Weyler y Nicolau, Valeriano. Duque de Rubí (I), marqués de Tenerife (I). Palma de Mallorca (Islas Baleares), 17.XI.1838 – Madrid, 20.X.1930. Capitán general.
La familia del general Weyler procedía de las orillas del Rin y su llegada a España fue por las Reales Guardias Walonas reclutadas para defender los derechos del primer Borbón Felipe V. Su bisabuelo fue el primero que sirvió en ese Cuerpo y su padre, Fernando Weyler y Laviña, nacido en Madrid, licenciado y doctor en Medicina y Cirugía, ingresó en el 1832 en Sanidad Militar y alcanzó el generalato de su Cuerpo. Ocupó la presidencia de la Academia de Medicina de Palma de Mallorca y fue nombrado académico de la Real de la Historia. De su matrimonio con María Francisca Nicolau y Bordoy fue Valeriano su primer hijo, que con quince años ingresó en el Colegio Militar de Infantería. Tres años después se graduó de subteniente de Infantería y destinado al regimiento de la Reina n.º 2 de guarnición en Madrid.
Cuando todavía era cadete solicitó y le fue denegado permiso para examinarse en la Escuela Especial de Estado Mayor, pero una vez oficial ingresó con el último número, aunque inmediatamente se situó el primero y así se promocionó a teniente del Cuerpo. Una vez terminados los estudios (1861) fue nombrado capitán del Cuerpo de Estado Mayor y dos años más tarde solicitó destino a la isla de Cuba, ascendiendo a comandante del Cuerpo en aquella isla. Después de recuperarse de la fiebre amarilla solicitó el traslado a Santo Domingo, que estaba en plena rebelión, donde nada más desembarcar recibió su bautismo de fuego. Fue jefe de Estado Mayor de varias columnas, pero su acción más meritoria la sostuvo a la orilla del río Jaina, por la que recibió la recompensa de la Cruz de San Fernando. Continuó combatiendo hasta abril del 1864, que embarcó para Santiago de Cuba, con el fin de hacerse cargo de la jefatura de Estado Mayor de otra fuerza expedicionaria, con la que regresó, ya de teniente coronel, hasta la evacuación de la isla el año siguiente. Durante esta campaña, además recibió las recompensas de la Cruz de Carlos III por la acción de Doña Ana, el grado de teniente coronel de Caballería por la de Bondillo, el empleo por las de San Cristóbal y Sabana y dos menciones honoríficas.
Poco tiempo permaneció en Cuba, pues recibió la orden de marchar a Puerto Rico como jefe de Estado Mayor y no regresó hasta 1867, para hacerse cargo de la sección de Administración y Contabilidad. Por fin pudo disfrutar de seis meses de permiso en la Península, que no pudo terminar, por incorporarse dado el estado insurreccional dominante en la isla.
El 10 de octubre de 1868 con el grito de Yará, dio comienzo la Guerra de los Diez Años y Weyler se incorporó a las fuerzas en operaciones como jefe de Estado Mayor cuando se organizó una importante columna al mando del conde de Valmaseda, que liberó y reconquistó varias ciudades de Oriente, sin que su acción fuera decisiva por falta de medios. Recibió la misión de limpiar de adversarios las principales vías de comunicación y su fama creció entre propios y enemigos. Volvió a La Habana con el grado de coronel, después de la muerte de su hermano Fernando en combate cuando apenas contaba con quince años, y se hizo cargo de la sección de Campaña en la Capitanía. Fue requerido para ponerse al frente de una unidad de elite de nueva creación, los Cazadores de Valmaseda; mando con el que consolidó su prestigio de jefe excepcional, lo mismo que su fama de cruel.
Apenas tuvo dos meses para instruir un heterogéneo grupo de hombres e inició las operaciones, desplegando gran actividad en los departamentos Central y Oriental hasta finales de 1872. Incluso durante los dos últimos años tuvo más altas responsabilidades, como el mando interino de la comandancia general de Holguín o de medias brigadas. Entregó el mando por haber ascendido a brigadier, recompensa recibida por su actuación en un combate contra el jefe insurrecto Vicente García en el río Chiquito. Tenía treinta y cuatro años cuando alcanzó el generalato y continuó medio año más en la campaña al mando de una brigada en Puerto Príncipe y asumió el mando interino de la división y de la comandancia general y gobierno civil de aquel departamento.
