con desiguales resultados, las obras de canalización —con el concurso de ingenieros como Pietro Antonio Lettieri y Pedro Juan de Lastanosa— y, sobre todo, la construcción de caminos para facilitar el abastecimiento.
El virreinato del I duque de Alcalá se vio condicionado por el papel primordial de Nápoles en la preparación de la guerra contra el turco que había de culminar en la campaña de Lepanto, como se puso de manifiesto ya durante las complicadas negociaciones que llevaron a la formación de la Liga Santa, desarrolladas en la Corte pontificia y en Madrid. La evolución de las tratativas fue seguida con particular atención desde la Corte virreinal y los intereses napolitanos condicionaron su desarrollo, del mismo modo que el conjunto de la labor de gobierno de Alcalá estuvo determinado por el reforzamiento del reino y su capital como gran base naval del Mediterráneo.
En ese sentido destacó una intensa actividad constructiva, con la continuación de la fortificación de las costas iniciada bajo Pedro de Toledo y la generalización de un sistema de torres vigías que debían blindar la frontera marítima en conjunción con el relanzamiento de la construcción naval para asegurar una flota capaz de responder a las necesidades del reino y a las eventuales ofensivas de la Monarquía.
También de modo similar a como Toledo había acostumbrado responder a las críticas de sus adversarios, en 1562 Scipione Ammirato afirmó haber compuesto una empresa para el duque de Alcalá “a guisa di nuovo Ercole per abbatere i mostri, che sono gli huomini scelerati et perturbatori della comune quiete”. El mismo poeta le dedicó un epigrama en el que le otorgaba al título que solía asociarse con Trajano —cuyas cenizas, según la tradición, habría hecho trasladar el duque a su Sevilla natal—, Optimum Principem y en 1565 se acuñó una medalla con el retrato del virrey, la imagen de Astrea y la inscripción terras revisit. De hecho, la energía del I duque de Alcalá puede considerarse una continuación de la de Pedro de Toledo —al que, como a otros virreyes, solía asociarse también con el regreso de la diosa de la justicia—, tanto en sus criterios políticos, administrativos y de orden público —sobre todo contra un bandolerismo ya endémico— como religiosos. Éstos provocaron fuertes tensiones con el pontífice por la defensa de la jurisdicción real según los criterios de Felipe II —hasta llevar al Papa a amenazar con excomulgar al virrey en 1564—, oponiéndose a la aplicación en el reino de la polémica bula In Coena Domini. Todo ello no impidió que el duque de Alcalá aplicara las directrices más rigoristas de la Reforma católica sancionada en Trento, que darían lugar a la extrema dureza de la represión de la herejía valdense en Calabria en 1561 —ejecutada por el gobernador de la provincia, Marino Caracciolo, marqués de Bucchianico, el comisario especial Ascanio Caracciolo y nobles locales como Salvatore Spinelli, de acuerdo con las instrucciones virreinales—, así como a los procesos que terminaron con la quema de los presuntos protestantes Giovanni Bernardino Gargano y Giovanni Francesco Alois en la capital en marzo de 1564. Fue entonces cuando se generalizó la oposición a la presunta intención virreinal de introducir la Inquisición española, como ya había sucedido en Nápoles bajo Pedro de Toledo en 1547 y, recientemente, en Milán bajo el III duque de Sessa. A la protesta formal del seggio de Capuana en mayo sucedieron incidentes que llevaron al duque de Alcalá a recluirse en Castel Nuovo aunque, finalmente, consiguió negociar con las elites capitalinas y evitar una nueva rebelión renunciando a toda intención inquisitorial y respaldando el envío a la Corte de una legación dirigida por el teatino Paolo d’Arezzo que un año después consiguió de Felipe II el compromiso de no volver a intentar introducir el odiado tribunal español en el reino. Pese a todo, se producirían tumultos ante nuevos rumores inquisitoriales en 1566 y 1569, que hicieron necesario movilizar las tropas españolas de la capital en momentos de alarma general en la Monarquía por la posible difusión de la revuelta flamenca.
