Fernández de Castro, Pedro. Conde de Lemos (VII). Madrid, 1576 – 19.X.1622. Estadista y mecenas, gentilhombre de la Cámara, presidente del Consejo de Indias y de Italia, virrey de Nápoles.
Días antes de morir, Miguel de Cervantes dirigía sus últimas palabras al VII conde de Lemos —recogidas en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda—: “[...] llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. Y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia, que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviera a dar la vida [...] Y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención”. Era el año 1616 y Pedro Fernández de Castro estaba a punto de regresar de Nápoles, después de seis años de gobierno. No corrían buenos tiempos para la facción que había dominado gran parte del reinado de Felipe III, y que tuvo al duque de Lerma como epicentro. Los Lemos habían establecido, en el siglo precedente, alianzas matrimoniales con los Sandoval, que les permitieron ampliar las redes clientelares y acceder a cargos de máximo relieve en los inicios de la centuria.
El VII conde se había casado, en 1598, con la hija de Lerma, Catalina de la Cerda, y no dejó de apoyar al valido durante sus últimos años de privanza. En Nápoles se había ido fraguando una conjura que mostraba sus intersecciones con los acontecimientos que se vivían en la Corte de Madrid y con el relevo de facciones. Las fuentes revelan la implicación del duque de Uceda, el confesor Aliaga y Olivares en la oposición de parte de la elite napolitana frente las reformas impulsadas por Pedro Fernández de Castro por una cuestión de interés y para favorecer el cambio político. También el duque de Osuna, virrey de Sicilia, tenía pretensiones sobre el reino de Nápoles. Estos cambios apuntaban hacia nuevas directrices en política externa. La actitud del duque de Lerma —reformismo y política de reputación y conservación de reinos— y el período de Pax Hispanica fueron contestados por otros grupos de la Corte, especialmente por la complicación en el escenario italiano y el desafío del duque de Saboya.
En definitiva, las acusaciones contra ciertas medidas del gobierno de Lemos dejaban traslucir las tensiones del ámbito local y los intereses particulares del juego faccional. Como consecuencia de la lucha política, el conde regresó a la Corte con una extensa documentación para rebatir los argumentos esgrimidos contra su programa de reformas. “A quanto deseo tengo de verme entre ellos para derribar Gigantes a diestro y siniestro”, decía en su correspondencia privada. “Paciencia —añadía— que el plaço es corto y, entre tanto, no se pierde el tiempo.” No cabe duda de que Lemos había leído a Cervantes y que tenía, por entonces, numerosos enemigos.
Pedro Fernández de Castro nació en 1576, en Madrid —según consta por las pruebas de ingreso en la Orden de Alcántara—, aunque algunos autores sostienen que nació en Galicia, en Monforte de Lemos. Era hijo de Fernando Ruiz de Castro y de Catalina de Zúñiga y Sandoval —hermana de Lerma—, sextos condes del título. Además de en el condado de Lemos, sucedió como IV marqués de Sarriá, V conde de Villalba y III conde de Andrade. De su infancia se conservan escasas fuentes documentales, pero hay referencias a su educación y a sus maestros. Cierta señora Vélez fue su aya y su preceptor, Juan de Arce Solórzano, debió de enseñarle las primeras letras. En el señorío de Monforte tuvo acceso a un ambiente de cultura y piedad. Su preceptor era autor de obras como Tragedias de amor, que escribió bajo el techo de los Lemos. Y otros escritores habían dedicado sus obras al linaje. Jerónimo Bermúdez dirigió su Nise lastimosa, Nise laureada al VI conde. En el libro se recoge la historia del drama de Coimbra, que tenía como protagonista a Inés de Castro. Otros importantes representantes de la casa sirvieron de ejemplo para sus sucesores, como Pedro, el de la Guerra, o Fernando, toda la lealtad de España, que luchó a favor de Pedro I el Cruel. Después de la crisis del siglo XIV —tal y como estudió en su día Salvador de Moxó—, y como les ocurrió a otros clanes nobiliarios, hubo una ruptura en la línea de sucesión de los Castro, aunque se solventó a través de la alianza con la nobleza trastamarista, aunque por línea ilegítima y femenina. En el siglo XVII, el VII conde de Lemos encargó a fray Malaquías de la Vega la redacción de la historia de la familia desde sus orígenes míticos hasta el tiempo presente. Tal y como ha puesto de relieve Eduardo Pardo de Guevara, el cronista oficial intentó ocultar la ruptura genealógica y ensalzar las hazañas de los representantes más importantes de la casa.
