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José Calvo Sotelo

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Biografía

Calvo Sotelo, José. Duque de Calvo Sotelo (I). Tuy (Pontevedra), 6.V.1893 – Madrid, 13.VII.1936. Abogado y político. Ministro de Hacienda en el Directorio civil.

Hijo de Pedro Calvo, de Meneses de Campos, juez de Tuy, y de Elisa Sotelo, natural de Ribadeo. Nació en la calle Corredeira y fue bautizado en la catedral de la villa episcopal, donde pasó los primeros cuatro años de la infancia. Estudió en el Colegio Santa María de La Coruña y en el Instituto de Lugo, en el que obtuvo el título de bachiller con Premio Extraordinario.

Nombrado su padre magistrado, se trasladaron a Zaragoza en 1909. Estudioso, metódico y responsable, a pesar de tener aptitudes para las matemáticas, se matriculó en Derecho y empezó a escribir colaboraciones como crítico musical. Esta afición no le impidió una dedicación intensa a su carrera, obteniendo la licenciatura con sobresaliente en 1913, poco después de ser trasladado su padre a Madrid, por lo que la familia se instaló en la capital, en la calle San Quintín, donde vivió hasta que se casó, el 28 de junio de 1918, con Enriqueta Grondona, el único amor apasionado de su vida, con quien tuvo cuatro hijos. En Madrid amplió sus colaboraciones periodísticas como crítico musical, cursó el doctorado, preparó oposiciones e inició su militancia política como “joven maurista”.

En el doctorado, realizado con Gumersindo de Azcárate, consiguió el Premio Extraordinario, lo que le permitió acceder a la docencia universitaria como profesor auxiliar. La tesis abordaba el tema de la doctrina del abuso del Derecho y en ella sostiene que los derechos individuales, como el de propiedad, en aquellas circunstancias que provoquen una disfunción social pierden su legitimidad, de tal manera que si el legislador no limita su uso, deben ser los tribunales los que corrijan sus efectos antisociales con sus sentencias. Para el autor, el individualismo liberal estaba trasnochado. Su pervivencia no sólo era socialmente injusta, sino que también resultaba perjudicial para el desarrollo de la economía nacional. Mientras realizaba el doctorado consiguió el número uno en las oposiciones a letrados de Justicia, y al año siguiente, el primer puesto en la de abogados del Estado, desempeñando su primer destino como jefe de negociado de la Abogacía del Estado en Toledo (10 de junio de 1916). Esta intensa dedicación la compatibilizó con la asistencia a las conferencias del Ateneo, integrándose como germanófilo en el “foco maurista” del conde de Vallellano y Melchor Fernández Almagro, contrincante del grupo de intelectuales en el que figuraban Manuel Azaña y Ángel Galarza. La relación con aquel grupo le indujo a entrar en las filas de la Juventud Maurista, escisión de la Juventud Conservadora, surgida en 1914 de la mano de Antonio Goicoechea en apoyo de la “revolución desde arriba” preconizada por el maurismo. En las filas de esta organización pronto pasó de militante a dirigente. En el Centro Maurista de Madrid pronunció su primera conferencia el 30 de mayo de 1914, sobre la reforma de la Administración local. Al mes siguiente participó en el mitin maurista celebrado en Cuatro Caminos y su intervención enardeció de tal manera los ánimos entre partidarios y detractores de Maura, que el acto terminó a bastonazos.

Una semana después, el 16 de julio de 1914, intervino en otro mitin en Valencia, en el que criticó a los conservadores desleales al maurismo y terminó exigiendo al Gobierno que reclamara la demolición del monumento a Ferrer Guardia erigido en Bruselas.

Esta actividad como un entusiasta “joven maurista” aun le dejó tiempo para redactar una Memoria sobre el proletariado en la que critica el abstencionismo del Estado liberal que con su insensibilidad social le empuja a echarse en brazos del socialismo, doctrina que en su opinión anula el espíritu emprendedor del individuo, deshumaniza la persona y reniega del patriotismo y de la identidad nacional; una desviación que debía corregir el maurismo con una política socialmente reformista e integradora del proletariado. La Memoria, premiada, dio pie a la creación de la Mutualidad Obrera Maurista, cuya dirección fue encomendada al autor, que fue elegido vicepresidente de la Juventud Maurista. Y como dirigente de la organización, presidida por Goicoechea, concurrió a las elecciones del 3 de enero de 1918 convocadas por García Prieto, pero no consiguió el acta de diputado por el distrito de Carballiño (Orense) por “extraños cubileteos de urnas y de Juntas del Censo”. Al resultar, tras los comicios, inviable el gobierno por las disensiones internas del Partido Liberal, el Rey llamó al poder a Maura, quien formó uno “nacional”, el 20 de marzo de 1918, incorporando a Calvo Sotelo a su Secretaría política para abordar el estudio de la Administración local. Este gobierno nacional no duró ni un año y Maura formó otro, pero conservador y homogéneo, que para sobrevivir obtuvo del Monarca el decreto de disolución, convocando elecciones para el 1 de junio de 1919. En éstas, con Goicoechea en Gobernación, Calvo Sotelo consiguió su primera acta de diputado, por Carballiño, al obtener 4.062 votos de los 6.903 emitidos, después de patearse sus aldeas y “paseado sus corredoiras” durante “la fronda suave de Mayo”, frente a García Durán, el candidato de Bugallal, que controlaba el distrito. En el acto solicitó la excedencia como jefe de negociado de la Abogacía del Estado en la Dirección General de lo Contencioso, pero, aparte de defender su acta contra las intemperancias de Bugallal, apenas pudo estrenarse como orador, con un discurso parlamentario en el que abogó por una política social más activa a favor de los trabajadores para restablecer la armonía de clases. El Gobierno cayó al discutirse la validación de actas, Dato formó Gobierno y se convocaron nuevas elecciones para el 19 de diciembre de 1920, en las que se empeñó en volver a presentarse por el mismo distrito, pero por maniobras gubernativas, disolviendo los ayuntamientos donde tenía más apoyos, se vio obligado a retirar su candidatura, y el escaño lo recuperó sin votación, por el artículo 29, el candidato de Bugallal citado. Calvo Sotelo se dedicó, al ser así apartado de la lucha electoral, a desempeñar la jefatura del Secretariado nacional de la organización maurista, a la que acababa de ser promocionado. El maurismo entró en declive tras la caída del gobierno de Maura, pero ante la crisis derivada de las responsabilidades por el Desastre de Annual, el Rey le entregó de nuevo el poder a Maura, quien nombró a Calvo Sotelo, que no había cumplido los treinta años, gobernador civil de Valencia (septiembre de 1921). En las últimas elecciones legislativas de la Monarquía, convocadas para el 29 de abril de 1923, se presentó por La Coruña, pero no consiguió el escaño, aunque sí un nuevo éxito al obtener por concurso plaza en la asesoría del Banco de España.