Tampoco faltaron los episodios de represión contra miembros de la alta nobleza, que tanto habían caracterizado al gobierno de Pedro de Toledo, de acuerdo con un afán por disciplinar el comportamiento nobiliario que venía a unirse a los más estrictos criterios de la moral contrarreformista. Un caso significativo en ese sentido es el del príncipe de Scalea, Giovanni Battista Spinelli, que en 1568 fue desterrado de Nápoles bajo la acusación de “libertinaje”. En ese año el gobierno de Alcalá había alcanzado una plenitud atestiguada por las numerosas estelas conmemorativas erigidas en todo el reino que llevó al virrey —aquejado por la gota y ansioso por coronar su carrera ascendente con un puesto en la Corte con el apoyo de Ruy Gómez en unos momentos en los que el duque de Alba se hallaba alejado en Flandes—, a pedir su sustitución, finalmente denegada por Felipe II. Con ese motivo el humanista Juan de Verzosa, encargado del nuevo archivo de la embajada española en Roma, dedicó a Pedro Afán una epístola latina donde se hacía eco de sus principales realizaciones, presididas por los dos principios habituales de las obras públicas y la imposición de la justicia, así como de la liberalidad aristocrática, para acabar refiriéndose a los dominios andaluces que hacían suspirar al virrey por el regreso a España. Sin embargo, Pedro no pudo volver a Sevilla y murió el 2 de abril de 1571 en el palacio virreinal de Nápoles, donde se oficiaron solemnes exequias. El 9 de abril, en presencia del presidente del Sacro Regio Consiglio Giovanni Andrea de Curtis, del regio consigliere Jerónimo Morcat, del mayordomo del virrey Baltasar de Torres y de otros ejecutores testamentarios, el notario Giovanni Battista Pacifico redactó el inventario de los bienes de Pedro Afán que se encontraban en sus apartamentos de Castel Nuovo. Ante todo, se dejó constancia de los numerosos objetos de plata, así como de las ropas, tapices, armas y joyas, contenidos en sesenta y cinco cajas. El orfebre Leonardo de Zucchis tasó las piezas que contenían metales o piedras preciosas y registró los temas figurados y el valor de su factura. Sólo el primer servicio de platos y vasos de “argento lavorato de Spagna” mencionado en el documento se componía de doscientas treinta y nueve piezas, con un peso total de más de cuatrocientas quince libras. Se contaban otras vajillas de “argento lavorato de Napoli” y de “argento lavorato de Alemagna”, así como numerosas piezas de porcelana y de vidrio blanco de Venecia y Alemania con el escudo de los Enríquez-Ribera y los Portocarrero-Ribera. La segunda parte del inventario se dedicó a una infinidad de jarras, frascos, copas, candelabros y fuentes de plata maciza, cuya calidad artística revelan las someras descripciones. Junto a ellos, especial atención se dedicaba a los ornamentos ecuestres, así como a las armas, entre las que destaca una “spada moresca a l’antica con lo manico d’oro massiccio lavorato et smaltato...” que el virrey, muerto sin hijos legítimos, legó expresamente a su hermano y sucesor en el ducado de Alcalá. Feliciano de Figueroa, procurador de éste y los otros herederos —la marquesa de Vilanova, María Enríquez, el patriarca de Alejandría y arzobispo de Valencia Juan de Ribera, y el prior del monasterio sevillano de Santa María de Las Cuevas, Fernando Pantoja—, recibió los bienes para su traslado a España.
Una tradición posterior afirmaría que Pedro Afán había encargado la realización de un suntuoso sepulcro de mármol, con arreglo al gusto napolitano, al escultor Pietro della Prata y, al no satisfacerle el modelo presentado por éste, al más famoso Annibale Cacavello, quien realizaría un monumento en el que figuraban la Virgen con el Niño, San Juan Bautista y Santiago, que sería finalmente enviado a España.
Sin embargo, tales noticias no se ven confirmadas por otros testimonios. De hecho, el virrey ordenó en su testamento que debía ser enterrado bajo una “cubierta de bronce” en la cartuja sevillana de Santa María de las Cuevas, fundada por sus antepasados y donde se hallaba el panteón familiar, por lo que, tras su llegada a Sevilla en 1573, su cuerpo se depositó en ese lugar bajo una lauda sepulcral encargada por su hermano y heredero Fernando Enríquez de Ribera al escultor Juan Bautista Vázquez el Viejo y el fundidor Bartolomé Morel, con arreglo a una traza previa, quizás una pintura o un dibujo. El difunto, representado a tamaño natural, aparece vestido con una rica armadura de gala y sujetando en las manos el yelmo y la espada como atributos de su condición de capitán general. Es posible que esa armadura fuera la misma que se conserva en el Museo del Ejército, aunque modificada por nuevas piezas en el siglo xix. Poco después de su llegada a Barcelona don Pedro Afán había encargado en Augsburgo una armadura para él y su caballo, en cuya barda figuraba su divisa, tomada de la que el I marqués de Tarifa había hecho poner en la portada de la Casa de Pilatos, por él reedificada: un tondo con un castillo de cuatro pisos derrumbándose y rodeado por una inscripción latina, inspirada en parte en el Salmo 127 y según la cual “Si el señor no edifica la casa, en vano trabajarán los que la construyen”. Si ese lema puede interpretarse como una referencia directa a las inquietudes constructivas del virrey, mayor sentido político presenta aún la tarja que, en la lauda sepulcral, sostienen dos putti bajo los pies de la efigie de Pedro, donde unos dísticos elegíacos en latín invitan a no lamentar la muerte de un caballero que veía prolongada su dicha en el más allá. En esa inscripción el I duque de Alcalá quiso dejar constancia del cursus honorum que había acrecentado su fortuna: tempore diverso duo amplissima regna rexit: barchinomen juvenis, parthenopemque senex.