Cuando fue consultado por el capitán general sobre la República recién programada, contestó: “Sólo cabe aceptarla, porque estando enfrente de una insurrección, no podíamos ser también insurrectos”. Pero en los planes que traía de Península la primera autoridad no encajaba Weyler y solicitó su destino fuera de la isla, “donde podían ser útiles sus servicios, aquí no son necesarios, por su renombre poco favorable para la política de atracción que quería implantar para terminar la guerra”.
Después de diez años, cuando tenía treinta y cinco, regresó y solicitó residencia en Madrid en situación de cuartel. Fue destinado a la Capitanía General de Valencia, combatiendo a las fuerzas carlistas al frente de una brigada y después de derrotar al cabecilla Santés, una de las acciones más importantes de la guerra en este distrito, ascendió a mariscal de campo (1874) y el general López Domínguez se lo llevó de jefe de Estado Mayor del Ejército de su mando. Unidad que tuvo muy corta vida y quedó como una división a su mando.
En abril fue nombrado capitán general de Valencia, conservando el mando de la gran unidad, con la que continuó operando; pero, por discrepancias con el ministro de la Guerra, solicitó el cese, que recibió en mayo de 1874. Inmediatamente, la misma autoridad lo llamó urgentemente para nombrarle segundo cabo de la Capitanía General de las Provincias Vascongadas y gobernador militar de Álava. Cargo que no llegó a ocupar porque primero quedó a las órdenes directas del ministro y después pasó a mandar la segunda división de Cataluña, combatiendo en las cuatro provincias. Después del pronunciamiento de Martínez Campos y su destino a la Capitanía de este distrito Weyler solicitó el cese, que le fue denegado hasta la disolución de su gran unidad (1875), que pasó en situación de cuartel a Madrid período que aprovechó para contraer matrimonio con Teresa Santacana y Bargalló.
Por enfermedad del general de la tercera división del Ejército Centro fue requerido para hacerse cargo de su mando, iniciando las operaciones por el Bajo Aragón, para después cruzar el Ebro y por los Monegros llegar a Huesca, persiguiendo las partidas carlistas por el Noguera Pallaresa. Acudió a Barcelona, que contaba con una escasa guarnición y estaba amenaza, logrando que abandonasen el llano de la costa las bandas adversarias, librando a la ciudad del peligro.
Como los vecinos de los pueblos que recorría se negaban a vender toda clase de víveres, ordenó registros para evitar que sus tropas pasaren hambre; conducta que fue la causa de su cese en el mando de la división y quedar en situación de cuartel. Sin que nadie le consultase sobre hechos tan importantes y decisivos como la negativa de las autoridades y habitantes de los pueblos a satisfacer las mínimas necesidades de la tropa. En dos meses había estado en siete provincias y sostuvo tres acciones importantes.
Se trasladó primero a Madrid y después a Mallorca, donde escribió la “memoria justificativa del general Weyler sobre las operaciones en los distritos de Valencia, Aragón y Cataluña”, que imprimió y remitió en forma de carta a sus compañeros de armas. No fue del agrado del ministro de la Guerra, que lo arrestó y procesó, pero salió exonerado de cargos por sobreseimiento de la causa, sin que figurase en su hoja de servicios anotación alguna. Terminado el conflicto fue nombrado comandante general de la segunda división del distrito de Valencia y como no ascendió a teniente general, cuando lo habían hecho otros más modernos, recurrió al Rey y en enero de 1878 fue promovido a este empleo “en consideración a sus servicios y circunstancias” y recibió el nombramiento de capitán general de Canarias. Estuvo cinco años en el cargo, construyó el palacio de capitanía, sin que tuviera que abonar nada del presupuesto, un nuevo hospital para la tropa y fue despedido con grandes muestras de cariño. Después como senador del Reino por Canarias en varias legislaturas, defendió sus intereses y por ello los pueblos de Tenerife solicitaron a la Corona la concesión de un título que asociara su nombre al de la isla. La Reina Regente le concedió el título nobiliario de marqués de Tenerife.
