Vara de Rey y Rubio, Joaquín. Ibiza (Islas Baleares), 14.VIII.1841 – El Caney (Cuba), 1.VII.1898.
General de brigada de Infantería, Laureado de San Fernando y héroe de El Caney (Cuba).
Hijo de Joaquín Vara de Rey y Calderón de la Barca, y de Clotilde Rubio y Cuevillas. La familia paterna era de origen malagueño y de raigambre militar: el padre alcanzó el empleo de brigadier de Infantería, y el abuelo, el de coronel del mismo Arma. La materna, también vinculada con la milicia, estaba afincada en Logroño.
Joaquín, primogénito del matrimonio, nació en el Castillo de Ibiza, guarnecido en 1841 por el Regimiento de Infantería de la Reina n.º 2, del que su padre era capitán. A las pocas horas de nacer fue bautizado en la parroquia castrense de San Pedro Apóstol.
Al cumplir los trece años solicitó el ingreso en el Colegio de Infantería, recién trasladado al Alcázar de Toledo, siendo su padre comandante del Regimiento de Infantería Iberia n.º 30, de guarnición en Reus (Tarragona). Dos meses después, Isabel II le concedió la plaza, en calidad de aspirante al ingreso, y en 1856 se trasladó a Madrid con su familia.
El 30 de diciembre de 1856 fue convocado a examen y el 1 de enero de 1857 fue filiado como caballero cadete. Tenía quince años y su estatura era de 1,40 metros. Obtenida su primera estrella el 1 de junio de 1859, fue destinado al Regimiento de Infantería Soria n.º 9, y destacado a las Islas Chafarinas, donde permaneció seis meses hasta que, por traslado al Batallón Provincial Jaén n.º 1, regresó a Granada.
El 12 de agosto de 1860 ascendió a teniente y volvió al Soria, al que acababa de incorporarse su hermano Alfredo. Tras rotar por las guarniciones de Cádiz, Sevilla y Málaga, el padre, teniente coronel del Regimiento de Infantería Guadalajara n.º 20, solicitó que ambos hermanos fueran destinados a su unidad, costumbre muy habitual en la época.
Los sucesivos cambios de guarnición del Guadalajara, otra peculiaridad del siglo xix, le llevaron a Pamplona, Vitoria y Bilbao, hasta que, el 17 de agosto de 1864, pasó al Regimiento de Infantería Isabel II n.º 32, de guarnición en Madrid, al que acababa de ser destinado su padre. Estando con su batallón en el cantón de Leganés, acudió a la capital para sofocar el motín iniciado en el Cuartel de San Gil, el 22 de junio de 1866. Su bautismo de fuego fue galardonado con el grado de capitán. El grado, otro uso decimonónico derogado en 1889, era una distinción honorífica utilizada para recompensar determinados servicios en paz y en guerra, sin otra repercusión que la de facultar al gobierno a promocionar a los coroneles graduados, independientemente de su empleo efectivo.
El 30 de noviembre de 1867, trasladado el Regimiento de Infantería Isabel II a la plaza de Santoña (Cantabria), contrajo matrimonio con Jacoba Pallarés Ocio, natural de Vitoria, con la que tuvo seis hijos: Joaquín (nacido en 1868), Dolores (1870), María (1873), Jesusa (1878), Casto (1879) y Pilar (1881).
En la madrugada del 21 de agosto de 1868, la guarnición de Santoña se sumó a la revolución que depuso a Isabel II y, tres días después, Vara de Rey defendió con las armas la plaza de Santander, impidiendo la entrada de las tropas del general Calonge. Por el primer hecho, la Junta Revolucionaria de Cantabria le concedió el empleo de capitán, y por el segundo, Prim le recompensó con la Cruz roja del Mérito Militar, que logró permutar por el grado de comandante.
