Antonio, Nicolás. Sevilla, 28/31.VII.1617 – Madrid, 13.IV.1684. Clérigo y padre de la bibliografía española.
Nació en el seno de una familia ilustre. Fueron sus padres Nicolás Antonio, administrador del Almirantazgo Real de Andalucía, y María Bernal o Bernat.
El ilustre bibliógrafo Gregorio Mayáns y Siscar, nacido para divulgar la memoria de los varones famosos y la exaltación de las letras, habiéndose propuesto publicar una Censura de las Historias, que el mismo Nicolás Antonio había dejado en fichas y que denominó de un modo coherente “fabulosas”, recogió muchos datos concernientes al bibliógrafo sevillano. Puede considerarse a Gregorio Mayáns como el primero en escribir un breve relato de la vida de Nicolás Antonio, que precedió a la edición de Censura de historias fabulosas que vio la luz en Valencia, en el año 1742.
En efecto, si hay alguna sombra de duda sobre el día exacto de su nacimiento, sí nos consta con certeza que recibió el bautismo de regeneración (según la expresión de la época), el 7 de agosto de 1617, como puede leerse en el registro de los bautizados de la iglesia sevillana del Sagrario, libro 28: “Lunes siete del mes de agosto de mil y seiscientos y diez y siete: yo el Mro Benito Fernández de Burgos, Cura del Sagrario de esta Santa Iglesia bauticé a Nicolás, Hijo de Nicolás y de Dña. María Bernal, su mujer. Fue su padrino Guillermo Ymeasel, vecino de esta Collación. fo. ut supra: Mro Benito Fernández de Burgos”. Según Mayáns, Nicolás Antonio nació el 31 de julio, pero Manuel Martí, deán de Alicante, erudito bibliógrafo a quien le cupo el trabajo y la gloria de revisar, corregir y ordenar el texto de la Bibliotheca Hispana Vetus para su publicación, nació el 28.
La infancia de Nicolás transcurrió en la ciudad hispalense en la que inició el aprendizaje de la Gramática y de las Humanidades en el colegio de los Padres Dominicos, dedicado a santo Tomás de Aquino.
Entre sus maestros se cita al sabio dominico Francisco Jiménez. Luego se entregó con entusiasmo al estudio de las artes liberales y de la Teología durante un bienio. Más tarde estudió cuatro cursos de Derecho Canónico como alumno de la Academia pública sevillana del Maestro Rodrigo de Santaella (vulgarmente del Maese Rodrigo). Concluidos los estudios de Derecho Canónico se trasladó a Salamanca en torno al año 1645, residiendo en dicha ciudad un cuatrienio dedicado al estudio del Derecho, obteniendo finalmente el título de bachiller en Derecho en 1649. Es probable que permaneciera más tiempo en Salamanca dedicado al estudio del Derecho Civil, lo que parece confirmar su obra De Exilio (sobre el destierro), publicada en Amberes, en la imprenta de Jacobo de Meurs (1649), pero escrita antes, pues en 1647 ya se le había concedido el permiso para su publicación. También lo refrendan otras obras, tales como: De libertis (Sobre los libertos) y Los Nombres propios de las Pandectas, que no continuó al percatarse de que ya había trabajado en esta materia el bibliófilo Antonio Agustín. Estas noticias y otras corroboran su dedicación al estudio utriusque iuris (de ambos derechos).
Durante su estancia en Salamanca conoció al entonces famoso Francisco Ramos del Manzano, catedrático y profesor primario de Jurisprudencia de aquella insigne universidad, quien más tarde sería preceptor del rey Carlos II que a su realeza añadía el título de conde de los Francos. Este dato nos lo ofrece el mismo Nicolás en el prólogo Sobre el exilio: “Tan pronto como comencé a dar a luz este tratado aún inmaduro y no de gran importancia volví a Salamanca [se entiende que desde Sevilla] junto a mi maestro D. Francisco Ramos del Manzano”, dato que reitera a lo largo de su obra.
De la breve biografía de Mayáns sobre Nicolás Antonio se deduce que destacó entre los muchos oyentes de la Universidad de Salamanca, hasta tal punto que en plena juventud publicó en Amberes la ya aludida obra Sobre el exilio en tres libros divulgados por doquier, que militó en el campo de la jurisprudencia a las órdenes de Francisco Ramos del Manzano, como afirma literalmente: “A tus órdenes como general de la primera legión”, dato recogido en Los Juegos Salmaticenses (edición dedicada a Ramos del Manzano, Salamanca, 1668, fol. Juego I, pág. 3).