Tras el pronunciamiento del 13 de septiembre de 1923, fue llamado por Primo de Rivera para que en su condición de experto en el tema le diera su opinión sobre la reforma de la Administración local. Calvo Sotelo defendió la implantación de un nuevo régimen anticaciquil y democrático, basado en la elección por sufragio universal y escrutinio proporcional de los concejales, el reconocimiento de su autonomía y la supresión de los recursos gubernativos y de los alcaldes nombrados por real orden. La entrevista terminó coincidiendo ambos en que había que restablecer el régimen parlamentario. El general disolvió los ayuntamientos y los sustituyó por juntas de vocales asociados, mientras Calvo Sotelo se ponía manos a la obra preparando un plan de trabajo; pero no recibió la llamada ofreciéndole la Dirección General de Administración hasta diciembre; lo consultó con Maura y, con su consentimiento, aceptó, siendo nombrado el 23 de diciembre de 1923. Se encargó de la “Sección Política” del Ministerio de la Gobernación, con Martínez Anido al frente como subsecretario, coordinando la labor de los delegados gubernativos, instalados en los partidos judiciales para inspeccionar los ayuntamientos y fiscalizar la vida de los pueblos.

Madrugador desde entonces, meticuloso y metódico, además de estas y otras tareas de la “Sección Política”, se rodeó de un equipo de especialistas y una legión de escribientes que en unas semanas dejaron listo, bajo su constante supervisión, lo que por su decisión se llamó Estatuto municipal. El Directorio lo aprobó y el 8 de marzo de 1924, el Rey lo sancionó: fue uno de los días más felices de su vida. El Estatuto, que parte del supuesto de que el municipio “es un hecho social de convivencia” anterior al Estado y superior a la ley, rompe con lo que terminó siendo una supeditación política al gobierno de turno por la intromisión gubernativa, para reconocer su personalidad jurídica y establecer la autonomía municipal. En consecuencia pueden convertirse en organizadores y explotadores de servicios públicos y recurrir al endeudamiento mediante presupuestos extraordinarios, lo que ya no requiere aprobación gubernativa, sino que este control pasa al delegado de Hacienda. El Estatuto pretende, además, democratizar la gestión municipal, introduciendo, junto a la representación ciudadana, otra orgánica o corporativa, que fue el aspecto más polémico y criticado. Son electores y elegibles como concejales todos los varones mayores de edad y las mujeres cabeza de familia, mediante voto secreto, en tanto que el cupo de concejales corporativos es designado. Pero los alcaldes sólo pueden ser elegidos por la corporación municipal, y tampoco pueden ser, lo mismo que los concejales, suspendidos ni destituidos más que por providencia o sentencia judicial, lo que, sin embargo, fue letra muerta, con la Dictadura y con la República.

Una vez sancionado el Estatuto, que también funcionariza al personal administrativo para darle independencia política y convierte al secretario en asesor técnico-jurídico y notario de la corporación, Calvo Sotelo estableció nuevas juntas del censo para celebrar unas elecciones municipales que consideraba tan imprescindibles y próximas como que por Real Decreto de 10 de abril de 1924 puso en marcha la confección de un nuevo censo electoral, y se lanzó a una campaña de propaganda, explicando sus bondades por toda España.

El Estatuto fue puesto en vigor parcialmente, y la democracia municipal no se implantó, porque a pesar del insistente empeño de Calvo Sotelo, Primo de Rivera nunca accedió a convocar elecciones municipales y tampoco aceptó su reiterada sugerencia de suprimir los delegados gubernativos, cuya permanencia consideraba “dañina”. El Estatuto, que su progenitor consideró “conquista no ganada por el pueblo, pero sí para el pueblo”, sin embargo, fue la obra legislativa de la Dictadura que, a su caída, tuvo mejor consideración.

