Primo de Rivera y Orbaneja, Miguel. Marqués de Estella (II) y de Sobremonte (VII). Jerez de la Frontera (Cádiz), 8.I.1870 – París (Francia), 16.III.1930. Militar y político, jefe de Gobierno.
Fueron sus padres Miguel Primo de Rivera y Sobremonte, agricultor y coronel de Estado Mayor, en situación de retirado, e Inés Orbaneja y Grandellana.
Nació en el seno de una familia gaditana de gran tradición militar, en la que destacaron especialmente su tío Fernando Primo de Rivera y Sobremonte, primer marqués de Estella (1831-1921), distinguido durante la Tercera Guerra Carlista, capitán general, gobernador de Filipinas y varias veces ministro de la Guerra.
También su abuelo, José Primo de Rivera, que participó en la Guerra de la Independencia y luego en la de la emancipación americana y tuvo una larga trayectoria marítima militar hasta llegar a presidente de la Junta del Almirantazgo en 1837. Como político fue senador por Cádiz y, en 1839, en el Gobierno que casi al fin de la Regencia de María Cristina de Borbón formó Evaristo Pérez de Castro, se le confió el Ministerio de Marina e interinamente el de Hacienda. Su bisabuelo, Rafael de Sobremonte, III marqués de Sobremonte y mariscal de campo del Rey, fue virrey del Río de la Plata.
Realizó sus estudios primarios y parte del bachillerato en el Instituto de Jerez, para finalizarlos en el del Cardenal Cisneros, de Madrid. En junio de 1884, cuando sólo contaba con catorce años de edad, ingresó en la Academia General Militar, institución de la que salió cuatro años más tarde con el empleo de alférez de Infantería. En 1890 fue promovido a teniente y el 28 de octubre de 1893 a capitán, por méritos de guerra, cargo que ocupaba como abanderado del Regimiento de Extremadura cuando fue destinado a Melilla, distinguiéndose en gran número de operaciones y, sobre todo, en la de Cabrerizas Altas. Por su intervención en este hecho fue ascendido a capitán y condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando de 1.ª Clase. En 1895 se fue a Cuba como ayudante del general Martínez Campos, permaneciendo en este destino hasta 1897. Intervino en numerosas operaciones, siendo sus actuaciones más destacadas el combate de Peralejo o el de Santa María de la Sabina. Por este último fue ascendido a comandante, el 25 de diciembre de 1895.
En enero de 1896 regresó a la Península como ayudante del capitán general de Madrid, puesto que mantuvo hasta finales de mayo del citado año, por haber sido destinado como ayudante de campo a las órdenes de su tío, Fernando Primo de Rivera, general en jefe del 1.er Cuerpo del Ejército. A finales de agosto, se embarcó rumbo a La Habana, formando parte del 3.er Cuerpo del Ejército, permaneciendo a las órdenes del coronel Enrique Segura, distinguiéndose, nuevamente, por su comportamiento en el campo de batalla.
Al año siguiente, en el mes de abril, regresó a España, para ser nombrado ayudante de campo de su tío, embarcando el 28 del citado mes rumbo a Filipinas.
Por los méritos contraídos en las contiendas en las que participó fue propuesto para teniente coronel, rango al que accedió el 14 de junio de 1897. Sus misiones no se ciñeron exclusivamente al ámbito militar, sino que también le fueron encomendadas misiones diplomáticas para gestionar la rendición de insurrectos, recoger las partidas de armas y conducir a Hong-Kong a los cabecillas filipinos, tarea que finalizó con éxito. Por estos importantes servicios fue propuesto para el cargo de coronel, y promovido por unanimidad.
El 10 de mayo de 1898 regresó a España, fijando su residencia en Madrid y siendo destinado al Estado Mayor Central, puesto desde el que realizó diferentes misiones por todo el territorio nacional, formando parte de la plantilla del Regimiento de Infantería de Badajoz, de Soria, y de Sevilla, hasta su regreso a Madrid.