Destinado a la Capitanía General de Baleares, después ocupó el cargo de director general de Administración y Sanidad hasta que fue nombrado gobernador y capitán general de Filipinas. Durante su permanencia en el segundo destino trató de dividir el Cuerpo de Administración en los de Intendencia e Intervención, fundó el Instituto Anatómico Patológico e inspeccionó por sorpresa los servicios, introduciendo diversas mejoras no sin oposición.
Las noticias que llegaban a Madrid sobre un movimiento insurreccional en las Filipinas alarmaron al Gobierno y el presidente Sagasta decidió enviar inmediatamente a Weyler, como general más idóneo, para pacificar el territorio. Como en las islas disponía de escasas fuerzas terrestres y navales y la mayoría de los efectivos eran indígenas, consideró que la acción política requería un especial cuidado. Se dedicó a inspeccionar personalmente las zonas más conflictivas e instituciones y a mejorar el Ejército colonial. Siguió la política de asegurar la defensa del territorio con destacamentos, situando otros nuevos en las islas de Luzón y Mindanao a medida que iba sometiendo al dominio español a sus habitantes y de asegurar las comunicaciones, impulsando la colonización de estas zonas.
El Gobierno de la Nación trataba de aplicar en los territorios de Ultramar las leyes, códigos y disposiciones que las Cortes aprobaban en la metrópoli, pero Weyler no participaba de esta opinión, ni del excesivo afán reformista. La realidad imponía una marcha más lenta y segura, porque el ejercicio de los deberes y derechos ciudadanos requerían una conciencia y cultura que no se habían alcanzado todavía y nada se conseguía con que el progreso no pasase de una ficción. No obstante llevó adelante lo mejor que pudo las reformas que desde el Ministerio de Ultramar se le imponían y sobre todo tomó enérgicas medidas contra la corrupción y desidia de la administración del archipiélago. Su acción de gobierno destacó por el impulso a la minería del carbón, al cultivo del algodón y a las comunicaciones terrestres y marítimas. Inauguró el tranvía de vapor y el primer tramo de ferrocarril y varias líneas telegráficas; fomentó el conocimiento del castellano y declaró obligatoria su enseñanza. Por su iniciativa se crearon escuelas de Artes y Oficios y el Museo Biblioteca de Manila y apoyó a las órdenes religiosas, cuya colaboración era indispensable para la dominación pacífica, tanto por su labor como porque no había con quien sustituirlas.
Reaccionó contra una revuelta en las islas Carolinas, dejando a salvo el honor de las armas españolas, con el mínimo coste personal y económico, con una expedición conjunta del Ejército y la Armada. Pero la acción militar más importante fue la campaña de Mindanao para dominar a los sultanes y jefes del interior, que campaban por sus respetos e incluso provocaban a los españoles para demostrar su independencia. Aprobados sus planes por el Gobierno, declaró el estado de guerra en varios distritos de la isla, embarcó una pequeña fuerza expedicionaria (1891) y cuando dio por finalizada la campaña solicitó el relevo. Las operaciones habían durado cuatro meses y medio y consiguió el dominio de la mayor parte de la isla. Su obra fue importante, pero no decisiva, y en la que encontró mayor contestación, pues no quedó sin crítica ninguna de las decisiones que tomó; pero la Reina y el Gobierno reconocieron su mérito y buen hacer. En Real Decreto de su cese del cargo “por haber cumplido el plazo reglamentario para su desempeño, quedando muy satisfecha [la Reina Regente] del celo, inteligencia y lealtad con que lo ha desempeñado”. También le concedió la Gran Cruz de Carlos III por “los relevantes servicios que ha prestado como capitán general de las Islas Filipinas, dirigiendo personalmente las últimas operaciones de campaña llevadas a cabo en la Isla de Mindanao, en las que tan glorioso y lisonjero resultado han alcanzado nuestras armas”.