“¿Que el origen no es puro? Evidente”, como proclamó su progenitor, que también impulsó la creación del Banco de Crédito Local, aunque no logró que naciera como institución pública en vez de entidad privada. La reforma administrativa de Calvo Sotelo quedó completada con la aprobación del Estatuto Provincial (1925), que también consagra la autonomía de las diputaciones, a las que se le confieren más competencias y medios. Pero como contemplaba la posibilidad de crear entidades regionales, chocó con la susceptibilidad del general, que veía en el regionalismo la difusión contagiosa del germen del nacionalismo separatista. Calvo Sotelo intentó convencerlo de que “ante este problema de psicología colectiva y de sentimiento popular, la política de fuerza y de intransigencia es infecunda” y venció su resistencia, pero no estampó su firma porque partió para Marruecos y fue Magaz quien refrendó la sanción regia que lo puso en vigor. El autor del proyecto creía entonces en el regionalismo como “posibilidad futura de máxima descentralización y autonomía”, pero no quiso pasar del provincialismo “mientras algunas regiones no se hayan desintoxicado y el español no tenga otra formación patriótica” (Joaniquet). Este regionalismo autonómico de juventud desapareció cuando, con la República, consideró que se convertía en “el más poderoso aglutinante y el más corrosivo disgregador de los pueblos modernos”, transformándose en “feroz unitarismo”.

Calvo Sotelo ni se había imaginado que pudiera desempeñar la cartera de Hacienda, porque soñaba con la de Justicia. El general le había consultado el programa de un hipotético gobierno para que le diera su parecer. Y le contestó, por escrito, que lo de convertir la Unión Patriótica en partido único gubernamental resultaría inviable; había que empezar a desmantelar la censura para que rigiera libertad de prensa, y convocar las elecciones requeridas por el Estatuto.

Y añadió, de su cosecha, el siguiente plan: la reforma de lo contencioso-administrativo; una ley electoral con distritos plurinominales para restablecer el régimen parlamentario; un plan general de sanidad; un nuevo marco de relaciones laborales; la reforma del régimen de propiedad de la tierra, gravando fiscalmente el mal uso de las explotaciones de los terratenientes absentistas y aliviando la condición de los arrendatarios, además de solucionar de una vez por todas el anacrónico problema de los foros en Galicia.

A su entender, además, era imprescindible abordar una reforma tributaria que posibilitara el equilibrio presupuestario, modificando “la actual distribución de la carga tributaria, con mayor gravamen de las rentas altas”. Nada más jurar y salir de Palacio el 3 de diciembre de 1925, donde le esperaba su padre, recién jubilado, lo primero que hizo al llegar al ministerio fue formar un equipo para emprender una actuación que fue decidida y audaz en lo que se refiere a los siguientes aspectos: incremento de la recaudación y modernización de la inspección fiscal, la reforma tributaria, la consolidación y conversión de la Deuda y la creación del Monopolio de Petróleos. Su éxito, la nivelación presupuestaria y el superávit; su cruz, la persistente caída de la cotización de la peseta. La primera medida adoptada fue combatir la escandalosa ocultación tributaria reinante con tres decretos fiscalizando los arrendamientos, el líquido imponible de las declaraciones y la compraventa de tierras. Los terratenientes protestaron airadamente, tachándolos de “bolchevizantes”, y presionaron para que no se aplicaran.

Presentó la dimisión, pero el presidente no se la aceptó y le animó a “seguir adelante”, porque no estaba dispuesto a ceder “ante ningún estruendo, y menos si lo promueven gentes de campanillas”. El resultado de este envite fue el Real Decreto-Ley de 25 de junio de 1926, que tan reacios contribuyentes aceptaron como mal menor a cambio de diferir la anunciada reforma tributaria. La citada norma incrementó la contribución territorial de la siguiente manera: en un 25 por ciento los líquidos imponibles de la riqueza rústica amillarada y entre un 5 y un 20 por ciento la catastrada, lo que aplicado también a la riqueza urbana, determinó un notable incremento recaudatorio, pasando de 168,6 millones de pesetas en 1926 a 201,4 en 1927. La reforma fiscal, que el ministro seguía considerando posible, conveniente e ineludible, porque el sistema tributario imperante, por ineficaz, indiscriminatorio, injusto y disfuncional, era un anacronismo incompatible con la modernización de España, no pudo salir adelante. Primo de Rivera adujo la “excepcionalidad del régimen” y su responsabilidad “ante la Historia, la opinión y el Rey”. En aras de una rápida aplicación, el ministro centró la reforma en los impuestos directos, estableciendo un único impuesto sobre rentas y ganancias, proporcional y progresivo, que además de considerar los distintos tipos de ingresos obtenidos, tenía en cuenta las circunstancias subjetivas y la capacidad económica global de cada contribuyente.

El impuesto, autoaplicable por el contribuyente, se dividía en dos partes. Una, proporcional, que gravaba las rentas o productos procedentes de cinco fuentes o actividades económicas, y otra, “moderadamente progresiva”, que se aplicaba a los ingresos totales de cada contribuyente. Las rentas salariales de tipo medio quedaban exentas. El objetivo que el ministro perseguía con esta reforma, aparte de la “unidad impositiva directa”, la “igualdad en el sacrificio” tributario y otras derivadas, era “lograr la nivelación” presupuestaria y corregir “el mal crónico de un déficit” que minaba la salud de la economía española. Paralizada la reforma fiscal por decisión del presidente, optó por una política de intensificación de ingresos mediante un incremento de la presión tributaria, incluyó las rentas salariales en el Impuesto de Utilidades, creó el de la Patente nacional de automóviles y perfeccionó la inspección para combatir la defraudación.

