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Ramón Blanco y Erenas

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Biografía

Blanco y Erenas, Ramón. Marqués de Peña Plata (I). San Sebastián (Guipúzcoa), 16.V.1833 – Madrid, 4.IV.1906. Capitán general del Ejército, senador del reino y último capitán general de la isla de Cuba.

Hijo de Francisco Blanco Riera y de María de las Angustias de Erenas Polo. El padre, nacido en Daimiel (Ciudad Real), se alistó como soldado en 1808, alcanzó el empleo de capitán de la Guardia Real de Infantería en 1836, y falleció en 1840 como consecuencia de las penalidades sufridas durante el sitio de Morella, al término de la Primera Guerra Carlista. Su viuda, perteneciente a una familia andaluza emigrada a Barcelona, tuvo que buscar un empleo al no tener derecho a pensión. En 1846, ésta solicitó al teniente general conde de Clonard, director del Colegio General Militar, que también había estado destinado en la Guardia Real, la concesión a su único hijo de una plaza pensionada de cadete, exponiendo que ya había completado los estudios de matemáticas, francés y dibujo.

La petición fue denegada por haberse suspendido la admisión de nuevos alumnos durante el traslado del colegio de Madrid a Toledo, pero al año siguiente, una vez establecido el centro en el Hospital de Santa Cruz, el propio Clonard le instó a que elevara su petición a Isabel II. En mayo de 1847, se ordenó la inclusión de Blanco en la lista de pretendientes pensionados, y el 1 de enero de 1848 fue convocado a examen.

En el momento de ser filiado, tenía catorce años y medía 1,67 metros.

El 17 de diciembre de 1850, finalizados sus estudios, fue promovido a subteniente de Infantería con el número uno de su promoción, compuesta por cuarenta y un oficiales, entre los que se encontraba Francisco Villamartín. Su primer destino fue el Batallón de Cazadores Alba de Tormes n.º 10, estacionado entonces en Cervera (Barcelona). Recién incorporado, solicitó ser convocado al examen de ingreso en la Escuela del Cuerpo de Estado Mayor, de la que fue nombrado alumno, junto con otros ocho oficiales, el 6 de agosto de 1851.

El 23 de julio de 1855, superados los cuatro cursos reglamentarios, fue promovido al empleo de teniente de Estado Mayor y destinado a Barcelona en período de prácticas. Estando realizándolas en el Regimiento de Infantería Soria n.º 9, marchó a Valencia para sofocar los motines iniciados con ocasión del sorteo de quintos de 1856, que obligaron a declarar el estado de guerra y se saldaron con una veintena de muertos. Al regresar a Barcelona y pasar al Regimiento de Infantería Sevilla n.º 33, fue herido en el pecho cuando hacía frente a las masas encrespadas por la noticia de la caída de Espartero y la disolución de la Milicia Nacional.

O’Donnell recompensó largamente a cuantos colaboraron a auparle a la presidencia del Consejo de Ministros. En el caso de Blanco, los luctuosos sucesos de julio de 1856 le valieron la Cruz sencilla de la Orden de San Fernando y el grado de capitán de Caballería.

El grado, un uso decimonónico derogado en 1889, era una distinción honorífica utilizada para recompensar determinados servicios en paz y en guerra, sin otra repercusión que la de facultar al gobierno a promocionar a los coroneles graduados, independientemente de su empleo efectivo. Un año después, finalizadas las prácticas, obtuvo el empleo de capitán de Estado Mayor y destino de plantilla en la Capitanía General de Cataluña.

En octubre de 1858 marchó a La Habana, acogiéndose a la ampliación de la plantilla del Estado Mayor de Cuba decretada por O’Donnell a instancias del capitán general de aquella isla, su amigo Francisco Serrano Domínguez. Esta circunstancia le permitió ascender a comandante apenas cumplidos los veinticinco años.

El 1 de enero de 1859 llegó a Cuba en compañía del nuevo jefe de Estado Mayor, el brigadier Antonio Peláez Campomanes, a bordo del vapor Ter, el cual acababa de sustituir a los barcos de vela. Como técnico en topografía, materia privativa, junto a la geodesia y la cartografía, de los facultativos del Cuerpo de Estado Mayor, fue nombrado supervisor del trazado de las nuevas vías de comunicación que se estaban construyendo en la parte central y occidental de la isla.

