Pardo Bazán de la Rúa-Figueroa, Emilia. Condesa de Pardo Bazán (I). La Coruña, 16.IX.1851 – Madrid, 12.V.1921. Novelista, narradora, ensayista, poeta, dramaturga y periodista, catedrática de Literaturas Neolatinas Contemporáneas en la Universidad Central.
Sus padres pertenecían a sendas familias gallegas de abolengo, con varios títulos en su haber y predominio de la carrera jurídica en la de su padre, José Pardo Bazán y Mosquera, y militar en la de su madre, Amalia de la Rúa-Figueroa y Somoza. Políticamente, se entreveran carlismo (o neocatolicismo) y liberalismo. Tío abuelo de la escritora fue el afrancesado Pedro Pablo Pardo Bazán de Mendoza, traductor de Voltaire en el exilio, al que le llevó su actuación como agente napoleónico en la Universidad de Santiago de Compostela.
Aquellas opuestas tendencias políticas acompañarán a la Pardo Bazán toda su vida. Carlista era su esposo, el hidalgo orensano José Quiroga y Pérez de Deza, con el que contrajo matrimonio en el año de la Revolución del 68, y lo fue su hijo primogénito Jaime, asesinado en agosto de 1936. Su propio padre tuvo veleidades carlistas en su juventud, pronto sustituidas por una fiel adscripción a las filas políticas de Salustiano Olózaga, en cuyo bloque progresista obtuvo acta de diputado por O Carballiño en las Cortes Constituyentes de 1869 en las que, no obstante, sus encendidas defensas del catolicismo le hicieron merecedor del título palatino de conde de Pardo Bazán, concedido en 1870 por el papa Pío IX, cuyo uso autorizó el rey Amadeo de Saboya dos años más tarde. Pasado el tiempo, por Real Decreto de 12 de mayo de 1908 y en honor a sus notorios méritos literarios, Alfonso XIII concedió a Emilia el título real de condesa de Pardo Bazán.
Es de destacar la extraordinaria influencia ejercida en la trayectoria de la escritora, hija única, por su padre, al que con motivo de su muerte en 1890 califica, en una carta a Menéndez Pelayo, como un verdadero amigo, consejero y protector, “representación viva del honor y de la bondad”. Ya antes, en unos “Apuntes autobiográficos” que sus editores le pidieron para la primera edición de Los Pazos de Ulloa, lo había definido como “un hombre ilustrado, que tiene aficiones de político, jurisconsulto y agrónomo, y a quien interesan más las cuestiones sociales que las literarias”. En su biblioteca, Emilia niña se convirtió en una voraz lectora, sobre todo de Cervantes, la Biblia, la Ilíada y, como libros prohibidos, los de Víctor Hugo. Con posterioridad se sirvió cumplidamente de la Biblioteca de la Universidad de Santiago de Compostela, bajo la protección de su rector, el ilustre químico Antonio Casares. Con todo, su formación fue en gran medida autodidacta, sólo con estudios reglados para señoritas de alcurnia en “cierto colegio francés, muy protegido de la Real Casa”, de donde sacó en limpio un perfecto conocimiento del idioma de Molière.
Pero la voluntad paterna hacia ella era totalmente proclive a facilitar el libre desarrollo de su inteligencia y talento literario sin ninguna cortapisa debida a su condición de mujer. Muy otra fue la actitud del esposo, con el que tuvo tres hijos, Jaime (1876), Blanca (1879) y Carmen (1881), y del que se separó amistosamente en 1883 a raíz de las polémicas provocadas por la publicación de su novela sobre las obreras coruñesas titulada La Tribuna y su ensayo sobre el naturalismo francés La cuestión palpitante.