Simultáneamente, emprendió la gigantesca operación financiera de Consolidación de la Deuda, que supuso la conversión de la práctica totalidad de los Bonos del Tesoro (5.000 millones de pesetas), en Deuda amortizable. Cerrada en apenas unas semanas esta operación, voluntaria, de consolidación de la Deuda flotante, diseñó la operación de conversión de la Deuda Perpetua, arrastrada desde el siglo XIX, en Deuda Amortizable. Estas operaciones financieras, que le dieron un gran margen de maniobra presupuestario, y las deudas emitidas, aumentaron la carga presupuestaria. Las nuevas deudas emitidas por Calvo Sotelo fueron destinadas a enjugar el déficit heredado (Obligaciones del Tesoro) y a dotar un Presupuesto Extraordinario, que empezó en 1926 y pensaba alimentar en los sucesivos ejercicios con Deuda Amortizable a largo plazo, para construir un ambicioso y costoso plan general de infraestructuras diseñado por el conde de Guadalhorce, y la construcción de escuelas y otros edificios públicos (Deuda Amortizable al 4,5 por ciento y 5 por ciento, y Deuda ferroviaria Amortizable). El monto de todas estas deudas de la dictadura superó ligeramente los 4.322 millones de pesetas, pero los gastos anuales de su mantenimiento sólo representaban el 22 por ciento de los gastos totales del Presupuesto en 1930, mientras que en 1910 suponían nada menos que el 46 por ciento. A pesar de la política de gasto en infraestructuras y otros eventos, con un incremento de ingresos por recaudación tributaria en torno a los ochocientos millones anuales y con el saneamiento de la Hacienda que le permitía financiar la deuda heredada y emitida, no sólo alcanzó el objetivo de la “nivelación presupuestaria”, sino superávit.

Hasta 1927, las liquidaciones presupuestarias son negativas; desde 1928, positivas. Pero para mantener el superávit, que se convirtió en motivo de orgullo y signo de buena gestión, en el ejercicio de 1929 tuvo que recortar dolorosamente los gastos del Presupuesto Extraordinario y hacer efectivos pagos comprometidos con depósitos. Una vez lograda la operación financiera de la consolidación y conversión de la Deuda, ideó la creación del Monopolio de Petróleos, establecido por Real Decreto-Ley de 28 de junio de 1927 y sustitutivo del duopolio privado preexistente formado por dos multinacionales, la Shell y la Standard.

La Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos (Campsa) nació como una sociedad anónima integrada por accionistas particulares con la participación del Estado, y se constituyó con un capital de 195 millones de pesetas. Un consorcio bancario aportó 150, y el resto, el Estado. El primer problema con que se encontró el ministro fue el de la expropiación de las multinacionales, ejecutada antes de la indemnización, que luego fue difícil de negociar, y después, el boicot de las petroleras, que se negaron a suministrar crudo, por lo que no tuvo más remedio que echarse en brazos de los soviéticos, autorizando un contrato de suministro, suscrito el 23 de noviembre de 1927, por tres años, que consideraba leonino.

A pesar de ello, Campsa vendía la gasolina más barata y para el Estado el monopolio rindió más de cien millones de pesetas el primer año de actividad. El saneamiento de la Hacienda generó un clima de confianza financiera que favoreció una cotización al alza de la peseta en el mercado internacional, y los inversionistas extranjeros empezaron a colocar depósitos en los bancos españoles especulando con el alza. Pero a comienzos de 1928, la peseta empezó a depreciarse con relación al dólar y a la libra. Temiendo una repatriación masiva de depósitos, que por su volumen podían desencadenar el pánico financiero, Calvo Sotelo decidió intervenir para sostener la cotización estable de la moneda, dando orden al Banco de España para que comprara o vendiera en el mercado de Londres la cantidad de pesetas suficientes para mantener el cambio prefijado. Pero como la transacción era de compra y casi nunca de venta, llegó un momento en que no se pudo sostener por agotamiento de recursos. En una semana se repatriaron 66,7 millones de pesetas en depósitos y el Gobierno, agotados los recursos, tuvo que dejar fluctuar a su aire la moneda en el mercado cambiario. El ministro presentó la dimisión el 20 de enero de 1930 y esta vez apareció en la Gaceta. Una semana después, el día 27, también dimitió el presidente, con lo que caía la dictadura, y el Rey puso al frente de un gobierno encargado de volver a la “normalidad constitucional” al jefe de su Cuarto Militar, general Dámaso Berenguer.

Al dimitir, abrió un bufete en la calle Mayor y fue nombrado consejero del Banco Central, pero no abandonó la política. Como la Unión Patriótica se desintegró al ser sus jefes locales desalojados del poder municipal por el Gobierno, fundó, con los incondicionales del dictador, la Unión Monárquica Nacional (UMN), con el objetivo de continuar su obra modernizadora y “laborar por una España grande, gloriosa, culta, cristiana, tolerante, ordenada, trabajadora, progresiva, respetada en el extranjero”, y monárquica.

Pero su “adhesión a la obra de la Dictadura en lo sustantivo”, no implicaba, según el manifiesto fundacional, “adhesión a esa modalidad de gobierno”, por lo que apoyaban y estaban decididos a concurrir a las elecciones generales anunciadas por el Gobierno.