El 15 de marzo de 1861 el dictador dominicano Pedro Santana, por propia iniciativa y antes de contar con el beneplácito de Madrid, declaró que Santo Domingo pasaba a convertirse en provincia española. Ante el hecho consumado, no refrendado por el Gobierno de la Unión Liberal hasta el 19 de mayo, el capitán general de Cuba se creyó obligado a destacar un pequeño contingente de tropas a la capital dominicana.

A todo lo largo de su carrera, los jefes de Blanco alabarán una y otra vez su tacto e inteligencia para desenvolverse en circunstancias adversas o problemáticas. Esta faceta de su carácter debió determinar que Serrano, el 23 de marzo, le confiara la delicada tarea de negociar con el general Santana el inminente despliegue. Blanco fue el primer español en establecer contacto directo con el insolente dictador, y el único al que siempre trató con respeto y deferencia hasta su fallecimiento en junio de 1864. Acordado el despliegue inicial, el joven comandante se encargó de conducir desde Puerto Rico el batallón que, como primera providencia, se hizo cargo de las fortalezas de la capital. Poco después llegó de Cuba la brigada expedicionaria, mandada por el brigadier Peláez Campomanes, a la que quedó adscrito Blanco y con la que sofocó los primeros brotes rebeldes contrarios a la anexión en la frontera de Haití.

Recompensados sus servicios con el grado de teniente coronel de Caballería, hubo de regresar a La Habana afectado de una grave dolencia. Una vez recuperado, solicitó sin éxito incorporarse a las tropas que Serrano envió a México, al mando del general Manuel Gasset, como avanzada de la expedición dirigida por Prim. Dos años después, en enero de 1864, cuando se generalizó la rebelión contra la presencia española en Santo Domingo, regresó a esta isla en calidad de jefe del Estado Mayor de la división mandada por Pedro Santana, ascendido a teniente general y nombrado marqués de las Carreras. Con ella participó en la larga serie de encuentros con los disidentes en la región de Seybo. Su relevante papel en el combate de Yerba Buena, el 5 de marzo, fue recompensado con la Cruz de Carlos III.

En mayo, el capitán general de Santo Domingo, José de la Gándara y Navarro, harto de los desplantes de Santana, le destituyó y confió el mando de la división de Seybo al brigadier Baldomero de la Calleja y Piñeiro, recomendándole que conservara a Blanco a su lado. Poco después, se le concedió a éste el grado de coronel de Caballería por el combate de Montes de San Nicolás.

El cariz de la rebelión y la decisión de Narváez de abandonar Santo Domingo aconsejaron evacuar Seybo en el mes de diciembre. Tras una penosa marcha de treinta y nueve días, Calleja entró en la capital al frente de mil quinientos hombres, con seiscientos heridos y cuatrocientos enfermos, que se habían abierto paso por la selva hostigados sin cesar por los disidentes. Blanco demostró tal eficacia durante el repliegue que se le ascendió a teniente coronel de Caballería, contando sólo treinta y un años. Disuelta su división en enero de 1865, fue destinado al Estado Mayor de la Capitanía General de Santo Domingo, donde permaneció hasta que, el 7 de julio de 1865, se procedió a la total evacuación de la isla.

De vuelta a La Habana, solicitó reincorporarse al Ejército de la Península, acogiéndose a la normativa que fijaba en seis años el plazo máximo de permanencia en Ultramar. A su llegada, fue destinado a la Capitanía General de Cataluña, a la que se incorporó el 24 de enero de 1866. En junio, como jefe de Estado Mayor de la brigada mandada por el general Reina, marchó a Gerona para sofocar algunos brotes revolucionarios, secuela de la sargentada del madrileño cuartel de San Gil.

El regreso de Narváez al poder, en julio de 1866, sacó del ostracismo al que O’Donnell había condenado al teniente general De la Gándara, quien fue nombrado capitán general de Filipinas. Éste quiso llevarse a Blanco como ayudante de campo, lo cual le imponía renunciar al empleo de comandante de Estado Mayor y pasar con carácter irreversible a Infantería o Caballería. Aceptada la oferta y nombrado teniente coronel de Infantería, partió de Barcelona hacia Marsella con el objeto de embarcar en uno de los vapores que cruzaban el recién inaugurado canal de Suez.

El 24 de octubre llegó a Manila. De marzo a mayo de 1867, Gándara le encargó recorrer las provincias de Luzón a fin de evaluar la posible organización de un tercio de la Guardia Civil en dicha isla. Aprobado por su capitán general el proyecto elaborado, marchó a España para proporcionar al gobierno cuanta información de detalle fuera precisa, lo que le obligó a permanecer en Madrid hasta junio de 1868.

