García Lorca, Federico. Fuente Vaqueros (Granada), 5.VI.1898 – Víznar (Granada), 18 o 19.VIII.1936. Poeta y dramaturgo.
Hijo de una familia acomodada, su padre, Federico García Rodríguez, era un rico agricultor; su madre, Vicenta Lorca Romero, bastante más joven, era maestra.
Fue el mayor de cuatro hermanos (Francisco, Concha e Isabel). A los diez años marchó a estudiar a Almería con su maestro Antonio Rodríguez Espinosa, pero una afección bucal lo devolvió enseguida a la casa familiar. La infancia de Lorca es campesina; en la primavera de 1909 la familia se trasladó a Granada para que cursara el bachillerato, pero pasaría largas temporadas en el campo.
La memoria del futuro poeta se nutrió de esos recuerdos, visibles sobre todo en su teatro. Contrajo él pronto una honda pasión artística, la música; de hecho, quiso continuar sus estudios en París, pero la muerte de su maestro Antonio Segura y la oposición familiar frustraron sus planes. El ascendiente musical sería, con todo, decisivo en Lorca: de él derivan la exquisita musicalidad de su verso, la misma estructura de muchos de sus poemas, las canciones que introduce en su teatro, la forma operística de algunos de sus dramas, el contraste de palabras y silencios en sus piezas dramáticas, su conocimiento del cancionero musical español, la celebrada armonización y recreación de algunas canciones populares españolas, que hizo para la Argentinita en 1931, su aproximación al cante jondo, su amistad, en fin, con Manuel de Falla, a quien dedicó un soneto y con el que colaboró en la composición de una opereta cómica, Lola la comedianta, que quedó inconclusa por los escrúpulos y arrepentimientos del gran músico, quien, de todas formas, ejerció fuerte influjo. Lorca dedicaría también un soneto a la memoria de Isaac Albéniz, y su primer libro en prosa, Impresiones y paisajes (1918), estaría dedicado a su maestro de música.
Impresiones nació al hilo de los viajes que por Galicia, Castilla, León y Andalucía hizo el poeta entre 1916 y 1917, bajo la dirección del catedrático de la Universidad de Granada, el institucionista Martín Domínguez Berrueta, que pedía a sus alumnos —Lorca era universitario desde 1914— que redactaran sus impresiones. El alevín de escritor las anotó y completó, y el resultado fue un libro ingenuo, torpemente escrito a rachas, pero que mostraba ya dos características singulares: la palpitación de su emergente universo interior, desolado ante la percepción de la miseria, la hipocresía social, la represión de los instintos y el paso del tiempo, y la capacidad para aprehender el espectáculo sensorial del mundo. Para entonces era ya un escritor en ciernes, que había leído a los prosistas del 98, pero estaba empapado, sobre todo, del modernismo rubendariano, cuya expresión de la lujuria y conciencia trágica del destino humano lo influirían hondamente.
Entre 1917 y 1920 escribe Lorca mucho verso, prosa y teatro, que son reveladores del lento, arduo aprendizaje del escritor. Una antología del verso de este período ofrece Libro de poemas (1921), libro desigual, con notorias huellas modernistas y juanramonianas, pero que en sus mejores momentos, de estilizado neopopularismo y depurado intimismo, presenta ya logros sobresalientes y anuncia al gran poeta. Gran poeta muy pronto, en efecto, desde 1921, año de su primera madurez, cuando comienza la escritura de Suites y compone, casi de un tirón, Poema del cante jondo, que tardaría aún diez años en publicarse. Es ésta la primera gran exploración lorquiana del universo andaluz, hecha a partir de la interpretación del cante flamenco; en 1922, y en unión de Manuel de Falla, organizaría el primer concurso del cante, que sentaría las bases de su regeneración y andadura contemporáneas.
No más que una anécdota fue el estreno de El maleficio de la mariposa, que Gregorio Martínez Sierra y Catalina Bárcenas se atrevieron a montar en marzo de 1920, en Madrid, seducidos sin duda por la lectura que el joven poeta les había hecho en Granada.
Era ya una personalidad abrumadora, que hechizaba a cuantos entraban en contacto con él. “La obra maestra era él”, dijo Luis Buñuel. “Su persona era mágica y morena, y traía la felicidad”, escribiría Neruda. Estos dos testimonios resumen la actitud de la mayoría de sus contemporáneos respecto de Lorca.