La alta nobleza custodiaba con celo la memoria familiar. En los inicios del seiscientos, la educación solía combinar el manejo de las artes militares con el saber filosófico, histórico y artístico. Además de los maestros de palacio, el VII conde de Lemos y sus hermanos completaron su formación en el colegio de los jesuitas de Monforte, que había sido fundado por su tío, el cardenal Rodrigo de Castro. Otros autores han afirmado que Pedro de Castro estuvo varios años en la Universidad de Salamanca y allí trabó amistad con importantes escritores, como Cristóbal de Mesa o los hermanos Argensola. Una prueba a favor de esta teoría es que la reforma universitaria que emprendió en Nápoles estaba inspirada en los capítulos salmantinos.
De sus años de estudio en el colegio de los jesuitas se conservan algunas referencias: “Tenían los condes un hijo de diecinueve años, Pedro de Castro, marqués de Sarriá —dicen las crónicas—, el cual ceñía ya espada y se dedicaba al estudio de Humanidades con un maestro idóneo en Palacio. Pero quiso la condesa mandarlo a nuestros maestros de latín y gramática”. “Tanta fue su modestia —recogen los jesuitas— que, a pesar de estar acostumbrado al ambiente palaciego, soportó con toda naturalidad la asistencia a nuestros humildes generales”, y no tuvo problema en “acomodarse con los demás alumnos al ritmo de las clases”. “En poco tiempo —a su juicio— consiguió tanto progreso que, además de otras cosas, escribía versos en lengua latina y vernácula.”
La composición de versos y comedias fue una afición que cultivó a lo largo de su vida, como la de rodearse de importantes escritores y artistas. De hecho, Cervantes le dedicó la mayoría de sus obras a partir de la publicación de la primera parte del Quijote. Esta inclinación hacia la cultura fue una tendencia propia de la época, como ha explicado Javier Portús, entre otros, pero respondía, también, a un estímulo personal, según sus biógrafos. Lemos participó en academias literarias, protegió a artistas y escritores, fomentó la publicación de obras literarias, científicas y políticas, coleccionó cuadros y poseyó una importante biblioteca. En gran parte, también, formó parte de su herencia, ya que los sextos condes supieron valorar la cultura y ponerla al servicio de la grandeza del linaje.
Entre la riqueza artística de la casa se contabilizaban, en total, más de doscientos cuadros. En el inventario de la VI condesa de Lemos, de 1628, aparecían importantes maestros italianos, flamencos y alemanes de los siglos XV y XVI, como Tiziano, Rafael, Miguel Ángel, Bronzino y Bassano, Durero y El Bosco, y otras adquisiciones más novedosas, como obras de Horacio Borgianni, Procaccino y Barrocci. Otro inventario, éste sin fechar, incluía dibujos de Miguel Ángel y Leonardo, otras obras de Rafael, Tiziano, Veronés, Bassano y Brueghel, y varios cuadros de Eugenio Cajés, Alonso Sánchez Coello, Guido Reni o Palma el Viejo. Estas colecciones estaban inspiradas en los gustos del momento, como han estudiado M. Morán Turina y F. Checa Cremades. La mayoría de las pinturas eran de tema sagrado, pero también estaban representados otros temas profanos —retratos, naturalezas muertas, paisajes y escenas mitológicas—, una tendencia que se iría imponiendo en el pleno Barroco.