Apenas transcurrido un mes de su regreso a Manila, obtuvo el empleo de coronel de Infantería por estar comprendido en el ascenso colectivo decretado por el Gobierno provisional presidido por el general Serrano, con ocasión del triunfo de la revolución que depuso a Isabel II el 19 de septiembre de 1868.

La llegada de los demócratas al poder hacía previsible el próximo cese de Gándara, quien decidió dejar bien situado a su protegido. La opción elegida fue nombrarle gobernador político-militar de Mindanao, puesto muy bien retribuido (2.500 pesetas mensuales, en lugar de las 525 que cobraba un coronel en Ultramar) y para el que se precisaba una persona que conjugara tacto, inteligencia y capacidad de decisión. La isla de Mindanao, apenas colonizada, estaba situada en el extremo sur del archipiélago, muy distante de Luzón y mal comunicada con Manila. Inmensa y poco poblada, tan sólo los indígenas cristianizados afincados en la costa occidental, en las inmediaciones de Zamboanga, reconocían la soberanía española. Los restantes se consideraban súbditos de diversos sultanatos mahometanos. La misión de Blanco era comenzar a colonizar el territorio e impedir el contrabando y correrías de los sultanes, en especial las del sultán de la pequeña isla de Joló.

Durante los casi tres años que permaneció al frente del gobierno de Mindanao, sin medios pero con firmeza, prudencia y suavidad, logró someter al sultán de Joló, erradicar el contrabando, unir por caminos las principales ciudades costeras y, sobre todo, establecer dos colonias agrícola-penitenciarias, futuras bases de las operaciones emprendidas por Weyler para el total sometimiento de la isla en 1891.

Tan relevante fue su labor, que los tres capitanes generales que se sucedieron en Filipinas entre 1869 y 1871 —José de la Gándara, Carlos de la Torre y Rafael Izquierdo— porfiaron insistentemente, aunque en vano, por que Blanco fuera ascendido a brigadier. El insalubre clima de Mindanao minó su salud y, en julio de 1871, solicitó el cese, demorado por tres meses hasta que le llegó el relevo. Reincorporado a Manila, un tribunal médico certificó que padecía graves dolencias gastrointestinales y dermatológicas, y recomendó su inmediata repatriación, aún sin haber cumplido los tres años de permanencia mínima en Ultramar. El 28 de octubre embarcó con destino a Marsella y el 30 de enero de 1872 se presentó en Madrid, quedando en situación de reemplazo a medio sueldo.

El 14 de abril, don Carlos puso en pie de guerra a sus partidarios y dio comienzo la Tercera Guerra Carlista. Gándara, que ocupaba el puesto de jefe del Cuarto Militar de Amadeo de Saboya, propició el destino del coronel Blanco a las inmediatas órdenes del general Serrano, jefe del ejército de operaciones formado para intervenir contra los carlistas, quien le nombró gobernador de su cuartel general. Muy satisfecho por su actuación en los reñidos combates que obligaron a don Carlos a refugiarse en Francia y a la firma del convenio de Amorebieta (24 de mayo de 1872), Serrano propuso, una vez más sin éxito, ascenderle a brigadier.

Liquidada la guerra en el sector vasco-navarro y disuelto el Ejército del Norte en septiembre de 1872, Blanco volvió a quedar de reemplazo en Madrid hasta enero del año siguiente cuando los carlistas se rehicieron y fue preciso volver a reorganizarlo. Al regresar a Vitoria, el teniente general Domingo Moriones, nombrado jefe de dicha gran unidad, le situó al frente de una columna que, encuadrada en la división de Fernando Primo de Rivera, intervino en diversas acciones en la zona occidental de Guipúzcoa por las que se le concedió la Cruz roja del Mérito Militar.

Proclamada la Primera República el 11 de febrero de 1873, el presidente Estanislao Figueras depuso a Moriones del mando del Ejército del Norte, tras un frustrado intento de pronunciamiento en el que Blanco estuvo implicado, y ambos quedaron de reemplazo en Madrid. Siete meses después, una vez que Castelar, investido de poderes excepcionales por la Asamblea Nacional, decidió acabar con la indisciplina que se había adueñado del Ejército y finiquitar las insurrecciones carlista y cantonal, su ministro de la Guerra, el general José Sánchez Bregua, echó mano de los generales más capaces, sin tomar en cuenta sus antecedentes políticos.