En enero de 1869, el padre, ascendido a coronel y nombrado jefe del Regimiento de Infantería León n.º 38, le llevó consigo a Valencia, y bajo sus órdenes participó en la operaciones dirigidas a combatir las partidas carlistas que, a raíz de la entronización de Amadeo de Saboya, se habían alzado en armas en el Maestrazgo. Su participación en esta campaña fue recompensada con el grado de teniente coronel.
En 1871 el padre ascendió a brigadier y fue destinado al Ministerio de la Guerra. Aunque no logró trasladar allí a su hijo, le recomendó para que pasase al Batallón de Cazadores Mérida n.º 19, alegando que su escasa estatura le convertía en candidato idóneo para servir en unidades de cazadores, las de mayor prestigio de la época. Incorporado con su batallón a la columna del mariscal de campo José García Velarde, continuó combatiendo contra los carlistas en Cataluña.
La tropa, muy soliviantada a causa del incumplimiento del Decreto de 17 de febrero de 1873, por el que la Asamblea Nacional de la República abolió las quintas, se entregó a toda clase de desmanes a partir del 20 de febrero, cuando en Barcelona se oyó gritar por primera vez “¡Abajo los galones!”, grito que resonaría en multitud de campamentos durante aquella primavera.
El Batallón de Mérida mantuvo la disciplina, e incluso reprimió los motines de Reus, Manresa, Prats de Llusanés y Berga, hasta que, el 5 de junio, al coincidir con el de Las Navas en Igualada, se alzó en armas contra sus jefes. Vara de Rey, sus compañeros y algunos soldados leales trataron infructuosamente de controlar la situación, y se vieron obligados a abandonar Cataluña y refugiarse en Valencia.
Los motines cuarteleros de 1873 marcarán durante un siglo la mentalidad de la oficialidad española, que se hizo mucho más conservadora, cuando no reaccionaria.
Decenas de oficiales mostraron su descontento solicitando el retiro y otros, como Vara de Rey, abandonando el frente y optando por destinos burocráticos, primero en la Dirección General de Infantería y luego en la 2.ª Sección del Ministerio de la Guerra.
Sólo llevaba dos meses en Madrid, cuando las medidas tomadas por el presidente Castelar para poner fin al caos le hicieron volver al servicio activo. Destinado al Batallón de Reserva de Alicante n.º 50, uno de los cuerpos de voluntarios creados al efecto, defendió la ciudad contra los cantonalistas y, en enero de 1874, participó en la toma de Cartagena. Por su presencia en estos hechos de armas se le concedió la Cruz roja del Mérito Militar, que intentó sin éxito permutar por el empleo de comandante.
Liquidada la insurrección cantonal, volvió al frente de Cataluña en calidad de ayudante del mariscal de campo Francisco Canaleta Morales. Cuando su general pasó a la reserva en marzo de 1874, quedó disponible con medio sueldo en el Depósito de Jefes y Oficiales de Guadalajara.
Una vez más, el padre salió al paso de la situación y trató de nombrarle secretario de causas de la Capitanía General de Madrid, de la que era fiscal militar.
La gestión no tuvo éxito, al aducir el ministro de la Guerra, general Zabala, la existencia de otros diez secretarios de causas, por lo que optó por destinarle a otro cuerpo franco, el Batallón de Reserva de Badajoz n.º 2, con el que marchó a Navarra a luchar contra los carlistas.
Tanto debió porfiar el padre que el general Serrano, al volver a hacerse cargo del Ministerio de la Guerra en junio de 1874, accedió a nombrarle secretario de causas. Entretanto, el brigadier Vara de Rey le había agenciado un puesto en la Dirección General de Infantería, desde donde contempló la proclamación de Alfonso XII.
Cuando el Rey, por consejo de Cánovas, decidió ponerse al frente del Ejército del Norte para asestar el golpe definitivo a la Guerra Carlista, Vara de Rey solicitó y obtuvo destino en el Batallón Provisional de Lérida n.º 42, con el que participó en la campaña.