Además de a la pintura, los Lemos eran aficionados a la lectura y tenían una importante biblioteca, con obras dedicadas al VII conde, con libros religiosos —salmos, misales, vidas de santos, historia de la Iglesia—, de entretenimiento, de política —el Príncipe de Maquiavelo, el Cortesano de Castiglione o el Laberinto de corte de Brancalasso—, arquitectura —de Alberti, Serlio, Vignola o D. Fontana—, artes y música. La mayoría de los libros fueron donados a las Descalzas Reales por la VI condesa. Cabe destacar otras fuentes que recogen una lista de más de cien libros de lo que pudo ser tan sólo una parte de la biblioteca de Pedro Fernández de Castro. Entre ellos, había libros en castellano, italiano y portugués, con obras relevantes de clásicos, como Homero o Virgilio, y otros escritores del Quinientos, entre ellos Sannazzaro y T. Tasso. También había obras de ortografía, gramática y lingüística, de poesía y música. La trayectoria política del linaje, con su proyección italiana, puso a los Lemos en contacto con el ambiente culto y refinado de la Italia del momento. Por otro lado, el ocio comenzaba a ser utilizado como arma política y la cultura a ser valorada como un símbolo más del estatus social. A. Carrasco ha explicado, en este sentido, que las elites tenían una relación ambigua con las artes y las letras, porque les resultaban útiles —como medio de propaganda, para perpetuar su fama y como símbolo de distinción— e intentaban rodearse de grandes maestros, aunque infravaloraban el modo de vida del artista, que tenía que vivir de su trabajo.
Con todo, la educación de Pedro Fernández de Castro y de sus dos hermanos, Francisco de Castro, duque de Taurisano, y Fernando de Castro, conde de Gelves, fue amplia y completa. Las fuentes de la época hacen hincapié en la inteligencia e ingenio, habilidad y buen juicio del VII conde. También Lope de Vega lo retrató como buen consejero en El mejor alcalde, el Rey.
Según los coetáneos, Pedro Fernández de Castro era hombre de elevadas metas y de gran iniciativa. El cronista Matías de Novoa afirma que “era de gallardo entendimiento, buen Ministro y de relevante consejo, entereza y virtud, y de religiosa conciencia”. “Príncipe de soberanas partes —añadía— si no adoleciera [...] de la presunción de señor y de entendido y de lo que le daba el parentesco con los validos.” Según este autor, “era, como gran señor, ambicioso de honor y de los lugares altos [...], que en las conversaciones que de ordinario se suelen introducir en la Cámara y en algunas fiestas [...] su razón era la más bien oída y celebradas sus palabras”. Un historiador de nuestro tiempo, C. Pérez Bustamante, probablemente inspirado en esta opinión y en otras similares vertidas en la época, afirma: “Lemos era inteligente y cultivadísimo, aunque altanero; entraba con muchos humos y no se avenía a desempeñar un papel secundario en el gobierno”. La reafirmación de su personalidad, la habilidad como estadista y su capacidad de influencia en las decisiones de la Corte se delinearon, en cierta medida, por la herencia de su linaje y la alianza con los Sandoval.
La función militar que había desempeñado la nobleza durante siglos —envés de sus privilegios— fue perdiendo protagonismo —el carácter simbólico se acentuó en las fiestas y el teatro—. La Corte comenzaba a perfilarse como espacio idóneo para el segundo estamento. El linaje había mantenido el prestigio durante el siglo XVI y había desempeñado importantes cargos militares y palaciegos. Sin embargo, el reinado de Felipe III sirvió de proyección para el engrandecimiento de la casa. El VI conde de Lemos fue nombrado virrey de Nápoles y Pedro Fernández de Castro, que había sido —según F. Fernández de Bethencourt—, menino de Felipe II, fue nombrado gentilhombre de la Cámara. Las fiestas de Denia y la celebración de las dobles bodas reales en Valencia, en 1599, mostraron la primacía de la facción Sandoval-Lemos en la Corte. En ese año, Lope de Vega estaba al servicio de la casa y dirigió a la VI condesa su Relación de las fiestas de Denia, en la que dejó constancia de la participación de los Lemos en los festejos —en los saraos y torneos organizados para la ocasión—. Una vez finalizadas las fiestas, los sextos condes se encaminaron hacia Nápoles, mientras Pedro Fernández de Castro descansaba una temporada en casa de los condes de Chinchón con Lope de Vega. Allí el escritor compuso El Blasón de los Chaves de Villalba.