En noviembre de 1901 fue destinado al batallón Cazadores de Alba de Tormes n.º 8, de cuyo mando se hizo cargo el 25 del mismo mes en Barcelona. En esta plaza concurrió con su batallón a mantener el orden alterado con motivo de las huelgas acaecidas en aquella ciudad.
El 1 de junio de 1902 solicitó fe de soltería para casarse con Casilda Sainz de Heredia y Suárez de Argudín (1879-1908) —hija de Gregorio Sainz de Heredia, magistrado en las Audiencias de Cuba y Puerto Rico—, de la que enviudó como consecuencia de sobreparto.
De este matrimonio nacieron seis hijos, de los cuales el mayor, José Antonio, fue fundador de la Falange. Los títulos y honores de la casa, incluso el ducado póstumamente conferido por Franco a José Antonio, pasaron al segundo de sus vástagos, Miguel Primo de Rivera (1904-1964) y de él al hijo de Fernando, Miguel Primo de Rivera y Urquijo, nacido en 1934 y hoy III duque, X marqués de Sobremonte y V marqués de Estella. La hija menor, Pilar, condesa del Castillo de la Mota (1907-1991), tuvo asimismo una larga trayectoria política (1934-1977) durante el Movimiento como delegada nacional de la Sección Femenina.
Volviendo a la trayectoria militar de Miguel Primo de Rivera, en junio de 1905 se le otorgó nuevo destino en Algeciras, a cargo del batallón Cazadores de Talavera n.º 18. Desde esta fecha y hasta 1908, alternó sus estancias entre Algeciras y Madrid, destino en el que era reclamado en comisión de servicios. En noviembre de 1908 fue ascendido a coronel y confirmado en el cargo de ayudante de campo del ministro de la Guerra, Fernando Primo de Rivera. El 14 de junio de 1909, a propuesta del general jefe del Estado Mayor Central del Ejército, se le confirió una comisión de servicios por dos meses, con objeto de efectuar estudios de organización militar en Francia, Suiza e Italia, marchándose a París el 1 de julio. Con fecha 29 del mismo mes, se le comunicó su pase inmediato a las órdenes del comandante en jefe de las fuerzas en Melilla, donde se le confirió el mando de una columna y participó activamente en todas las operaciones, obteniendo grandes éxitos en campañas como el servicio prestado en las inmediaciones de Melilla, y en el asalto al monte Gurugú. En 1910 vuelve al Estado Mayor Central, situación en la que es nombrado, en 1911, vocal de la Junta que ha de entender en la “Legislación sobre recompensas”, de la que es presidente el teniente general Marcelo de Azcárraga y Palmero. En septiembre de este mismo año, regresó de nuevo a Melilla, tomando parte en las contiendas, hasta que resultó herido al atravesar el río Kert y tuvo que ser evacuado, regresando a la Península en uso de licencia por lesiones en campaña.
Por Real Decreto de 18 de diciembre de 1911 fue promovido al cargo de general de Brigada por su brillante comportamiento y dirección al frente de su regimiento, confiriéndosele el mando de la 1.ª Brigada de Cazadores, de guarnición en Madrid. En 1913 volvió a África e intervino en numerosas acciones, viéndose recompensado con el ascenso a general de División, con fecha 31 de diciembre de 1913.
En octubre de 1915 se le nombró gobernador militar de Cádiz, puesto desde el que presidió una misión militar española en visita a las posiciones francesas e inglesas del frente occidental europeo, entre 1916 y 1917. De este cargo se le depuso, según Real Decreto de 28 de marzo de 1917, por exponer públicamente sus teorías abandonistas con respecto a Marruecos, a pesar de haber estado vinculado al grupo de militares africanistas, debido a su trayectoria militar. En este momento pasó a fijar su residencia en Robledo de Chavela (Madrid) (Real Orden de 7 de abril de 1917), destino en el que fue nombrado, en 1918, general de la 1.ª División (Madrid) y presidente de la Comisión de Táctica, conservando el mando de su división. Por Real Decreto de 23 de julio de 1919 fue propuesto para el ascenso a teniente general, por sus servicios, quedando en situación de disponible en Madrid, hasta que un año más tarde se le confió el mando de la Capitanía General de Valencia. Encontrándose en este destino, heredó el título de marqués de Estella, con Grandeza de España, al morir su tío el capitán general Fernando Primo de Rivera y Sobremonte.