En la Península estuvo en situación de cuartel y fue elegido senador del Reino por la provincia de Canarias en las elecciones de 1892. Cámara en la que combatió las reformas del ministro de la Guerra López Domínguez, que contemplaban la desaparición de algunas capitanías, entre ellas la de estas islas; logrando que fuera rechazada la propuesta. Cuando en algunas provincias del Norte se sucedían motines y algaradas, el ministro lo llamó para que se hiciera cargo del mando de la nueva Capitanía General de Burgos, Navarra y Vascongadas, donde aplicó medidas contrarias a su fama. Levantó el estado de guerra y adoptó medidas pacíficas, de modo que en muy breve tiempo logró restablecer la normalidad. A continuación pasó a ocupar otro conflictivo destino, el de capitán general de Cataluña, cuando el Gobierno había suspendido las garantías constitucionales a causa de los atentados anarquistas. Su antecesor el general Martínez Campos había sufrido un atentado y estallado una bomba en el Liceo. Supo calmar los ánimos y asistió a todos los actos públicos; según su hoja de servicios, “...logrando restablecer la tranquilidad y el orden, aprehendiendo y juzgando a los criminales, sin que volviera a ocurrir incidente alguno durante su mandato”. Algunos municipios de la región lo declararon hijo adoptivo y el Gobierno presidido por Cánovas supo valorar sus méritos y lo nombró senador vitalicio.
El Consejo de Ministro en enero de 1896 acordó nombrarle gobernador general y capitán general de Cuba. Después del grito separatista de Baire para sustituir al fracasado general Martínez Campos, el Gobierno de Cánovas no tuvo ningún problema, con sólo escuchar la opinión pública ya tenía el sustituto, que incluso contaba con la recomendación de su antecesor. La insurrección se había extendido por toda la isla, sin que la política contemporizadora fuera capaz de detenerla, Hacían falta otros métodos, había que responder a la guerra con la guerra y Weyler adoptó la que los insurrectos habían impuesto, una guerra total. Tomó medidas excepcionales que previamente publicó en los bandos de guerra, pero no vulneró el derecho de gentes, ni los usos de la guerra. Incluso su decisión más discutida, “la concentración de la población civil en zonas militares”, fue necesaria para el éxito de las operaciones e impuesta por las necesidades de la guerra; porque diseminada la población peligraba su seguridad y era poco menos que imposible el dotarla de recursos para subsistir. Además privaba al enemigo de recursos y restaba efectivos a la rebelión. Era consciente de la impopularidad de la medida y de los sacrificios que imponía, por eso la reconcentración no la aplicó simultáneamente en tiempo ni espacio.
Sus planes evitaban el combatir a los insurrectos en todas partes y trataba de hacerlo por zonas. Como Maceo operaba en Pinar del Río, la provincia más occidental, lo aisló organizando y ocupando una línea fortificada, una trocha de Norte a Sur, y a continuación con el mayor número de tropas tratar de aniquilarlo. Para seguir después, con criterios análogos en los otros territorios, en el Centro con la trocha de Júcaro a Morón y por último concentrar su esfuerzo en Oriente. Reorganizó el Ejército, remontó la Caballería para darle mayor movilidad y con los escuadrones expedicionarios formó siete regimientos. Completó los batallones de Infantería y aseguró los servicios. Se marcó el plazo de dos años para pacificar la isla y anunció al Gobierno que no necesitaba nuevos refuerzos.
Weyler dirigió personalmente la campaña de Pinar del Río y en febrero de 1897 anunciaba que esta provincia, Matanzas y La Habana estaban pacificadas, que lo estarían a mediados de marzo Las Villas, Sancti Spiritus y Remedios y que la molienda podría empezar en todas las provincias excepto Oriente. Todavía habría que sofocar actos de rebeldía y ahogar esporádicos levantamientos, pero los principales cabecillas estaban inmovilizados y él tenía las manos libres para actuar en los distintos frentes. El éxito de Weyler lo demostraba la conducta de sus enemigos, especialmente la prensa norteamericana, que no lo criticaba, sino que lo atacaba con los peores insultos, tergiversando y falseando los hechos.
