Albéniz y Pascual, Isaac Manuel. Camprodón (Gerona), 29.V.1860 – Cambo-les-Bains (Francia), 18.V.1909. Compositor, pianista, pedagogo, director de orquesta, músico de cámara y empresario.
Cuando el niño Isaac apenas cuenta un año, sus padres (Ángel Albéniz, oriundo de Vitoria, y Dolores Pascual, de Figueras) abandonan su circunstancial residencia en el pintoresco pueblecito gerundense, trasladándose la familia a Barcelona, obligados por la condición de funcionario de Aduanas del progenitor.
En la Ciudad Condal, se instalan en un piso cercano a Capitanía General, desde cuyos balcones el pequeño se siente atraído por el relevo de una guardia militar, sorprendiendo muy pronto a su hermana mayor, Clementina, con un innato sentido del ritmo, al llevar con asombrosa exactitud el compás de los sones de aquella banda. Será la incipiente pianista fraterna quien le enseñará sus primeros balbuceos ante el teclado, y es tan rápido el aprendizaje que, ya a los cuatro años de edad, podrá presentarse ante el público en el teatro Romea, con un programa ciertamente difícil —sobre todo, si se piensa en la precocidad del “concertista”— obteniendo un éxito tal, que llega hasta suscitar la sospecha de tratarse de una superchería o truco, haciendo suponer que podría ser otro el pianista que, entre bastidores, le doblara [...] El relato, auténticamente novelesco, será un punto de partida, que ya no cesará de llevarnos de sorpresa en sorpresa, todo a lo largo de la vida de Isaac Albéniz.
Después de Clementina, corresponderá a Narciso Oliveras la primicia de una incipiente formación musical del ya niño-prodigio, al que su padre obliga a trabajar todo el día su piano, aunque descuide incluso aprender a leer y escribir [...] En unión de su madre y de su hermana, llega a París a los seis años de edad y, durante unos meses, trabajará con el reputado pianista, compositor y eminente pedagogo Antoine- François Marmontel. Isaac Albéniz desea entonces ingresar en aquel famoso conservatorio y, después de haber realizado unos brillantes ejercicios a tal fin, surge la famosa desventura de que, jugando con una pelota, ésta rebotara contra un cristal haciéndolo añicos, por lo que el Jurado cerró el paso al jovencísimo alumno, estimándolo como merecedor de un aplazamiento de dos años, con desconsideración evidentísima de sus demostrados merecimientos. Tal suceso les obliga a regresar a Barcelona.
Continuará allí de alguna manera sus estudios, pero, cesante su padre, se verá obligado a realizar con su hermana Clementina varias giras de conciertos por el norte de España, con gran resultado artístico y económico. Los cronistas de aquel tiempo cuentan del asombro que causaba la facilidad de improvisación del niño Albéniz, algo que iría definiendo con el paso del tiempo una personalidad acusada: la creación sobre temas dados o también “a la manera de” (muy en boga en aquellos tiempos), es decir, a guisa de retratos que recordaran al oyente el estilo del compositor que fuere. La situación de su padre, no sólo económica sino política, obliga a la familia a trasladarse a Madrid, en cuyo conservatorio, contando “ya” ocho años de edad, estudia el joven pianista con el maestro Manuel Mendizábal, catedrático de tal disciplina en el citado centro pedagógico de la capital de España.
Aquí llegados, todos los comentaristas coinciden en atribuir a la frecuente lectura de Julio Verne —y no menos a su inquietud aventurera—, la decisión de Isaac de abandonar el hogar paterno y tomar el primer tren que sale de Madrid, sin billete, rumbo a [...] el cercano El Escorial, donde ofrece unas audiciones de resultado sensacional. Aconsejado por el alcalde escurialense —casual compañero de la primera escapada, por viajar en el mismo departamento—, decide el regreso a Madrid; pero al llegar a Villalba, toma otro tren en sentido contrario, yéndose a tocar a Ávila, Zamora, Salamanca, Peñaranda de Bracamonte y Toro. Entre esta ciudad y Zamora, la diligencia en la que viaja es asaltada por unos bandoleros y, aunque deseando volver a su hogar madrileño, ante el hecho de tener que hacerlo sin un céntimo (los bandidos le habían robado todos sus ahorros), decide continuar su vida de conciertos por las más importantes ciudades de Galicia, Castilla, León, Logroño, Zaragoza, Valencia y Barcelona, ciudad esta última en la que la crítica lo elogia de manera extraordinaria, en particular por su actuación en la Sala de la Casa de pianos Bernareggi.