Un Lorca que desde 1919 hasta 1928 pasaba los cursos en la Residencia de Estudiantes, de Madrid —ciudad que haría suya—, donde conocerá, entre otros, a Buñuel y a Salvador Dalí, y que llevaba con desgana sus estudios universitarios —en 1923 se licenciaría en Derecho por la Universidad de Granada—.
Dalí y antes Emilio Prados y después el escultor Emilio Aladrén se cuentan entre las atractivas amistades masculinas que cultiva. Varias estancias en Cadaqués, en casa de los Dalí, culminarían con el estreno en Barcelona de su drama histórico Mariana Pineda, con decorados del pintor, pieza modernista en la estela de los dramas de Eduardo Marquina, con la que Lorca trataría de pactar con su familia, deseosa de que el escritor adquiriera cierta estabilidad profesional. No era en modo alguno el teatro que le interesaba: de 1922 data la compleja y deliciosa farsa guiñolesca Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, y de 1925 son los Diálogos, de prosa lacónica y sentenciosa, que anuncia el impacto surrealista.
Pero fruto de su amistad es la “Oda a Salvador Dalí”, que contiene una vibrante descripción de la estética del cubismo y que ofrece a un Lorca que alaba, pero no sin limitaciones, al “imperfecto pintor adolescente”. Lorca actuaba como maestro de su joven amigo, como hacía con Luis Buñuel, quien años más tarde reconocería su inmensa deuda con el poeta, mucho más grande, venía a decir, de lo que pudiera expresar. Pero la jerarquía del trío se quebraría por disidencias estéticas: Dalí creía en el objetivismo; Lorca, más tradicional, no. El objetivismo de Dalí se fue tiñendo gradualmente del surrealismo que Buñuel le transmitía desde París, hasta el punto de pedir al pintor que se librara “de la nefasta influencia de García”, considerado ya como un putrefacto más. El resultado sería al final la ruptura estética; Poeta en Nueva York sería la respuesta poética de Lorca a estas intersecciones. Un Lorca que se reconoció en Un perro andaluz como irónico blanco de las diatribas de sus amigos.
Las relaciones del poeta con Dalí y Buñuel son sólo la punta del iceberg del enorme entramado de relaciones que generaba. Fue amigo de escritores, pero también de toreros, de políticos (Fernando de los Ríos), de artistas (la Argentinita), de miembros de la nobleza madrileña (la condesa de Yebes, el conde de Romanones), de diplomáticos (el representante de Chile Carlos Morla), de médicos ilustres (el doctor Marañón).
El ámbito de sus intereses desbordaba el estrictamente literario. Por eso, sus relaciones con los poetas de su grupo, el del 27 (en cuyos actos fundacionales había participado), tuvieron siempre algo de equívocas, no porque el poeta no creyera en sus grandes figuras (Cernuda y Guillén, sobre todo), sino porque él iba siempre más allá. Así, y el ejemplo es sintomático, se conservan, al parecer, de los años de la República imágenes del poeta con José Díaz, sin que eso signifique en absoluto su adhesión a la causa comunista; él era un liberal avanzado, de corte machadiano, exento de connotaciones partidistas. En este sentido, es visible la retracción en los últimos meses de su vida respecto de Pablo Neruda, que era una de sus grandes admiraciones poéticas, que se inclinaba ya al ámbito de un estalinismo que el poeta español no podía admitir.