Moriones volvió al Norte y confió al coronel Blanco el mando de la Brigada de Vanguardia. El primer hecho de armas acometido fue la liberación de Tolosa el 17 de septiembre de 1873. De allí, las tropas avanzaron hacia Navarra, librando dos duros combates en Puente la Reina (6 de octubre de 1873) y Montejurra (7 denoviembre de 1873), que le valieron el tantas veces demorado ascenso a brigadier. Desde ese momento, recién entrado en la cuarentena, su fama se fue acrecentando y en sólo dos años pasó de coronel a teniente general.

Al amanecer del 3 de enero de 1874, el general Pavía, capitán general de Madrid, creyó asegurar la pervivencia del régimen republicano desalojando a los diputados de sus escaños, pero la repugnancia de Castelar a respaldar aquel acto de fuerza llevó a Serrano a la presidencia de la República. Simultáneamente, los carlistas amenazaron seriamente Bilbao y Moriones envió en su auxilio la división mandada por Fernando Primo de Rivera y la Brigada de Vanguardia de Blanco, a las que siguió él mismo con el grueso del Ejército del Norte.

Pese a que Blanco logró forzar el paso del puente de Somorrostro (18 de febrero de 1874), batido por el frente y los flancos por los carlistas, la ofensiva general iniciada una semana después no logró desalojarlos de sus ventajosas posiciones. Moriones presentó la dimisión y Serrano tomó personalmente el mando del Ejército de Operaciones.

El 25 de marzo, reanudados infructuosamente los combates, se decidió reforzar los veinticuatro mil hombres que estaban combatiendo con otros dieciocho mil encuadrados en el cuerpo de ejército mandado por Manuel Gutiérrez de la Concha, marqués del Duero. Los combates de San Pedro de Abanto (27 de abril de 1874), donde Blanco obtuvo la Gran Cruz del Mérito Militar y el empleo de mariscal de campo, y los de Cortes, Montellano y Galdames permitieron ocupar las alturas que circundaban Bilbao por el oeste y, el 2 de mayo, los carlistas levantaron el sitio.

Concha, tras regresar Serrano a Madrid, acometió la conquista de Estella, confiando a Blanco el mando de la División de Vanguardia. A su frente, participó en las batallas de Abárzuza y Monte Muru (26 y 27 de junio de 1874), donde una bala perdida acabó con la vida del marqués del Duero y provocó el repliegue del ejército hacia Olite. Sustituido por el general Zavala, se entró en un compás de espera y Blanco fue nombrado jefe de la línea defensiva de Miranda de Ebro.

Allí se encontraba, sin posibilidad de obtener licencia, cuando, el 7 de octubre, decidió no demorar más su matrimonio y casarse por poderes en el juzgado del distrito de Hospicio de Madrid con Engracia Roca y Nogués, con la que tenía un hijo, de nombre Emilio, nacido en Madrid el 27 de febrero de 1869, unas semanas después de que su padre llegara a Mindanao.

Engracia, nacida en Barcelona en 1843, era oriunda de Puigcerdá (Gerona) y de su matrimonio tuvo otra hija, llamada María de las Angustias.

Relevado Zavala por Manuel de la Serna cuando Sagasta formó Gobierno, Blanco volvió a ser nombrado jefe de la División de Vanguardia y enviado a Santander para avanzar por la costa en dirección a Irún, copado por los carlistas. Levantado el sitio el 10 de noviembre, se reorganizó el Ejército del Norte, articulándolo en tres cuerpos de ejército, mandados por los tenientes generales Moriones, Pieltain y Loma.

Blanco fue destinado a las órdenes de este último, como jefe de la 2.ª División. El 8 de diciembre, en la acción de Urnieta, en el curso de la ofensiva dirigida a envolver la línea del río Oria, Loma fue herido grave y Blanco, al mando del tercer Cuerpo de Ejército, infligió un duro castigo a los carlistas.

Restaurada la Monarquía gracias al pronunciamiento realizado por Martínez Campos en Sagunto, Alfonso XII entró en Madrid el 14 de enero de 1875.

Una semana después, por consejo de Cánovas, tomó personalmente el mando del Ejército del Norte y ordenó atacar Pamplona. El percance de Lácar, donde el Rey estuvo a punto de morir, y la desbandada de los liberales, aconsejaron su regreso a Madrid. Blanco, por estas fechas, permaneció operando en Guipúzcoa, alejado de la acción principal, por lo que presentó reiteradamente su dimisión, que no fue aceptada.