A poco de su matrimonio, y desencantado ya su padre por el rumbo político prerrevolucionario que tomaba el país, la familia Pardo Bazán emprendió, en el verano de 1873, el que fue el primer viaje europeo de la escritora por Francia, Italia y Austria. A su regreso, Emilia, imbuida del ideario carlista y neocatólico, sintió curiosidad, sin embargo, por el krausismo, y en la Universidad de Santiago, donde su esposo concluyó la carrera de Derecho, vivió de cerca la llamada “segunda cuestión universitaria”, en la que los primeros en manifestar su oposición al decreto del ministro Orovio fueron dos jóvenes profesores krausistas de la Minerva compostelana, Laureano Calderón y Augusto González Linares, a los que protegió José Pardo Bazán y del segundo de los cuales se enamoró Emilia. Por estas circunstancias entró en contacto con Francisco Giner de los Ríos, cuya amistad la acompañó desde 1875 hasta la muerte de quien ella consideró “tal vez el mejor de mis amigos”, que influyó sobremanera tanto en la moderación de sus ideas, en su comprensión ecléctica de las diversas opciones de pensamiento frente al integrismo neocatólico, como en su profundo sentido patriótico y en su decidida actitud feminista, entre otros extremos. De hecho, Giner costeó en 1881 la edición del volumen de versos que Emilia dedicó a su hijo Jaime. De muy distinto signo es la relación epistolar y personal que la escritora mantuvo desde 1879 con Menéndez Pelayo, plena de reticencias por parte de éste, que evolucionaron hacia una franca enemistad cuando Menéndez Pelayo supo del proyecto pardobazaniano, que nunca llegaría a materializarse, de una Historia de las letras castellanas, que él deseaba también poder escribir para continuar la obra de Amador de los Ríos.
Después de poesías juveniles, como las patrióticas compuestas al regreso de las tropas españolas victoriosas en África, y de un intento novelístico, Aficiones peligrosas, publicado en la prensa, es muy significativo que la primera incursión de la Pardo Bazán en el terreno del ensayo se produjera en 1876 con motivo del certamen convocado en Orense por mor del segundo centenario del nacimiento del padre Feijoo, que la joven escritora ganó polémicamente con un texto no muy extenso y bastante deficiente, vencedor, sin embargo, del presentado por Concepción Arenal, fallo mal acogido por los krausistas. De su paisano Feijoo le interesaba a Emilia el sincretismo entre razón y fe, la develación de los errores comunes y la curiosidad universal. De hecho, entre 1891 y 1893 realizó la proeza de editar ella sola, como única redactora, una revista bajo el título, precisamente, de Nuevo Teatro Crítico.
Por esos años se interesó, sobre todo, por las nuevas ideas científicas y filosóficas, que intentó conciliar, como en el caso del darwinismo, con los fundamentos de su fe católica, e ignoró por completo el género novelístico, de modo que sólo tardíamente conoció la literatura de Valera, Alarcón y Galdós y publicó, en 1879, su primera novela, de ambientación compostelana, Pascual López, autobiografía de un estudiante de Medicina, al tiempo que empezó a escribir cuentos, aparecidos en la prensa, y dirigió, en 1880, la Revista de Galicia, de muy corta vida. En Emilia Pardo se dio siempre una fuerte vinculación vital y literaria con su tierra gallega, su folclore —de cuya Sociedad fue elegida presidenta en 1884— y sus gentes, pero no gozó de las simpatías de los escritores galleguistas, en especial del poeta Curros Enríquez y del polígrafo Manuel Murguía, que nunca le perdonó los fríos términos de su discurso necrológico, pronunciado con motivo de la muerte de Rosalía de Castro en 1885. Pardo Bazán, en efecto, veía como un germen de separatismo la exacerbación del sentimiento regionalista, y esta actitud suya se incrementó considerablemente en los últimos años de su vida. No hay en ella impulsos de denuncia contra la preterición y menosprecio de los gallegos, y su consideración de su lengua es poco entusiasta.
No menor importancia para el afianzamiento de su carrera como novelista tuvo su viaje a Vichy en septiembre de 1880, para someterse en su famoso balneario a un tratamiento contra su enfermedad hepática, con una posterior visita en París al cenáculo de Víctor Hugo. De entonces data el comienzo de sus vastas lecturas de los novelistas franceses Balzac, Flaubert, Daudet y los Goncourt. Años después, en 1886, escribió en una carta al novelista catalán Narcìs Oller: “En España creo ser una de las pocas personas que tienen la cabeza para mirar lo que pasa en el extranjero”, para lo que contaba con su desahogada posición económica, que le permitía viajar por toda Europa regularmente, y su conocimiento de las lenguas más importantes del continente. Allí, en Vichy, escribió las primeras páginas de su segunda novela, Un viaje de novios (1881), y pronto se convirtió en puntual conocedora del naturalismo de la escuela zolaesca, cuyo círculo llegó a frecuentar, y divulgadora en España de sus teorías estéticas, positivistas y experimentalistas.