Retomando el hilo cronológico de nuestra historia: mientras se tejía y destejía el tapiz de sus relaciones con Dalí y Buñuel, el poeta había ido componiendo su libro de Canciones, desgajado en parte del inconcluso de Suites, que muestra a un poeta variado, magistral en el dominio de las formas y versos breves, capaz de abordar, sin esfuerzo, los grandes enigmas de la vida y de la muerte, y al explorador memorable de la materia trágica andaluza; y había elaborado el que sería su primer gran éxito, el Primer romancero gitano, que vio la luz en 1928 el mismo año en que, junto a un grupo de intelectuales granadinos, funda la revista Gallo. El libro es, como lo definió el autor, un retablo de Andalucía, la Andalucía del sentimiento, centrada en torno a la figura de un gitano mítico, privilegiado depositario de muy antiguos saberes, en los antípodas de todo costumbrismo, donde los planos de la realidad se desdoblan y refractan hasta alcanzar lo ultrarreal y cósmico. Lírico y épico a un tiempo, romano, cristiano y mitológico, el viejo romance castellano adquiría nueva dimensión en las manos de un poeta excepcional, capaz de infundir grandeza épica al héroe vulgar (Antoñito el Camborio), de fundir lo popular y lo culto (“La casada infiel”), de urdir leyendas mágicas (“Romance de la luna, luna”) y de escribir romances misteriosos y ambiguos (“San Rafael”), todo ello servido por un repertorio de deslumbrantes y personales metáforas muy elaboradas, como es la norma de un poeta que conjuga la inspiración con el control intelectual de la palabra. Para el propio Lorca, se trataba de su primer libro absolutamente personal.
¿En qué consiste esa personalidad? En primer lugar, en la creación de un discurso de lo concreto: Lorca rechaza la abstracción; el poeta “piensa” el mundo desde una conciencia que cabría llamar sensorial. Todo está animado, personificado en esta poesía: la luna es una dama del novecientos que viste un blanco polisón y mueve sus brazos en el aire “lúbrico y puro”. Con las imágenes designa Lorca el resplandor lunar y el movimiento de sus rayos; pero lo que el lector percibe es, antes que nada, esa maléfica y seductora figura blanca, que acude a la fragua a raptar al niño gitano con su blancura femenina: “Sus senos de duro estaño”. Y lo rapta, bruja y mágica (“Romance de la luna, luna”), trascendiendo el universo gitano para cumplir su función mítica de psicopompa, conforme a las más antiguas intuiciones del pensamiento mítico. Es lo singular de Lorca: desde un orbe pequeñito el poeta sabe volar hasta lo universal arrastrando consigo muy antiguos fondos milenarios, que los antropólogos descubren fascinados. La obra lorquiana desborda de pensamiento mítico, de acumulada conciencia humana prehistórica. De ahí su traducibilidad: cortante como la de los grandes clásicos, esta lengua se diría destinada a extinguirse fuera de la sustancia matriz en que se engendra; pero no es así, y por eso, el más andaluz y español de los poetas del siglo XX puede ser también el más fácil de verter en cualquier lengua. Lorca concilia los contrarios: es popular y culto, transmisible y hermético, tradicional y vanguardista. Su discurso trasciende las ideologías, por más que se haga eco de ellas: el Lorca de Poeta en Nueva York se revela como un enemigo radical del capitalismo, pero no habla, en primer término, en nombre de Marx: es un profeta, empapado de Biblia, el que increpa a las muchedumbres alienadas y a los sodomitas que no conocen el amor, sino la lujuria.
Esta obra presenta además otra característica única, que obliga a pensar en Picasso: su condición proteica.
Él decía que el duende, al que él invocaba como fuerza suprema del aliento poético, “no se repite nunca”, “como no se repiten las formas del mar en la borrasca”. Del Lorca del Romancero al de Poeta media un amplio trecho; el autor de El público es también el creador de La casa de Bernarda Alba; el romancerista es uno de los fundadores del verso libre español; la delicada gracia andaluza de La zapatera prodigiosa cede el paso ante las furias trágicas, esquileanas, de Bodas de sangre (estrenada en el teatro Beatriz de Madrid en 1933). Y, sin embargo, la unidad de su dicción y su estilo se salva plenamente.
Poeta en Nueva York, que siguió al éxito del Romancero, demuestra todo esto de manera concluyente.
Bajo el impacto de una honda crisis personal, Lorca se trasladó a Nueva York, donde, en la órbita de una poética neorromántica, calificada por muchos de surrealista, dio salida a sus fantasmas íntimos, se enfrentó con el problema del tiempo y el principio de identidad, puso en tela de juicio la civilización capitalista y, con voz profética, denunció a los poderes religiosos (“Grito hacia Roma”) y reivindicó la legitimidad de toda forma de amor (“Oda a Walt Whitman”).
El resultado es Poeta en Nueva York, para muchos el mejor libro del autor y sin duda una de las cumbres de la lírica europea del siglo XX. En Nueva York y Cuba concibe el drama de todas las libertades, personales y estéticas, El público, que terminaría en España.