El 13 de diciembre de 1875, se le concedió el ascenso a comandante por los méritos contraídos en el Maestrazgo. El ascenso le ocasionó un grave quebranto económico, al volver a quedar disponible, y el padre resolvió una vez más la situación, llevándosele como auxiliar a la revista de inspección que pasó a las Cajas de Reclutas de Valladolid y Palencia de febrero a mayo de 1876.
Recién reincorporado a Madrid, obtuvo destino en el Regimiento de Infantería Zamora n.º 8, de guarnición en Haro (Rioja), y a los pocos meses falleció su padre, tomando a su cargo a la viuda, que llegó a sobrevivirle. En el Zamora, en la zona de Vitoria, intervino en las operaciones que dieron fin a la guerra carlista, y obtuvo el grado de coronel con ocasión del matrimonio de Alfonso XII con la malograda reina Mercedes.
El 1 de abril de 1878 ascendió a teniente coronel por turno de antigüedad y el general Quesada, capitán general de Navarra, le confió la Comandancia Militar de Tudela. La Dirección General de Infantería, importante organismo autónomo que gestionaba las dos terceras partes del Ejército, no conforme con la decisión, quiso enviarle a mandar un cuerpo armado, pero Quesada insistió en mantenerle en Tudela. El director general impuso su criterio y le destinó al Batallón de Depósito de Tafalla. Quesada, por no dar su brazo a torcer, le nombró comandante militar de esta plaza. En julio de 1880, debido a un violento altercado con un alférez, que llegó a hacer fuego contra él, el director general de Infantería le trasladó al Batallón de Reserva Astorga n.º 83, donde permaneció hasta diciembre de 1881.
Destinado después a Valladolid, al Regimiento de Infantería Isabel II n.º 32, solicito pasar al Ejército de Puerto Rico. Transcurridos dos años sin que se atendiera su petición, cursó otra para el de Filipinas, al que se incorporó a finales de 1884.
Nada más llegar a Manila, se le puso al frente del Regimiento de Infantería España n.º 1, con el que, del 25 de enero al 10 de marzo de 1887, tomó parte en las operaciones tendentes a reafirmar la soberanía española en Mindanao. Su participación en esta breve campaña le valió otra Cruz roja del Mérito Militar.
En junio de 1887, se le confió el puesto de director de la Academia establecida en Manila para preparar para el ingreso en la carrera militar a los hijos de los oficiales del Ejército de Filipinas, y en enero de 1890, el de gobernador político-militar de las islas Marianas, destino muy ambicionado y muy bien retribuido, con competencias similares a las de los gobernadores civiles peninsulares y jurisdicción sobre las tropas estacionadas en el pequeño archipiélago.
El 9 de mayo de 1891, debido a su ascenso a coronel, causó baja en el Ejército de Filipinas y quedó en situación de reemplazo en Madrid hasta obtener destino en la Zona de Reclutamiento de Ávila. El deterioro económico provocado por su ascenso hizo que volviera a pedir destino a Filipinas, y al no concedérselo, a Cuba o Puerto Rico. No obstante, la reducción de plantillas derivada del llamado presupuesto de paz de 1893 obstaculizó sus aspiraciones.
La insurrección de 1895 vino en su ayuda, y el 8 de marzo de ese año fue puesto a las órdenes del general Calleja, capitán general de Cuba. Embarcado en Santander, el 20 de marzo, llegó a La Habana unos días después de que los hermanos Maceo arribaran a las costas del Departamento de Oriente, donde ya operaba la partida de Bartolomé Masó, y sólo una semana antes de que José Martí y Máximo Gómez se incorporaran a la lucha.
Calleja le ordenó reembarcar de inmediato para ponerse al frente de una columna formada por dos de los batallones recién llegados de la Península, encuadrados en la División de Santiago de Cuba, capital del Departamento de Oriente, que entonces mandaba el general José Lachambre, el mismo que un año después pondría fin al levantamiento de Aguinaldo en Filipinas.