De todo ello dio razón en un polémico ensayo, La cuestión palpitante (1883), incomprendido en el fondo de sus tesis, más proclives a los logros estéticos del realismo propio de la tradición española del Siglo de Oro, lo que ella denominó, en una carta al ecuatoriano Juan Montalvo fechada en 1887, “mi sistema de realismo armónico o sincrético”.
Desde entonces, la condescendencia masculina con que había sido recibida como escritora se tornó desvío o franca hostilidad, lo que le granjeó, dada la firmeza con que defendía sus posiciones, calificativos como “Doña Verdades” o “la inevitable doña Emilia”. La escritora gallega mantuvo una intensa relación epistolar y amistosa con los más importantes autores españoles de su tiempo y trató a algunos de los franceses, incluidos Émile Zola, Daudet y Edmond de Goncourt, participando activamente, además, en la república literaria mediante la redacción de numerosas reseñas críticas sobre las obras de sus contemporáneos, alguno de los cuales, como Juan Valera, escribió para contradecir La cuestión palpitante toda una serie de artículos reunidos en el libro Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas (1887).
El propio Zola llegó a hablar, sorprendido por lo que de contradicción había en ello, del “naturalismo católico” de doña Emilia, negador por lo tanto del determinismo materialista de la herencia y del medio.
Significativamente, el comienzo de la serie considerada naturalista de sus novelas vino precedido de su libro sobre san Francisco de Asís (1882), cuya segunda edición prologó el propio Menéndez Pelayo, pero tanto La Tribuna (1883), interesante reflejo de la vida de las trabajadoras coruñesas de la fábrica de Tabacos cuando la Primera República, que no satisfizo a tirios ni a troyanos, como sus dos grandes novelas Los Pazos de Ulloa (1886) y La Madre Naturaleza (1887) fueron adscritas sin matices a la escuela francesa y tildadas por muchos como heterodoxas. Pero Emilia Pardo estaba ya entusiasmada por otra novelística que conoció también en París, gracias en parte a sus contactos con el crítico y periodista Isaac Yakovlevich Pavlosky y a través de traducciones francesas, objeto de otras conferencias suyas en el Ateneo, luego reunidas en el volumen La Revolución y la novela en Rusia (1887).
La década de 1880 coincide con el mejor momento de Emilia Pardo Bazán, que se mostró extraordinariamente prolífica, fue constantemente homenajeada en su tierra natal pero trasladó finalmente, en 1889, su residencia a Madrid, en un espléndido piso de la calle de San Bernardo. Su vida había transcurrido hasta entonces entre la capital de España, Galicia y París, adonde viajó, por lo demás, a raíz de la magna Exposición Internacional de la que salió su libro de crónicas, escritas para el diario bonaerense La Nación, Al pie de la torre Eiffel (1889). Asimismo es destacable su viaje a Roma con motivo del jubileo de León XIII, lo que le permitió visitar en Loredán al pretendiente Don Carlos. De todo ello dio cuenta en su libro Mi romería (1888), y su sugerencia en él de un carlismo transigente y dialogante le granjeó la enemiga de los fundamentalistas y provocó una escisión en el Partido Tradicionalista.
Al tiempo, se cartearon con ella o escribieron sobre sus libros autores e intelectuales de tan diverso signo cuales Giner de los Ríos o Gumersindo Laverde, Menéndez Pelayo, Pereda, Clarín y los catalanes Oller, Yxart o Ángel Guimerá. La tradujo al francés Albert Savine y mantuvo idilios amorosos con el escritor ecuatoriano Juan Montalvo, con Benito Pérez Galdós, con el que viajó por Alemania, y con el financiero y coleccionista José Lázaro Galdiano, el fundador de la revista La España Moderna, al que conoció en Barcelona con motivo de su Exposición Internacional. Esta etapa galante de su vida se dejó traslucir en novelas como Insolación y Morriña, y en Realidad del propio Galdós, todas ellas de 1889. Pero la influencia mayor que experimentó siguió siendo, sin duda, la del padre de la Institución Libre de Enseñanza, quien trasladó su lugar de veraneo a las proximidades de la granja de Meirás, el pazo de Pardo Bazán. A él le debe también su intermitente pero poco arraigada preocupación social, que donde se muestra más patente es en el libro de su viaje a los Países Bajos titulado Por la Europa católica (1902), fruto de contactos propiciados por el propio Giner.