Era el teatro que quería escribir, y que había anunciado en Amor de don Perlimplín, la farsa que prohibió la dictadura de Primo de Rivera y que siguió en el tiempo a la cervantina y andaluza La zapatera prodigiosa, que sólo vería la luz con éxito discreto en diciembre de 1930.
Regresado a España, se impondría como dramaturgo pero con un teatro más convencional; así sus tragedias rurales pactan con el estereotipado drama rural marquiniano de pasiones femeninas, y su drama de costumbres, en verso y prosa, Doña Rosita la soltera, es de filiación chejoviana. Mientras tanto, su ambiciosa Así que pasen cinco años debía aguardar tiempos mejores, como El público, arrumbadas ambas piezas por la hegemonía del teatro comercial. Serán, con todo, las representaciones rioplatenses de 1933-1934 las que convertirán a Lorca en dramaturgo de éxito. El hombre de teatro encontró en la creación de un teatro universitario, La Barraca, subvencionado por el Gobierno de la República, con el apoyo de Giner de los Ríos, un espléndido laboratorio donde poner en práctica sus dotes escénicas. Se trataba de divulgar las obras de los grandes clásicos del Siglo de Oro, y a ese fin llevó a cabo versiones memorables, como las del auto sacramental La vida es sueño, El caballero de Olmedo y Fuente Ovejuna, entre otras obras. Los viajes por España le permitieron conocer más a fondo la realidad verbal y social de nuestros pueblos. La derecha intransigente no se lo perdonó y el poeta sufrió desde entonces una campaña hostil que no haría sino acentuarse con el tiempo.
Pero el poeta no descuida el verso: concluido el ciclo de Poeta, que revisa durante los años republicanos, y siempre fiel a su divisa de no repetirse, iniciaba el autor, bajo el estímulo de la publicación de los Poemas arabigoandaluces, de Emilio García Gómez, la redacción de un conjunto de composiciones más intimistas, centradas en el ámbito granadino y presididas por los temas nucleares del amor y la muerte, Diván del Tamarit, concluido a finales de 1934, donde su voz poética alcanza sobrecogedora densidad. En tanto, la cogida mortal sufrida por su amigo el torero Ignacio Sánchez Mejías —personalidad de notables cualidades intelectuales— le inspira en el otoño de ese año la impresionante elegía Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, el mejor poema del autor, y uno de los mejores de nuestra literatura, donde se conjugan sus cualidades andaluzas con la vastedad de sus versos neoyorquinos, la materia meridional y mítica con la percepción visionaria, ambas sirviendo a un poderoso canto sobre la muerte, el destino del hombre y la finalidad de la poesía.
El Llanto, el éxito americano de su teatro y la ruidosa polémica ocasionada por el estreno de Yerma, de raíz política (la actuación de Margarita Xirgú, amiga personal de Manuel Azaña, y la lectura sesgada de la obra) hicieron de Lorca uno de los autores españoles más conocidos, según acreditan además las traducciones del teatro y de la poesía, y las sucesivas ediciones, hasta siete en vida del poeta, del Romancero gitano.
A lo que había que agregar su éxito como conferenciante y la labor de audaz adaptación de los clásicos, a veces contestada, que llevaba a cabo con el teatro universitario La Barraca. En diciembre de 1935 se estrenaba en Barcelona Doña Rosita; mientras, el poeta trabajaba en un nuevo ciclo poético, el de sus Sonetos del amor oscuro, inspirados por sus relaciones con el secretario de La Barraca, Rafael Rodríguez Rapún.
El último año de su vida se vio jalonado por la creación de una de las obras maestras de su teatro, La casa de Bernarda Alba, formidable drama contra el autoritarismo, que puede parecer una prefiguración de la inminente Guerra Civil, y la edición de sus exquisitos Seis poemas galegos, impresos en los últimos días de 1935, casi postrero canto editorial, en un gallego seguramente traducido, de la lírica lorquiana. Mientras tanto, dos proyectos maduraban en su mesa de escritor: Los sueños de mi prima Aurelia y la Comedia sin título, que algunos llaman El sueño de la vida, y el autor acariciaba la composición de un poema épico, Adán, que versaría seguramente sobre el varón fecundo y el varón infecundo, tal como se perfila en el soneto del mismo título, escrito en Nueva York. La producción inédita o desconocida del poeta era en esos momentos considerable.
