Cueva Enríquez, Baltasar de la. Conde de Castellar (VII). Madrid, 1626 – 1686. Virrey del Perú, caballero de la Orden de Santiago, fiscal del Real Consejo de las Órdenes, consejero del Real y Supremo Consejo de Indias, gentilhombre de Cámara, alfaqueque mayor y mariscal de Castilla.
Nacido en Madrid en 1626, hijo segundo de Francisco de la Cueva, VII duque de Alburquerque, y de Ana Enríquez, su tercera esposa. Fue bachiller y licenciado en Leyes y Cánones, y colegial del Mayor de San Bartolomé de Salamanca, del cual posteriormente fue rector. Contrajo nupcias con su prima Teresa María Arias de Saavedra, VII condesa de Castellar y marquesa de Malagón.
Tuvo una notable carrera en la Administración y en la Corte, y desempeñó también cargos diplomáticos.
En 1650 le fue concedida por el Monarca la silla de deán en el coro de Salamanca. Cuatro años después fue nombrado oidor de la Real Chancillería de Granada, y en 1659 fiscal del Real Consejo de Órdenes, dándosele además una encomienda de 3.000 ducados en América, de la que gozaría su madre. Fue también consejero del Real y Supremo Consejo de Indias, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara del Rey, alfaqueque mayor y mariscal de Castilla, alguacil mayor perpetuo de la ciudad de Toro y embajador en Venecia y en Alemania. En 1673 fue nombrado virrey del Perú y emprendió viaje desde la Península en ese mismo año. Llegado al istmo de Panamá procedió a examinar en Chagres el estado del presidio y las fortificaciones; luego se encaminó a Panamá, donde desarrolló algunas acciones gubernativas. Ya en esas iniciales etapas de su labor de gobierno mostró interés por dos asuntos que concentrarían su atención durante todo el mandato: la defensa del territorio virreinal y la recaudación fiscal. En cuanto a esto último, a su paso por Cartagena había puesto en efecto la disposición real para que se hiciera por contrata la recaudación del impuesto de la avería, que debía cobrarse en los diversos puertos; además, en Portobelo ordenó que se cobrasen y enviasen a España varias decenas de miles de pesos de los derechos de plata y frutos de la tierra de períodos atrasados que estaban pendientes.
Hizo su solemne ingreso en Lima el 15 de agosto de 1674, con una pompa y una riqueza mayores que en las entradas de sus predecesores. Recibió el mando de la Real Audiencia de Lima, que lo venía ejerciendo desde diciembre del año anterior, a raíz de la muerte del anterior virrey, el conde de Lemos.
Al igual que otros virreyes de aquel tiempo, el conde de Castellar manifestó especial preocupación por el estado de la escuadra virreinal. Así, dispuso la carenadura de las tres naves más importantes que la integraban, tras lo cual quedaron totalmente renovadas, a juicio de varios contemporáneos. Ante la posibilidad de ataques de corsarios, dispuso que todo barco mercante estuviera preparado para que se le instalara artillería de ser necesario salir a combate. Igualmente, envió pólvora y municiones a los puertos de Guayaquil, Valparaíso y Valdivia y estableció en quinientos el número de hombres que integrarían la guarnición del presidio del Callao. De todas esas plazas podría decirse que Valdivia, por su importancia estratégica, fue la que recibió mayor atención del virrey.
En efecto, envió allí artillería, arcabuces y mosquetes, al igual que cuatrocientos hombres en calidad de soldados, reclutados en Lima entre vagos y delincuentes.
Se construyó un importante baluarte de piedra, así como diversos almacenes y una embarcación de guerra.
En cuanto a los aspectos hacendísticos, el conde de Castellar se propuso disminuir gastos, recaudar efectivamente las grandes sumas que se debían al fisco, aumentar los montos de las remesas de dinero que se enviaban a la metrópoli y cumplir de modo puntual con las cargas impuestas sobre las Cajas reales.
A pesar de sus esfuerzos, la Real Hacienda no pasó por un buen momento durante su gobierno. Desde algunas décadas antes la remisión de metales preciosos del Perú hacia la metrópoli había sufrido una notable disminución. Sin embargo, en el tiempo de gobierno de este virrey se descubrió una defraudación de 400.000 pesos, en tanto que el déficit de las cuentas públicas seguía en aumento. Dispuso que se investigaran en detalle las cuentas de las diversas Cajas reales del virreinato. Especiales dificultades le pusieron los oficiales de la Caja de Potosí, al punto de que el virrey ordenó al presidente de la Audiencia de Charcas que se hiciera cargo personalmente del problema. Irregularidades de diverso tipo se detectaron en varias cajas, como, por ejemplo, el hecho de que un empleado de la Caja real de Lima había falsificado sistemáticamente las firmas del virrey y de su secretario en decretos y órdenes que suponían desembolsos de dinero.
Puso el virrey especial atención en el funcionamiento de la Caja real de Lima, que venía mostrando cuentas deficitarias, y tomó una serie de acciones para estar enterado de todos los detalles de su funcionamiento, ante la sospecha de otros fraudes.
En lo referido a los ingresos de la Real Hacienda, un hecho positivo fue el descubrimiento, poco después de la llegada al Perú del conde de Castellar, del mineral de Otoca en la provincia de Lucanas, cuya explotación empezó a rendir quintos a razón de 80.000 pesos anuales. Era muy consciente el virrey no sólo de la importancia fundamental de la producción de plata, sino también del crucial papel del azogue en ese proceso productivo. Así, dispuso la realización de importantes trabajos estructurales en el yacimiento productor de azogue de Huancavelica, acometiendo algunos muy difíciles y costosos que por esas razones habían sido postergados por algunos de los virreyes anteriores.