Poco tiempo después, el 8 de junio de 1921, pasó a la Capitanía General de Madrid, de donde también se le relevó (Real Decreto de 28 de noviembre de 1921) por haber pronunciado en el Senado otro discurso insistiendo en su tesis abandonista. El 15 de marzo de 1922 se hizo cargo de la Capitanía General de Cataluña.
Sus últimos destinos en la Península, y especialmente el de Barcelona, le pusieron en contacto con la problemática social y política de la España de la década de 1920, inscrita en un contexto internacional marcado por tres eventos fundamentales: la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa de 1917 y las tensiones revolucionarias y separatistas que culminaron en la huelga de 1917. El primero de estos hitos afectó a España de manera diferente a como en principio se puede suponer al tratarse de un conflicto bélico, debido a la neutralidad proclamada por el Gobierno del conservador Eduardo Dato. La situación interna del país desaconsejaba la intervención militar en una España de simpatías y antipatías divididas entre los dos bandos contendientes en Europa. Además, se arrastraba la resaca colonial del 98 y había que mantener abierto el frente del norte de África, que tan profunda huella causaría en la historia española y tantos quebraderos de cabeza a Primo de Rivera. Las medidas neutralistas fueron mayoritariamente aceptadas, no sin resignación, por aquella sociedad, al entender que la economía nacional se mostraba incapaz de afrontar los gastos ocasionados en una hipotética actuación militar al norte de los Pirineos, aparte del peligro que hubiera supuesto la decisión de intervenir, ya que posiblemente no hubiera hecho nada más que ampliar las fisuras en el orden político interior; un riesgo capaz de acelerar y acentuar crisis posteriores.
La postura neutral adoptada reportó a España beneficios económicos en una doble vertiente: por un lado, eliminando el dispendio que una aventura belicista habría supuesto y, por otro, el crecimiento de las exportaciones hacia los países beligerantes. Sin embargo, España no supo aprovechar la excelente coyuntura económica que se le ofrecía y se mantuvo anclada en un sistema productivo un tanto arcaico. Las consecuencias negativas no se hicieron esperar y se materializaron en subidas de precios, congelación de salarios y disminución, por tanto, del poder adquisitivo, que se tradujo en un profundo malestar social; incluso desde antes de terminar la contienda. La tan temida crisis se empezaba a dejar ver en forma de protestas que los partidos políticos no sabían solucionar y acabaron desembocando en la huelga general de 1917. Aunque, entonces, el descontento popular no había hecho nada más que empezar, el conflicto político y el malestar social estaban servidos. Se está ante una fecha clave, ya que tres brechas se abrían en el panorama político español: la derivada de los problemas militares, las tensiones separatistas de los sectores nacionalistas radicales y la agitación del obrerismo.
El propio Romanones reconocía claramente el profundo desencanto que había cundido en el país al comprobar la incapacidad manifiesta de la España de la Restauración para reflotar la situación política y económica. Así pues, además del descontento de grandes sectores de la población, también se dejaba sentir el de algunas de las instituciones claves, como el Ejército, lo cual mostraba el debilitamiento del viejo modelo creado por Cánovas, cuatro décadas antes.
Los militares empezaban a convertirse, por distintos motivos, en una fuerza desestabilizadora para el orden político. Un peligro que había de ser canalizado por vías constitucionales antes de que acabase con ellas.