En la primavera y verano de 1875, el escenario principal de la guerra se trasladó a Cataluña y el Maestrazgo.

El 6 de julio, el general Jovellar, ministro de la Guerra, dejó zanjada la campaña del Maestrazgo con la toma de Cantavieja, y el 26 de agosto, Martínez Campos la de Cataluña con la ocupación de La Seo de Urgel. El 27 de septiembre, y tras mucho porfiar, Blanco logró ser destinado al Ejército del Centro, a las órdenes de Martínez Campos, donde, al mando de seis brigadas, logró dispersar cuantas partidas quedaban en armas en las provincias de Lérida y Barcelona.

El 21 de noviembre, cuando la guerra había llegado a un punto que anunciaba su inminente final, fue ascendido a teniente general por los méritos contraídos en Guipúzcoa y Cataluña. Y el 14 de diciembre, Jovellar encuadró los casi cincuenta mil hombres que estaban en armas en dos Ejércitos, denominados de la Derecha y de la Izquierda, para dar el golpe definitivo a los carlistas.

El de la Izquierda, mandado por Quesada, debía operar desde Vitoria, y el de la Derecha, mandado por Martínez Campos, desde Navarra. De este último dependía el cuerpo de ejército mandado por Blanco, quien fue nombrado además capitán general de Navarra.

El 28 de enero de 1876 se inició el amplio movimiento convergente que pondría término a la guerra.

Martínez Campos partió de Pamplona en dirección al Baztán, dejando a cargo de Primo de Rivera la conquista de Estella. El 31 de enero, Blanco, con el grueso del ejército, ocupó Elizondo y un día después Dancharinea, asegurando el enlace con el Ejército de la Izquierda a través de Francia.

El 18 de febrero, sobreponiéndose a un fortísimo temporal de nieve, Martínez Campos se desplazó hacia el oeste y, tras asaltar Blanco el fuerte de Peña Plata, entró en contacto con las tropas de Quesada en Vera de Bidasoa. El mismo día, Primo de Rivera rendía Estella y Alfonso XII volvía a asumir el mando de las tropas en Tolosa. El 28 de febrero, don Carlos y los restos de su ejército, tras una azarosa marcha por Navarra, lograron alcanzar el paso de Roncesvalles y acogerse al asilo francés.

El 20 de marzo, Alfonso XII hizo una entrada triunfal en Madrid, a caballo, rodeado de generales, al frente de una representación de las tropas que habían hecho la guerra, y aclamado por la entusiasmada multitud.

Una semana después firmaba el decreto por el que se concedía a Blanco el marquesado de Peña Plata.

En abril, Cánovas le nombró capitán general de Aragón, y en octubre del mismo año, de Cataluña.

El 10 de marzo de 1879, Martínez Campos, que volvía de La Habana para sustituir a Cánovas en el gobierno tras poner fin a la insurrección con la firma del pacto del Zanjón, puso a Blanco al frente de la Capitanía y el Gobierno General de Cuba, a donde llegó el 17 de abril. Tres meses después emprendió una visita de inspección a las guarniciones del Departamento de Oriente. El 26 de agosto, estando aún realizándola, José Maceo volvió a alzarse en armas.

La nueva insurrección, que ha pasado a la historia con el nombre de “guerra chiquita”, se propagó con suma rapidez por la parte central y oriental de la isla, sustentada fundamentalmente por pequeñas partidas de esclavos huidos de los ingenios azucareros, a los que Martínez Campos había prometido la libertad en El Zanjón y a los que el ultraconservador Parlamento español se la había negado.

El 19 de septiembre, rechazadas sus gestiones en pro de la paz, Blanco declaró el estado de guerra en Oriente, y marcó un plazo de dos semanas para que los insurrectos depusieran las armas. Simultáneamente reforzó las guarniciones y el 25 de octubre trasladó su cuartel general a Santiago, desde donde comenzó a batir a las partidas.

El 6 de diciembre, el Senado rechazó la ley de abolición de la esclavitud y Martínez Campos dimitió, siendo reemplazado por Cánovas. Esta circunstancia forzó el regreso de Blanco a La Habana, pero confirmado en el puesto por el nuevo Gobierno volvió a trasladarse a Santiago el 24 de diciembre.

