Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, José Antonio. Marqués de Estella (III). Madrid, 24.IV.1903 – Alicante, 20.XI.1936. Político y abogado, fundador de Falange Española.
José Antonio Primo de Rivera —o José Antonio, a secas, como su nombre ha pasado a la historia— es una de las figuras más contradictorias y controvertidas de la España del siglo XX. Aristócrata por nacimiento, abogado por vocación, político —según él, por necesidad—, su actuación en la política española abarcó un breve período, entre 1933 y 1936, durante el que experimentó una rápida evolución desde el conservadurismo autoritario hacia el nacionalsindicalismo, una variante de fascismo radical que tuvo en el partido que dirigió, Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), su expresión fundamental antes de la Guerra Civil.
Miembro de una familia arraigada en Andalucía occidental y de larga tradición militar, su infancia estuvo marcada por dos circunstancias: la muerte de la madre, la donostiarra Casilda Sáenz de Heredia, cuando el niño contaba sólo siete años, con lo que él y sus cuatro hermanos pequeños quedaron al cuidado de unas tías; y la accidentada carrera militar del padre, Miguel Primo de Rivera, ausente casi siempre del hogar, pero por quien José Antonio experimentaba una admiración sin fisuras. La influencia paterna, y la de su tío-abuelo, el también general Fernando Primo de Rivera, primer marqués de Estella, son fundamentales para entender la evolución personal e ideológica de José Antonio, su preferencia por las virtudes éticas y por los modelos de comportamiento más valorados en el Ejército y su interpretación de la historia y de las relaciones políticas. El entorno social en el que se desenvolvieron su infancia y primera juventud fue el que correspondía al primogénito de una acaudalada familia de la alta burguesía terrateniente, ennoblecida por la Monarquía restaurada. Así, fue investido caballero de la Orden de Santiago y ejerció en la Corte de Alfonso XIII como “gentilhombre de Cámara con ejercicio y servidumbre”.
Su padre procuró, sin embargo, inculcarle el respeto por el estudio y el trabajo personal, lejos del modelo de “señorito” aristocrático que predominaba entre sus amistades juveniles. Durante su adolescencia estudió el bachillerato por libre, guiado por un profesor particular, y realizaba los exámenes oficiales en diversos institutos, según las diferentes estadías forzadas por el peregrinaje familiar: Madrid, Cádiz y Jerez. Quería ser militar, pero su padre le disuadió y terminó estudiando Derecho en la Universidad Central, estudios que compatibilizaba con un trabajo de administrativo en la empresa de importación de maquinaria de un tío materno. En la Facultad hizo fraternal amistad con Ramón Serrano Súñer y ambos fueron dirigentes de una asociación estudiantil de carácter liberal, enfrentada a la organización de los estudiantes católicos.
Tras licenciarse en Leyes, cumplía el servicio militar como voluntario en Barcelona cuando su progenitor, entonces capitán general de Cataluña, encabezó el golpe de Estado de septiembre de 1923 y se convirtió en dictador. Una vez finalizado su compromiso militar, José Antonio volvió a trabajar en la empresa de su tío, ahora como abogado, pero no tardó en abrir su propio bufete, especializado en pleitos civiles.
Durante la Dictadura, se mantuvo alejado de la política, entregado a su actividad profesional. Pero la caída del régimen, en enero de 1930, y los duros ataques de que fue objeto el general Primo de Rivera por sus adversarios tras su inmediata marcha al exilio, le animaron a actuar en defensa de la obra paterna, sobre todo a través del diario oficioso del Directorio, La Nación, del que era accionista y donde publicó, entre otros, el famoso artículo “La hora de los enanos”.
Tras la muerte del general en París, en el mes de abril de 1930, su primogénito heredó el título de marqués de Estella, con Grandeza de España. Su nueva condición de cabeza de familia acentuó su compromiso con la defensa de la Dictadura. Participó, con varios de los ministros del Directorio, en el lanzamiento de la Unión Monárquica Nacional (UMN), un partido “primorriverista” defensor de un conservadurismo autoritario y muy crítico con los planes del Gobierno del general Berenguer de retorno a la situación política anterior a 1923. José Antonio, vicesecretario general de la UMN y responsable de la organización del partido en las provincias, actuó a lo largo de un año como dirigente político, participó en numerosos mítines, y llegó a anunciar su candidatura a Cortes por la circunscripción de Jerez de la Frontera. Pero las elecciones, planificadas por el Gobierno como un paso fundamental para el retorno a la legalidad constitucional, no llegaron a celebrarse.
