Blasco Ibáñez, Vicente. Valencia, 1867 – Menton (Francia), 29.I.1928. Novelista y político.
Blasco Ibáñez era hijo de una familia aragonesa de comerciantes que había emigrado a Valencia a mediados del siglo XIX. En su infancia y adolescencia estuvo expuesto a una Valencia republicana y federal, y a un clima de revueltas contra el poder central, teniendo además aquella Valencia un destacado protagonismo en los acontecimientos que llevaron a la Restauración de 1875. Desde esos años de primera formación, estuvo a la vez en contacto con la huerta y el mar valencianos, lo que sería para él igualmente decisivo en su futura producción literaria. Cuando en 1882 empezó a cursar la carrera de Derecho en la Universidad de Valencia, conoció al poeta Constantino Llombart, entusiasta republicano y significado iniciador del movimiento literario en lengua vernácula, con quien estrechó fuertes vínculos. Conoció entonces a Teodoro Llorente, Félix Pizcueta, Vicente Wenceslao Querol, Jacinto Labaila, Lladró y otros, que habían de formar parte de la generación de la “renaixença valenciana”.
Aunque fue requerido a integrarse en ese movimiento, que preconizaba el regionalismo, la lengua y la literatura valencianas, las aspiraciones de Blasco Ibáñez eran mucho más amplias y, finalmente, tanto Valencia como España, le resultaron límites demasiado estrechos.
La obra de Blasco Ibáñez, enmarcada en un contexto nacional e internacional, que en buena medida la explica, se convirtió en una respuesta estética e ideológica lo suficientemente personal y original para llegar a gozar dentro y fuera de España de la aceptación —¿por qué tiene que haber incompatibilidad entre cantidad (número de lectores) y calidad (valor estético)?— de amplias y diversas capas sociales. Y ello en una época en que la literatura española, a pesar de reunir una brillante pléyade de autores, como Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Pereda, Valera —de la Generación del 68— o como Unamuno, Baroja, Azorín, Valle, Machado —de la generación del 98—, tenía dificultades para penetrar en un mercado de lectores que presentaba, en España como en Hispanoamérica, muchas limitaciones. Esas limitaciones, debidas al escaso poder adquisitivo de la mayor parte de la población, que además estaba en gran parte por alfabetizar —siete de cada diez españoles no sabían, hasta bien adentrados en el siglo XX, leer ni escribir—, se acrecentaban porque el discurso narrativo de esos autores —salvo contadas excepciones— apenas incidía en los lectores potenciales, la clase media y el proletariado urbano. De esas capas sociales procedían quienes adquirían los libros de Blasco Ibáñez y los de Galdós, entre las más notables excepciones de éxito de ventas en la España de su tiempo.
Blasco Ibáñez llevó a la calle la literatura y la política. Tanto en 1889, cuando fundó el semanario La Bandera Federal, como en 1894, año en que convirtió ese semanario en El Pueblo, dio muestras bien elocuentes de que su obra literaria y su credo político perseguían la meta de llegar a los sectores mayoritarios de la sociedad.
Como periodista puso su periódico El Pueblo al alcance económico de las clases trabajadoras, y como editor puso a su vez los libros de la editorial Sempere, que dirigía en Valencia, y de la colección La Novela Ilustrada, que editó en Madrid, al alcance de un público popular. Arturo Barea cuenta, en La forja de un rebelde, que Blasco Ibáñez quiso remediar las dificultades que la mayor parte de la población tenía a comienzos del siglo XIX, para adquirir libros y dijo: “Yo voy a dar de leer a los españoles”. Y, en efecto, “a un precio muy barato editó a Dickens, Tolstoi, Dostoievsky, Dumas, Víctor Hugo [...]”. En 1905, escribía Blasco Ibáñez en el El Pueblo: “La misión de los revolucionarios españoles no consiste únicamente en agitar los ánimos, sino en educar a los hombres, en difundir la cultura entre ellos, pues sin un pueblo culto y consciente la República futura arrastraría una vida de dificultades”. Pero poco a poco se fue quedando a solas con la novela, como si ésta fuera su último reducto, su última trinchera. De la política se desengañó más de una vez; de la novela, nunca.