Lanzado este manifiesto el 15 de abril de 1930, emprendieron en el verano de ese año una campaña de propaganda que empezó por Asturias, continuó por Galicia y concluyó en Bilbao. En estos actos participaron como oradores, junto a él, Guadalhorce y José Antonio, el hijo del dictador, fallecido en París. En todas partes se encontraron con abucheos e incidentes con los que sus detractores intentaron reventar sus mítines. Esta hostilidad llevó a destacados miembros, como Pemán o Pemartín, a abandonar el partido, que no logró consolidarse y desapareció con la proclamación de la República, consecuencia de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, convocadas por el gobierno Aznar como paso previo a las legislativas del 7 y 14 de junio que nunca se celebraron. El mismo día 14 de abril y casi a la misma hora que el Rey salía para el exilio, partía en su automóvil Calvo Sotelo hacia Fuentes de Oñoro para exiliarse en Lisboa, adonde posteriormente llegaron su mujer y sus hijos para instalarse en el Hotel Hispanoamericano. En la capital portuguesa, privado de sus haberes por decreto de 27 de abril de 1931, cuando el Gobierno provisional anunció la celebración de elecciones constituyentes para el 28 de junio de 1931, decidió presentarse por la circunscripción de Orense, donde contaba con entusiastas seguidores y el diario Galicia, que apoyó a “esta figura eximia de la política española”. El periódico La Región también pidió el voto para su candidatura y dio a conocer su programa, que el candidato sintetizó así: “En el orden espiritual, a favor del catolicismo; en el económico, a favor de las soluciones cristianamente socializadoras, y en lo político, supuesto que la mayoría de los parlamentarios voten por la República, a favor de una organización presidencialista y respetuosa con las autonomías regionales”. Sus seguidores, con J. Rodríguez Soto a la cabeza, realizaron sin su presencia la campaña que le otorgó el escaño, obteniendo 27.493 votos y el séptimo puesto. Calvo Sotelo recabó del presidente de las Cortes “las debidas garantías jurídicas y personales” del Gobierno para regresar a España y poder ejercer “los deberes anejos a la investidura parlamentaria”. Pero el Gobierno prefirió inhibirse y transferir su caso a la Comisión de Responsabilidades, que elevó a las Cortes la tramitación del suplicatorio para levantar su inmunidad y ser juzgado por el Tribunal Parlamentario creado, que le condenará, el 7 de diciembre de 1932, a doce años de confinamiento en Tenerife y veinte de inhabilitación, con pérdida de derechos pasivos, por aceptar el nombramiento de ministro, prestándose así a que “el general rebelde continuase la realización de su propósito de suplantar el régimen constitucional y parlamentario”, a pesar del alegato enviado por el procesado, en el que califica al nuevo régimen de “Dictadura parlamentaria”, “mucho más inflexible que la nuestra”; de la amnistía promulgada, y de la brillante defensa que, indirectamente, hizo de su caso José Antonio Primo de Rivera. En su exilio de Portugal se convirtió en colaborador asiduo de ABC y La Nación, y lo que no podía decir en las Cortes lo dijo en la prensa, tanto en defensa propia como de la obra de la dictadura, criticando con prosa suelta e incisiva la quiebra del principio de autoridad, el pernicioso anticlericalismo imperante y las medidas adoptadas por el Gobierno provisional que las Cortes convalidaban.

Ante la concesión de un segundo suplicatorio, por su gestión ministerial, perdió toda esperanza de ocupar su escaño y preparó los papeles para exiliarse en Francia. Solicitó el pasaporte el 7 de enero de 1932, pero como Lerroux se lo denegó por tratarse de un procesado en rebeldía, se lo concedió el Gobierno portugués, y embarcó con su familia el 25 de febrero de 1932 rumbo a París, donde se instaló en el Hotel Mont-Thabor. En París desplegó una intensa actividad como articulista político para periódicos españoles e hispanoamericanos con su inseparable máquina de escribir, realizó trabajos de asesoría jurídica, y su tiempo libre lo dedicaba a callejear y visitar museos con la familia, asistir a conferencias y conciertos y espigar en librerías para mantenerse al corriente de las novedades editoriales en el tema de su preferencia desde que fue ministro: la política económica y financiera. A veces, acudía a alguna cena para tratar asuntos políticos. No soportaba la vida frívola y tenía un acusado sentido del ridículo. Abandonó París en contadas ocasiones, por cuestiones de trabajo, por asuntos políticos o por vacaciones. Las del verano de 1932 las pasó en Biarritz, donde se enteró por el general Barrera del fracaso del golpe de Sanjurjo, que intentó salvar, y frustró su esperanza de volver inmediatamente a España. Por su vinculación con miembros de la sociedad cultural Acción Española, en cuya revista homónima colaborará asiduamente con una sección de “Política y Economía”, entró en contacto con los intelectuales de L’Action Française, lo que contribuyó al abandono de sus anteriores convicciones para convertirse en campeón de la reacción monárquico-autoritaria y de la actividad conspirativa contra la República, en cuyos círculos se integró.

En condición de tal fue él, y no Aunós, quien viajó a Roma en febrero de 1933 para entrevistarse con Mussolini en busca de un apoyo que también contaba con el respaldo moral de Alfonso XIII. Durante su exilio en Francia, Calvo Sotelo experimentó un cambio radical, combatiendo el liberalismo democrático y parlamentario que hasta entonces había profesado, incluso en la dictadura, que aceptó, precisamente, para regenerar un régimen que se había convertido en “escarnio del parlamento, una prostitución del sufragio”. Condenado y exiliado, resultó elegido vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales al crearse el 14 de junio de 1933 este órgano, cuya composición resultante forzó la dimisión de Azaña como presidente de un gobierno que, tras el revés en “los burgos podridos” de las elecciones municipales parciales el 23 de abril de 1933, en sus propias palabras, no había quedado “quebrantado, si no molido, deshecho, machacado” por estos avatares.

El radical Martínez Barrio formó entonces otro gobierno que disolvió las Constituyentes y convocó elecciones legislativas para el 19 de noviembre de 1933, en las que las fuerzas de derechas obtuvieron mayoría parlamentaria. Calvo Sotelo, en lista de Renovación Española, consiguió acta de diputado doble.