La proclamación de la Segunda República supuso la disolución de la Unión Monárquica y permitió a Primo de Rivera volver por un tiempo a la plena dedicación a su bufete. Pero los nuevos gobernantes estaban decididos a depurar las responsabilidades políticas de la Dictadura y abrieron procesos penales contra sus ministros, acusados de colaborar con un régimen ilegal. El marqués de Estella retornó, pues, al plano político, dispuesto a defender la memoria de su padre.
Durante la primavera de 1931 colaboró en la puesta en marcha de la plataforma electoral derechista de Acción Nacional, aunque no ocupó cargos en ella. Uno de sus proyectos era entonces conseguir un escaño de diputado para llevar al Parlamento su campaña a favor de la Dictadura. No entró en las listas electorales en los comicios a Cortes Constituyentes. Pero en septiembre, con el apoyo de Acción Nacional, presentó su candidatura a un escaño vacante por Madrid. Fue derrotado por su rival republicano, pero obtuvo un 31 por ciento de los votos y la intensa campaña que realizó le permitió darse a conocer al electorado.
En noviembre de 1931 figuró entre los abogados defensores de los ex-ministros del Directorio en el proceso de responsabilidades y convirtió la defensa de su representado, Galo Ponte, en un alegato a favor de la obra del dictador. Estas actividades, y su propia condición aristocrática, le señalaban como un adversario declarado del régimen republicano. Ello le costó dos detenciones: en noviembre de 1931, acusado de participar en la trama conspirativa monárquica que dirigía el general Orgaz, y en agosto de 1932, de resultas del fracasado golpe de Estado encabezado por el general Sanjurjo (la “sanjurjada”). La primera vez pasó varias horas en comisaría, y la segunda estuvo casi tres meses recluido en la Cárcel Modelo, junto con significados políticos e intelectuales de la derecha. Pero en ambos casos no se le pudo demostrar ninguna vinculación personal con las tramas golpistas.
El año 1932 marcó un punto de inflexión doctrinal en su trayectoria. Hasta entonces se había identificado básicamente como un conservador nacionalista, nostálgico de la pasada Dictadura. Pero ahora se interesaba por las doctrinas del fascismo, representado en España por una minúscula agrupación, las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo, y por escritores como Ernesto Giménez Caballero y Rafael Sánchez Mazas. Tras visitar a su admirado Mussolini en Roma y, sobre todo, con la llegada de Hitler a la Cancillería alemana, en enero de 1933, Primo de Rivera se convenció de que el fascismo era la vía más útil para construir un Estado auténticamente nacional y contrarrevolucionario.
Pocas semanas después, participó con dos artículos en el lanzamiento de El Fascio, una revista doctrinal editada por Manuel Delgado Barreto, director de La Nación, y en la que colaboraban, entre otros, Ledesma, Sánchez Mazas, Giménez Caballero y Juan Aparicio. El Gobierno frustró la iniciativa secuestrando los ejemplares del primer y único número, pero el marqués de Estella pudo sacar un buen rendimiento a la iniciativa. A raíz de ella, se embarcó en una polémica epistolar pública con el liberal-conservador Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC, lo que le permitía aparecer ante la opinión pública como portavoz del fascismo en España. Gracias a ello, pudo consolidar un núcleo de amistades políticas del que surgió, durante el verano de 1933, el Movimiento Español Sindicalista (MES), una minúscula organización en la que se integraron monárquicos radicalizados y estudiantes atraídos por el fascismo. Tras recibir la adhesión de los orteguianos del Frente Español, el MES pasó a estar presidido por un triunvirato, integrado por José Antonio, el aviador Julio Ruiz de Alda y el profesor Alfonso García Valdecasas.