Regresado a Granada para celebrar su onomástica y la de su padre (18 de julio), el poeta fue detenido el 15 de agosto y asesinado dos o tres días después. Su conocido izquierdismo, que no se confundía con la militancia política, e inciertos factores locales determinaron la perpetración de la criminal fechoría, que causó un daño irreparable a nuestra cultura además de acabar con la vida de un inocente.
El trágico fin de Lorca, que se encontraba en el verano de 1936 en el cénit de su carrera, influyó mucho en la inicial difusión universal de su obra, pero el hecho incontrovertible es que esa difusión persiste setenta años después de la muerte del escritor y tiene, sin duda, su causa en la enorme calidad de esta escritura, que está henchida de sustancia mítica y desborda con mucho sus raíces germinales, para trascender las referencias espaciales y convertirse en portavoz de inquietudes universales.
Obras de ~: Impresiones y paisajes, Granada, Imprenta Paulino Ventura, 1918; Libro de poemas, Madrid, Imprenta Maroto, 1921; Canciones, Málaga, Litoral 1927; Primer romancero gitano (1924-1927), Madrid, Revista de Occidente, 1928; Oda a Walt Whitman, México, Alcancía, 1933; Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Madrid, Ediciones del Árbol, 1935; Seis poemas galegos, Santiago de Compostela, Nós, 1935; Primeras canciones, Madrid, Héroe, 1936; Bodas de sangre, Madrid, Cruz y Raya, 1936; Obras completas, ed. de G. de Torre, Buenos Aires, Editorial Losada, 1938-1946, 8 vols.; Poeta en Nueva York, México, Séneca, 1940; Diván del Tamarit, Nueva York, Revista Hispánica Moderna, 1940; La casa de Bernarda Alba, Buenos Aires, Losada, 1945; Obras completas, ed. A. del Hoyo, pról. de J. Guillén y epíl. de V. Aleixandre, Madrid, Aguilar, 1954 (reed. hasta 1986); Autógrafos I (Facsímil de 87 poemas y 3 prosas), ed. de R. Martínez Nadal, Oxford, The Doplhin Book, 1975; Autógrafos II (ed. facs. de El público), ed. de R. Martínez Nadal, The Dolphin Book, 1976; y Autógrafos III (ed. facs. de Así que pasen cinco años), ed. de R. Martínez Nadal, Oxford, The Dolphin Book, 1978; El público y Comedia sin título, ed. de M. Laffranque y R. Martínez Nadal, Barcelona, Seix Barral, 1978; Viaje a la luna (Guión cinematográfico), ed. de M. Laffranque, Loubressac, Braad Editions, 1980; Obras, ed. de M. Hernández, Madrid, Alianza, 1980 en adelante; Obras, ed. de Miguel García-Posada, Madrid, Akal, 1980-1993, 6 vols.; Poeta en Nueva York. Tierra y Luna, ed. de E. Martín, Barcelona, Ariel, 1981; Suites, ed. de A. Belamich, Ariel, Barcelona,1983; Oda y burla de Sesostris y Sardanápalo, ed. M. García-Posada, Ferrol, Esquío, 1985; Dibujos, ed. de M. Hernández, Madrid, Ministerio de Cultura, 1986; Teatro inconcluso, ed. de M. Laffranque, Granada, Diputación, 1987; Romancero gitano [ed. facs.], Madrid, Iberia, 1988; Libro de los dibujos de Federico García Lorca, ed. de M. Hernández, Madrid, Tabapress, 1990; Poeta en Nueva York y otras hojas y poemas, ed. de M. Hernández, Madrid, Tabapress, 1992; R. D. Tinnell, Federico García Lorca y la música, Madrid, Fundación March, 1993; Poesía inédita de juventud, ed. de C. de Paepe, Madrid, Cátedra, 1994; Prosa inédita de juventud, ed. de C. Maurer, Madrid, Cátedra, 1994; Teatro inédito de juventud, ed. de A. Soria Olmedo, Madrid, Cátedra, 1994; Obras completas, ed. de M. García-Posada, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1996-1997, 4 vols.; Epistolario completo, ed. de C. Maurer y A. Anderson, Madrid, Cátedra, 1997.
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Miguel García-Posada