Durante los primeros meses, pese a los ingentes recursos movilizados, la insurrección quedó fuera de control. Buen ejemplo de ello fue el revés sufrido por la columna de Vara de Rey a manos de Bartolomé Masó, en las inmediaciones de Manzanillo, el 29 de mayo de 1895. Lachambre se indignó al conocer el desenlace de la operación y propuso al capitán general Arsenio Martínez Campos, que acababa de relevar a Calleja, el inmediato regreso del responsable del descalabro a la Península.
En tanto se recibía la preceptiva resolución ministerial, fue separado del mando de su columna y nombrado comandante militar de Bayamo, pequeña ciudad situada a medio camino entre Santiago y Manzanillo, en plena zona de operaciones.
A primeros de julio, Martínez Campos se trasladó a Oriente para pulsar por sí mismo la situación. Llegado a Manzanillo, partió con 400 hombres hacia Bayamo.
En el trayecto, topó con la columna del general Fidel Alonso de Santocildes, formada por unos mil efectivos, que llevaba días siendo hostigada por la partida de Antonio Maceo.
El capitán general se puso al frente de ambas columnas y, confiado en la superioridad numérica, decidió plantar cara al enemigo. Sin embargo, los mambises le tendieron una emboscada en Peralejo y tuvo que refugiarse en Bayamo, perseguido de cerca por Maceo y dejando tras de sí decenas de cadáveres, entre ellos el del general Santocildes. Vara de Rey, enterado del desastre, se puso al frente del pequeño destacamento que había en la localidad y logró proteger la retirada.
El agradecido capitán general, que hubo de permanecer recluido en Bayamo hasta que Lachambre envió refuerzos, rectificó su decisión de enviarle a la Península, le confirmó en el puesto y le repuso en el mando de la columna.
En Bayamo permaneció un año, practicando frecuentes batidas, hasta que, el 27 de mayo de 1896, el capitán general Valeriano Weyler, al que había acudido Cánovas cuando Martínez Campos presentó la dimisión después de que Máximo Gómez llegara a amenazar La Habana en su correría por la isla, le nombró jefe del Regimiento de Infantería Cuba n.º 65.
El 23 de junio, a los veinte días de tener conocimiento de la muerte de su hijo Joaquín, 2.º teniente destinado también en Cuba, tomó posesión del mando de su regimiento en Santiago. Siguiendo la costumbre de la época, una de sus primeras providencias fue traerse consigo a su hermano Antonio, capitán de Infantería, y a dos de sus sobrinos, tenientes del mismo Arma, todos ellos destinados en aquel ejército.
Inmediatamente entró en combate, no abandonando ya la zona de operaciones hasta su muerte. El 5 de julio de 1896, al frente de su unidad, derrotó a la partida de José Maceo en Loma del Gato, en la que murió el propio cabecilla mambí. Por esta acción fue recompensado con otra Cruz roja del Mérito Militar.
A lo largo del otoño de 1896 y el invierno de 1897, Weyler logró disgregar las partidas mambises que operaban en Pinar del Río, y la muerte de Antonio Maceo, en enero de 1897, liquidó la insurrección en la mitad occidental de la isla. El capitán general dio por concluida la campaña al llegar la estación de lluvias y decidió esperar al próximo otoño para operar en la parte oriental, donde, desde septiembre de 1896, el coronel Vara de Rey estaba al mando de la 1.ª Brigada de la División de Santiago.
No deja de sorprender que aquel militar que, a lo largo de su carrera había ocupado destinos muy poco relevantes y no había destacado en los escasos combates en los que había participado, se revelara al llegar el ocaso de su vida militar como un eficaz mando de brigada, muy valorado por su jefe, el teniente general Arsenio Linares Pombo.
Debido a ello, el 13 de agosto de 1897, cinco días después de que Cánovas fuese asesinado, Weyler le propuso para el ascenso a general de brigada por méritos de guerra, siendo ratificado en el mando de la 1.ª Brigada, por entonces desplegada al norte de Santiago, en la zona de San Luis y Songo, defendiendo los caminos que conducían a Bayamo y Guantánamo y el fértil anfiteatro de donde se abastecía la ciudad.