Mientras tanto, Primo de Rivera seguía cultivando a sus amistades en la derecha conservadora y en noviembre, con el apoyo de monárquicos como Ramón de Carranza y José María Pemán, logró un acta de diputado por la provincia de Cádiz. Durante la campaña, los tres dirigentes del MES protagonizaron un acto electoral en el madrileño Teatro de la Comedia (29 de octubre), acto cuya repercusión pública sirvió para marcar objetivos más ambiciosos al Movimiento, que poco después cambió su nombre por el de Falange Española (FE).
La puesta en marcha de Falange Española (FE) se realizó con grandes dificultades en las últimas semanas de 1933. Los endémicos problemas económicos del partido, apenas aliviados por las aportaciones de sus dos diputados —los marqueses de Estella y de la Eliseda— obligaron a aceptar financiación de los monárquicos alfonsinos que, a cambio, exigieron que Falange suscribiera un compromiso de colaboración en la lucha contra la República (Pacto de El Escorial, negociado por Primo de Rivera con Antonio Goicoechea).
Por otra parte, la notoriedad alcanzada por el lanzamiento de la nueva opción fascista sembró la alarma entre los sectores de izquierdas, muy sensibilizados por las noticias que llegaban del establecimiento de la dictadura nazi en Alemania. El resultado fue una espiral de enfrentamientos que se saldó con un estremecedor balance de muertos y heridos entre los miembros de las juventudes socialistas, comunistas y anarquistas y los jóvenes falangistas, encuadrados bajo la instrucción de militares monárquicos, como Juan Antonio Ansaldo, en una milicia armada, la Primera Línea, cuyos comandos operativos serían conocidos como la Falange de la Sangre. José Antonio, que personalmente se oponía al ejercicio de una violencia indiscriminada, terminó cediendo a las presiones de su entorno y, tras el asesinato de uno de los cuadros juveniles del partido, Matías Montero, autorizó una dura política de represalias que alcanzó uno de sus puntos culminantes con la muerte a tiros, en plena calle, de la joven socialista Juana Rico.
Otra de las premisas para el crecimiento de Falange era su fusión con el otro partido de carácter fascista, las JONS. Los jonsistas, doctrinalmente más radicales que los falangistas, rechazaron durante algún tiempo la unión, pero, acuciados por problemas económicos, terminaron sumando sus fuerzas en una organización que pasó a denominarse FE de las JONS (febrero de 1934). Los jonsistas aportaron sus bases estudiantiles y una pequeña organización sindical, la Central Obrera Nacional Sindicalista (CONS). Pero la contribución fundamental fue la doctrinal, el llamado “nacionalsindicalismo”, un programa de fascismo radical, teorizado por Ramiro Ledesma y que pasó a ser la ideología oficial del falangismo. Este, más fuerte que el jonsismo en el momento de la fusión, controlaba de hecho la nueva organización, a cuyo frente estaba un triunvirato integrado por Ledesma, Ruiz de Alda y Primo de Rivera.
A lo largo de 1934, la cuestión de la jefatura de Falange se fue convirtiendo en prioritaria. José Antonio gozaba de indudables ventajas con respecto a los otros dos triunviros: a la popularidad de su apellido y a sus relaciones sociales unía ser el vínculo entre FE y sus financiadores monárquicos y disfrutar de la inmunidad parlamentaria que le brindaba su condición de diputado, que le permitía mayor libertad de acción política que a los otros dirigentes del partido.
Su evolución ideológica hacia el nacionalsindicalismo y su negativa a convertir a Falange en una milicia armada al servicio de los intereses de los alfonsinos de Renovación Española, era contemplada por un sector de estos como una amenaza para sus planes. Intentaron apartarle de la dirección de FE a través del jefe de milicias del partido, Ansaldo, quien organizó un auténtico golpe interno para conseguirlo. Pero Primo de Rivera reaccionó a tiempo y expulsó a Ansaldo y a otros militares monárquicos, mientras fortalecía su influencia entre la militancia y en las filas del Sindicato Español Universitario (SEU), la organización estudiantil falangista. Como contrapartida, en agosto de 1934 hubo de formalizar su compromiso con el presidente de Renovación Española, Goicoechea: a cambio de 10.000 pesetas mensuales, Falange se comprometió a dar prioridad a la labor sindical y a las tácticas de lucha violenta contra la izquierda.