Poco tiempo después, en octubre de 1601, el VI conde murió en Nápoles y, en consecuencia, su hijo Pedro heredó el título y los bienes de la casa. Por esas fechas se decidió el traslado de la Corte a Valladolid. Parece que el cambio de residencia estuvo motivado por el interés del duque de Lerma en alejar al Rey del círculo de la emperatriz María y por romper con el pasado. Desde Nápoles, la VI condesa de Lemos intentó convertir la interinidad de su hijo Francisco de Castro en nombramiento oficial, pero la oposición de parte de la elite regnícola dificultó la decisión. Aun así, la carrera política del linaje estaba en ascenso. En 1603, su madre, Catalina de Zúñiga, era nombrada camarera mayor de la reina Margarita; Francisco de Castro era designado embajador en Venecia, y Pedro Fernández de Castro era elegido presidente del Consejo de Indias. Los Lemos se trasladaron con la Corte a Valladolid. Un testigo de excepción, el portugués T. Pinheiro da Veiga, se hacía eco del lugar privilegiado de los Lemos en el entorno regio y de la presencia del VII conde en todos los acontecimientos importantes, como el bautizo de Ana Mauricia, el bautizo del príncipe Felipe y el recibimiento del duque de Nottingham. Además, según algunos autores, fue en Valladolid donde el conde conoció a Cervantes, por mediación de su cuñado, el conde de Saldaña, aunque otros autores opinan que lo conoció a través de Lope de Vega.
Narciso Alonso Cortés estudió el ambiente cultural de la Valladolid de la época. Allí se dieron cita grandes artistas, como Cervantes, Quevedo, Góngora, Rubens o Carducho, entre otros. Vicente Espinel entró al servicio del VII conde de Lemos, Vélez de Guevara formó parte del círculo del cardenal Rodrigo de Castro; Quevedo, poco tiempo después, dedicó a Lemos dos de sus Sueños. Asimismo se encontraban en la nueva sede de la Corte los Argensola, Salas Barbadillo, Góngora y conocidos autores de comedias, como Nicolás de los Ríos, Antonio de Villegas, Gaspar de Porres o Alonso Riquelme. Entre los nobles, asegura el autor, “algunos cultivaban la poesía, como el conde de Salinas” y “el de Lemos, que se complacía en conceder su protección a los escritores”. También el conde de Saldaña y el de Villamediana tenían inquietudes literarias, aunque dedicaban parte de su tiempo “a los galanteos y a los azares del juego”. Alfonso Pardo Manuel de Villena opina que fue entonces cuando se gestó la estrecha amistad entre Cervantes y Lemos. “Es indudable —afirma— que —a su vez— debemos atribuirla al aprecio e íntima amistad que unía al autor del Quijote con el conde de Saldaña, que a más de su parentesco era camarada fraternal del futuro virrey de Nápoles.” “Esta relación —concluye— había de sugerirle a aquél la idea de dedicarle varias de sus inmortales obras.” A pesar de tales argumentos, Cristóbal Zaragoza, en la biografía de Miguel de Cervantes, afirma que el escritor llegó a Valladolid en 1604, pero que se mantuvo al margen de la actividad literaria y que nunca llegó a conocer al conde de Lemos, aunque “gozó de su protección hasta el fin de sus días”.