Ya en su madurez conoció y mantuvo una sincera amistad con el cardenal José Sáenz de Aguirre, ilustre purpurado, apasionado por la bibliografía y la crítica literaria en el más amplio sentido de la palabra, quien en el decurso del tiempo se encargó de publicar la Bibliotheca Antiqua (Biblioteca Antigua), a su costa, cometido que encomendó a su bibliotecario Manuel Martí.
De vuelta a su ciudad natal y pensando en otras metas más importantes relativas a la historia y a la crítica literaria, alejado casi por completo de todo negocio mundano, pasó lo mejor de su vida dedicado al estudio en su retiro del Real Monasterio de San Benito de Sevilla, en donde dispuso de un gran número de libros pertenecientes a la biblioteca del padre Benito de la Serna, abad de ese monasterio, quien fue decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca, donde había adquirido una cierta fama como profesor de Sagrada Escritura.
En aquel apacible retiro, bien con los libros del monasterio o con los que buscó por todas partes, no sólo de los fondos de las bibliotecas de la ciudad hispalense sino con otros muchos traídos de todas partes y que iba comprando con sus pequeños ahorros, fruto de la austeridad con la que transcurría su vida, llegó a reunir unos treinta mil volúmenes. En este contexto, abandonando la idea de las Pandectas, decidió componer una extensa obra bibliográfica que por su envergadura habría de ser muy superior a todas las existentes. Nos referimos a la Bibliotheca Hispana Antiqua et Nova (Biblioteca Antigua y Nueva), en cuatro tomos, empresa hercúlea que acometió tras una ingente preparación y que abarca a todos los escritores españoles desde la época de Augusto hasta 1500 (Antigua) y desde 1500 hasta 1684 (Nueva), el año de su muerte.
Para llevar a cabo la obra estudió las bibliografías existentes, como la de Tomás Tamayo de Vargas, hagiografías como Anamnesis sive conmemoratio omium sanctorum hispanorum (Recuerdo o conmemoración de todos los santos españoles), y exploró múltiples bibliotecas, entre otras la de su amigo Juan Lucas Cortés.
Además mantenía correspondencia con bibliógrafos e historiadores tales como Diego José Dormer, arcediano mayor de Zaragoza, a quien pregunta qué crédito le merecía fray Miguel Polain de Santa Engracia, que se había ofrecido a Nicolás para suministrarle datos de los escritores aragoneses de la época.
En esta carta fechada el 7 de noviembre de 1680, afirma Nicolás: “Lo cual me sería muy grato, pero deseo saber si ese religioso es de tal curiosidad y puntualidad de quien podríamos fiarnos. Vmd me diga lo que siente y en lo que pudiere, ayúdeme, porque en esa ciudad [de Zaragoza] se imprime mucho y me falta la noticia de lo más moderno como también las correcciones y suplemento de lo que habré errado y dejado de decir de los antiguos”. Dormer, como atestigua el bibliógrafo Latassa, mantuvo una “estudiosa comunicación con el sabio Nicolás Antonio”.
El rey Felipe IV lo distinguió con el título de caballero de la Orden de Santiago. En 1659 llevó su obra aún inconclusa a Roma, adonde fue enviado por orden del Rey para hacerse cargo de los negocios de la Corona española en la ciudad eterna y en la curia romana, otorgándole el título de agente general de los asuntos de España en Roma. Además fue nombrado procurador privado del Supremo Dicasterio que entre nosotros se ocupa de las ofensas contra la fe, procurador del reino de Nápoles, del Ducado de Milán y de Sicilia, cargos que desempeñó con prudencia, integridad y sabiduría, gozando de la estima de los embajadores de su católica Majestad, Luis Ponce de León, Pedro de Aragón y de otros, quienes frecuentemente le invitaban a asistir a sus consejos privados.
Lejos del lucro y de la avaricia invierte su módico sueldo en la compra de libros y en dar limosna a los más necesitados. Para que aquel egregio varón no tuviera que vivir con tanta austeridad, el cardenal Pedro de Aragón, marqués de Astorga, pidió al pontífice Alejandro VII, a quien le unía una gran amistad, una canonjía de la iglesia hispalense. Efectivamente, Nicolás, que ya antes había sido distinguido por el mismo Papa con el cargo de racionero de la catedral de Sevilla, lo cedió al cardenal Pascasio (según otros, Pedro) aceptando como alternativa la canonjía, tomando posesión de la misma a finales de agosto de 1664.
Después de haber desempeñado el cargo de agente general en Roma durante casi veinte años, regresó a España llamado por el monarca Carlos II para tomar asiento entre los consejeros reales del Consejo Real del Fisco, antes llamado de la Cruzada, con el cargo de oidor, cometido que llevó a cabo brillantemente. Se dice que en uno de sus cofres se encontró un real diploma en el que se le nombraba consejero del Supremo Consejo de Justicia, pero lo cierto es que Nicolás no llegó a ejercer tal cargo, por motivos de humildad y sobre todo para disponer de más tiempo libre para el estudio, tomando sólo parte en el otro Consejo menos oneroso, hasta que le sobrevino la muerte, víctima de la epilepsia.