Antes de fin de año, la insurrección quedó dominada en la parte central de la isla, y en febrero de 1880 entró en declive en Oriente. El 1 de junio, José Maceo y Guillermo Moncada abandonaron la lucha, tras recibir una importante compensación económica, y Calixto García quedó aislado y sin posibilidades reales de actuar. La rápida liquidación de la guerra (menos de un año en comparación de los diez que había costado sofocar la anterior) fue muy celebrada en España. La prensa colmó a Blanco de alabanzas, la clase política le aclamó y el Gobierno le concedió la Gran Cruz Laureada de San Fernando.

El 8 de febrero de 1881, Cánovas, quien ya había hecho aprobar la ley de abolición de la esclavitud, mitigada con la introducción del sistema de patronato, dimitió y Sagasta formó el primer Gobierno liberal de la Restauración, nombrando ministro de la Guerra a Martínez Campos. El 30 de abril, Blanco, disconforme con las anunciadas medidas liberalizadoras del Gobierno y con la normativa abolicionista, y opuesto a que se levantase el estado de guerra, presentó la dimisión cuando se le reprochó su falta de apoyo a la candidatura gubernamental en las inminentes elecciones municipales. Martínez Campos porfió para que la retirara, pero finalmente se la aceptó y le nombró capitán general de Cataluña.

Muy delicado de salud, permaneció dos años en Barcelona hasta que, el 19 de enero de 1883, pasó a Madrid como director general de Artillería. En agosto de dicho año, con ocasión de la rebelión de la guarnición de Badajoz, instigada por el republicano Ruiz Zorrilla, se le encomendó el mando de una división, pomposamente llamada Ejército de Extremadura, que debía marchar a sofocarla. El mero anuncio de su organización bastó para que los implicados cruzaran la frontera portuguesa.

El 16 de agosto, resuelta la intentona golpista, Alfonso XII le puso al frente de su Cuarto Militar. En calidad de primer ayudante del Monarca, le acompañó durante el conflictivo viaje que realizó a Austria, Alemania, Bélgica y Francia en el otoño de 1883, en sus visitas a Málaga y Granada para solidarizarse con las víctimas del terremoto de la Nochebuena de 1884, y a Aranjuez cuando el cólera asoló la geografía española en abril de 1885. También fue testigo de su fallecimiento en El Pardo, el 25 de noviembre, y se encargó de trasladar sus restos mortales al monasterio escurialense.

La regente, María Cristina de Habsburgo, cesó a todos los altos cargos de la Casa Real excepto a Blanco, al que además, en enero de 1886, confió la misión de representarla a título personal en la conmemoración de los veinticinco años de reinado del káiser Guillermo I. Sin embargo, el 14 de octubre, nacido ya Alfonso XIII, Sagasta le volvió a nombrar capitán general de Barcelona, donde acababa de fallecer su hijo Emilio.

Allí permaneció seis años y medio, ajeno a los cambios de gobierno en Madrid, sólo perturbado su plácido destino en la ciudad de su infancia por periódicos traslados a la Corte para asistir a las sesiones del Senado, al que acababa de incorporarse, los fastos de la Exposición Universal de 1888, las huelgas de la primavera de 1890 y 1892, y la grave operación quirúrgica que obligó a Martínez Campos a reemplazarle interinamente durante el otoño de 1890.

El 9 de marzo de 1893, López Domínguez, ministro de la Guerra del recién formado gobierno fusionista, le nombró capitán general de Filipinas, evitándole sufrir en sus propias carnes la oleada de atentados anarquistas que asolaron Barcelona aquel otoño, y el 4 de mayo llegó a Manila, sólo unos días antes de que el ministro de Ultramar Antonio Maura sancionase los decretos de reorganización del régimen municipal de Filipinas, primer indicio y antecedente inmediato del ambicioso proyecto de ley para el Gobierno y Administración de Cuba y Puerto Rico (5 de junio de 1893), que muy probablemente hubiera evitado el trauma del 98, y cuyo rechazo provocó su dimisión.

Conforme a su costumbre, Blanco se apresuró a recorrer su demarcación y el 24 de marzo de 1894 se le atribuyó el mando del reorganizado Ejército de Operaciones de Filipinas, cuya primera misión fue completar la ocupación de Mindanao. Finalizada la campaña con la toma de Marahui el 10 de marzo de 1895, Cánovas le recompensó con el empleo de capitán general.