José Antonio iba consolidando poco a poco su liderazgo en el seno del partido y aparecía ya ante la opinión pública como la primera figura del fascismo español. En mayo fue invitado por los órganos de propaganda nazis a visitar Alemania. Estudió allí los modelos organizativos del nacionalsocialismo y se entrevistó brevemente con Hitler, pero el führer no le causó una impresión favorable. Por otra parte, en el seno del triunvirato dirigente de FE se había desatado una sorda pugna por la jefatura entre Primo de Rivera empeñado en hacerse con el control absoluto del partido, y un Ledesma que le consideraba un “señorito” demasiado próximo a los monárquicos y ajeno, por tanto, a los propósitos revolucionarios del nacionalsindicalismo. A finales del verano se convocó el Primer Congreso Nacional de Falange. Inaugurado el 4 de octubre de 1934, coincidió con el inicio del estallido revolucionario protagonizado por las Alianzas Obreras. En un clima enrarecido por los acontecimientos exteriores, los asistentes eligieron jefe nacional a José Antonio, pese a la resistencia de los ledesmistas, partidarios de mantener la estructura triunviral, eligieron a una parte de la Junta Nacional del partido y aprobaron las ponencias que debían servir para la elaboración del programa falangista.
Confirmado así como líder único, José Antonio tuvo ahora las manos libres para configurar un partido estrictamente jerarquizado, en el que se acentuó el carácter de milicia política. En este esquema, Ramiro Ledesma y los veteranos jonsistas quedaban relegados a un plano secundario frente a los “joseantonianos” que, con el nuevo secretario general, Raimundo Fernández Cuesta, a la cabeza, reafirmaron su control sobre la organización. Descontentos, Ledesma y algunos otros ex-jonsistas pusieron en marcha una maniobra, en enero de 1935, para abandonar Falange y refundar las JONS. Enterado, Primo de Rivera se adelantó al expulsarlos y, tras asegurarse la fidelidad de los sindicalistas de la CONS y del importante núcleo vallisoletano del partido, dirigido por Onésimo Redondo, pudo dar por superada la crisis.
Para entonces se había producido, sin embargo, la ruptura del acuerdo de colaboración con los monárquicos.
El retorno del exilio de José Calvo Sotelo, ex ministro de la Dictadura, había sembrado las semillas del nuevo conflicto. José Antonio, que le reprochaba haber traicionado a su padre en la etapa final del régimen, le veía como un rival e impidió su afiliación a Falange. Calvo Sotelo se convirtió entonces en vicepresidente de Renovación Española y, en el otoño de 1934, creó el Bloque Nacional, dispuesto a convertirlo en una plataforma de convergencia de la derecha antirrepublicana. Pero el líder falangista se negó a integrar su partido en el Bloque, cuyo carácter reaccionario denunció. Ello le costó la pérdida de la ayuda de sus protectores alfonsinos, agravada por la salida de FE de su principal mecenas, el diputado marqués de la Eliseda, que acusó públicamente a José Antonio de defender una política “herética”, contraria a los intereses de la Iglesia católica.
Alejado Ledesma, Primo de Rivera asumió la condición de principal teórico del nacionalsindicalismo y estructuró un discurso político que, sin abandonar su antimarxismo básico, manifestaba un creciente rechazo del orden liberal y capitalista. Su síntesis fundamental, ampliada en artículos y discursos a lo largo del año 1935, fue el programa de los Veintisiete Puntos de la Falange, cuya redacción definitiva se debe a su pluma.
Preconizaba una “revolución nacional” basada en un Estado totalitario, con fuerte intervencionismo económico, incluida la nacionalización del sistema financiero y de los servicios públicos; representación política con sufragio orgánico, basado en las “unidades naturales”, la familia, el municipio y la corporación, esta común a obreros y patronos; y separación de la Iglesia y el Estado, aunque incorporando a la acción estatal “el sentido católico de la reconstrucción nacional”.