La consagración de la inversión suntuaria como valor de representación vinculado a la perpetuación del linaje que refleja el inventario y el gusto clasicista de éste, confirmado por el sentido heroico de la imagen funeraria, respondían al mismo horizonte de magnificencia aristocrática plasmado en la decoración de la residencia que el I duque de Alcalá transformó en Sevilla. Allí un ala añadida al palacio mudéjar de la llamada Casa de Pilatos trasladó el esplendor de las villas napolitanas a un jardín arqueológico, rodeado por las logias trazadas por el arquitecto bresciano Benvenuto Tortello para albergar la colección de estatuas clásicas traídas de Italia por Pedro Afán, cuyo círculo humanístico en la capital partenopea, frecuentado por poetas y literatos como Bernardino Rota, Ferrante Carafa o Adriano Spadafora —del que adquirió su gran colección de antigüedades—, sería continuado en Sevilla por sus sucesores a través de una de las más brillantes academias literarias y artísticas en las que se gestaría el primer barroco español. La proyección urbana del circuito cortesano en el que se fraguó la reforma de la Casa de Pilatos tuvo su máximo exponente en la carrera del arquitecto Tortello, agente de confianza del virrey en Nápoles, donde había reformado otras residencias aristocráticas con arreglo al nuevo gusto por el jardín arqueológico. Tras instalarse en la capital andaluza en 1566 para realizar la ampliación del palacio del duque de Alcalá —así como la de su castillo de Bornos— en función de esos mismos cánones clasicistas, Tortello llegó a ser nombrado en 1569 maestro mayor de la ciudad y, hasta su regreso a Nápoles en 1571 —coincidiendo con la muerte del virrey—, se encargó de algunas de las obras sevillanas más emblemáticas, como la nueva Cárcel Real o el plan de renovación de las murallas —iniciativas que reflejan su experiencia napolitana—, así como de la dirección de las arquitecturas efímeras erigidas, según el programa del humanista Juan de Mal Lara, para la famosa entrada de Felipe II en 1570.
En Nápoles el I duque de Alcalá sería invocado como modelo aún en el siglo XVII, cuando Giulio Cesare Capaccio escribiría que “vivea con splendor grande, e con tanta magnificenza e costumi che tutti i Cavalieri Napolitani si teneano favoritissimi quando ricevea i figli per paggi a i quali tenea maestri di lettere, e di musica, di cavalcare, e d’ogni essercitio cavaglieresco”. De acuerdo con una constante aristocrática identificada de modo especial con el reino de Nápoles, don Pedro Afán cultivó el gusto por los caballos —que le llevaría a encargar una suntuosa caballeriza en la sevillana Casa de Pilatos— y los festejos, de los que dejaría testimonio Jerónimo de Contreras en su inédita novela de caballerías Don Polismán de Nápoles, escrita, según el autor, a instancias del propio virrey. La imagen del poder virreinal se vio consolidada bajo su gobierno, hasta llegar a proponerse como ejemplo idealizado para sus sucesores, a partir de la primacía de los valores familiares de la casa asociados a un saber de Corte que codificarían en 1585 Ferrante Carafa en sus Memorias —donde exaltaba la presunta actitud conciliadora de Alcalá hacia la nobleza, en contraste con el enfrentamiento vivido bajo Pedro de Toledo— y Cristóbal Suárez de Figueroa en su tratado Pusilipo. Ratos de conversación en los que dura el paseo, publicado en Nápoles en 1529 con motivo de la entrada de un sobrino de Pedro Afán, Fernando Enríquez de Ribera, III duque de Alcalá, como nuevo virrey. La energía en la imposición de la justicia y el ejercicio de las virtudes cortesanas, según esta obra, constituían el eje de una idea de gobierno identificada con Pedro Afán en una suerte de manual del perfecto virrey que volvía a aunar el servicio al linaje y a la Monarquía.
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Carlos José Hernando Sánchez