Ya quedó apuntado que, en parte, el feminismo de la condesa tenía esa misma procedencia krausista e institucionista, que había dado lugar a realizaciones como el Ateneo Artístico y Literario de Señoras, la Asociación para la enseñanza de la mujer o la Escuela de Institutrices, y probablemente se exacerbó a causa del cambio de actitud generalizada hacia su persona y su obra, especialmente sangrante en el caso de Pereda y, sobre todo, de Clarín, quien llegó a escribir acerca del “furor literario-uterino de doña Emilia”, rechazo muy generalizado que se percibe desde el último decenio del siglo y que provocó, entre otras operaciones, declaradas maniobras por parte de los académicos más recalcitrantes en contra de su ingreso en la Real Academia Española.
De 1889 datan dos importantes escritos de esta índole, “La cuestión académica. A Gertrudis Gómez de Avellaneda”, sobre la imposibilidad de su acceso a la docta casa, que recibió réplica de Juan Valera, y sobre todo el extenso artículo sobre “La mujer española” que le encargó desde Inglaterra la Fortnightly Review, luego traducido en la revista de Lázaro Galdiano. Se trata de un trabajo de impronta sociológica en el que se traza un panorama regionalizado de la situación femenina en España nada complaciente, pues, amén de denunciar las insuperables constricciones machistas, se denuncian las flaquezas de las propias mujeres, sobre todo las burguesas, que salen muy mal paradas por su vulgaridad y cursilería. En todo caso, aun teniendo en cuenta la situación social privilegiada de que disfrutaba y que reproduce en varias de las protagonistas de sus novelas, cuya independencia económica las hace más libres que sus congéneres del común, es digna de encomio la valentía y clarividencia con que Emilia utilizó todas las armas a su alcance —tribunas, libros, publicaciones periódicas, novelas como las publicadas en la década de 1890, actividad social, la Biblioteca de la Mujer por ella creada en 1892, sus públicos homenajes a Concepción Arenal, etc.— para introducir la posibilidad de una “mujer nueva o del porvenir” para la que le servían de modelo algunas de sus escasas amigas, como las institucionistas Sara Innrarity y Emilia Gayangos. Estos esfuerzos de la condesa, al margen de sus sucesivos fracasos académicos, dieron frutos tan notables como la presidencia en 1906 de la sección literaria del Ateneo madrileño, cometido en el que se mostró muy activa, su incorporación en 1910 al Consejo de Instrucción Pública, reconocimiento gubernamental de su interés por temas como la educación del hombre y la mujer que Emilia había expuesto en un sonado congreso de 1892, y, sobre todo, su nombramiento, debido en 1916 al ministro de Instrucción Pública Julio Burell, como primera catedrática de la Universidad Central de Madrid, donde, por cierto, fue objeto de manifiesto boicot por parte del claustro de profesores y de los propios alumnos.
Desde la publicación, entre 1891 y 1893, de los treinta números de Nuevo Teatro Crítico, ciento cincuenta cuartillas de texto que la escritora redactó mensualmente a tal fin, se percibe en el pensamiento de la Pardo Bazán una honda preocupación, claramente pre-noventaiochista, hacia la pérdida de pulso de su país, verdadera obsesión que convive con reiterados artículos de sesgo feminista y la crítica literaria, en la que el autor más favorecido es Benito Pérez Galdós.
La escritora llegó a hablar de la necesidad, para España, de “despensa y caja”, lo que hace recordar a Joaquín Costa. Critica sin cortapisas lo acomodaticio e interesado de los partidos turnantes y el artículo titulado “Despedida” con el que cierra el Nuevo Teatro Crítico aparece transido de pesimismo por la postración de España. Surgió, también, al socaire del centenario de 1492, el creciente interés de la escritora, que ya no la abandonó, por las empresas de España en América. El resultado de tanto esfuerzo fue el agotamiento físico y financiero de la condesa y el cierre en 1893 de esta revista de tan feijoniano título cuando los rumbos de la novelística finisecular, de los que la escritora se hizo otra vez eco tanto en el aspecto crítico como en el creativo, apuntan hacia un nuevo espiritualismo simbolista. Doña Emilia ya no publicó ninguna novela de la envergadura de Los Pazos de Ulloa y comenzó a cultivar un género que se hizo extremadamente popular en los decenios siguientes, la novela corta, de las que llegó a publicar no menos de diecinueve títulos hasta 1920.