El suicidio de su hermana Blanca, en El Retiro, es el terrible suceso que obliga a Isaac al inmediato retorno a Madrid. Cuenta unos diez años [...].
Profesor del Conservatorio de Madrid (en un tiempo condiscípulo de Albéniz, por haberlo sido también de Mendizábal y Marmontel, estudiante destacado en París y Bruselas), Eduardo Compta le acoge en su cátedra durante unos cuantos meses. Su demostrado espíritu inquieto y su avidez viajera le mueven a marcharse de nuevo, esta vez a Andalucía, donde prosigue una serie de triunfales actuaciones.
Encontrándose en Cádiz, comoquiera que su gobernador, ante la reclamación paterna, le amenazara con su detención para devolverle a la casa de sus progenitores, no se sabe si atemorizado o, más aún, porque sus afanes de aventura crecieran más todavía, toma como polizón el vapor España, con rumbo a Puerto Rico [...]. Ya en el barco, al ser descubierto sin pasaje, ha de tocar e improvisar, recogiendo entre sus compañeros de viaje el importe que le permita abonar en parte su billete. Cuando pisa tierras americanas, Isaac, lleno ya de éxitos y conocido de los más diversos públicos de España —le llamaban el “niño Albéniz” o el “pequeño Mozart”, y solía tocar vestido de una suerte de paje o mosquetero, con la espada al cinto—, tan sólo cuenta doce años de edad [...]; algo realmente prodigioso.
Los comienzos al otro lado del Atlántico fueron muy duros, viéndose obligado a dormir al aire libre, comiendo mal, hasta llegar a poder realizar nuevos conciertos en ciudades de la Argentina, Uruguay, Brasil y Cuba. Al año siguiente, esto es, 1873, por orden de su padre —a la sazón interventor general de aquella Aduana—, le detiene la policía en Santiago, al finalizar uno de sus triunfales conciertos. Ángel Albéniz, al fin, reconociéndole como un hombre —¡a los trece años de edad tan sólo!—, con medios suficientes para defenderse y una vida profesional por delante, le perdona y le permite irse, hacia los Estados Unidos esta vez.
Entre algunas otras ciudades más, San Francisco o Nueva York le aclaman en sus actuaciones, sí, pero también por ciertas exhibiciones extramusicales, tales como las de tocar con el teclado cubierto por un paño o, incomprensiblemente, vuelto de espaldas, con las manos forzadas en pura lógica: algo verdaderamente asombroso, alucinante y, en cualquier caso, exponente del portentoso dominio que, sea como fuere, va alcanzando una técnica que se va haciendo por sí misma, merced a las condiciones innatas del que no cabe calificar más que como un genio del teclado.
De maletero en aquellos puertos norteamericanos, pasando por las anteriores demostraciones circenses, llegará al triunfo en el recital. Con el dinero obtenido así, decide el regreso a Europa. Toca entonces, primero en Liverpool y en Londres, luego en Leipzig [...]. Es el año de 1874 y, en consecuencia, Isaac Albéniz, que “ya” tiene catorce años de existencia —en un alarde de intensidad vital—, parece darse cuenta de que su técnica ha de perfeccionarse seriamente. Entonces, de la citada ciudad alemana, estudia en el conservatorio con Carl Reinecke y Salomon Jadassohn, y no tan sólo Piano, sino a la vez Composición.
Cuando ve agotados sus ahorros americanos —que únicamente le permitirán vivir en Leipzig por espacio de nueve meses—, se ve obligado a regresar a España.
De nuevo en Madrid (1875), se hace introducir cerca del conde de Morphy, secretario del rey Alfonso XII, compositor y musicólogo, formado con Gevaert, director del conservatorio de Música de Bruselas. El que había descubierto a Bretón, se torna de inmediato en protector de Isaac Albéniz; consigue una pensión real y, con una carta de presentación ante su maestro, envía a la capital belga a nuestro músico que, con quince años, es el alumno más joven, por supuesto, del importante centro pedagógico musical de la capital de Bélgica con proyección europea. Es éste el momento de duro trabajo de Isaac Albéniz —indudablemente que su primer gran paso dentro de una deseada seria formación artística— como discípulo, pronto el más destacado del conservatorio bruselense, donde recibe las enseñanzas de los profesores Rummel, Louis Brassin y Auguste Dupont, tanto en Piano como en Composición.