A principios de 1896, alertado por agentes del Cuerpo Especial de Policía de Gobierno, que había creado al volver de Mindanao, de que tagalos emigrados a Japón y Hong Kong preparaban un movimiento insurreccional, ordenó la deportación de los presuntos implicados. Pese a estimarse que al menos veinte mil indígenas de Luzón estaban afiliados a la sociedad secreta llamada Katipunán, nadie advirtió la magnitud de lo que se avecinaba hasta que uno de ellos confesó a su párroco que, en la madrugada del 20 de agosto, pensaban masacrar a cientos de españoles.

La delación logró evitar la matanza, pero no los brotes de rebeldía en buena parte de las provincias de Manila y Cavite. Los conjurados llegaron a amenazar los arrabales de la capital, cuya guarnición se limitaba a trescientos nueve soldados peninsulares y unos mil soldados tagalos de dudosa fiabilidad, y Blanco se vio obligado a declarar el estado de guerra en Luzón, solicitar el envío de tropas desde la Península, ordenar la inmediata incorporación de los cuatro mil hombres destacados en Mindanao y organizar un Cuerpo de Voluntarios, reclutado entre los españoles residentes en la capital.

Cánovas ya había enviado casi ciento noventa mil hombres a Cuba, la mitad de ellos en el primer semestre de 1896, pero respondió con rapidez y largueza a la petición de auxilio. Como primera providencia ordenó el embarque de seis batallones de cazadores y un grupo de Artillería: unos seis mil quinientos hombres armados con fusiles Mauser, que transportaban seis mil fusiles Remington para los voluntarios, cuatrocientas cajas de pólvora y cuatro mil granadas de cañón.

Antes de que el refuerzo llegara a Manila se hizo realidad la principal preocupación de Blanco. Al amanecer del 28 de septiembre, la tercera compañía del Batallón Disciplinario, estacionada en Mindanao, asesinó a sus jefes y se sumó a la insurrección con todo su armamento. Dos semanas después la tropa del Regimiento Legazpi n.º 68, que guarnecía Joló, se declaró “katipunera” y juramentada para degollar a sus mandos, con la complicidad de cabos y sargentos.

Al día siguiente, 15 de octubre, en un polvorín de las inmediaciones de Manila, veinte soldados del Regimiento Magallanes n.º 70, desertaron en masa, llevándose las cajas de munición, tras asesinar al sargento y cabo que los mandaban.

Estos sucesos aterrorizaron a los residentes españoles, la mayoría localizados en Manila. Sin información precisa sobre el verdadero alcance de lo ocurrido, cundió el rumor de que los batallones indígenas se unían en masa a los rebeldes, tras asesinar a sus mandos y a cuantos europeos encontraban. Para hacer frente a la situación, Blanco concentró todas las unidades disponibles en Manila y Cavite, al objeto de impedir que los insurrectos coparan ambas ciudades. La aparente inactividad de las tropas levantó tal revuelo que Cánovas, a instancias del arzobispo de Manila, decidió sustituirle por el general Polavieja, aunque sin dar publicidad al relevo.

El 22 de octubre, Polavieja fue nombrado segundo cabo de aquella Capitanía General. Por las mismas fechas, Blanco envió a la provincia de Cavite a los seis mil quinientos hombres que acababan de llegar, los cuales fueron incapaces de sofocar la insurrección. El 2 de diciembre Polavieja llegó a Manila con otros diez mil soldados de refuerzo, comunicó a Blanco que venía a relevarle, y el día 8 se hizo público su nombramiento como capitán general y el pase de su antecesor a la Jefatura del Cuarto Militar de María Cristina. El 15 de enero de 1897, nada más llegar a Barcelona, renunció a dicho puesto y fijó su residencia en Madrid sin desempeñar destino alguno. Aquel invierno, Weyler había logrado controlar la insurrección cubana al oeste de la Trocha de Júcaro, que partía la isla en dos mitades, por lo que interrumpió las operaciones al término de la estación seca. El 8 de agosto, apenas reiniciada la lucha en la parte oriental, Cánovas fue asesinado. El 4 de octubre, Sagasta se hizo cargo del gobierno y a los cinco días nombró capitán general de Cuba a Blanco, con instrucciones de renunciar a toda acción ofensiva, calmar los ánimos y timonear la implantación de la autonomía, tardío instrumento concebido por el ministro de Ultramar Segismundo Moret para saldar la insurrección.