No faltaron, por estos años, en la actividad de la condesa los viajes por tierras castellanas, y sus escritos regeneracionistas se multiplicaron con el final del siglo.
Le preocupaban las guerras coloniales pero también el resurgir de los movimientos secesionistas internos. Las dos grandes lacras que denunció una y otra vez eran el caciquismo y el parlamentarismo, lo que la iba aproximando cada vez más a soluciones en falso, como las propiciadas por un “cirujano de hierro”. El régimen de la Restauración le parecía definitivamente fracasado, y acaecido ya el “Desastre”, no dudó en pronunciar en la sala Charrás de La Sorbona una conferencia titulada “La España de ayer y la de hoy”, sumamente autocrítica para los españoles y de decidido talante regeneracionista, que le mereció, por parte de Pereda y de don Marcelino, el calificativo de vendepatrias. Las mismas ideas fueron, no obstante, difundidas por la condesa en otras conferencias pronunciadas en el interior del país, desde Valencia hasta Orense, así como en las crónicas que envió en 1900 desde París bajo el título Cuarenta días en la Exposición, muy críticas para con el significado del pabellón español.
Su paradójicamente renacido sentimiento patriótico asoma en la gran mayoría de los cuentos que entonces escribió y publicó. Coincidiendo con este relativo decaimiento de ánimo y creatividad —más en lo cualitativo que en lo cuantitativo—, la condesa hizo una intensa vida social y convirtió los salones de su casa en lugar de encuentro de aristócratas, políticos —Cánovas, Castelar, Silvela, Canalejas y Romanones se encuentran entre sus más asiduos amigos—, artistas, periodistas, escritores y poetas como Rubén Darío, a muchos de los cuales ofreció la hospitalidad veraniega de las ahora, tras su remozamiento, denominadas Torres de Meirás. Su madre, Amalia de la Rúa-Figueroa, con la que convivió, le secundó en todos los aspectos domésticos, pero se hizo íntima amiga, a la vez, de Unamuno o del pintor Joaquín Vaamonde, que inspiró la figura de Silvio Lago, el protagonista de la novela decadentista de 1905 La Quimera. Vaamonde, tras retratar a la condesa, se convirtió en su protegido ante la aristocracia capitalina, y después de una corta vida despilfarrada, murió acogido precisamente por las Pardo Bazán en las Torres de Meirás.
Introducida por Santiago Rusiñol, Emilia visitó el Cau Ferrat de Sitges y quedó deslumbrada por el modernismo catalán, en una época de su vida en que se acrecentó considerablemente su interés por las artes plásticas (Sorolla y Benlliure estaban entre sus preferidos).
Mantuvo su amistad con Galdós, exenta ya de cualquier componente amoroso, que sí se dio en una fugaz relación, de triste final, con el novelista Vicente Blasco Ibáñez mantenida entre 1899 y los primeros años del nuevo siglo. La saña del novelista valenciano contra ella se vertió, precisamente, en la novela de 1906 La maja desnuda. La escritora, un tanto desengañada de la vida literaria que tanto había cultivado con la pluma y con el trato personal en tiempos anteriores, dividió ahora su tiempo entre su predio gallego, donde pasaba un largo verano, y su casa de Madrid, convertida en un mentidero de puertas abiertas que frecuentaban ya escritores de la generación más joven, en especial Miguel de Unamuno.
También gozó de la amistad de Azorín, pero sufrió la enemiga de Pío Baroja. Con todo, el noventaiochista que destacó en sus preferencias literarias fue su paisano Valle-Inclán. Familiarmente, de 1910 data la boda de su hija Blanca con el general Cavalcanti, y de 1915 la de su hijo Jaime, también militar, más afecto al carlismo de su padre que al eclecticismo liberal de la madre. La condesa intentó beneficiarlo con el título real que le había concedido Alfonso XIII, manteniendo el pontificio para ella.
Muerto Francisco Giner de los Ríos en 1915, los dos varones de su familia influyeron en la deriva conservadora del pensamiento de la condesa que caracterizó los últimos años de su vida, marcados asimismo por un recio sentimiento patriótico que se percibe bien a las claras en las “Crónicas de España” que enviaba al diario argentino La Nación hasta el mismo año de su muerte, y por ciertas ínfulas místicas que en su literatura se vierten, sobre todo, en su última novela extensa, Dulce dueño, de 1911.