El asesinato de Cánovas dio un vuelco a la situación.
Weyler fue relevado por el general Ramón Blanco Erenas, quien partió de la Península con instrucciones de calmar los ánimos y timonear la implantación de un régimen autonómico, tardío instrumento concebido para saldar la insurrección. Los partidarios de la independencia interpretaron aquel paso como muestra de debilidad y reanudaron la lucha con nuevos bríos.
El 1 de enero de 1898 la autonomía se hizo realidad, pero, debido a los incidentes que unos cuantos oficiales provocaron en La Habana, Estados Unidos, donde la descolonización de Cuba se consideraba una asignatura pendiente, decidió enviar el Maine a La Habana. En febrero, el acorazado saltó por los aires, la prensa sensacionalista neoyorquina manipuló el incidente para inclinar a la opinión pública en contra de España, y el presidente McKinley forzó la ruptura de hostilidades.
A finales de marzo, el general Vara de Rey, que acababa de ser condecorado con las Grandes Cruces de María Cristina y del Mérito Militar, iba camino de La Habana, con intención de solicitar volver a la Península para reponer su quebrantada salud, cuando la noticia de la inminente declaración de guerra le hizo volver sobre sus pasos para ponerse al frente de su unidad.
En mayo, Santiago se convirtió en principal objetivo de los norteamericanos, debido a la recalada de la escuadra del almirante Cervera en su bahía, y McKinley ordenó al general Shafter, jefe del V Cuerpo de Ejército, compuesto por 16.887 hombres, la práctica totalidad de las tropas entonces disponibles, desembarcar en las inmediaciones de la plaza bloqueada, atacarla por tierra y destruir la escuadra española.
El desembarco se inició en Daiquirí, en la madrugada del 22 de junio. Su pequeña guarnición, amenazada su retaguardia por la partida de Calixto García, temió verse embolsada y se replegó, dando comienzo a la serie de disparates tácticos que finalizaron con la pérdida de los últimos restos del Imperio español.
Por una serie de errores de cálculo, Linares decidió recluirse en Santiago, perdiendo toda libertad de acción.
Más pendiente de la amenaza mambí que de la de las tropas norteamericanas y falto de información sobre sus intenciones, actuó siempre bajo la hipótesis de que el objetivo de Shafter era ocupar las fortalezas que guardaban la entrada de la bahía, con la intención de destruir los barcos de Cervera.
Para afrontar la situación sobrevenida apenas cambió el despliegue concebido para proteger la ciudad de las incursiones mambises: mantuvo la línea de posiciones alrededor del recinto urbano, así como la lejana en los pasos de la sierra. La única novedad, aparte de la colaboración de la marinería de la escuadra, fue situar a Vara de Rey en la aldea de El Caney, y reforzar la parca guarnición del lugar, limitada a 44 soldados del Regimiento de Infantería Cuba n.º 65 y algunos voluntarios cubanos, con 466 hombres del Regimiento de Infantería de la Constitución n.º 29, más 48 del 1.er Tercio de Guerrillas.
La aldea, seis kilómetros al norte de Santiago, agrupaba un centenar de casas de una planta, encaramadas en un cerro, al amparo de la iglesuela que presidía su plaza. Al este, sobre un otero al otro lado del profundo cauce del arroyo de Las Guamas, se alzaba un fortín de mampostería, llamado El Viso. Otros seis blocaos de madera —Norte, Río, Asia, Matadero, Izquierdo y Cementerio— flanqueaban el caserío. La abundancia de fortificaciones revelaba la importancia del enclave, llave del camino de Guantánamo, centinela avanzado de la ciudad de Santiago y privilegiado observatorio de la amplia extensión de terreno despejado circundante.