La grave crisis institucional, agudizada desde 1917, mostraba pues, en toda su crudeza, la incapacidad del otrora sistema bipartidista, ya fragmentado en múltiples tendencias y del régimen monárquico, tal y como venía funcionando, para afrontar, simultáneamente problemas de la magnitud de los nacionalismos, la guerra de Marruecos o el orden público, a la par que iba aumentando el distanciamiento entre la España oficial y la que realmente existía y en la que se desarrollaba la vida del ciudadano de la década de 1920.
La sociedad había llegado a tal punto de desconfianza en el Gobierno que ambos seguían derroteros divergentes. La clave interpretativa de los acontecimientos se resumía en la debilidad gubernativa, por el descontento popular que hacía mella en la sociedad.
La combinación de tales características generaba conflictos de complicada solución, ante la inoperancia política y la dificultad que en sí entrañaban. No sorprende que, en determinados sectores sociales, cada vez más extensos, se vislumbrara en la dictadura una posible solución y que la opción encarnada en el marqués de Estella, con sus promesas de asegurar el orden, llegara a parecer una salida aceptable a corto plazo.
Un cambio de régimen se anunciaba a grandes voces en los más diferentes sectores. Paso a paso, el Monarca manifestaba su creciente aceptación a un posible pronunciamiento militar, como la única solución que podía adoptar para devolver el orden a la sociedad española y desterrar todo aquello que recordara a corrupción y caciquismo. El golpe de Estado fue fruto de la actuación, más o menos comprometida, de dos grupos militares distintos; por una parte, un sector vinculado a las Juntas de Defensa de Barcelona con Primo a la cabeza, y por la otra, el liderado por el llamado “Cuadrilátero”, con sede en Madrid, formado por los generales Saro, Dabán, Cavalcanti y Federico Berenguer, próximos al Rey y al tanto de lo que se estaba fraguando. Como principal punto a su favor tenían que, salvo raras excepciones, ningún sector importante de la Milicia estaba dispuesto a luchar al lado del Gobierno, en el caso de que éste decidiera oponer resistencia. El marqués de Estella conectaba de tal manera con la mentalidad de la época que el Gobierno no sería capaz de encontrar dentro del Ejército quien le prestara suficiente apoyo. La actuación y figura de Primo de Rivera apareció aureolada por un carácter mesiánico y como tal fue recibida, ya que supo vincularse con las aspiraciones de gran parte del pueblo, si bien su labor se iría desvirtuando paulatinamente y perdiendo apoyos que le dejaron a la deriva cuando su Gobierno empezó a embarrancar en las dificultades de buscarse una salida válida para él y para la Monarquía.
Como reacción a esta situación generada y agravada entre los militares por el Desastre de Annual (en el que había muerto su propio hermano, el teniente coronel Fernando Primo de Rivera y Orbaneja) y el informe Picasso, Primo de Rivera, de ideales militaristas y nacionalistas, dio un golpe de Estado el 13 de septiembre de 1923, con el apoyo de diversos sectores de la sociedad y la aquiescencia del Monarca, ante los hechos consumados. El Rey, que se encontraba en San Sebastián, tuvo conocimiento del pronunciamiento militar mediante llamada telefónica del jefe de Gobierno y mediante telegrama del manifiesto redactado por el militar sublevado. Santiago Alba, que era el ministro de Jornada en San Sebastián, presentó su dimisión, por entender que en su persona se concitaban buena parte de las protestas de los militares insurgentes, y el Rey, al margen de lo que dictaban los procedimientos constitucionales, se la aceptó de inmediato. Las horas siguientes fueron decisivas en el triunfo del alzamiento y transcurrieron entre la pugna de los sublevados por imponer sus puntos de vista a otras guarniciones —como en el caso de Madrid, donde al sumarse el gobernador militar, duque de Tetuán, se minó la resistencia del capitán general, Muñoz Cobo—, y la irresolución de un gobierno que no quiso hacer valer su autoridad al no encontrarse suficientemente respaldado por la Corona. García Prieto hizo gala de una exquisita fidelidad al Rey, sometiendo en todo momento su parecer al Monarca, aunque le instase a tomar partido. La respuesta más clara de Alfonso XIII se dejó ver en la demora en su regreso a Madrid. El marqués de Alhucemas recogió el mensaje impreso en la actitud real y ante el vacío de poder existente, presentó su dimisión.