Mucho se ha escrito y especulado sobre la relación entre escritor y mecenas. No cabe duda, y así consta, también, por las fuentes italianas, de que Lemos conocía a la perfección la obra cervantina. Poco se sabe de su relación en Valladolid y si fue allí, realmente, donde se llegaron a conocer. Según Cristóbal Zaragoza, Cervantes, años más tarde, en 1610, realizó un viaje a Barcelona para entrevistarse con el conde, que acababa de ser promovido para el cargo de virrey de Nápoles. El escritor tenía la intención de acompañar a Lemos y formar parte de su círculo literario, a pesar de su avanzada edad. Sin embargo, su petición fue denegada. La historiografía posterior se ha basado en las palabras del insigne escritor en El viaje del Parnaso para poner en el punto de mira en los Argensolas. “Que no me han de escuchar estoy temiendo, / [leemos en el Parnaso], le repliqué, y así, el ir yo no importa / puesto que en todo obedecer pretendo. / Que no sé quién me dice y quién me exhorta / que tienen la voluntad como la vista corta / de aquellas muchas que al partir me hicieron, / lléveme Dios si entrara en su galera, / mucho esperé, si mucho prometieron.” A pesar de ello, Cervantes dedicó a Lemos su producción posterior: Ocho comedias y Ocho entremeses, las Novelas ejemplares, la segunda parte del Quijote y el Persiles.
Según la opinión de expertos —como A. Alvar, G. Canavaggio o C. Zaragoza—, Cervantes mantuvo una independencia de juicio respecto a la protección de grandes nobles y prelados —puso en entredicho su utilidad y mostró su ironía en varios pasajes de su obra—, pero, como los demás escritores de la época, intentó obtener cierta estabilidad económica y prestigio social a través de las posibilidades que ofrecía la dinámica del mecenazgo, sin dejar de reivindicar la dignidad de su oficio. El círculo de Lerma era, por entonces, el más codiciado para los artistas. Y Lemos siempre demostró su afición por las letras y las artes. Tampoco se cree que el escritor no fuera sincero cuando, pocos días antes de morir, dedicaba a Lemos su obra póstuma, el Persiles: “Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo”, se lee. “Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzan menguan y, con todo eso, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. Y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia [...]”, como se recoge en la cita inicial.
Uno de los aspectos más sobresalientes de la vida de Pedro Fernández de Castro fue su vinculación con el mundo de la cultura. A Nápoles llegó rodeado de un círculo literario que actuó de hilo conductor entre la Corte de Madrid y la Corte virreinal. Los Argensola, A. Mira de Amescua, G. de Barrionuevo y Diego de Arce —confesor y gran bibliófilo— formaban parte del entorno del virrey. También se unieron en Nápoles otros, como Cristóbal Suárez de Figueroa y el conde de Villamediana. En la Península, su labor de mecenazgo fue amplia. Lope de Vega formó parte de su casa como secretario durante algunos años y recibió del noble apoyo económico para la publicación de la Dragontea y la Arcadia. El escritor le dedicó una epístola en la Filomena y se conservan algunas cartas en las que se demuestra la estrecha relación que tuvo con el linaje, aunque fue el duque de Sessa su protector más conocido y con el que más tiempo estuvo. Otro de los grandes escritores del Siglo de Oro, Francisco de Quevedo, buscó la protección de la facción lermista. Antes de convertirse en confidente y protegido del duque de Osuna, dedicó a Lemos la elegía octava de sus Eróticas —en la que alude a su condición de mecenas— y dos de sus Sueños: El alguacil alguacilado y Las calaveras. Por último, le pidió opinión sobre su obra El fresno en marzo, que ya estaba terminada en 1608, como han recalcado algunos autores. Entre otros destacados ingenios de la época, Góngora le dedicó un soneto desde Monforte, en 1609, y unos versos cuando fue nombrado virrey de Nápoles. También Cervantes se hizo eco de la actividad literaria y cultural en el reino de Nápoles. En 1612, el conde de Villamediana y el VII conde de Lemos fueron mantenedores de un torneo para celebrar las dobles bodas hispano-francesas. Cervantes se refiere a los juegos de efecto para el torneo: “Volví la vista al son —se lee en el Viaje del Parnaso—, vi los mayores / Aparatos de fiesta que vio Roma / En sus felices tiempos, y mejores...”. Del conde de Lemos afirma: “Digo pues que el mancebo generoso, / Que allí desciende de encarnado y plata, / Sobre todo mortal curso brioso. / Es el conde de Lemos que dilata / Su fama con sus obras por el mundo, / Y que lleguen al cielo en tierra trata”.