Cuando parecía que Weyler podía terminar la guerra comenzaron en la Península las dudas; muchos pensaban que el conflicto cubano no se resolvería con la victoria militar y la prensa comenzó a lanzar ataques contra el general, censurando sus disposiciones políticas y planes de campaña. No era la marcha de la guerra lo que más interesaba, sino la sangría de hombres y dinero y el peligro de la intervención de los Estados Unidos. Cánovas, que era el principal valedor de Weyler, fue asesinado, cuando estaba preparando la campaña de otoño en Oriente, una vez aplicadas las reformas decretadas por el Gobierno. Su sucesor Azcárraga le ratificó su confianza, pero cuando subió al poder Sagasta en octubre cesó al general en sus cargos en Cuba, donde fue despedido con grandes manifestaciones de apoyo, las mismas que recibió en la Península, a pesar que el Gobierno trató de impedir, e incluso fue tentado con proposiciones golpistas, que como siempre rechazó.
No llevaba un mes en Madrid cuando se vio en la necesidad de asumir personalmente la defensa de su honor y el de las armas españolas, ante la pasividad oficial, frente a las graves injurias proferidas por el presidente americano. Dirigió a la Reina un escrito solicitando las correspondientes satisfacciones y, como esta queja había llegado a la prensa, el ministro de la Guerra reaccionó ordenando al capitán general de Castilla la Nueva que instruyera diligencias para averiguar quién lo había comunicado, expediente que terminó con una llamada de atención al general. También intervino el Consejo Supremo de la Guerra, que, una vez instruida la correspondiente causa, encontró indicios suficientes para iniciar un procedimiento, pero, como era senador del Reino, no podía ser procesado sin el consentimiento de la Cámara Alta. Negada la autorización, las diligencias terminaron con sobreseimiento y permaneciendo a continuación tres años en situación de cuartel.
Con el nuevo siglo, cuando tenía sesenta y dos años, recibió el nombramiento de capitán general de Madrid, porque el entonces ministro de la Guerra lo consideró el más idóneo a pesar de la oposición de algunos políticos. Poco tiempo duró en este cargo, porque el propio Sagasta, al formar Gobierno, lo llamó para que se hiciera cargo del propio Ministerio y cuando subió al poder Silvela siguió en el puesto hasta que fue aceptada su dimisión. Durante casi dos años trató de rehacer el maltrecho Ejército, reformar el servicio militar, llevar a la práctica su antiguo intento de organizar los cuerpos de Intendencia e Intervención y crear la Escuela de Equitación. Buscó recursos para dotar de medios a las unidades, planificó la instrucción y la ejecución de maniobras y ejercicios. Repitió el cargo con Montero Ríos (1905) durante medio año escaso, hasta el incidente en Barcelona del Cu.Cut, al dimitir el Gobierno por negarse a firmar la ley de Jurisdicciones, e incluso llegó a simultanear las carteras de Guerra y Marina interinamente. Por tercera vez ocupó la primera por muy poco tiempo al año siguiente y se retiró a su casa en Cataluña en San Quintín de Mediona, donde inició su libro Mi mando en Cuba.
A consecuencia de los graves incidentes ocurridos en Barcelona en la llamada Semana Trágica, (1909) el Gobierno lo nombró capitán general de la región, para que devolviese la tranquilidad a la ciudad y permaneció en el cargo hasta que se enfrentó con el Gobierno de Dato. Durante este tiempo el Rey le otorgó la dignidad de capitán general de Ejército, cuando había cumplido los setenta y un años, y el nombramiento de caballero de la Orden del Toisón de Oro. Fue designado jefe del Estado Mayor Central del Ejército (1916), presidente de la Junta Clasificadora para el ascenso a general, miembro de la Comisión encargada de estudiar la participación de España en una Sociedad de las Naciones y presidente del Consejo de Administración de la Caja de Huérfanos de Guerra. Por cinco meses simultaneó estos cargos (1920) con el de capitán general de Cataluña y, cuando cesó, recibió el título de duque de Rubí con Grandeza de España. Durante este período tuvo que enfrentarse al grave problema creado por las Juntas de Defensa, pero su gran ascendiente y firmeza influyeron en la reconducción de ciertos oficiales a la disciplina.
