Prados Such, Emilio. Málaga, 4.III.1899 – Ciudad de México (México), 24.IV.1962. Poeta de la llamada generación del 27, fundador (con Manuel Altolaguirre) de la revista malagueña Litoral.
Tuvo una niñez económicamente holgada (su padre, que había trabajado de adolescente en las minas de Río Tinto y fue carpintero, era dueño de una importante mueblería), pero enfermiza: repetidas pesadillas nocturnas, vómitos de sangre, el mal pulmonar del que moriría a los sesenta y tres años... Debido a ello, pasó temporadas largas en los montes de Málaga acompañado de su madre, donde se acentuó su pasión por la naturaleza, revelada antes frente al mar, agudizándose con ello el peculiar retraimiento que siempre le caracterizaría. Pero, según recordaba Vicente Aleixandre, amigo suyo desde de la niñez, “Emilio” era también “un niño alegre y bullicioso”, y muy amigo de sus compañeros. Una de las tantas contradicciones aparentes que marcaron toda su vida y, en gran medida, su poesía.
En 1915 fue enviado a estudiar a Madrid en lo que, a diferencia de la Residencia de Estudiantes, llamaban entonces la Pequeña Residencia, donde se inició en la Filosofía estudiando a Platón con García Morente; donde fue ampliando sus lecturas de poesía (clásicos españoles, Mallarmé, Valery...) y donde conoció a Juan Ramón Jiménez, quien influyó en él tanto como en los más de sus contemporáneos. En 1918 se matriculó en la Universidad Central con la intención de estudiar Ciencias Naturales, pasando a vivir en la Residencia de Estudiantes propiamente dicha, donde convivió con Federico García Lorca (a quien le unió siempre una gran amistad) y otros de aquella brillante pléyade del 27 (Buñuel, Alberti, Dalí...), así como con algunos de los mayores que vivían en la Residencia (Juan Ramón Jiménez, José Moreno Villa...).
De esta época datan sus primeros poemas, aunque sus primeras publicaciones serían resultado de la poesía escrita entre 1923 y 1925.
Cayó una vez más enfermo del pecho en 1919 y tuvo que retirarse de nuevo a los montes de Málaga.
Volvió a la Residencia en 1920, pero al poco tiempo tuvo una recaída y el diagnóstico fue esta vez definitivo: le quedaban seis meses de vida. Acompañado de su hermano Miguel, fue internado en el sanatorio de Davos Platz (Suiza), famoso por Thomas Mann en La montaña mágica. Prados pasó allí cerca de un año a orillas de la muerte, contemplando la naturaleza, ayudando a más de uno de los otros internos a bien morir, y entrando de vez en cuando en los juegos morbosos con que los pacientes se distraían de la agonía. Así, en aquel año fundamental de su vida, fue intensa y continua la meditatio mortis. Y escribió furiosamente, entre otras cosas, un Diario que, incompleto, quedaría inédito hasta después de su muerte. Cuando le anunciaron por fin su curación, Prados sabía ya, sin dudas, lo que iba a ser: había nacido el poeta de la intimidad con la muerte. Voluntad decisiva que se fortalecería cuando al salir de Davos, acompañado de nuevo por su hermano Miguel, visitó París por primera vez.
París era entonces el centro de la actividad artística y literaria de Occidente, mundo de las vanguardias; la ciudad en la que Apollinaire, muerto a finales de la Primera Guerra Mundial, era ya figura mítica, en cuanto poeta y en cuanto teórico del cubismo; faltaba muy poco para que André Breton declarara en su primer Manifiesto surrealista que “lo maravilloso es siempre hermoso [...] sólo lo maravilloso es hermoso”, y Reverdy hablaba del “delirio con dedos de cristal” que tenía poseídos a Max Jacob, a Braque, o a Blaise Cendrars, en tanto que el chileno Vicente Huidobro, quien influiría en varios de los del 27, proponía, en contra de la tradición clásica, que el arte no es “imitación” de nada, sino que es siempre “creación”.