Además, la posición quedaba equidistante de los dos objetivos que se pretendían cubrir. De una parte, sólo unos kilómetros la separaban del paso de Escandel, por donde se suponía aparecerían los 5.592 hombres de la brigada del general Pareja, de quien no se sabía nada desde el 10 de junio, cuando los Marines desembarcaron en la bahía de Guantánamo. De otra, la represa y el acueducto de Cuabitas, que abastecía de agua a la ciudad, quedaban aún más a mano en caso de ser preciso defenderlos.
El 26 de junio, los norteamericanos, acampados a unos diez kilómetros al este de Santiago, evaluaron el despliegue español, la aparente falta de artillería y la dificultad de abastecer las posiciones. Al anochecer del 28, Calixto García les informó de que una brigada española se aproximaba a marchas forzadas a Santiago, con tropas de refresco, víveres y munición.
Se trataba de la columna mandada por el coronel Federico Escario, quien, al frente de tres mil quinientos hombres, había partido de Manzanillo seis días antes.
La noticia del inminente refuerzo aceleró los planes de Shafter. El día 30, tras reconocer el terreno, convocó a sus generales para trazar el plan de acción.
Informado por el general Lawton, jefe de la 2.ª División de Infantería, de que la pequeña guarnición de El Caney, que amenazaba el flanco norte del plan previsto, podía quedar neutralizada en un par de horas, le asignó una batería y le ordenó atacarla nada más salir el sol. Una vez ocupada la posición, su división debería marchar directamente sobre Santiago, constituida en ala derecha de la acción principal.
Las otras dos divisiones, encargadas de conquistar el principal objetivo —la línea de alturas, perpendicular al eje de marcha, conocida con el nombre de Lomas de San Juan—, recibieron la orden de abandonar su campamento al amanecer, ocupar la base de partida, y esperar hasta que Lawton tomara El Caney y se incorporara al combate.
Al anochecer del día 30, la 2.ª División, integrada por cinco mil doscientos veinte hombres y reforzada por cuatro cañones de 75 mm., avanzó en dirección norte, camino de El Caney, desplegando sus tres brigadas en forma de tenaza para asegurar la captura de la guarnición.
A las 5.30 horas de la húmeda y calurosa mañana del primer día de julio, la artillería abrió fuego contra doce mulos que volvían a Santiago tras haber municionado la posición, dando el pistoletazo de salida para un combate que se vaticinaba breve y poco problemático.
Evidentemente, los norteamericanos no conocían las virtudes de nuestros soldados, encarnadas en aquella ocasión por 567 españoles, que lucharon codo a codo con 87 voluntarios cubanos, ni podían imaginar el temple del jefe que les mandaba.
Cuando, el 24 de junio, la columna de Vara de Rey entró en El Caney, la tropa fue distribuida entre los siete fortines existentes, eficaz abrigo contra los fusiles insurrectos, pero muy vulnerables al fuego de la artillería.
Alrededor de El Viso y del poblado, se procedió a excavar varias líneas de trincheras y a aspillerar las fachadas traseras de las casas. Más a vanguardia, se tendieron alambradas, y parapetos de tierra en la desembocadura de las calles. La iglesia y la cárcel, ambas de piedra y con tejado de pizarra, se acondicionaron como último reducto defensivo.
Los trabajos se ultimaron al anochecer del 30 de junio y la luna llena permitió ensayar movimientos y repliegues, tender líneas telefónicas, distribuir los cuarenta y ocho mil cartuchos que acababan de llegar de Santiago y calcular la distancia a los objetivos, anotando dicha apreciación en cada puesto para que los tiradores pudieran ajustar el alza de sus fusiles.
Al oír el primer cañonazo, los defensores corrieron a ocupar sus posiciones. Los cuarenta y cuatro de la sección del Regimiento de Infantería Cuba, en El Viso y sus trincheras; dos compañías del de la Constitución, en los blocaos y trincheras de El Caney; el resto, en los edificios de la plaza, y los voluntarios, formando una segunda línea en las casas aspilleradas. En total, unos trescientos hombres, encarados hacia el este, y otros doscientos, hacia el sur.