Mientras tanto, Primo de Rivera esperaba ansioso en Barcelona la decisión real y allí recibió el encargo de trasladarse a Madrid y presidir un Directorio Militar, del que formarían parte ocho generales de brigada y un contralmirante, en representación de las diversas armas y capitanías generales, aunque sólo Primo de Rivera tenía, como presidente del Directorio, atribuciones y rango de ministro. El 13 de septiembre da a conocer su célebre manifiesto Al País y al Ejército, en el que expresa sus intenciones de acometer las reformas urgentes que gran parte de la sociedad estaba demandando.
El régimen constitucional quedó en suspenso.
El nuevo Gobierno arrancó con rectificaciones que afectaron duramente a los apoyos básicos que habían hecho posible su triunfo, como el caso de las reivindicaciones catalanistas, contra las que Primo de Rivera comenzó a actuar ya a finales de 1923. Por las mismas fechas inicia uno de sus más claros proyectos, la lucha contra las redes caciquiles de la administración local, en un claro intento de renovación de las clases políticas.
Destituyó a las comisiones de gobierno interior de las Cámaras Parlamentarias, situación ratificada por el Monarca, lo que provocó la quiebra del orden constitucional. A comienzos de octubre ya se había promulgado un Real Decreto con un nuevo plan organizativo de la Administración pública, a la vez que se establecían delegados gubernativos en las cabeceras de partido. El 13 de enero de 1924 se disolvieron todas las diputaciones, a excepción de Vascongadas y Navarra, y el 8 de marzo se promulgó el nuevo Estatuto Municipal, realizado por Calvo Sotelo en consonancia con las aspiraciones políticas del maurismo, aunque con escasas posibilidades de aplicación, dado su carácter democratizador de la vida municipal.
La continuación del régimen iba a exigir la creación de una serie de instrumentos políticos para proceder a su consolidación, canalizando los apoyos ciudadanos que había tenido en sus inicios. Desde noviembre de 1923 dos grupos entraron en pugna para capitalizar el movimiento de opinión favorable al golpe: la Federación Cívico-Somatenista —que derivaría en el Somatén—, y los propagandistas católicos, que unirían sus fuerzas creando la Unión Patriótica, agrupación política en la que se trataba de aglutinar los hombres e ideales afines al nuevo sistema.
La actitud abandonista respecto a Marruecos que el general había mantenido antes del pronunciamiento toma un nuevo rumbo y Primo de Rivera cambia de opinión. Francia y España marcharon de mutuo acuerdo y las operaciones culminaron el 8 de septiembre de 1925, con el desembarco de Alhucemas y el rápido control de la zona, lo que supondría un golpe decisivo para Abd el-Krim. La consecuencia política del éxito de Alhucemas fue la sustitución, el 3 de diciembre de 1925, del Directorio Militar por un Directorio Civil, formado, en buena parte, por hombres extraídos de la Unión Patriótica. La presidencia seguiría en manos del marqués de Estella, pero nace la figura de una vicepresidencia, desempeñada por el general Martínez Anido, que era también ministro de la Gobernación. La Constitución seguía suspendida y los políticos del viejo régimen, decepcionados, acentuaron su distanciamiento con el Monarca, al tiempo que los grupos políticos no dinásticos ejercían su oposición.
