Ayuda

Pierre Roose

Biografía

 

Roose, Pierre. Amberes (Bélgica), 1586 – Bruselas (Bélgica), 27.II.1673. Consejero del Consejo de Flandes y Borgoña.

Miembro de una familia originaria de Harlebeke, en el condado de Flandes, que se estableció en Amberes en la década de 1570, se integró enseguida entre el patriciado urbano de la ciudad y llegó a ocupar un lugar destacado entre los círculos políticos mejor colocados (sus dos hermanos, Jean y Ambroise, mantuvieron representación habitual en el Magistrado, en los puestos de burgomaestre, pensionario y secretario), Pierre Roose se trasladó joven a la Universidad de Lovaina, donde cursó estudios de Historia, Filosofía y Derecho, obtuvo el grado de licenciado con la aclamación de Justo Lipsio y enseñó durante algunos años. En 1608, rechazó una Cátedra de Jurisprudencia en la Universidad de Dôle y se estableció en Bruselas para ejercer de abogado. No mucho después, en 1616, obtuvo una plaza de abogado-fiscal en el Consejo Superior de Justicia del ducado de Brabante, encargándose de defender los derechos y preeminencias del Soberano frente a quienes cuestionaban, lesionaban o trataban de usurpar su jurisdicción. Con esa plaza, prestó señalados servicios a los archiduques Alberto e Isabel durante los últimos años del régimen archiducal, que fueron premiados en la primavera de 1622, cuando se produjo una vacante en uno de los tres Consejos Colaterales de Bruselas, concretamente, en el Consejo Privado, que ostentaba, para el conjunto de provincias de los Países Bajos, prerrogativas similares a las acumuladas por el Consejo de Castilla para los territorios de la Corona castellana.

El compromiso de Pierre Roose con el nuevo régimen postarchiducal, a cuyo afianzamiento contribuyó decididamente en el curso de la década de 1620 como miembro del Consejo Privado, le valieron el título de consejero de Estado y, por tanto, entrada y voto en otro de los Consejos Colaterales —el Consejo de Estado—, a finales de diciembre de 1629. En ese momento, el régimen se enfrentaba a una grave crisis política sobrevenida tras las pérdidas de la plaza norbrabanzona de Bois-le-Duc, tomada por los holandeses mediado el mes de septiembre. La alta nobleza aprovechó la debilidad del gobierno, incapaz de organizar una defensa eficaz durante la última campaña, para afirmar su posición en ese nuevo régimen y Felipe IV y Olivares se apresuraron a tomar medidas que lo impidieran a medio y largo plazo. Una de esas medidas fue la llamada de un consejero flamenco fiable y cualificado a Madrid para tomar parte en la elaboración de las instrucciones de gobierno del cardenalinfante don Fernando, cuyo traslado a Bruselas, a fin de respaldar a Isabel y asumir sus responsabilidades de gobierno a título personal en un futuro no muy lejano, había sido decidido para atajar la crisis y reforzar la autoridad de la Corona. Roose fue el consejero elegido y viajó a Madrid a finales de diciembre de 1630.

Enseguida obtuvo una plaza en el Consejo Supremo de Flandes (juró el cargo el 30 de enero de 1631) y se transformó en cerebro de la Junta encargada de redactar las instrucciones del infante, integrada por los condes de Oñate y Castrillo, Gonzalo de Córdoba y el marqués de Leganés. Las instrucciones se concluyeron en octubre de 1632 y reforzaban el papel político del presidente del Consejo Privado, transformando al principal ministro togado de las provincias en primer ministro del gobernador, dignidad que institucionalizaban de iure algunos de sus capítulos al atribuirle la dirección y, por tanto, la presidencia del mismísimo Consejo de Estado. Una prerrogativa que, de hecho, pertenecía al gobernador general, facultado para delegarla discrecionalmente cuando lo creyera oportuno.

Y Roose abandonó Madrid a finales de diciembre de 1632 provisto de la presidencia del Consejo Privado, que se servía en situación de interinidad desde octubre de 1630, fecha del fallecimiento de su anterior titular, el anciano Englebert Maes (1614-1630).