La primera descarga de fusilería partió de El Viso, cuyos soldados localizaron a los atacantes en una loma, 500 metros al este del fortín. El blocao Norte se unió al tiroteo y los norteamericanos se pusieron al abrigo de la colina. Trascurridas las dos horas de combate previstas por Lawton, la brigada que llevaba el esfuerzo principal continuaba detenida, diezmada por las bajas, y sin haber progresado un solo metro hacia el objetivo.
Su general decidió olvidarse de El Viso, donde estimó que habría unos quinientos hombres, cuando en realidad eran cuarenta y cuatro, y ordenó a sus regimientos rodearlo por el norte y cargar directamente sobre el poblado. Los 1740 hombres de la brigada se pusieron en marcha y vadearon el curso alto del arroyo que daba nombre al fortín. Al asomar por la loma situada frente al blocao Río, quedaron de nuevo detenidos, y esta vez al descubierto.
Los sucesivos intentos de continuar avanzando fueron baldíos ante la eficacia de las cerradas descargas procedentes de las trincheras españolas. La posibilidad de respuesta era nula; los oficiales, con anteojos, sólo eran capaces de vislumbrar las finas líneas oscuras de la tierra recién removida de las trincheras, y los soldados, a simple vista, unos cuantos sombreros de paja que surgían esporádicamente del suelo para desaparecer antes de llegar a apretar el gatillo. A las diez, tras tres horas de combate y permanecer en aquel matadero cerca de una hora, se vieron obligados a retroceder.
La brigada que atacaba por el sur no había tenido mejor fortuna. Su general había desplegado dos regimientos sobre el camino de Santiago, para impedir la huida de la guarnición, y enviado el tercero a localizar otras posibles vías de escape, cuando escuchó la primera descarga de fusilería. Ávido de participar en la supuestamente inmediata victoria, dio orden de acercarse al poblado.
Un regimiento avanzó hacia las lomas situadas al oeste del blocao Izquierdo, y otros dos por el camino principal. Al ser avistados, los doscientos hombres atrincherados al sur de El Caney abrieron fuego. Los dos regimientos de soldados profesionales, uno en cada ala, lograron trabajosamente progresar un trecho hasta agazaparse a 500 metros de la posición, pero el único de voluntarios que intervino en la acción fue presa del pánico y emprendió la huida al verse convertido en blanco preferente de los españoles, que distinguían con claridad las nubecillas blancas originadas por los anticuados cartuchos de sus fusiles de aguja.
El tiempo transcurría y El Caney seguía en poder de Vara de Rey, por lo que, al mediodía, Lawton resolvió llevar a primera línea a la brigada de reserva.
Más o menos a la misma hora, el general Shafter, muy preocupado por la tardanza, que paralizaba la acción principal sobre las Lomas de San Juan, dio orden de marchar hacia El Caney a la brigada de reserva del V Cuerpo de Ejército. A partir de ese momento, los defensores, que ya habían sufrido un centenar de bajas, iban a tener enfrente 6.453 norteamericanos y 400 cubanos, en una proporción de uno a doce.
Hacia la una, ambas reservas desplegaron al sur de El Viso y la batería entró en posición más cerca del objetivo. El refuerzo tampoco fue suficiente para doblegar la resistencia española. Entretanto, los atacantes de San Juan, hartos de esperar y acribillados por las balas, se habían lanzado al asalto. Ante la situación planteada, Shafter desistió de ocupar El Caney y, a las dos, decidió recuperar unas tropas que llevaban combatiendo siete horas inútilmente.
Una vez más, la fortuna no estuvo del lado español.
Cuando el portador de la orden llegó al puesto de mando de la 2.ª División, su artillería, tras corregir y concentrar el tiro, trituraba materialmente el fortín El Viso, y tres regimientos estaban a punto de lanzarse al asalto de sus trincheras. Lawton contestó que era tarde para echarse atrás y, hacia las tres y media, sus hombres lograron poner pie en esta posición.