Fue enérgico en la exigencia del cumplimiento de las obligaciones de los agentes de la administración, lo cual en ocasiones tuvo positivos efectos en las arcas de la Real Hacienda. Por ejemplo, el virrey se enteró de que en varias provincias del Alto Perú muchos corregidores no se habían sometido a sus correspondientes juicios de residencia, y que tales irregularidades se venían sucediendo desde varios años atrás. En ese sentido, nombró comisionados para que procediesen a tomar esas residencias, y en el caso de que hubiera muerto alguno de los corregidores, para que las tomasen a sus fiadores. Todo ello supuso un considerable aumento de ingresos para el fisco.
En el desempeño gubernativo del conde de Castellar se advierte la tensión, en lo referido a la población aborigen, entre las necesidades de mano de obra de los españoles y el buen trato que se debía dar a los naturales. En varias oportunidades reprendió a corregidores y a curas doctrineros por excesos en los que habían incurrido al aprovecharse indebidamente del trabajo de los indios. El caso de los curas doctrineros le preocupó de modo especial, al punto de que en un despacho dirigido al Monarca en enero de 1675 denunciaba el espíritu de codicia que dominaba a muchos de ellos, especialmente a los frailes. Consideraba que esa situación la originaba, en buena medida, el sistema de provisión de las doctrinas, en virtud del cual la designación no recaía en el más virtuoso o capaz, sino en el que ofrecía la mayor contribución al correspondiente prelado.
El conde de Castellar prestó especial atención a la pacificación de regiones que tuvieran población aborigen en estado de rebeldía. En este sentido, se sometió a los indios uros en la zona del lago Titicaca, aunque por medios sumamente crueles. En lo referente a la ampliación del dominio territorial hispano, protegió las misiones que diversos religiosos habían emprendido en la selva, en especial jesuitas y franciscanos.
Uno de los aspectos más cuestionados del gobierno de Castellar fue su actuación con respecto a la provisión de corregimientos de indios. En la mayor parte de tales corregimientos, los nombramientos constituyeron atribución de la autoridad virreinal. La Corona consideró que, otorgando esa facultad al virrey, se lograría que dichos nombramientos recayeran en personas idóneas, al igual que en beneméritos que solicitaran alguna prebenda en retribución de los servicios de sus antepasados en el Perú. Sin embargo, el panorama que se presentó fue muy distinto, y el caso específico del conde de Castellar fue uno de los más escandalosos, en el sentido de que proveyó varios de los mejores corregimientos en favor de deudos, criados y allegados suyos.
En cuanto a los asuntos eclesiásticos, fue celoso en el cuidado de sus atribuciones como vicepatrono, fomentando además las misiones de jesuitas y franciscanos en diversos lugares del interior del virreinato, como Cajamarquilla, Tarma, Huánuco y Carabaya.
Por otro lado, autorizó el establecimiento en Chachapoyas de un hospital a cargo de los religiosos bethlemitas, y dispuso que los mismos religiosos se encargaran de los hospitales de Piura y Cajamarca; en este último se creó además una escuela de instrucción primaria.
Un dramático suceso fue el terremoto que asoló Lima el 17 de junio de 1678, causando terrible destrucción, y que debió de significar una gran frustración para el conde de Castellar, ya que había mostrado interés por el fomento de diversas obras públicas en distintas localidades del territorio virreinal.
Por ejemplo, construyó un gran puente de piedra en Urubamba, importante localidad cercana al Cuzco, en el denominado Valle Sagrado de los Incas.
Uno de los mayores problemas del conde de Castellar fue el enfrentamiento que tuvo con muchos de los comerciantes de la capital virreinal y con el propio Tribunal del Consulado. En efecto, durante su gobierno el comercio de Lima pasó por muy malos momentos, y no fueron pocas las quiebras que se produjeron.
Éstas fueron atribuidas a ciertos permisos que el conde había otorgado a diversos barcos para ingresar en el Callao con mercaderías procedentes de las costas mexicanas. Dado que el galeón de Manila llegaba a Acapulco, a raíz de esos permisos se vio en Lima gran abundancia de mercaderías chinas, a pesar de que estaba prohibida la introducción de artículos asiáticos y muy restringida la navegación entre el Perú y el virreinato de la Nueva España. La llegada de dichas mercaderías a Lima causó graves perjuicios a los comerciantes locales, por lo cual hicieron responsable al virrey de sus infortunios. Fueron tan fuertes las quejas presentadas en la Corte contra el conde de Castellar, que como consecuencia de ellas se expidió la orden real de su destitución. Sin embargo, debe también ponderarse el hecho de que el comercio de Lima tenía unas deudas atrasadas con la Real Hacienda que ascendían a 300.000 pesos y el virrey se había mostrado muy estricto en el requerimiento de su cobranza, lo cual debió de influir en la animadversión de ese sector hacia él.
En efecto, en junio de 1678 recibió el conde de Castellar la real cédula por la que se ponía término a sus funciones gubernativas en el Perú. Entregó el poder al arzobispo Liñán, se dispuso a escribir su memoria de gobierno y fue enviado a Paita, donde residió más de un año. Después vivió un tiempo en el pueblo de Santiago de Surco, fue absuelto en su juicio de residencia y se embarcó en el Callao, rumbo a España, en septiembre de 1681.
Murió en 1686, habiendo conservado el puesto que desde tiempo atrás tenía en el Consejo de Indias.
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José de la Puente Brunke