Falleció el 13 de abril de 1684.
Fue enterrado en la cripta del templo consagrado al Espíritu Santo, de la Congregación de los Clérigos Regulares Menores, con esta inscripción funeraria: “Aquí yaze D. Nicolás Antonio Cavallero/ que fue del Orden de Santiago, Canonigo/ de la Santa Iglesia de Sevilla, Agente/ General de S. M. en Roma y de su Consejo/ Oydor Fiscal en el Real de Cruzada./ Falleció en 13 de Abril de 1684./ A los 67 de edad”.
Así lo afirma Juan de Loaysa, canónigo sevillano y amigo íntimo de Nicolás Antonio, en el libro de las inscripciones sepulcrales de la santa iglesia de Sevilla (pág. 255). En cierto modo coincide con la inscripción el libro de cuentas del monasterio del Espíritu Santo de los clérigos Regulares Menores (pues la inscripción sepulcral ha desaparecido), en el que puede leerse: “En 15 de mayo de [1684] entraron seiscientos reales del nicho funeral y entierro de D. Nicolás Antonio Cavallero del Orden de Santiago del Consejo de Cruzada por orden del P. Felipe Grimaldo” (folio 37 b). Y en el folio 91: “En 16 de Abril de 1684 entraron setenta y seis reales de una Missa cantada con vigilia y doce Missas rezadas por D. Nicolás Antonio, de orden del P. Felipe Grimaldo”; como fue informado por el R. P. Miguel Enguid, prepósito provincial de los Clérigos Regulares Menores, en una carta fechada en Madrid el 28 de octubre de 1788.
Nicolás Antonio, aparte de los libros que con tanto dispendio había traído de Roma, no dejó ni riqueza ni bienes ni otros objetos de valor, sólo deudas. Tampoco los descendientes por parte de una hermana junto con sus herederos Adrián Conique y sus compañeros los canónigos salmanticenses, igualmente endeudados, de ningún modo pudieron publicar la segunda parte de la Biblioteca, es decir, la correspondiente a la Biblioteca Antigua, si bien lo intentaron en repetidas ocasiones y de muchas maneras. De modo que decidieron enviarla a Roma al cardenal José Sáenz de Aguirre si es que por su autoridad y a su costa se dignase publicar aquella obra que durante tanto tiempo había sido echada de menos por todos. Pues aquél, como amante de las letras y magnánimo con todos los eruditos y que tenía en gran estima la obra de Nicolás Antonio, a quien apreció encarecidamente y con quien mantuvo una frecuente correspondencia epistolar, tomó sobre sus hombros gustosamente esa carga. De esta manera sin escatimar trabajo ni dinero montó desde sus inicios una imprenta, acuñando letras griegas y latinas de varios formatos en diseños elegantes. Eligió como tipógrafo al veneciano Antonio Roslamino, maestro habilísimo que antes se había encargado de la edición de la Gran Colección de los Concilios de España en cuatro tomos, publicada por el mismo cardenal.
Para cuidar esta edición y preservarla de errores, nombró director de la misma a Manuel Martí, su bibliotecario, que tenía una singular formación grecolatina.
Realizó un trabajo perfecto corrigiendo y enmendando fielmente los dos volúmenes de la Biblioteca Antigua, añadiendo algunas notas marginales.
Así consta en “Algunos Avisos” que preceden a la edición romana.
En opinión de los bibliógrafos, y a pesar de haber transcurrido más de trescientos años desde su confección, la obra de Nicolás Antonio, especialmente la Biblioteca Nueva, pues la Antigua ha quedado ya obsoleta, sigue suscitando una justa admiración tanto por el número de autores que recoge —más de cuatro mil—, como por la exhaustiva erudición con la que describe su genealogía, obras, ediciones, avatares de cada uno y su época. Es tal el número de obras reseñadas, la lógica división que hace de las materias, la riqueza y profusión de datos bibliográficos, fruto de un enorme trabajo, que constituye un ejemplo magnífico de biblioteconomía para cualquier época. Esta obra bibliográfica no tiene par en Europa y desde luego en España, por eso justamente se ha otorgado a Nicolás Antonio el título de padre y fundador de la bibliografía española; de ahí que el Instituto de dicha disciplina del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, lleve su nombre. A pesar de las numerosas tentativas por superar la obra bibliográfica de Nicolás, sobre todo la Biblioteca Nueva, nadie ha sido capaz de continuarla ni de superarla. Es cierto que los especialistas en estas materias encontrarán errores, lapsus, imprecisiones, pero también es cierto que en su tiempo no podía darse el rigor científico actual, avalado por medios técnicos y electrónicos tan eficaces en la gestación de una bibliografía. Esos gruesos y elaborados volúmenes son el fruto de una sólida formación humanística, sensibilidad literaria, honestidad y coraje científico, con un sentido riguroso y crítico de la historia.