La pérdida de El Viso, que inevitablemente sentenciaba el combate, no fue óbice para que éste se prolongara otra hora más, hasta las cuatro y media de la tarde. Los norteamericanos, batidos por el fuego de los españoles, tuvieron que evacuar El Viso, pero otros dos fortines fueron hechos astillas por su artillería, y el tiro concentrado de diez regimientos obligó a abandonar las trincheras y refugiarse en el caserío.
Los proyectiles comenzaron a enfilar las calles hasta alcanzar incluso la plaza de la iglesia, donde Vara de Rey tenía su puesto de mando y donde una bala le atravesó ambas piernas, herida que le obligó a entregar el mando al teniente coronel Puñet, jefe del 1.er Batallón de la Constitución.
La falta de municiones, la imposibilidad de recibir refuerzos y la multitud de bajas hizo inaplazable abandonar la posición. Mientras Puñet concentraba al centenar de hombres que estaba en condiciones de andar, Vara de Rey, sobre una camilla, acompañado por su hermano, sus dos sobrinos y cuatro soldados de escolta, fue conducido por la estrecha vereda que conducía a San Miguel de Lajas, tan escondida que los hombres del ala izquierda del dispositivo norteamericano, situados todo el día a escasos metros de ella, no habían sido capaces de detectarla hasta ese momento.
Contra la costumbre inmemorial de respetar a los heridos y vulnerando el Convenio de Ginebra de 1864, sus fusiles se cebaron contra el doliente cortejo.
Vara de Rey y los camilleros cayeron heridos de muerte; ayudantes y escolta, en lugar de buscar refugio, se echaron los cuerpos a la espalda para quedar tendidos en el camino poco después.
Cuando el resto de los supervivientes llegaron al lugar donde acababan de rematar a su general, aún tuvieron fuerzas para obligar a los atacantes a ponerse a cubierto y conseguir llegar sin novedad a Santiago bien entrada la noche.
La guarnición del blocao Río se encargó de proteger el repliegue; conseguido esto, se entregó. Los catorce hombres del blocao Norte, cuya ocupación Lawton había encomendado, desde antes del amanecer, a los cuatrocientos insurrectos que le acompañaban, continuaron defendiéndolo otras veinticuatro horas.
Al entrar en El Caney, los atacantes contaron noventa y nueve cadáveres, e hicieron prisioneros a los ciento cuarenta heridos graves que no habían podido ser evacuados, así como al centenar de hombres que protegió el repliegue. Los cuerpos de otros noventa y cinco soldados españoles nunca fueron localizados y se dieron por desaparecidos. Fuera, en el campo, ciento ocho muertos y cuatrocientos cincuenta y seis heridos norteamericanos seguían tendidos al sol.
El cadáver de Vara de Rey fue enterrado a la vereda del camino donde cayó acribillado. Reconocido por la larga barba blanca que le caracterizaba, fue exhumado en noviembre de 1898 y, junto a los de Santocildes y Eloy Gonzalo, fue trasladado a Madrid, recibido con honores de general de división, y depositado en el Cementerio de la Almudena, en espera de ser trasladado al Panteón de Hombres Ilustres que la reina María Cristina había ordenado construir junto a la Basílica de Atocha. En tiempos de Primo de Rivera se desechó esta idea y, después de la Guerra Civil, se le enterró en un pequeño panteón en la Almudena, junto a los de los demás héroes de Cuba y Filipinas.
En 1900, su valor fue recompensado con la Cruz Laureada de San Fernando. Al año siguiente, su ciudad natal le dedicó un grandioso monumento en el paseo de la Alameda de Ibiza. Y en 1915, por iniciativa del Centro Asturiano de La Habana y por suscripción pública, otro más modesto en Madrid, frente al Ministerio de Fomento, más tarde trasladado al jardín existente en el arranque de la avenida de la Ciudad de Barcelona.
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Fernando Puell de la Villa