Cuando había cumplido los ochenta y cinco años (1923), otra vez lo llamó el ministro, preocupado por los asuntos de Marruecos, para encargarse de la Jefatura del Estado Mayor Central, que había cesado el año anterior. Inmediatamente se trasladó a Melilla para examinar la situación y emitir el correspondiente informe. Producido el golpe de Estado del general Primo de Rivera continuó en el puesto hasta que fue nombrado presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, y todavía volvió durante trece meses a la jefatura de Estado Mayor, ya cumplidos los ochenta y siete años, cuando se estaba preparando del desembarco de Alhucemas.
Cesó en el cargo por sus críticas a la dictadura. Su enfrentamiento contra el general Primo de Rivera lo llevó, a los ochenta y ocho años, a incorporarse al movimiento en su contra y ofrecer su casa para celebrar reuniones de los conspiradores. Tomó parte activa en el complot llamado de “la noche de San Juan” y firmó un manifiesto dirigido a la Nación y al Ejército de Mar y Tierra; que fueron las causas de que el Consejo de Ministros le impusiera una multa y fuera procesado con otros militares y civiles. Weyler se defendió y fue absuelto, continuó enfrentado con la dictadura y, antes de fallecer a los noventa y dos años, todavía envió al Rey una protesta cuando el general consultó sobre si debía seguir en el poder.
El general Weyler dispuso que se le hiciera un entierro de tercera y que se le pusiera un féretro de pino, que no se nombrasen comisiones y que el entierro se efectuase en la intimidad familiar, con la exclusiva asistencia de sus hijos, sin honores militares ni civiles. Según sus propias palabras: “No he sido más que un soldado que no debe ningún ascenso a la política, que no lució nunca los cordones de ayudante, ni formó parte de la clientela de ningún general prestigioso”.
Obras de ~: Memoria justificativa del general Weyler sobre sus operaciones en los distritos de Valencia, Aragón y Cataluña, Palma de Mallorca, 1875; con J. de Cárdenas y E. d’Almonte, Memoria demostrativa de las ventajas y beneficios obtenidos de la colonización y explotación de los territorios españoles del Golfo de Guinea, Madrid, Imprenta de Fortanet, 1905; Valor de la historia del arte militar: discursos leídos en la Real Academia de la Historia en la recepción pública del [...] Duque de Rubí [...]. Contestación de D. Ricardo Beltrán y Rospide, Madrid, Talleres del Depósito de la Guerra, 1925.
Fuentes y bibl.: Archivo General Militar (Segovia), Exp. personal.
A. Pirala Criado, Anales de la Guerra de Cuba, Madrid, Felipe González Rojas, 1895; E. R everter Delmás, La Guerra de Cuba, Barcelona, 1899; F. Pi y Margall y F. Pi y Arsuaga, Historia de España en el siglo xix, Barcelona, Miguel Segí Editor, 1902; J. Ortega Rubio, Historia de la Regencia de D.ª M.ª Cristina Habsbuorg Lorena, Madrid, 1905; J. Romano, Weyler El Hombre de Hierro, Madrid, Espasa Calpe, 1934; L. de Armiñán, Weyler, Madrid, Imprenta Industrias Gráficas, 1946; V. Weyler López de Puga, En el archivo de mi abuelo: Mi mando en Cuba (10 febrero 1896 a 31 octubre 1897): historia militar y política de la última guerra separatista durante dicho mando, Madrid, Felipe González Rojas, 1946; M. Fernández Almagro, Historia Política de la España Contemporánea, Madrid, Ediciones Pegaso, 1959; H. Thomas, Cuba, Barcelona, Editorial Grijalbo, 1973; J. Santander Marí, General Weyler, Palma, Ajuntament, 1985; A. Marimon i Riutort, El general Weyler, Gobernador General de la Isla de Cuba, Palma de Mallorca, Comissió de les Illes Balears per a la Commemoració del V.è Centenari del Descobriment d’America, 1992; G. Cardona y J. C. Losada, Weyler Nuestro hombre en La Habana, Barcelona, Planeta, 1997; H. Martín Jiménez, Valeriano Weyler De su vida y personalidad, Santa Cruz de Tenerife, Ediciones del Umbral, 1998; C. Seco Serrano, “Valeriano Weyler, modelo de general civilista”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, t. CXXVI, cuad. III (septiembre-diciembre de 1999), págs. 363-420.
Eladio Baldovín Ruiz