Tampoco Cristóbal Suárez de Figueroa o Cristóbal de Mesa pudieron viajar con Lemos a Italia, pero escribieron versos sobre ello y sobre la condición de mecenas del virrey.
En cuanto a la labor política de Lemos, existen numerosos documentos y estudios que avalan la eficacia y rigor de las decisiones de gobierno en la presidencia del Consejo de Indias y en el virreinato de Nápoles. En primer lugar, en el Consejo de Indias —fue presidente de 1603 a 1610— mantuvo una estrecha colaboración con Lerma, pero, según la opinión de E. Pardo de Guevara, también preservó su independencia. Lemos se centró en el saneamiento de las finanzas del Consejo, en la resolución de los asuntos sin cargas burocráticas adicionales —se disolvió la Cámara del Consejo de Indias, que había sido, además, un instrumento en manos del duque de Lerma para canalizar mercedes y cargos—, creó nuevos mecanismos de control y contribuyó a mejorar la situación de los indios —una Cédula de 1609 regulaba el trabajo y protegía los derechos indígenas—. También luchó contra la corrupción y llevó a cabo la conquista de las islas Molucas, que fue descrita por Bartolomé de Argensola. Asimismo encargó la recopilación de las leyes de Indias a Diego Zorrilla, aunque el proyecto no llegó a culminarse. Y, con la documentación del Consejo, el noble escribió en 1608 la Gobernación de los Quixos. Mientras Fernández de Castro realizaba su actividad en el Consejo, la Corte regresó a Madrid. Los Lemos alquilaron, y posteriormente adquirieron, unas casas en la plazuela de Santiago, cerca del Alcázar. Después de la experiencia vallisoletana, la Corte no volvió a cambiar de sede. Madrid se convertía en centro neurálgico de la burocracia, la política, la cultura y el comercio. La presencia del Rey y de los organismos de gobierno confirió a la ciudad un aspecto y unas características peculiares. Progresivamente, la alta nobleza fue abandonando sus estados para ir asentándose en la Corte. La cercanía al Monarca y la lucha política iban a dirimirse en el entorno cortesano, con todas las implicaciones y cambios en el estilo de vida que ello comportaba.
La habilidad en las finanzas y la rivalidad con el duque de Uceda explican el giro en la carrera de Pedro Fernández de Castro. Su gestión en el Consejo de Indias había contado con una amplia connivencia y le había permitido adquirir experiencia en el gobierno. En 1610 accedía al virreinato de Nápoles y se mantuvo en el cargo hasta 1616.
La coyuntura en el reino no se había despejado a lo largo de los años de gobierno del VI conde, de la interinidad de Francisco de Castro y de la última actuación como virrey de Juan Alfonso Pimentel, VIII conde de Benavente. Las relaciones entre ambos linajes no habían sido muy buenas, especialmente durante la Edad Media. Los conflictos territoriales, la intervención de la Corona y las alianzas matrimoniales fueron causas de fricción durante décadas. Cuando llegó el VII conde de Lemos a tomar posesión del virreinato hubo algún altercado en las precedencias, pero el relevo de poder se llevó a efecto sin mayores problemas. La acción de gobierno que emprendió Lemos hincaba sus raíces en iniciativas anteriores, pero iba a resultar de mayor alcance. Las reformas estaban inspiradas en el programa del duque de Lerma en la Península y fue avalado por informes de los más prestigiosos burócratas napolitanos, como Carlo Tapia (informes que ha estudiado P. L. Rovito y que evidencian la colaboración entre la elite togada del reino y el poder central). Las reformas alcanzaron todos los ámbitos de gobierno: las finanzas, la burocracia, la justicia y la cultura.