Blanco llegó a La Habana el 31 de octubre, hizo público el plan de autonomía y amnistió a los presos políticos. Máximo Gómez, generalísimo del ejército mambí, crecido por la debilidad manifestada en estas medidas, replicó que fusilaría a cuantos aceptasen la autonomía o se acogiesen a las medidas de gracia. Pese a todo, el 1 de enero de 1898 se constituyó el Gobierno autonómico, y el 12 unos cuantos oficiales asaltaron los locales del periódico El Reconcentrado, e intimidaron a los directores de La Discusión y El Diario de la Marina, en cuyas páginas, al amparo de la libertad de expresión que garantizaba el nuevo régimen, se había criticado la crueldad de los militares con los guajiros recluidos en campos de concentración por el general Weyler.

El desmán sirvió de excusa a Estados Unidos, donde la descolonización de Cuba se consideraba una asignatura pendiente, para enviar el Maine a La Habana, en teoría para proteger las vidas y propiedades de sus súbditos contra posibles violencias como aquélla. El 15 de febrero, el acorazado saltó por los aires. Hoy se sabe que la explosión fue accidental; sin embargo, el comité norteamericano que unilateralmente investigó los hechos dictaminó que la explosión había sido provocada por los españoles. La prensa sensacionalista neoyorquina manipuló el incidente para inclinar a la opinión pública en contra de España, y Washington forzó la ruptura de hostilidades. Para hacer frente a la situación, Blanco decidió concentrar todas sus fuerzas en La Habana, en cuyas inmediaciones estimaba que se produciría el inevitable desembarco. Su intuición era certera, pues éste era el plan previsto para cuando llegara el otoño, una vez finalizada la movilización y descartada cualquier intervención durante la estación de lluvias. Los otros generales españoles, más preocupados por la insurrección que por un hipotético desembarco, se esforzaron por disuadirle de su idea. Su talante contemporizador le hizo plegarse a la opinión generalizada de sus subordinados, muy renuentes a dejar el territorio en manos de los mambises, y convencidos de que el agresor no superaría la insalubridad de los manglares ni la dureza de la manigua. A primeros de mayo, desestimada la concentración, Blanco articuló las tropas en cuatro cuerpos de Ejército, les asignó un espacio territorial fijo, y ordenó identificar y fortificar posibles áreas de desembarco.

Por esas mismas fechas, una brigada norteamericana estaba a punto de dirigirse al litoral meridional de Pinar del Río, donde erróneamente se creía que operaba Máximo Gómez, cuando en Washington se supo que la escuadra de Cervera había partido de Cabo Verde con rumbo Oeste. Desde ese momento, ante el peligro de que su misión fuera bombardear la costa estadounidense, carente de artillería de costa, todo quedó supeditado al ignoto destino de los seis barcos españoles.

El 29 de mayo, confirmado que la escuadra había fondeado en la bahía de Santiago de Cuba, diecisiete mil soldados, la mitad del minúsculo ejército profesional que mantenía Estados Unidos desde el final de la Guerra de Secesión, recibieron la orden de dirigirse a Daiquirí. El 22 de junio se inició el desembarco y el general Linares, jefe del IV Cuerpo de Ejército español, decidió abandonar las ventajosas posiciones que impedían penetrar hacia el interior. Blanco, con suaves maneras decimonónicas, criticó la operación, y Linares solicitó ser relevado. Sustituirle en aquellas circunstancias era imposible, por lo que le autorizó a obrar como creyera más conveniente.

Una semana después, tras forzar las líneas defensivas avanzadas de Santiago, las tres divisiones norteamericanas sitiaron la plaza. Al día siguiente, en la madrugada del 3 de julio, la flota española, bloqueada desde hacía mes y medio, se hizo a la mar y fue hundida.

Santiago capituló y, sin más enfrentamientos, España dio por perdida la guerra y se vio abocada a firmar un leonino tratado de paz.

El 30 de noviembre, tras dejar encauzada la repatriación de los más de cien mil soldados españoles que todavía quedaban en la isla, Blanco partió de La Habana y estableció su residencia en Madrid, donde murió un mes antes de cumplir setenta y tres años, poco después de enviudar. Su cadáver fue trasladado a Barcelona y enterrado en el cementerio de Montjuich.

 

Obras de ~: Memoria que al Senado dirige el General Blanco, acerca de los últimos sucesos ocurridos en la Isla de Luzón, Madrid, Tipografía de El Liberal, 1897.

 

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Fernando Puell de la Villa

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