No se habían aquietado sus ansias viajeras y su azarosa vida. En los tres años de residencia en Bruselas, viajará a los Estados Unidas como pianista acompañante y su alborotada existencia hará intervenir al embajador español, Merry del Val, cuyo hijo Rafael subiría a los altares y recibió las enseñanzas de su compatriota; sabe sobreponerse al suicidio de un gran amigo, condiscípulo y organista y, reaccionando con valentía, se pone de nuevo a trabajar y, en unos pocos meses de tenacidad, obtiene por unanimidad el Premio Extraordinario de aquel conservatorio. Durante su estancia en Bruselas, traba amistad fraterna con otro excelente músico español, el que sería extraordinario violinista y director de orquesta, Enrique Fernández Arbós, con quien realizará repetidas giras de conciertos en dúo, aclamados por la crítica y los públicos.
“Cansado ya de esta vida sedentaria”, según comentario de uno de sus biógrafos, Albéniz, con sus flamantes veinte años de edad, decide trasladarse a Budapest para estudiar con Franz Liszt. Equivocadamente, Albéniz no se hizo un autodidacta, como no pocos lo han proclamado; sus ansias de seria formación musical se van demostrando con las recibidas aquí o allí, de la más seria manera y, por encima de sus fantásticas dotes, se forma una personalidad sobre muy sólidos cimientos. Volviendo a su intención de seguir por tal camino, él mismo dejó escritas en unas Impresiones de viaje (a Praga, Budapest y Viena) que comprenden un relato referido a este viaje para trabajar con Liszt, incluidas sus dudas de seguir al glorioso músico húngaro, luego de sus trabajos en Budapest durante un par de lecciones, en las que hablaron del piano, por supuesto, pero también de la composición, de la religión, de la familia, la vida, etc. Esto ocurriría a mediados de agosto de 1880 y, hacia finales del mismo año, es cuando Albéniz se decide a ingresar en el convento benedictino de Salamanca [...], pasajera decisión en la que bien pudo influir el entonces abate Liszt. A partir de aquel suceso, lo cierto es que Albéniz se entregaría de lleno a la composición, vencedora de sus dudas ante la senda a seguir en su futuro.
Luego de aquellos cortos días pasados en Budapest seguiría, según parece, al maestro en sus viajes por Alemania e Italia, importando mucho más que el número de “lecciones” recibidas lo que su inteligencia pudo extraer de unas simples conversaciones, gracias a la excepcional captación de nuestro músico.
No abandona su carrera como concertista, en España y el extranjero, y cosechó éxitos enormes, pudiendo considerar que el cénit de su vida profesional se sitúa en los comienzos de la década de 1880. En sus programas incluye los nombres de Scarlatti, Chopin —sus músicos preferidos—, Schumann o Liszt, pero no deja jamás de incluir sus propias obras, brillando, a la vez que como coloso del teclado, como compositor de extraordinario atractivo también. Fracasa como empresario y director de una compañía de zarzuela que, como resultado de sus viajes por algunas ciudades españolas, le causa tal déficit, que sólo podrá enjugarlo volviendo a celebrar recital tras recital.
Y es por aquellos años (1882), cuando Albéniz conocerá a Felipe Pedrell, cuyo credo nacionalista adoptará como suyo.
En 1883, Isaac Albéniz se casa con Rosina Jordana —algo más joven que él, de familia catalana acomodada, discípula suya durante algún tiempo— y su influjo será tal como para que, a partir de entonces, el músico cambie por completo su trayectoria bohemia y desordenada, tornándose en persona entregada por entero a su arte. Da lecciones y su vida de concertista continuará, aunque poco a poco vaya sustituyéndola por la de compositor; acepta un magnífico contrato para tocar en el Café Colón de Barcelona, donde reside, lo que le concede una enorme popularidad. Del matrimonio Albéniz Jordana nacieron tres hijos: Alfonso (1885), Enriqueta (1889) y Laura (1890), esta última, pintora de calidad reconocida, “esperanza y alegría de su padre”, de quien llegó a ser secretaria, poniendo al servicio del gran músico sus dotes políglotas y una gran inteligencia, extendida hasta el póstumo comentario sobre la vida y la obra del amado autor de sus días.
Casado y todavía viviendo en Barcelona, para acrecentar sus recursos económicos, decidió jugar a la Bolsa [...]. El resultado fue catastrófico, enjugándolo con los cachés de sus conciertos por España, Francia, Bélgica, Inglaterra, Alemania, Austria, en recitales o en colaboración con su excelente amigo de siempre, el violinista Arbós, “en la plenitud de su talento” entonces.