El fracaso de un nuevo intento por entrar en la Real Academia Española se palió con otros honores y títulos, como la Banda de la Orden de María Luisa y la Cruz “Pro Ecclesia et Pontífice” concedida por Benedicto XV. También representan otros tantos fracasos los intentos teatrales de la condesa, realizados tardíamente, entre 1898 y 1906, y probablemente estimulados por la incursión en los escenarios de su amigo y maestro Pérez Galdós. Sólo cuatro de las piezas por ella escritas —El vestido de boda (1898), La suerte (1904), Verdad y Cuesta abajo, ambas de 1906— llegaron a representarse, sin alcanzar ni con mucho el eco que la obra de su autora había logrado en lo novelístico y seguía mereciendo con sus cuentos y novelas cortas. Así, el matrimonio María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, los grandes señores de la escena española del momento, rechazaron estrenarle su pieza Juventud. Ello no empece la atención crítica que la escritora concedió al arte dramático, y su postura abierta hacia las posibilidades artísticas del cine, otro de los nuevos inventos que, como el automóvil o el teléfono, la condesa incluyó muy pronto en el argumento de sus narraciones. El desengaño por los disgustos que su militante actividad crítica le había deparado en tiempos pasados la hacía ahora más prudente, y renunció a escribir sobre escritores vivos, ocupándose puntualmente, sin embargo, de las grandes figuras, españolas y extranjeras, que fallecían y asimilando su metodología a la de su admirado Hippolite Taine. En todo caso, tanto por su labor crítica como por la cátedra que regentó en la Universidad Central, se puede afirmar con justicia que ella fue la primera cultivadora de la literatura comparada en España, así como una decidida europeísta. Fueron, asimismo, notables sus dos conferencias conmemorativas del centenario cervantino sobre “El lugar del Quijote entre las obras capitales del espíritu humano” o la leída ese mismo año de 1916 en la Residencia de Estudiantes sobre “El porvenir de la literatura después de la guerra”.
Su invariable interés por lo literario se hizo compatible, durante estos últimos años de su vida, con una creciente atención a la pintura y en particular a las exposiciones de los artistas contemporáneos, así como con una gran afición a la ópera, en particular la de Wagner. No renunció, tampoco, a incidir con su opinión en las políticas concretas de su país, en lo que destaca su campaña a favor del fomento del libro y la lectura, y la creación de nuevas bibliotecas públicas. No ocultó su desencanto por el fracaso del regeneracionismo en la vida pública española, y dejó traslucir la añoranza de una autoridad fuerte como la de Juan Franco, primer ministro del rey de Portugal, precursor de la dictadura española de Primo de Rivera.
Comentó también en sus crónicas la marcha de la Gran Guerra, aunque desistió de viajar a París para seguirla más de cerca tal y como había sido su primera intención. No desaparecieron, sin embargo, de sus escritos periodísticos las propuestas feministas, entre las cuales es curioso su aplauso a las aventuras automovilísticas o aeronáuticas protagonizadas por mujeres, y sobresalió también la atención a todo lo relacionado con los avances médicos, que perpetúa el interés por las enfermedades de sus novelas escritas durante la época naturalista. Precisamente una afección gripal, complicada con su diabetes, le provocó la muerte el 12 de mayo de 1921. Pese a las múltiples manifestaciones de duelo por la pérdida de una escritora y una persona tan excepcional como fue Emilia Pardo Bazán, no faltó un artículo necrológico, firmado el 13 de mayo por Enrique Díaz Canedo en El Sol, en el que figuran desmesuras como ésta: “Leyendo a la condesa Pardo Bazán, en sus novelas y sus cuentos, no se está en presencia de una mujer. Su estilo tiene vigor masculino, y en sus mismas exageraciones, antes que un amaneramiento mujeril, se delata una brusquedad hombruna”. Fue enterrada en el cementerio madrileño de San Lorenzo, muy lejos de la capilla de las Torres de Meirás.