En Orense, con el apoyo del influyente abogado J. Sabucedo Morales, obtuvo 87.767 votos, siendo el segundo candidato más votado, por delante del líder agrarista Basilio Álvarez. El también diputado electo Antonio Goicoechea defendió en las Cortes una proposición para que pudiera regresar y ocupar su escaño, pero los socialistas se opusieron y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) se abstuvo, con lo que fue derrotada. El auto del Tribunal Supremo de 30 de abril de 1934, aplicándole los beneficios de la Ley de Amnistía de 24 de abril de 1934 presentada por el Gobierno de Lerroux, sin embargo, le permitió volver. Convalidada su acta de Orense por las Cortes el 8 de mayo de 1934, a pesar de la oposición socialista (Prat) y de la Esquerra (Piera), acudió al Congreso al día siguiente e intervino como orador el 18, criticando la política presupuestaria seguida, pero tan monótonamente que los periódicos resaltaron que no había estado a la altura de lo que se esperaba de él. En su homenaje, Acción Española celebró un acto en el Hotel Palace, el día 20, en el que pronunció un discurso que sintetiza su nuevo pensamiento dogmático, católico, monárquico, antiparlamentario, unitarista y españolista y, consecuentemente, su actuación política de oposición frontal a las instituciones republicanas, exhortando a todas las fuerzas católicas y monárquicas a unirse en un bloque nacional y descartar la estrategia colaboracionista de Acción Popular de Gil Robles con los republicanos moderados del Partido Radical, en el Gobierno: “La recta en política es la dogmática; la curva es la táctica”. Pero convencido de que era inviable la vuelta al trono del ex Rey exiliado, en vez de restauración postulaba una instauración de la Monarquía con don Juan. En las Cortes criticó ácidamente el 25 de junio y 4 de julio de 1934 la debilidad del Gobierno del radical Samper, no tanto por su pasividad ante la ley en favor de los arrendatarios agrícolas catalanes, promulgada por el Parlament, como por la entrada en vigor del Estatuto de autonomía y la dinámica política, que había derivado, a su entender, en confrontación recurrente de las instituciones autonómicas con el Estado. La “Generalidad de Cataluña se ha colocado —afirmaba en un artículo de Galicia— en situación de franca rebeldía, facciosa, subversiva, contra el Poder Central”. Cuando cayó el gobierno de Samper, y Lerroux logró formar otro con participación de la CEDA, los socialistas promovieron una huelga general revolucionaria que derivó en insurrección armada en Asturias y en rebelión separatista en Cataluña. Aplastadas por el Ejército, los líderes monárquicos, Antonio Goicoechea y Calvo Sotelo, fueron demoledores en sus críticas parlamentarias.

Calvo Sotelo intervino el 7 de noviembre de 1934 para denunciar que ante la evidente impotencia de las instituciones republicanas para mantener el orden social, subvertido por los partidos de izquierda y el movimiento obrero, no había más receta que la implantación urgente de una economía dirigida y una dictadura militar, porque, además, la Constitución estaba “muerta”, ya que incluso la infringía el presidente de la República con sus hechuras gubernamentales, por lo que debiera ser acusado de “responsabilidades políticas y criminales”. Gil Robles, como pilar parlamentario del Gobierno, le replicó que su “panteísmo estatal” y su dirigismo económico incurrían en un totalitarismo semejante al marxista.

Tras la revolución de octubre, Calvo Sotelo lanzó la idea de crear un Bloque Nacional para acabar con la dispersión de las fuerzas políticas de derechas, uniéndolas con un programa, pero diferenciado tanto de la CEDA como de la Falange de José Antonio, quien cortó con él toda relación. Este programa, explicado por su autor, consistía: “En lo económico, izquierdismo; en lo político, derechismo. O sea, justicia social y autoridad. Un Estado fuerte que imponga su ley a patronos y obreros. Jerarquía férrea. Valores morales.

Culto a la vieja tradición española. Dentro del Estado, sólo un Poder, el suyo; sólo una nación, la española” (ABC, 11 de noviembre de 1934). El manifiesto fue lanzado el 8 de diciembre de 1934 y sus firmantes se comprometían a defender, como mínimo, dos principios: la afirmación de la unidad de España y la negación del régimen republicano. El Bloque no despegó, aunque Calvo Sotelo recorrió España pronunciando discursos y escribió numerosos artículos defendiendo su posición política. En Tarrasa, el 28 de abril de 1935, afirmó: “Ahora las distancias entre las distintas ideologías son astronómicas. No hay convivencia posible. ¿Qué tengo yo de común con anarquistas y comunistas? Ellos niegan a España; yo la afirmo. Yo soy cristiano; ellos niegan a Cristo”. Y en un artículo de Alborada de Orense, el 6 de octubre de 1935, planteó que en España se había llegado a tal situación, que si no había otra alternativa a la dictadura estalinista —Moscú— que la dictadura fascista —Roma—, “¡sin vacilación a Roma!”. Ante una nueva crisis de gobierno, en octubre de 1935, Calvo Sotelo era partidario de un pronunciamiento militar para impedir que el presidente, Alcalá-Zamora, le entregara el poder a las izquierdas, y cuando designó a Portela Valladares para disolver y celebrar elecciones, convocó a todas las derechas a formar un “amplio frente contrarrevolucionario”, proponiendo la ilegalización de los partidos marxistas y separatistas y la prohibición de huelgas; la lucha contra el paro y la solución del desbarajuste monetario. En un discurso en el frontón Urumea de San Sebastián, el 2 de noviembre de 1935, afirmó que puesto en la disyuntiva de escoger “entre una España roja y una España rota, prefiero la primera”, y apenas una semana después, en el mismo lugar, denunciaba la próxima reedición de la revolución inacabada de 1934, proponiendo “la instauración de una monarquía. No de una monarquía cualquiera, si no de la que tenga las esencias y ninguna de las escorias de la que cayó”. En estas circunstancias de frenética actividad política, siendo presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, elegido el 28 de mayo de 1935 por 199 de los 232 votos emitidos, pronunció un discurso el 30 de noviembre de 1935 que llevaba por título El capitalismo contemporáneo y su evolución en el que criticó el capitalismo de Estado soviético e hizo una apasionada defensa de la iniciativa privada y de la economía de libre mercado, pero regulado por el Estado en favor del interés general para promover la justicia social. Portela Valladares anunció las elecciones para el 16 de febrero de 1936, y Calvo Sotelo intensificó su campaña. De todos sus mítines, el que tuvo mayor repercusión fue el del teatro Monumental de Madrid porque la prensa resaltó al día siguiente la apelación directa y enardecida del orador a la desobediencia civil contra un régimen tiránico “conforme a nuestra filosofía católica” (ABC, 13 de febrero de 1936). Como la ley electoral premiaba las coaliciones y el Bloque no había cuajado, se presentó en la candidatura del Frente Nacional Contrarrevolucionario por Madrid, como número dos de la lista encabezada por Gil Robles. Ninguno consiguió el escaño por la capital.