Los alemanes, muy significativamente, le enjuician como pianista de muy altos merecimientos y aceptan sus obras como “agradables, graciosas y bonitamente trabajadas”; Miguel Moya las encuentra “de acentuado carácter andaluz, poseyendo todo el color y la misteriosa poesía de esta tierra privilegiada, donde las rosas y las mujeres se hermanan más bellas que en cualquier otra parte del mundo”. Merece ser distinguido como “el Rubinstein” o “el Liszt español”.
Actúa para los públicos internacionales de las Exposiciones Universales de Barcelona (1868) y de París (1889), donde será elogiado, de modo especial, un programa enteramente formado por obras suyas.
Su esposa le decidirá a instalarse en París (1893), pudiendo decirse que, por aquel entonces, finaliza su carrera de concertista para dedicarse de lleno a la composición. Conoce y trata a los grandes maestros franceses, a Fauré, Debussy, Paul Dukas, etc., quienes con el ejemplo de sus obras, más que con unos directos consejos, no dejarán de influir, en cierto modo, en cuanto escriba en lo sucesivo Albéniz. Ocasionalmente, en 1896, es profesor de la Schola Cantorum.
Mantiene sus relaciones con la capital inglesa —Francis Money-Coutts, banquero y escritor, le otorgará una pensión anual, con la obligación de musicar sus textos poéticos— y se halla en la mejor época de su vida creativo-musical. Su simpática figura —cierto paralelismo con Liszt no escapa a los comentaristas—, su talla humana, su poderosa inteligencia y enorme fuerza vital, le granjean un sinnúmero de amistades devotas. La bondad es rasgo común en su parecido lisztiano, y bastará detenerse en la ayuda, generosa y secreta, brindada por Albéniz a Chausson y a Turina publicando algunas de sus obras a costa de su propio peculio, y Falla no dejó de reconocerlo así cuando la ocasión se presenta. Con palabras de Marliave, fue “el más bello carácter humano y de artista que haya producido el siglo XIX”. Humilde hasta lo increíble, decía a los suyos, ante una estimación general de sus propias primeras obras: “sé que solamente hice pequeñas tonterías [...]”.
Pero su nombre como compositor va destacándose, y no sólo por sus pentagramas para piano, sino también con sus obras dramáticas, para lo cual se entrega con ardor a conocer mejor los recursos de la orquesta.
Ya quebrantada su salud, cansado, busca reposo en Niza (1906), donde comienza a escribir definitivamente su genial Suite Iberia iniciada poco antes en París, cuyos doce números completará en poco más de un par de años, aunque proyectara una mayor extensión.
Su espíritu formidable todavía le llevará a presentarse en la capital belga para dar a conocer dos de los fragmentos, que acaban de salir de su pluma [...]. Mal diagnosticada una enfermedad contraída en 1898, en Londres —mal de Bright, albúmina, corazón, nefritis y, al final, uremia—, los médicos más famosos de París le desahucian [...]. Diariamente, le visitaban allí sus amigos, Paul Dukas el primero; Marguerite Long de Marliave iba a hacerle escuchar muchas de sus obras [...]. Experimentada una ligera mejoría, los doctores aconsejan trasladarle al campo y, así, el 1 de abril de 1909, llega a Cambo-les-Bains, en los Pirineos franceses, muy cerca de su “morena”, de su amada España, donde alquilan un chalet por el que pasan a saludarle el famoso trío Thibaud-Cortot- Casals, Granados, Zuloaga, entre otras ilustres personalidades.
En su lecho de enfermo recibió la noticia de que el Gobierno Francés, le concedía la Legión de Honor, a propuesta de Fauré, Debussy, Dukas d’Indy y Lalo.
Rodeado de los suyos —entre los médicos que le asisten se halla su sobrino, Víctor Ruiz Albéniz, hijo de su hermana y primera mentora en el piano, Clementina, conocido periodista y crítico musical madrileño en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil (1936-1939)—, fallece Isaac Albéniz, sin llegar a alcanzar el medio siglo de vida, pronunciando en su postrer suspiro el nombre de su esposa amada [...]. Laura, su hija tan querida, cuenta el fatal desenlace con párrafos de encendido lirismo, en los que no falta la imagen del abrirse las rosas que, profusamente, crecían alrededor de la casa, en el momento supremo, al caer la tarde [...]. La noticia la recogen los periódicos de todo el mundo. Sus restos son inhumados en Cambo y, posteriormente, trasladados al cementerio de Barcelona, tras una ceremonia solemne en la que canta el Orfeó Catalá [...]. Quedan sin finalizar dos partituras para piano (Navarra y Azulejos), así como el proyecto de una comedia lírica (Rinconete y Cortadillo) sobre la obra cervantina del mismo nombre, que había prometido a su excelente amigo y maestro, Paul Dukas.