En el ámbito económico, la reforma tendía a reducir el déficit, a través de la reorganización de la contabilidad, con la creación de una Caja militar para los gastos de defensa, militares y gastos del virrey —que se separaban de la Caja ordinaria—; también, con la reducción de los gastos asignados para entretenimientos, rentas y ayudas de costa; con la ampliación de los donativos y la reducción de los intereses de los juros y, por último, con la concesión de licencias de exportación y el aumento de los precios de los arrendamientos. Todo ello sin imponer nuevas gabelas —que había sido la solución adoptada con anterioridad por el conde de Benavente y causa de malestar entre la población—. Desde el punto de vista legal y administrativo, el objetivo era unificar las leyes con la recopilación de las pragmáticas y el cuerpo jurídico, evitar la corrupción de los ministros y garantizar la formación de los profesionales —a través de la reforma universitaria—. Además, el conde de Lemos intentó fortalecer la imagen de la Monarquía a través de otros medios menos evidentes, como el control de las publicaciones, la edición de obras encomiásticas, las celebraciones de actos conmemorativos y la colaboración con las elites. En ese sentido, la apertura de la Academia de los Ociosos creó un marco de convivencia con la elite intelectual, social y política del reino, aunque hubo espacio para la disidencia.
Los grandes artistas, literatos, pintores e historiadores participaron del proyecto cultural de Lemos. En las obras del Palacio real y de la nueva Universidad intervinieron arquitectos y artistas como G. C. Fontana o B. Picchiatti, M. Cartaro, V. Finelli, C. Fanzago y M. Naccherino. El conde se interesó por cuadros de Caravaggio y contrató los servicios de otros pintores, como G. B. Caracciolo, G. Balducci y B. Corenzio. Se abrió una nueva biblioteca a cargo de fray Diego de Arce, y G. C. Capaccio recogió las fiestas y conmemoraciones más importantes del período. También se relacionó el virrey con importantes escritores, poetas y autores, como G. B. Marino, G. B. Manso y G. B. Basile. Asimismo, tuvo correspondencia con Lerma y Felipe III sobre varios asuntos de Galileo Galilei y protegió algunas ediciones de G. B. Della Porta. No descuidó el teatro de corte, ni la música. G. di Macque y G. M. Trabaci formaron parte de la capilla real, y muchas composiciones musicales se dedicaron al VII conde de Lemos. La colaboración de los intelectuales sirvió de soporte, en definitiva, para plantear diversas cuestiones políticas.
En el contexto europeo, la Pax Hispanica permitió llevar a cabo las reformas y crear ese espacio común de convivencia, aunque las tensiones entre centro y periferia no dejaron de existir. Felipe III sancionó, por una pragmática de 1600, la posibilidad de enviar embajadores del reino para presentar sus quejas en la Corte. Esta medida recortaba el poder de la autoridad virreinal, pero se mantuvo vigente. En opinión de Lemos, serviría de excusa para inquietar los ánimos y dar rienda suelta a la especulación y la desobediencia. También es cierto que él mismo tuvo que hacer frente a las críticas contra su gobierno por parte de la elite napolitana. Entre los argumentos que el virrey presentó se afirmaba que las críticas tan sólo procedían de un sector reducido de la sociedad. Ciertas medidas de gobierno habían perjudicado a varios nobles y altos funcionarios. Por tanto, los intereses particulares habían prevalecido sobre los intereses generales, según las noticias del conde de Lemos. Además, según explicaba en su correspondencia privada, sus oponentes habían buscado el respaldo de la facción emergente en la Corte española.
Pedro Fernández de Castro regresó a Madrid en 1616. En estos últimos años de la privanza de Lerma se mantuvo como fiel aliado y trató de ampliar su influencia en el entorno del príncipe. Ésa había sido la estrategia del duque de Lerma en el reinado anterior. Ahora, el duque de Uceda y el confesor Aliaga iban a tomar el relevo en el juego faccional. La caída de Lerma se produjo después de las fiestas de Lerma en 1617. Fueron el canto del cisne del poderoso valido. Tampoco el VII conde de Lemos pudo evitar la pérdida del favor real. En 1618 se retiró a sus estados y no volvió a la Corte hasta 1622 para visitar a su madre enferma, pero resultó un viaje fatídico. Pedro Fernández de Castro cayó enfermo y a los pocos meses, en octubre de ese mismo año, falleció en Madrid.
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Isabel Enciso Alonso-Muñumer