Era el París en que ya reinaba Picasso, con quien sus paisanos Emilio y Miguel Prados pasaron una tarde, para Emilio Prados memorable, en el café de “La Rotonde”.
En aquel ambiente, salvado ya de la muerte, se le reveló a Prados la otra cara de la actividad artística: la de la alegría, la de la aventura compartida que permite creer que, frente a la muerte, el arte importa más allá de toda personal dolencia. Así, cuando volvió a su Málaga se encontraba ya dispuesto para entender la lección vanguardista que —entre otros— había iniciado Ramón Gómez de la Serna en España.
Pero frente al mar, que siempre le había llevado a místicas —o, tal vez, más bien panteístas— contemplaciones, y reviviendo a la vez su amor por la naturaleza de la Málaga interior, dedicó su tiempo a la contemplación y a lecturas muy poco, o nada, vanguardistas: de nuevo Platón, pero esta vez junto a san Juan, Freud, los Evangelios, y una biografía de san Francisco. Todo lo cual le llevó a la soledad y, entre otras cosas fundamentales de su vida, a la ruptura con Blanca Nagel, joven de la alta sociedad malagueña de quien vivía enamorado y sobre quien había escrito no pocas páginas del Diario de Davos Platz. Desesperado y solitario, decidió entonces abandonar Málaga y España.
Con el pretexto esta vez de estudiar Filosofía en serio, salió a fines de 1921 para Friburgo, donde aprendió el suficiente alemán como para leer a medias páginas de los románticos idealistas Novalis y Hölderlin, quienes, ya en su exilio de México, serían dos de sus poetas-pensadores predilectos.
Pero en 1921-1922 la vida alemana no giraba sobre el eje Novalis-Hölderlin. Predominaban los conflictos sociales y políticos, la revolución bolchevique influía en toda Europa, y Emilio Prados fue por primera vez testigo de la violenta lucha de clases que marcaría las décadas de 1920 y 1930, desembocando en la Guerra Civil Española. Naturaleza —mar y campo—, subjetivismo personal, poesía romántica idealista, vanguardismo estético, voluntad de cambio social revolucionario: tan diversas —y, tal vez, contradictorias— tendencias empezaban ya a marcar la vida del poeta malagueño y, pronto, su obra.
A su vuelta a España pasó brevemente por Madrid y, ya en Málaga, conoció en 1923 a Manolo Altolaguirre, con quien fundó la imprenta Sur y, casi enseguida, la revista y editorial Litoral, donde se publicaron no sólo los primeros libros de los dos, sino fundamentales libros de sus contemporáneos Alberti, Cernuda, Aleixandre, García Lorca y Moreno Villa, así como textos de Guillén, Salinas y Bergamín y algún dibujo de Picasso. Así, durante unos tres o cuatro años, Prados vivió y trabajó en el mismísimo centro de los quehaceres de su generación, aunque su tendencia a la contemplación y a la soledad (de donde nació el asombroso libro-poema El misterio del agua, escrito en 1926-1927, pero inédito hasta después de su muerte) le creó ya entonces la fama de solitario e, incluso, de marginal. Porque es que, a veces, Prados “desaparecía” para pasar días enteros con los pescadores de El Palo y sus familias, para fundar con los obreros de Litoral el Sindicato de Artes Gráficas de Málaga, o solitario, para lanzarse a nadar en la mar que le fascinaba. “Estático y secreto [...] entre dos luces [...] imantado”, dijo de él Juan Ramón Jiménez después de una visita a Málaga, llamándole también, no sin razón, “caprichoso proscrito de arpa escondida”. Porque es que, aunque Prados escribió mucho durante aquella temporada (El misterio del agua, Memoria de poesía, Cuerpo perseguido), publicó muy poco, casi nada.