También era notable el desasosiego de algunos militares, cuya trama conspirativa desembocó en el intento de sublevación del 24 de junio de 1926 (La Sanjuanada), que se saldó con la detención de diversas personalidades, entre ellos, los generales Aguilera y Weyler. Por entonces, ya había estallado un conflicto con el Cuerpo de Artillería en relación con los criterios de ascensos, entre los que se establecían los méritos de guerra, contraviniendo el compromiso adquirido por los propios artilleros de mantener la escala cerrada en este sentido. Primo de Rivera, que tenía firme empeño en la unificación de las fuerzas armadas, a través de la creación de una academia general, no transigió con las presiones ejercidas por los oficiales en las negociaciones y abrió un conflicto, que aunque amainó en los primeros días de septiembre, nunca desapareció por completo, privando al régimen de su apoyo cuando necesitó asegurar su estabilidad.
La política económica de la Dictadura, de clara inspiración regeneracionista, se dirigió, principalmente, a dos objetivos: el desarrollo industrial de España mediante una estrategia proteccionista y la modernización de algunas infraestructuras, sobre todo la red de carreteras y la ferroviaria; las telecomunicaciones (impulso a Telefónica en relación con las grandes compañías americanas del sector) y los hidrocarburos, creando la Campsa. Realizó también una obra muy destacable en el terreno hidrográfico.
La decisión más significativa en el plano político fue el anuncio, el 5 de septiembre de 1926, de la convocatoria de una Asamblea Nacional, que suponía el definitivo desahucio de la tradición liberal y parlamentaria española. Sánchez Guerra advirtió públicamente de la ilegalidad en la que se incurriría y dicha advertencia hizo que el proyecto se retrasara casi un año, cuando, culminada la campaña de África, daba la impresión de que la Dictadura podía dar paso a una nueva situación política. Sin embargo, los recelos de Primo ante la posibilidad de una resurrección del parlamentarismo le inclinaron a avanzar en la vía de una institucionalización del régimen dictatorial. El año 1929 supuso un cúmulo de protestas generalizadas y mientras la oposición iba ganando adeptos por momentos, el presidente del Directorio disolvió el arma de Artillería y la Universidad se lanzó a la calle. En julio se discutió el anteproyecto de constitución, que no tuvo buena acogida, y el general, que había pensado en un plebiscito que aprobara el texto y respaldara al régimen, tuvo que dar marcha atrás y trató de buscar una salida con la ampliación de la Asamblea Nacional.
Los éxitos logrados por la Dictadura, en sus primeros compases, empezaban a resultar demasiado lejanos, y Primo de Rivera, consciente de las dificultades generalizadas con las que se encontraba, empezaba a renunciar a sus planes de consolidación del régimen.
Una nueva conspiración se anunciaba y no encontró más salida que dirigirse a los jefes militares para comprobar si seguía contando con su confianza para seguir gobernando. La debilidad de su respuesta y la indignación del Monarca, al no haber sido consultado, dejaron a Primo de Rivera desautorizado, situación que le llevó a presentar su dimisión, el 28 de enero de 1930, sucediéndole el jefe de la Casa Militar del Rey, el general Dámaso Berenguer. Primo de Rivera se fue a París, donde falleció a las pocas semanas, el 16 de marzo de 1930.
Entre sus numerosos honores y condecoraciones destacan: Cruz de 1.ª Clase de la Orden de San Fernando (1894); Cruz de 1.ª Clase del Mérito Militar con distintivo rojo (1895); Cruz de 2.ª Clase del Mérito Militar (1897); Cruz de 2.ª Clase de Mérito Militar con distintivo blanco (1906); Cruz de San Hermenegildo (1908); Cruz de 3.ª Clase del Mérito Militar con distintivo rojo (1909); Cruz de 3.ª Clase del Mérito Militar con distintivo rojo (1910); Gran Cruz Roja del Mérito Militar (1913); Placa de San Hermenegildo (1916); Gran Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, Gran Cruz de la Legión de Honor de Francia, Gran Cruz Laureada de la Real y Militar Orden de San Fernando, Gran Cruz del Mérito Naval con distintivo rojo y Caballero Maestrante de Ronda (1925), así como doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca.
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Inmaculada Aladro Majúa