Calvo Sotelo obtuvo 185.114 votos. Por Orense, sin embargo, sí fue proclamado diputado por la Junta electoral, presidida por el magistrado J. Sarmiento, al obtener 83.504 votos en la candidatura de Renovación Española, siendo el cuarto más votado de los nueve candidatos proclamados, todos en la primera vuelta, pese a las protestas de Basilio Álvarez, los candidatos del Frente Popular y del galleguista Alejandro Bóveda, ninguno de los cuales había conseguido escaño. En cuanto se conoció el triunfo electoral del Frente Popular, Calvo Sotelo intentó convencer a Portela Valladares para proclamar el Estado de guerra ante lo que consideraba inminente estallido revolucionario, pero como optó por dimitir, Alcalá-Zamora le entregó el Gobierno a Azaña, cuyo discurso conciliador radiado al país tranquilizó a Calvo Sotelo pensando que actuaría de muro de contención de la izquierda revolucionaria.

Las Cortes se reunieron el 15 de marzo de 1936, sesión que terminó entonando un sector La Internacional contra el presidente de edad, Ramón de Carranza, y al día siguiente eligieron presidente al ex radical Martínez Barrio, a quien sorprendentemente también votaron los monárquicos, lo que Calvo Sotelo justificó porque necesitaban, como minoría, su “amparo”. Una vez solventado el trámite de validación de actas, en donde a Calvo Sotelo intentaron obstinadamente invalidársela, quedaron constituidas las Cortes el 3 de abril y al día siguiente se dio el primer paso para destituir al presidente de la República, acto de dudosa constitucionalidad al que Calvo Sotelo se opuso porque lo interpretó como una maniobra de la izquierda, indiciaria de una inminente tragedia, puesto que implicaba la subversión del régimen parlamentario, y así lo manifestó en el hemiciclo: “Desde hoy estamos ante la Convención”.

Tanto él como sus seguidores se abstuvieron en la votación de destitución presidencial. En la sesión de 15 de abril de 1936, después de denunciar el caos social y la anarquía imperante, entre interrupciones subidas de tono de dos diputadas, le advirtió al presidente del Gobierno, Azaña, que “las fuerzas proletarias [...] van a completar la revolución iniciada en octubre del 34, dando el segundo paso revolucionario, que es la instauración del comunismo”, a lo que le contestó que eso “sería fatal” para ambos. Al hacerse cargo Casares Quiroga de la presidencia del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra porque Azaña accedió a la presidencia de la República, la situación política se volvió insostenible y el orden público incontrolable. Hundido y desmoralizado Gil Robles por su fracaso electoral, Calvo Sotelo se convirtió, por su audacia y valentía en las Cortes, en el verdadero portavoz y líder de la derecha monárquica antirrégimen, con su voz destemplada, provocativa e insolente, pero con una oratoria argumentalmente contundente y destructiva, a menudo interrumpida con imprecaciones. El enfrentamiento con Casares Quiroga más clamoroso fue el de la sesión parlamentaria del 16 de junio, donde criticó agriamente la anarquía imperante y la política económica seguida, añadiendo en tono desafiante: “Frente a un Estado estéril, yo levanto el concepto de Estado integrador, que administre la justicia económica”, y si a ese Estado le llaman fascista, “me declaro fascista”. Tras una alborotada interrupción, manifestó que no creía en el rumor sobre ruido de sables de “militares monarquizantes”, y mediante una habilidosa alusión consiguió el enfrentamiento directo con Casares Quiroga, quien en la réplica lo acusó de “buscar la perturbación del Ejército” y terminó advirtiéndole que “si algo pudiera ocurrir, su señoría sería el responsable con toda responsabilidad”.