El último punto del programa falangista establecía: “Pactaremos muy poco. Sólo en el empuje final para la conquista del Estado gestionará el mando las colaboraciones necesarias, siempre que esté asegurado nuestro predominio”. En realidad, Falange se había quedado sin aliados y ello, unido a su falta de recursos económicos impedía que la organización alcanzara un peso real en la política española —se calculan unos diez mil afiliados a comienzos de 1936— al margen de la espiral de violencia que generaba su actuación, y que incrementaba continuamente la cifra de muertos propios y adversarios. En abril de 1935, José Antonio viajó a Roma y consiguió una financiación regular del Gobierno fascista, que llegaba vía la embajada italiana en París, pero en una cantidad insuficiente para permitir un crecimiento de la estructura organizativa o una prensa de partido digna de tal nombre.
Las elecciones de febrero de 1936 plantearon a Primo de Rivera la disyuntiva de que FE acudiera en una coalición de derechas o hacerlo en solitario, marcando distancias respecto a los conservadores.
La adopción de esta última línea llevó a un desastre electoral —en torno al 0,4 por ciento de los votos emitidos— y el líder falangista quedó fuera del Parlamento.
Sin embargo, en los meses siguientes Falange vio crecer sus filas con miles de derechistas que buscaban en ella una organización capaz de combatir activamente al Frente Popular. Ello condujo a un aumento espectacular de la violencia en que se desenvolvía la actuación del partido, cuyos militantes empezaron a ser detenidos en gran número por la policía.
El propio José Antonio, que fracasó en el intento de obtener un acta parlamentaria por Cuenca en unos comicios parciales, ingresó en la Cárcel Modelo de Madrid a mediados de marzo y fue sometido a varios procesos penales sucesivos, que le mantuvieron en prisión durante la primavera. Como las autoridades republicanas sospechaban que continuaba dirigiendo su partido desde el locutorio de la cárcel, le trasladaron a la de Alicante en junio.
Desde mediados de la primavera, Primo de Rivera mantenía contactos desde la cárcel con la conspiración militar contra el Gobierno frentepopulista que dirigía el general Mola. No obstante, se mostraba reticente a subordinar a la Falange a la dirección de un grupo de generales, tras de los que veía la mano de la derecha conservadora, y se negó a dar la orden de colaborar en el levantamiento hasta finales de junio. Cuando finalmente se inició la Guerra Civil, José Antonio quedó en territorio controlado por el Gobierno y fracasaron cuantos intentos hicieron sus partidarios de canjearle o liberarle por la fuerza. Sometido a juicio ante un Tribunal Popular, acusado de auxilio a la rebelión militar, fue condenado a muerte y fusilado el 20 de noviembre de 1936, en el patio de la prisión alicantina.
Para entonces, Falange Española estaba en vías de la radical transformación que, Decreto de Unificación mediante, la llevaría a fundirse en abril de 1937 con el resto de las fuerzas políticas de bando nacionalista en un partido único, Falange Española Tradicionalista y de las JONS, bajo la jefatura política del general Franco. José Antonio, que había mantenido unas frías relaciones personales con el militar, se convirtió en uno de los referentes ideológicos del franquismo.
En torno a su figura se desarrolló un auténtico culto a la personalidad, que alcanzó valores de mito en la educación popular generada por el régimen. Su cadáver, trasladado a hombros de jerarcas falangistas, fue llevado desde Alicante al Monasterio de El Escorial, y luego, en 1959, a su tumba definitiva en el Valle de los Caídos. El hecho de que su dispersa obra consistiera sólo en artículos y discursos elaborados para ocasiones concretas, y careciera por tanto de un corpus doctrinal suficientemente elaborado, facilitaba una variedad de interpretaciones de su pensamiento que los teóricos del franquismo utilizaron para justificar los sucesivos giros estratégicos del régimen. Para el antifranquismo, José Antonio fue un fascista que encarnó durante décadas cuanto de negativo cabía considerar en la derecha española. En ambos casos, su figura, lejos de ser debatida, fue objeto de apasionadas distorsiones biográficas. Más tarde, desaparecido el franquismo, sería prácticamente relegada al olvido de la memoria histórica, en aras de la recuperación de una convivencia cívica cuya ruptura violenta, en 1936, se atribuía en buena medida a la acción del grupo político que encabezara Primo de Rivera.
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Julio Gil Pecharromán