La llegada a Bruselas del nuevo presidente del Consejo Privado demostró a la alta nobleza que sus aspiraciones de mejorar posiciones en el régimen postarchiducal no serían satisfechas, porque Isabel se apoyó abiertamente en Roose y le otorgó un papel director dentro del Consejo de Estado siguiendo las indicaciones de Madrid. Los nobles más disconformes se habían conjurado meses antes (en la primavera de 1632) y la conjura, descubierta por el gobierno, había debilitado a la alta nobleza, pero la nueva catástrofe defensiva acaecida en la campaña de 1632 —los holandeses se apoderaron de varias plazas a lo largo de la ribera del Mosa, incluida la ciudad de Maastricht en transcurso de ese mismo verano— también había debilitado al gobierno, que se vio obligado a convocar Estados Generales.

Cuando Roose llegó a Bruselas, los Estados se hallaban reunidos y actuaban con notable autonomía, empeñados en negociar por su cuenta un acuerdo de paz o tregua con los holandeses, y a tal fin habían remitido una delegación de seis diputados a La Haya.

El empeño se desvaneció a mediados de 1634 por la negativa de los Estados Generales de las Provincias Unidas a suspender hostilidades y, para entonces, el panorama político había cambiado radicalmente. Isabel había fallecido y su sustituto, el cardenal-infante don Fernando, no tardó en llegar a Bruselas. Lo hizo en el mes de noviembre de ese mismo año y la preeminencia oficial que sus instrucciones de gobierno otorgaban al presidente Roose se afirmó enseguida, transformándolo en un ministro omnipotente de difícil contrapeso institucional por razones concretas.

Al definir el régimen del infante, Felipe IV y Olivares se habían preocupado de neutralizar la capacidad del gobernador a la hora de establecer y de manipular redes de patronazgo dentro del territorio. El control de los Consejos Colaterales y, en particular, del Consejo de Estado, convirtió a Roose en un filtro de selección insoslayable para todo el personal administrativo y judicial destinado a ocupar puestos clave dentro del territorio leal. De hecho, en su correspondencia, el Rey y el conde-duque le encomendaron explícitamente el reclutamiento de ese personal, cuya obligación hacía Roose obraba como garantía de idoneidad, entendida como aptitud, obligación a la Corona y respaldo incondicional de los intereses regios. Un importante cometido que él desempeñó con agrado e incuestionable entrega. En las cartas dirigidas a Olivares aludía con frecuencia al “cuydado que pongo y me corre en hazer togados al servicio de Su Majestad y de V. exª., y lo que puedo assegurar —le refería en una de enero de 1638, subrayando los logros alcanzados en los últimos años—, es que los Consejos no se averiguan con los que estavan avrá 5 años [...] Los hombres no nascen con barbas y no es poco el aberse mexorado tanto en un pays y en un tiempo en que abondaron las malas calidades [...] y prometo a V. exª. que mientras viviere y V. exª. me mandara servir, no alçaré la mano de la obra”. Esta labor de mediación administrativa y la relación, al más puro estilo clientelar, establecida con Olivares tras su paso por Madrid, le depararon una influencia extraordinaria que no pasó inadvertida para nadie. Influencia que don Fernando, molesto al comprobar que las preferencias de Roose se imponían sistemáticamente y que Felipe IV y su valido daban más crédito a las recomendaciones del presidente que a las del propio gobernador general, sufrió con relativa resignación hasta los últimos meses 1640. Entonces, su confesor, fray Juan de San Agustín, viajó a Madrid comisionado para exponer los problemas que el régimen del primer ministro habían ocasionando y para recomendar su derogación. Los problemas se resumían en uno: la creciente insatisfacción nobiliaria y la amenaza insurreccional de la alta nobleza, de la que cabía librarse fortaleciendo su posición dentro del Consejo de Estado, órgano que el propio gobernador aspiraba a dirigir personalmente de manera presencial.

En el devenir de 1641, las instrucciones de don Fernando fueron sometidas a una minuciosa revisión, pero los capítulos más polémicos no se revocaron. El surgimiento de intereses aparentemente coincidentes entre la alta nobleza y un gobernador de sangre real tan inmediato a la persona del Monarca causó una preocupación comprensible. Con todo, el régimen del primer ministro quedó invalidado a la muerte del cardenal-infante, el 9 de noviembre de 1641, y Roose pasó a ser un presidente del Consejo Privado semejante a cualquiera de sus predecesores, porque las instrucciones de los gobernadores interinos (Francisco de Melo y el marqués de Castel Rodrigo) y propietarios (el archiduque Leopoldo-Guillermo de Austria) que se sucedieron mientras él conservó la presidencia no reprodujeron ninguno de esos capítulos. Ni que decir tiene que Roose no acató la mudanza con resignación.