Calvo Sotelo, después de breves escaramuzas dialécticas con otros diputados, retomó la palabra para defender la integridad y reputación del Ejército de la “furia antimilitarista” y concluyó con una arenga dirigida al presidente del Gobierno en la que, dándose por “notificado de la amenaza de su señoría”, aceptó todas las responsabilidades “si son para bien de mi patria” y se postuló como víctima propiciatoria: “Es preferible morir con gloria que vivir con vilipendio” (Diario de Sesiones, n.º 45, págs. 1404-1405). El último discurso en las Cortes lo pronunció el 1 de julio, sobre los problemas de la economía agraria nacional, para defender “a la pequeña y media burguesía rural, y a los arrendatarios, aparceros y cultivadores de la tierra”, diciéndoles “que su remedio no está en este parlamento”, sino “en un Estado autoritario y corporativo que...” Los abucheos no permitieron a los taquígrafos recoger sus últimas palabras y a punto estuvo de reproducirse la trifulca de sesiones anteriores, pero el presidente consiguió poner orden, e intervino Ángel Galarza para decir que los socialistas eran enemigos de la violencia personal, pero contra quien quería ser el jefe del movimiento fascista español y conquistar el poder por la fuerza para meterlos en la cárcel, “la violencia es legítima y se puede llegar hasta el atentado personal” (L. Romero). El presidente, que ordenó que las últimas palabras no fueran recogidas por los taquígrafos, le advirtió: “La violencia, Sr. Galarza, no es legítima en ningún momento ni en ningún sitio”, a lo que le replicó que “el país las conocerá, y nos dirá a todos si es legítima o no la violencia” (Diario de Sesiones, n.º 54, pág. 1796). En la madrugada del lunes 13 de julio, Calvo Sotelo fue secuestrado en su domicilio de la calle de Velázquez, número 89, por guardias de asalto del cuartel de Pontejos en represalia por el asesinato, en la tarde del domingo, de su compañero, el teniente Castillo, militante socialista. El grupo, integrado también por el capitán de la Guardia Civil F. Condés y activistas de izquierda, se llevó a Calvo Sotelo en la camioneta n.º 17 de la Dirección General de Seguridad (DGS), y al poco de partir, V. Cuenca, sentado detrás del secuestrado, le disparó dos tiros en la nuca, llevando su cadáver al cementerio del Este, donde los sepultureros se negaron a enterrarlo.

Al conocerse, por la mañana, el hecho y las circunstancias, los rumores apuntaron a que había sido asesinado por orden del Gobierno, lo que creó una tremenda convulsión política. El juez Gómez Carbajo descubrió rápidamente a los autores. El Gobierno no permitió sacar el cadáver del depósito, y el martes 14, por la tarde, tuvo lugar el entierro, vigilado por un fuerte contingente de la Guardia Civil. En el momento de darle sepultura, Ángel Goicoechea aseguró sobre su tumba: “Todo estriba en imitar tu ejemplo, en vengar tu muerte, en salvar España”. La conmoción producida por el asesinato empujó a militares indecisos a sumarse a la conspiración militar urdida por Mola, Franco y Varela y precipitó la fecha para aprovechar la tensión creada. Pero el fracaso del pronunciamiento, iniciado en Melilla el 17 de julio, derivó en una sangrienta Guerra Civil entre la España republicana y la España negra, ilustración trágica de una España rota.

El 18 de julio de 1948 le fue concedido a título póstumo el ducado de Calvo Sotelo, con grandeza de España.

 

Obras de ~: El proletariado ante el socialismo y el maurismo, Madrid, 1915; La doctrina del abuso del Derecho como limitación del derecho subjetivo, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1917; L’autonomie Municipale, enquéte au sujet des relations entre le pouvoir central et les pouvoirs loiaux [...], Madrid, Mateu, Artes Gráficas, 1925; La Contribución y la riqueza territorial de España, Madrid, Imprenta del Servicio de Catastro de Rústica, 1926; Estudio económico y de la Hacienda española en el momento actual, Madrid, Imprenta Radio, 1929; Mis servicios al Estado. Seis años de gestión, Madrid, Imprenta Clásica Española, 1931; En defensa propia, Madrid, Librería de San Martín, 1932; Al Tribunal Parlamentario de responsabilidades, Madrid, Imprenta Galo Sáez, 1932; Las responsabilidades políticas de la Dictadura. Un proceso histórico, Madrid, Imprenta Galo Sáez, 1933; La voz de un perseguido, Madrid, Imprenta Galo Sáez, 1933; El capitalismo contemporáneo y su evolución, Madrid, Imprenta Galo Sáez, 1935.

 

Bibl.: A. Joaniquet, Calvo Sotelo, Santander, Espasa Calpe, 1939; E. Vegas Latapié, El pensamiento político de Calvo Sotelo, Madrid, Cultura Española, 1941; E. Aunós, Calvo Sotelo y la política de su tiempo, Madrid, Ediciones Españolas, 1942; Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, La vida y la obra de José Calvo Sotelo, Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1942; J. Marañón y Ruiz Zorrilla, Itinerario político y académico de Calvo Sotelo, Madrid, 1942; G. F. Acedo Colunga, José Calvo Sotelo (La verdad de una muerte), Barcelona, Editorial AHR, 1957; M. Pi y Navarro, Los primeros veinticinco años en la vida de Calvo Sotelo, Zaragoza, 1961; J. Soriano Flores de Lemus, Calvo Sotelo ante la II República, Madrid, Editora Nacional, 1975; Instituto de Estudios de Administración Local, Cincuentenario del Estatuto municipal: Estudios conmemorativos, Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local, 1975; R. Punset Blanco, Las clases medias ante la crisis del Estado español: el pensamiento de Calvo Sotelo, tesis doctoral, Barcelona, Universidad, 1976; L. Romero, Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo, Barcelona, Planeta, 1982; I. Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Barcelona, Plaza y Janés, 1986; P. C. González Cuevas, Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936), Madrid, Tecnos, 1998; A. Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera, José Calvo Sotelo, Barcelona, Ariel, 2004.

 

José Rodríguez Labandeira

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