La sensibilidad literaria de Blasco Ibáñez estuvo fuertemente dominada por la novela histórico-folletinesca. Tal fue el sello de marca dominante en algunas de sus primeras narraciones cortas: “La aventura veneciana” (1886) y “La espada del templario. (Leyenda provenzal)” (1887), de las novelas Hugo de Moncada, ¡Por la Patria! (Roméu el guerrillero), El conde Garci-González aparecidas las tres en 1888; o de sus tres gruesos volúmenes de la Historia de la revolución española (1890-1892), una suerte de Episodios Nacionales galdosianos, o su La araña negra (1892), un folletín anticlerical cuyo modelo era El judío errante de Eugenio de Sue. Anécdota significativa de la biografía de Blasco Ibáñez es que, cuando en diciembre de 1883 se fue a Madrid, fugándose de casa, adonde regresaría en febrero de 1884, esperaba poder conocer a Francisco Pi y Margall, que en aquellos momentos estaba a punto de publicar el periódico La República, y acabó haciéndose amigo de Manuel Fernández y González, famoso autor de folletines, para quien trabajó como negro. En esa escapada confluyeron la ideología republicana, las ansias de publicar en la prensa de izquierdas y el aprendizaje en el arte del folletín.
Las novelas y cuentos valencianos —tanto Arroz y tartana (1894), Flor de Mayo (1895) y Cuentos valencianos (1893), como obras inmediatamente posteriores, Entre naranjos (1900) o Cañas y barro (1902)— son sobre todo, con independencia de la mayor o menor influencia del naturalismo de Zola, un decidido acercamiento a la realidad sociopolítica de la región valenciana. Ese acercamiento regional, parcelado en cuentos y en novelas, tenía como meta última la denuncia de los efectos devastadores de la Restauración en el conjunto de la sociedad española. Las críticas de Blasco Ibáñez a la Restauración fueron de un radicalismo total, sin concesiones.
En 1923, en una nota a una nueva edición de Flor de Mayo aparecida en ese año, recordaba Blasco Ibáñez que en los meses de abril y mayo de 1895, cuando empezó a escribir esa novela, “dejando momentáneamente la dirección de El Pueblo”, se escapaba a navegar “en las barcas del Cabañal, haciendo la vida ruda de sus tripulantes, interviniendo en las operaciones de la pesca de alta mar”. En una de esas escapadas, que no hacía por recreo sino para documentarse, conoció al pintor Sorolla. Ese encuentro tuvo para Blasco Ibáñez una importancia decisiva porque, como comenta León Roca, el mejor biógrafo de Blasco Ibáñez: “Si Sorolla busca el sol, la luz, a la moda impresionista, Blasco Ibáñez busca la vida en la expresión naturalista de la escuela. Si Sorolla es seguidor de Cézanne y Delacroix, Blasco Ibáñez lo es de Maupassant, Flaubert, Daudet y Zola. Dos poderosas expresiones artísticas comienzan entonces a manifestarse. Lo que uno no puede alcanzar con la pluma, lo logrará el otro con el pincel. Ese paralelismo artístico sigue su marcha ascendente, sin que jamás se enfrenten los caminos de Sorolla con los de Blasco Ibáñez, pero sintiéndose ambos acuciados por la común sed de gloria y de notoriedad”.
En el período comprendido entre 1886 y 1905 —año en que fija su residencia en Madrid— pasó Blasco Ibáñez de la novela histórico-folletinesca a la novela valenciana y de ésta a la novela social. Este último grupo, compuesto por las cuatro novelas La catedral, El intruso, La bodega y La horda, fueron escritas casi ininterrumpidamente, sin que entre ellas hubiera apenas distancia temporal. El canon literario de Blasco Ibáñez, sobre todo en estas novelas sociales, no era el de la sociedad literaria ad usum. Tal ocurría con el discurso político engarzado en ellas. Pero ello no debería de utilizarse en menoscabo de su obra; al contrario, son ingredientes que, como pone de manifiesto la amplia recepción de esas novelas, acrecientan su mérito.