Hasta la caída de Olivares, en enero de 1643, protestó vivamente, achacando los cambios al capricho del nuevo gobernador y no a la voluntad de Madrid, cuyo favor estaba seguro de no haber perdido.

A partir de entonces, Roose afrontó el paulatino declive de su influencia política en las provincias leales, acentuado por una ausencia de varios años pasados en Madrid (octubre de 1649-julio de 1653), adonde acudió llamado por Felipe IV con el pretexto de necesitar su presencia para ajustar nuevas instrucciones de gobierno, más acordes con los nuevos tiempos.

Tras el regreso de su “exilio” madrileño, el archiduque Leopoldo-Guillermo instó a Roose a presentar su dimisión por razones de salud y por su avanzada edad. De nada valió su negativa, porque fue jubilado y sustituido por Charles de Hovines en la presidencia del Consejo Privado a finales de diciembre de 1653.

Esta inmerecida sustitución fue contestada por Roose mediante la redacción de una extensa memoria justificativa conocida como Apología, en la que recapitulaba sus méritos y razonaba su actuación política a lo largo de toda su trayectoria. Fue entregada a Felipe IV en 1654 y resulta complementaria a otra conocida como Los servicios, elaborada y entregada en 1651. En ninguna reflejaba Roose los aspectos negativos de su gestión, ya perceptibles en vida del cardenal- infante. Antes y después de 1641, Roose había bloqueado deliberadamente el despacho corriente de los Consejos Colaterales para imponer su voluntad.

Dicho despacho adquiría fuerza ejecutiva cuando portaba su rúbrica y sello y, en ocasiones, la falta de expedición había llegado a resultar perjudicial para los intereses del Rey e insufrible para los gobernadores generales. Además, durante su primera estancia en Madrid (1630-1632), Roose se había comprometido a seleccionar y a proponer consejeros aptos para dotar el Consejo Supremo de Flandes y a redactar nuevas instrucciones para el organismo, actualizando las que había recibido en 1588 el contexto de su implantación.

Obligaciones que difirió a sabiendas de que el fortalecimiento de la institución podía ensombrecer la omnipotencia adquirida por él en el asesoramiento de negocios y en la distribución del patronazgo dentro del territorio.

Puede decirse que su ambición de poder era directamente proporcional a su decidida defensa de la política de Felipe IV, como demostró en 1635, con su iniciativa de publicar una réplica a la polémica obra del teólogo francés Besian Arroy, aparecida en 1634 para justificar la intervención de Francia en la Guerra de los Treinta Años, coaligada con los protestantes de Alemania, y el enfrentamiento de Luis XIII con los Habsburgo. El propio Roose se reconocía instigador del Mars Gallicus, de Corneille Jansénius, entonces profesor de Teología en la Universidad de Lovaina, en una carta dirigida a Olivares en septiembre de 1635: “El portador de ésta [...] presentará de mi parte y del autor, el doctor Janssenio, persona exellente en piedad y doctrina, un libro que le persuadí compusiesse para la manutención de la soveranía y autoridad del Rey, nr. sr., contra insolencias de franceses y reveldes y para plantar en la Monarchía y particularmente en estos estados la opinión que ha de tener el mundo de la iusticia y felicidad de su govierno. Es el libro de que he escrito ya differentes vezes a V. exª. y en que he servido de instigador, subministrador y director de muy poco, para no decir de algo más que nada, pues todo es del estudio, invención y contentura del dicho dotor y si no ha salido antes el libro suplico a V. exª. se sirva de atribuirlo a las ocupaciones, assí del dicho dotor catedrático, como a las mías, que ahogan fácilmente persona de talento, que me desseo maior para acudir al servicio de S.M. y de V. exª.”.

Hasta su muerte, acaecida en Bruselas en febrero de 1673, Pierre Roose permaneció alejado de la vida política y reelaboró su Apología (1665) con idea de hacerla imprimir, pero la muerte de Felipe IV le hizo desistir. Su tumba se conserva en la capilla del Santísimo Sacramento del Milagro de la iglesia de Santa Gúdula (Bruselas) y también se conservan algunos retratos suyos: una estampa grabada por Corneille Galle según un dibujo de Jacques Francquart, incluida en la Pompa funebris optimi potentissimique principis Alberti Pii, Archiducis Austriae, Bruselas, 1623; cuatro cuadros atribuidos a Antoon van Dyck y pintados entre 1635 y 1640; una medalla grabada por Adrien Waterloos en 1635; un grabado de Jean F. Léonart y otro de Richard Collin que siguen las pinturas de Van Dyck; y un busto escultórico en mármol blanco de factura posterior que decora su tumba.