Obras de ~: Estudio crítico de las obras del padre Feijoo, Madrid, Tipografía Perojo, 1877; Pascual López, autobiografía de un estudiante de medicina, Madrid, Montoya y Cía., 1879; Un viaje de novios, Madrid, Manuel G. Hernández, 1881; Jaime, colección de poesías, Madrid, Aurelio J. Alaria, 1881; San Francisco de Asís, siglo XIII, Madrid, Gómez y Fuentenebro, 1882, 2 ts.; La Tribuna, Madrid, Alberto de Carlos Hierro, 1883; La cuestión palpitante, Madrid, Imprenta Víctor Sáiz, 1883; El Cisne de Vilamorta, Madrid, Ricardo Fe, 1885; La dama joven. Bucólica. Nieto del Cid. El indulto. Fuego a bordo. El rizo del Nazareno. La Borgoñona. Primer amor. Un diplomático. “Sic transit”. El premio gordo. Una pasión. El Príncipe Amado. La Gallega, Barcelona, Daniel Cortezo, 1885; El Folklore gallego en 1884-1885. Sus actas, acuerdos y discursos, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Ricardo Fe, 1886; Los Pazos de Ulloa, Madrid, Daniel Cortezo, 1886; La Madre Naturaleza, Madrid, Daniel Cortezo, 1887, 2 ts.; La Revolución y la novela en Rusia (Lecturas en el Ateneo de Madrid), Madrid, Tello, 1887, 3 ts.; La leyenda de la Pastoriza, A Coruña, José Míguez Peinó y Hermano Impresor, 1887; De mi tierra, A Coruña, Casa de la Misericordia, 1888; Mi romería (Recuerdos de viaje), Madrid, Tello, 1888; Insolación (Historia amorosa), Madrid, Ramírez, 1889; Morriña (Historia amorosa), Madrid, Henrich, 1889; Al pie de la Torre Eiffel (Crónica de la Exposición), Madrid, Renacimiento, 1889; Los pedagogos del Renacimiento. Erasmo, Rabelais y Montaigne, Madrid, Publicaciones del Museo Pedagógico, 1889; Por Francia y Alemania (Crónica de la Exposición), Madrid, La España Editorial, 1890; Una Cristiana-La Prueba, Madrid, Renacimiento, 1890-1891, 2 ts.; La piedra angular, Madrid, Renacimiento, 1891; Nuevo Teatro Crítico, Madrid, E. Rubiños, 1891-1893; Obras Completas, Madrid, Imprenta Renacimiento y Atlántica, Imprenta A. Pérez Dubrull, Artística y Sáez Hnos., 1891-1922, 43 vols.; Polémicas y estudios literarios, Madrid, Renacimiento, 1892; Cuentos de Marineda, Madrid, Renacimiento, 1892; Cuentos nuevos, Madrid, Renacimiento, 1894; Doña Milagros (Ciclo de Adán y Eva), Madrid, Renacimiento, 1894; Los poetas épicos cristianos, Madrid, Agustín Aurial, ¿1895?; Las memorias de un solterón, Madrid, Renacimiento, 1896; Hombres y mujeres de antaño, Barcelona, 1896; El tesoro de Gastón, Madrid, Juan Gili, 1897; El saludo de las brujas, Madrid, Renacimiento, 1898; Cuentos de amor, Madrid, Renacimiento, 1898; La España de ayer y la de hoy. 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XXV, Madrid, edición de la autora, s. d. ¿1902?; La Suerte, diálogo dramático, Madrid, Idamor Moreno, 1904; La Quimera, Madrid, Idamor Moreno, 1905; Discurso en la velada que la ciudad de Salamanca consagró a la memoria del poeta Gabriel y Galán, el 26 de marzo de 1905, Madrid, Idamor Moreno, 1905; Lecciones de literatura, Madrid, Ibero-americana, 1906; Verdad, drama en cuatro actos, Madrid, Velasco, 1906; Novelas ejemplares: Los tres arcos de Cirilo, Un drama, Mujer, Madrid, Renacimiento, 1906; Cuesta abajo, comedia dramática en cinco actos, Madrid, Velasco, 1906; El fondo del alma, cuentos del terruño, Madrid, Renacimiento, 1907; Cada uno, Madrid, Imprenta Artística de José Blass, El Cuento Semanal, 1907; Allende la verdad, Madrid, Imprenta Artística de José Blass, El Cuento Semanal, 1908; Belcebú, Madrid, Imprenta Campomanes, El Cuento Semanal, 1908; La Sirena negra, Madrid, M. 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Darío Villanueva Prieto