Hasta que la contradicción hizo crisis y, tras otro duro desengaño amoroso del que se sabe muy poco, Prados liquidó Litoral y desapareció prácticamente de la escena literaria, en la que ya no reapareció hasta principios de la Segunda República, cuando, al igual que Alberti en España y que los latinoamericanos Neruda y Vallejo, dedicó sus esfuerzos a la poesía socio- política. Escribió por entonces libros que leía en voz alta pero que quedaron inéditos, Andando, andando por el mundo, La voz cautiva y Calendario del pan y del pescado, romancero político-social que inicia el que, luego, durante la Guerra Civil, sería el género poético principal de los poetas republicanos. De ahí, entre otras cosas, el que se negara a participar en la gran Antología generacional de Gerardo Diego (1932), en cuya primera edición fue, sin embargo, incluido contra su voluntad.
Ya iniciada la Guerra Civil, Prados salió de Málaga para incorporarse en Madrid a la Alianza de Intelectuales Antifascistas (con Rafael Alberti y María Teresa León, Miguel Hernández, Altolaguirre, Bergamín, María Zambrano, Serrano Plaja, etc.). Como la de los demás poetas de la República, su misión principal durante la Guerra fue hacer propaganda en los sindicatos o en los frentes y, tal vez muy especialmente, leer por la radio sus romances, probablemente los más extraordinarios de los muchos escritos entonces al calor de la tragedia cotidiana. Trabajó también durante un tiempo en la guardería infantil del Socorro Rojo, colaboró en la revista El mono azul y, ya en Valencia y Barcelona, junto a María Zambrano, Antonio Sánchez Barbudo y otros, en Hora de España. En 1937 participó en la organización del “Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura”, la más grande y extraordinaria reunión internacional de escritores que jamás se haya dado en la historia. También por entonces, en colaboración con Rodríguez Moñino, recopiló y editó el Romancero general de la guerra de España y un fundamental Cancionero menor para los combatientes. En 1938 recibió el Premio Nacional de Literatura por el poemario Destino fiel, que quedó inédito al terminar la Guerra con la victoria franquista.
Poco antes del final de aquella Segunda República, y junto a otros quinientos mil españoles, Emilio Prados salió exiliado a Francia en febrero de 1939. Tras unos días de profunda enajenación, fue llevado por amigos a París, donde encontró asilo en la embajada mexicana y de donde, al cabo de poco tiempo, salió para México, vía Nueva York, con una “comisión” de intelectuales dirigida por Bergamín. Ya en México, vivió los primeros años de trabajos modestos y mal remunerados: colaborando algo en el Fondo de Cultura Económica, haciendo de “preceptor” de los niños y adolescentes refugiados en el Instituto Luis Vives, colegio fundado para aquellos niños y adolescentes por organizaciones dependientes del que había sido gobierno de la República y, tal vez más notablemente, trabajando para la Editorial Séneca, la extraordinaria editorial fundada por José Bergamín, en la que —entre tantas otras cosas— se publicaron las Poesías completas de Machado, La realidad y el deseo, de Cernuda, un elegante Quijote, la selección de filósofos pre-socráticos de David García Bacca, Poeta en Nueva York, de García Lorca, la innovadora Antología del pensamiento hispano-americano de José Gaos, y Laurel, la fundamental “Antología de la poesía moderna en lengua española”, de la que Prados estuvo a cargo junto con Xavier Villaurrutia, Juan Gil-Albert y Octavio Paz.
A la vez, y contra su costumbre de mantener su obra, en lo posible, inédita, publicó Memoria del olvido en la misma Editorial Séneca en 1940. Poco después, deambulando por las calles de la capital de México, se encontró con dos niños españoles que, desamparados, dormían en algún rincón; les habló, hablaron y, viendo en ellos lo que había sido la tragedia española, se los llevó a vivir con él, no sólo para darles de comer, sino para, en lo posible, educarles.
Aunque —como para todos los refugiados españoles— ésta fue la época más angustiosa de la vida de Prados, fue también el principio de una publicación prácticamente ininterrumpida de su poesía. Además de Memoria del olvido (1940), publicó Mínima muerte (1944) y el que llegaría a ser su libro más conocido y, tal vez, más importante: Jardín cerrado (1946), poemario de 419 páginas, donde el dolor y la angustia por lo perdido se superan hermosa y significativamente en la esperanza de una nueva vida, sin duda ligada al hecho de que aquellos dos niños iban llegando a ser personas dignas en la nueva realidad mexicana.