 

Fuentes y bibl.: Archives Générales du Royaume de Belgique, Conseil, Privé Espagnol, registre 1502, fols. 174r.- 178v. (Roose a Olivares, s. l., 22 de octubre de 1638); Conseil, Privé Espagnol, registre 1502, sin numerar, entre fols. 123 y 124 (Roose a Olivares, sin lugar, 15 de septiembre de 1635).

A. Pinchart, “La médaille de Pierre Roose, président du Conseil Privé”, en Revue de la Numismatique belge, IV (1848), págs. 61-73; P. Alexandre, Histoire du Conseil Privé dans les anciens Pays-Bas, Bruxelles, F. Hayez, 1895; J. Cuvelier, “Roose (Pierre)”, en VV. AA., Biographie Nationale, vol. XX, Bruxelles, Académie Royale des Sciences des Lettres et des Beaux-Arts de Belgique, 1908-1910, columnas 49-78; R. Deplanche, Un légiste anversois au service de l’Espagne. Pierre Roose, chef-président du Conseil Privé des Pays-Bas (1586-1673), Bruxelles, 1945; A. de Meyer, “Jansenius et Roose, auteurs du Mars Gallicus”, en VV. AA., Miscellanea Historica in honorem Leonis van der Essen, vol. II, Bruxelles- Paris, Editions Universitaires, 1947, págs. 831-836; J. I. Israel, “Olivares and the government of the Spanish Netherlands, 1621-1643”, en Empires and entrepots. The Dutch, the Spanish Monarchy ant the Jews, 1585-1713, London- Ronceverte, Hamblendon Press, 1990, págs. 163-188; J. H. Elliott, El conde-duque de Olivares, Barcelona, Crítica, 1991; R. Vermeir, “De genese van een instructietekst. Pieter Roose en de onderrichtingen voor de Kardinaal-Infant”, en Koninklijke Zuidnederlandse Maatschappij voor Taal en Letterkunde en Geschiedenis, XLVII (1993), págs. 181-197; “Tensiones entre ministros olivaristas. ‘Desuniones’ y ‘arbitrajes’ en la Corte de Bruselas (1634-1641)”, en A. Mestre Sanchís, P. Fernández Albaladejo y E. Giménez López (coords.), Actas de la IV Reunión Científica de la Asociación Española de Historia Moderna Alicante (27-30 de mayo de 1996), I. Monarquía, Imperio y pueblos en la España Moderna, Alicante, Universidad, 1997, págs. 727-746; A. Esteban Estríngana, “La crise politique de 1629-1633 et le début de la prééminence institutionelle de Pierre Roose dans le gouvernement general des Pays-Bas Catholiques”, en Revue Belge de Philologie et d’Histoire, 76, fasc. 4 (1998), págs. 939-977; R. Vermeir, In Staat van Oorlog. Filips IV en de Zuidelijke Nederlanden, 1629-1648, Maastricht, Shaker, 2001; A. Esteban Estríngana, Mecanismos institucionales y financieros de la Monarquía Católica. El eje Madrid-Bruselas en el siglo XVII (1592-1643), tesis doctoral, Madrid, Universidad de Alcalá, 2001, págs. 283-399 (inéd.); “Deslealtad prevenida, deslealtad contrariada. La obediencia de Flandes en la década de 1640”, en F. J. Aranda Pérez (coord.), La declinación de la Monarquía Hispánica en el siglo XVII (Actas de la VII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna), Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2004, págs. 69- 84; A. Esteban Estríngana, Madrid y Bruselas. Relaciones de gobierno en la etapa postarchiducal (1621-1648), Lovaina, Leuven University Press, 2005, págs. 189, 195-196, 199- 203, 256-257, 259-261, 301 y 339-340; R. Vermeir, “Les limites de la monarchie composée. Pierre Roose, factotum du comte-duc d’Olivares aux Pays-Bas espagnols”, en XVIIe siècle, n.º 240 (2008), págs. 495-518.

 

Alicia Esteban Estríngana