Hasta aquí la noticia biográfica, muy apretada, sobre Isaac Albéniz. Se pretende en las inmediatas líneas, asimismo breves, una referencia a su obra: quedará dividida en tres épocas, la primera, con auténtico sabor romántico, muy “de salón”, algo que se puede observar en los más señeros compositores españoles de su época; siempre utilizando un piano de excelente factura, cuyos títulos se citan por cuanto pueden decirnos o coadyuvar a la información de su carácter: Amalia (Mazurka de salón); Angustia (Romanza sin palabras); Champagne (Carte blanche), Wals; Deseo (Estudio de concierto); Estudio-Impromptu; Seis Mazurkas de salón (Isabel, Casilda, Aurora, Sofía, Christa, María); Tercer Minuetto; On the water (Barcarole); El otoño (Vals); Pavana-Capriicho; Pavana (muy fácil, para manos pequeñas); 12 Piezas características (Gavotte, Minuetto a Sylvia, Barcarola, Plegaria, Conchita/ Polea, Pilar/Vals, Zambra, Pavana, Polo mesa, Mazurka, Staccato/Capricho, Torre Bermeja/Serenata); Rapsoda cubana; Recuerdos (Mazurka); Ricordatti (Mazurka de salón); Serenata árabe; Tres Suites Anciennes; las mutiladas Siete Sonatas; Seis pequeños Walses (Leggiero, Melancolico, Ben ritmado, Allegretto, Con brío e ritmo, Allegro molto); y pocas más las páginas a añadir dentro de este apartado de detenida relación, por el escaso conocimiento de unas obritas, todo lo pequeñas que se desee, todo lo impersonales que resulte, pero con su inherente valor de una temática recomendable en alto modo en una utilización pedagógica.
En la segunda época o manera albeniziana, aquí limitada solamente al piano, se haría interminable la cita de los frutos destinados a la canción, el teatro, la música de cámara, la orquesta [...]. Baste con citar obras tan divulgadas como queridas; así la Suite española: Granada (Serenata), Cataluña (Corranda), Sevilla (Sevillanas), Cádiz (Canción), Asturias (Leyenda), Aragón (Fantasía), Castilla (Seguidillas), Cuba (Capricho); la 2.ª Suite española, casi desconocida, en sus dos únicos números: Zaragoza (Capricho) y Sevilla (Capricho); Barcarola; Cantos de España (Preludio, Oriental, Bajo el palmeral, Córdoba y Seguidillas); Fiesta de aldea; Rapsodia española (para piano y orquesta); Recuerdos de viaje (En el mar, Leyenda, Alborada, En la Alhambra, Puerta de tierra, Rumores de la Caleta, En la playa); y Zortzico (Arbole- Pian).
Hay que señalar ahora dos extremos importantes a la hora de conocer la obra —que no es tan sólo pianística, ya que, como se ha apuntado, es tan firme en otros géneros cultivados por Isaac Albéniz—.
Primero, recomendar al estudioso la confusión que puede haber en los títulos, cambiados muchas veces por exigencias de los editores, otras simplemente, porredundantes y hasta confusos. El segundo de los extremos es, que es esta segunda manera la que, sin dejar de resultar romántica, se nutre ya del credo nacionalista propugnado por Pedrell, y de ello sus aromas populares españoles. Y será ésta, con su piano tan perfecto, la que concederá la fama internacional a un compositor que, además, era un concertista aplaudido por todos en sus constantes giras de concierto, en los que tenía la sana costumbre de incluir sus propias partituras. Esta segunda manera albeniziana, ha de tenerse muy en cuenta, es la que le otorga renombre mundial, antes de la tercera, que será por tantos aspectos, la más gloriosa.