Hay dos rasgos que destacan fuertemente en la personalidad de Nicolás Antonio y que se traslucen a través de su obra: su espíritu liberal y antidogmático —como lo demuestra su lucha tenaz contra los falsos cronicones— y su ejemplar laboriosidad que le llevaba a lamentar la pérdida de las horas nocturnas que “son las exentas de toda diversión e inquietud”, afirmando que “tienen tiempo todos los que le quieren tener” y que “el ocio es la sepultura del hombre en la vida”.
Obras de ~: De exilio sive poena exilii, exulumque conditione iuribues (Sobre el destierro o el castigo del destierro y de la condición de los exiliados y sus derechos), Antwerpen, 1649; Bibliotheca Hispana Nova (Biblioteca Hispana Nueva), Roma, 1672 (reed. por T. Antonio, Madrid, 1788; Biblioteca Hispana Nueva, o de los escritores españoles que brillaron desde el año MD hasta el de MDCLXXXIV, dir. de la trad., revisor y coord. general de la trad. de la obra completa, M. Matilla Martínez, Madrid, Servicio de Publicaciones, Fundación Universitaria Española, 1999, 2 vols.); Bibliotheca Hispana Antiqua (Biblioteca Hispana Antigua), Roma, 1696 (reed. por Pérez Bayer, Madrid, 1788; Biblioteca Hispana Antigua o de los escritores españoles que brillaron desde Augusto hasta el año de Cristo de MD, dir. de la trad., G. de Andrés Martínez, Madrid, Servicio de Publicaciones, Fundación Universitaria Española [1998], 2 vols.); Censura de historias fabulosas, obra posthuma de [...] Van añadidas algunas cartas del mismo autor, i de otros eruditos, ed. G. Mayáns i Siscar, Valencia, A. Bordazar de Artazu, 1742 (Madrid, Visor Libros, 1999); Sobre los libertos, s. f. (inéd.); Censura de la pseudocrónica de Dextro y Julián, s. f. (inéd.); Correcciones de Rufo Festo Avieno, s. f. (inéd.); Notas y lecciones varias sobre los poemas de Eugenio de Toledo y Draconcio, s. f. (inéd.); Hermes Bíblico, s. f. (inéd.); Censura Universal sobre los Historiadores Griegos y Latinos, s. f. (inéd.); Reflexiones sobre la Historia Toledana del Conde de Mora, s. f. (inéd.); Dos itinerarios a través de España, s. f. (inéd.); Biblioteca Hispano- Rabínica, s. f. (inéd.); Adiciones a la Biblioteca Nueva de los Escritores de España, s. f. (inéd.).
Bibl.: F. Denis, P. Pinçon et de Martonne, Nouveau manuel de bibliographie universelle, Paris, Loret, 1857; J. Amador de los Ríos y Serrano, Historia crítica de la literatura española, Madrid, Imprenta de J. Rodríguez, 1861-1865, 7 vols.; M. Menéndez y Pelayo, La ciencia española: [polémicas, proyectos y bibliografía], pról. de G. Laverde Ruiz, Madrid, Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1887-1918, 3 vols.; K. Haebler, Bibliografía ibérica del siglo xv: enumeración de todos los libros impresos en España y Portugal hasta el año de 1500: con notas críticas, Den Haag, Martinus Nijhoff, 1903-1917; E. Juliá Martínez, “Del epistolario de D. Nicolás Antonio”, en Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo (Madrid), XII (1935), págs. 25-88; “Nicolás Antonio. Notas preliminares para su estudio”, en Revista de Bibliografía Nacional (RBN), III (1942), págs. 7-37; M. de la Pinta Llorente, “Un epistolario diplomático de D. Nicolás Antonio”, en RBN, VI (1945), págs. 11-50; V. Romero Muñoz, “Estudio del bibliófilo sevillano Nicolás Antonio”, en Archivo Hispalense (Sevilla), XII (1950), n.os 39-41, págs. 57-92, y XIII (1950), n.º 42, págs. 29-56 y n.os 43-44, págs. 215-244; N. Alonso Cortés, “Nicolás Antonio en Roma”, en Boletín de la Real Academia Española, XXXIII (1953), págs. 389-426; R. Jammes, “Études sur Nicolás Antonio comentateur de Góngora”, en Bulletin Hispanique (Bordeaux), LXII (1960), págs. 16-42.
Miguel Matilla Martínez