Y poco más hay que decir de la vida de Emilio Prados, carente de datos “externos” a partir de finales de la década de 1940 o principios de la de 1950, salvo que por entonces se reencontró por correspondencia con su hermana Isabel, exiliada en Chile, y con su hermano Miguel, para entonces conocido psiquiatra que vivía y practicaba en Montreal (Canadá), quien, pronto, y con la intención de que Emilio se dedicara exclusivamente a la poesía, empezó a enviarle 100 dólares al mes, lo que entonces equivalía a unos 400 pesos mexicanos, suficientes para vivir una vida algo menos que modesta; que es como vivió Emilio Prados, siempre —como en Málaga— querido por sus amigos hasta su muerte. Poeta solitario y, a la vez, solidario, metido en su minúsculo y polvoriento apartamento de la calle de Lerma de México, Distrito Federal, sin el mar y sin los montes de Málaga, pero donde, al igual que en Málaga, nunca dejó de escribir. Sólo que, a diferencia de aquellos tiempos y de la Guerra Civil, publicó, intensamente, algunos de los libros más importantes de la llamada generación del 27, según visitaba a unos y a otros, hablaba con las gentes de su barrio, españoles refugiados o no, y alentaba a todos. Poeta en cierto sentido marginal, pero uno de los poetas más importantes de aquella generación, la más importante desde los grandes del Siglo de Oro.
Obras de ~: Tiempo. Veinte poemas en verso, Málaga, Imprenta Sur, 1925; Canciones del farero, Málaga, Litoral, 1926 (2.ª ed., Málaga, 1960); Vuelta (Seguimientos y ausencias), Málaga, Imprenta Sur, 1927; El llanto subterráneo, Madrid, Héroe, 1936; Llanto en la sangre. Romances, 1933-1936, Valencia, Ediciones Españolas, 1937; Cancionero menor para los combatientes (1936- 1938), s. l., Ediciones Literarias del Comisariado del Ejército del Este, 1938; Memoria del olvido, México, Séneca, 1940 (2.ª ed., México, 1991); Mínima muerte, México, Tezontle, 1944; Jardín cerrado, México, Cuadernos Americanos, 1946 (2.ª ed., Buenos Aires, 1960); Dormido en la yerba, Málaga, El Arroyo de los Ángeles, 1953 (Selección de Jardín cerrado hecha por el autor); Antología (1923-1953), Buenos Aires, Losada, 1954; Río natural, Buenos Aires, Losada, 1957; Circuncisión del sueño, México, Tezontle, 1957; La sombra abierta, México, Ecuador 0º 0’ 0”, 1961; La piedra escrita, México, Universidad Nacional Autónoma, 1961 (ed. de J. Sanchis-Banús, Madrid, 1979); Signos del ser, Palma de Mallorca, Papeles de Son Armadans, 1962; Transparencias, Málaga, Cuadernos de María Cristina, 1962; Últimos poemas, Málaga, Librería Anticuaria El Guadalhorce, 1965; Cuerpo perseguido, Barcelona, Labor, 1971 (incluye algunas variantes y cinco prosas y dos poemas coetáneos de Cuerpo perseguido); Poesías completas, ed. de C. Blanco Aguinaga y A. Carreira, Madrid-México, Aguilar, 1975-1976, 2 vols. (2.ª ed., Madrid, Visor, 1999); Antología poética, Madrid, Alianza Editorial, 1978; El misterio del agua, Valencia, Pre- Textos, 1987; Textos surrealistas, Málaga, Centro Cultural dela Generación del 27, 1990; Poesía extrema (Antología), Sevilla, 1991; En el cuerpo del lenguaje (14 poemas de Emilio Prados), Málaga, Consejería de Cultura y Medio Ambiente, 1991; Mosaico (poema con espejismo), Madrid, Calambur, 1998.
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Carlos Blanco Aguinaga