Son pocos, relativamente, los ejemplos que integran esta última actitud compositiva de Isaac Albéniz: además de las inconclusas Navarra y Azulejos compuso La Vega, limitándose al piano, y la curiosísima Yvonne en visite (La Révérence! y Joyeuse rencontre, et quelques pénibles événements!!), que es página que responde a un encargo que recibe, ya muy enfermo, en París en 1908. Así que se llega a la famosa Suite Iberia con sus cuatro cuadernos (Primero: Evocación, El Puerto, Corpus-Christi en Sevilla. Segundo cuaderno: Rondeña, Almería, Triana. Tercer cuaderno: El Albaicín, El Polo, Lavapiés. Y cuarto cuaderno: Málaga, Jerez, Eritaña). Que estos doce números geniales despierten en el mundo su volcado interés, en la altura que lo habían hecho las cabezas de la composición limitándonos siempre al piano, ha de entenderse comprendiendo La Vega, Navarra y Azulejos que, además, son una señal inequívoca de que Albéniz, si su salud se lo hubiera permitido, seguiría por esta senda, estética y técnicamente, con la incorporación a la Suite hermosísima de un mayor número de composiciones —él se refirió a una “Albufera” valenciana—, que habrían de romper el molde andalucista, atendiendo mejor a la Iberia ceñida a su amada Andalucía, ya que Lavapiés mira a un Madrid envuelto en ritmos y giros netamente andalucistas.
Unos cuantos críticos han ahondado en muy diversos aspectos del colosal piano albeniziano; es tan profundo su estudio, que siempre será poco el estudio de sus infinitos aspectos. Ahora, se va haciendo no poco para conocer sus lieder y su teatro, de tal manera que ya no son desconocidos, además de Pepita Jiménez, Henry Clifford y Merlin, ésta dentro del proyectado tríptico que en unión de Lancelot y Ginevra (o Genoveva), formarían El Rey Arturo; su zarzuela San Antonio de la Florida, se ha podido aplaudir en fechas recientes aún; y su sinfonismo, centrado en su Catalonia o en muy contadas transcripciones, no solamente suyas, sino realizadas por insignes músicos, tales como Arbós, Suriñach o, la más reciente, del malogrado Guerrero, admirable en su estreno del Festival de Granada 2004. No se olvidan otras transcripciones albenizianas, así las debidas a Esplá, Frühbeck, entre algunos más.
Obras de ~: Amalia (Mazurka de salón); Angustia (Romanza sin palabras); Champagne (Carte blanche), Wals; Deseo (Estudio de concierto); Estudio-Impromptu; Seis Mazurkas de salón (Isabel, Casilda, Aurora, Sofía, Christa, María); Tercer Minuetto; On the water (Barcarole); El otoño (Vals); Pavana- Capricho; Pavana (muy fácil, para manos pequeñas); 12 Piezas características (Gavotte, Minuetto a Sylvia, Barcarola, Plegaria, Conchita/Polea, Pilar/Vals, Zambra, Pavana, Polo mesa, Mazurka, Staccato/Capricho, Torre Bermeja/Serenata); Rapsodia cubana, op. 66, 1886; Recuerdos (Mazurka); Ricordatti (Mazurka de salón); Serenata árabe; Tres Suites Anciennes; las mutiladas Siete Sonatas; Seis pequeños Walses (Leggiero, Melancolico, Ben ritmado, Allegretto, Con brío e ritmo, Allegro molto); Suite española: Granada (serenata), Cataluña (corranda), Sevilla (sevillanas), Cádiz (canción), Asturias (leyenda), Aragón (fantasía), Castilla (seguidillas), Cuba (capricho); la 2.ª Suite española, casi desconocida, en sus dos únicos números: Zaragoza (capricho) y Sevilla (capricho); Barcarola; Cantos de España (Preludio, Oriental, Bajo el palmeral, Córdoba y Seguidillas); Fiesta de aldea; Rapsodia española (para piano y orquesta); Recuerdos de viaje (En el mar, Leyenda, Alborada, En la Alhambra, Puerta de tierra, Rumores de la Caleta, En la playa); y Zortzico (Arbole-Pian); Navarra y Azulejos; La Vega (piano); Yvonne en visite (La Révérence! y Joyeuse rencontre, et quelques pénibles événements!!) (1908); Suite Iberia con sus cuatro cuadernos (Primero: Evocación, El Puerto, Corpus-Christi en Sevilla. Segundo cuaderno: Rondeña, Almería, Triana. Tercer cuaderno: El Albaicín, El Polo, Lavapiés. Y cuarto cuaderno: Málaga, Jerez, Eritaña); teatro Pepita Jiménez, Henry Clifford (1880) y Merlin, [dentro del proyectado tríptico que en unión de Lancelot y Ginevra (o Genoveva), formarían El Rey Arturo]; Catalonia (1889); San Antonio de la Florida (zarzuela) (1894).
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Antonio Iglesias