En 1905, terminada la serie de las novelas sociales, fundó el semanario La República de las Letras, donde publicó, en el número 1, el artículo “La novela social”. Blasco Ibáñez se detuvo a explicar los planteamientos teóricos que había intentado desarrollar en sus cuatro novelas sociales. El activismo político desplegado en la prensa, en particular en El Pueblo, dio progresivamente paso a una radicalización de su obra novelística y de su teoría de la novela. Se adelantó una vez más a su tiempo. Muchos de los presupuestos que expuso en ese artículo iban a tener en los años veinte y treinta del siglo xx una enorme actualidad. Pero cuando salió el artículo, en mayo de 1905, poco había que esperar literariamente de los autores de la Generación del 68, envejecidos y, salvo contadas excepciones, Galdós de manera señera —colaboró, por cierto, en La República de las Letras—, poco nuevo tenían que decir; en cuanto a la Generación del 98, que años atrás había tenido brotes de rebeldía, ya estaba recogiendo amarras, ya estaba buscando refugio en los predios del egotismo. Blasco Ibáñez parecía estar remando contracorriente. En medio de ese panorama, su figura se agiganta.
En mayo de 1906 publicó La maja desnuda, que representa una transformación de la concepción que hasta ese momento tenía de la novela. Como señala León Roca: “El amor no había sido descrito jamás por Blasco Ibáñez como personaje principal y agente determinante de la fábula novelesca”. A esta nueva manera pertenecen La voluntad de vivir (1907) y Sangre y arena (1908). Los muertos mandan (1909), que es considerada, con razón, una novela distinta a las anteriores, cierra y termina una etapa de su vida. En ella domina la presencia —no habitual en el autor— del pasado y la presión que éste ejerce sobre la vida del hombre. De Los muertos mandan dijo en una ocasión Blasco Ibáñez que fue la última obra del primer período de su vida literaria. Entonces, tras haberse instalado en Argentina, donde fundó la colonización “Cervantes” y “Nueva Valencia”, dejó de escribir novelas durante seis años. Entonces quiso crear, según recordó él mismo años después, novelas en la realidad, siendo “novelista de hechos y no de palabras”. Con todo, publicó, en 1910, Argentina y sus grandezas, libro de divulgación y de viajes, como lo había sido Oriente (1907) y lo iba a ser La vuelta al mundo de un novelista (1924-1925).
Abandonó la Argentina en 1913, y en el barco que le devolvió a Europa empezó a componer Los argonautas, que terminó en París unos meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, de la que se convertiría en cronista.
A El Pueblo de Valencia, y a periódicos de América, fue mandando desde París y los frentes una serie de crónicas de guerra y, a la vez, publicó unos cuadernos semanales, titulados Historia de la guerra europea de 1914, que fueron reunidos en nueve volúmenes. Esta Historia tuvo un éxito editorial sin precedentes en España, que pronto sería superado por el éxito mundial que tendría la publicación, en 1916, de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. También cosechó el favor del público Mare nostrum (1918).
Gascó Contell fue el primero en elogiar la obra, de la que dijo: “Mare Nostrum es la mejor novela que se ha escrito del Mediterráneo”.
De Los cuatro jinetes del Apocalipsis, como de Sangre y arena, se hizo en Hollywood una versión cinematográfica, que fue —decía Blasco Ibáñez en febrero de 1922— “el más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durará años”.
Se ha comentado con razón que Blasco Ibáñez vuelve a ser en Los cuatro jinetes del Apocalipsis el novelista que tiene por misión defender una noble causa. Como en los tiempos de sus cuatro novelas sociales, entendió nuevamente que la literatura y el arte tienen razón de ser cuando están al servicio de algo o para algo. Además, volvió a la observación, su vieja manera, muy influenciada por Zola y el naturalismo, de componer novelas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis estaba basada en personajes y situaciones tomados de la realidad.
En Los enemigos de la mujer (1919) reiteraba el continuo beber en las vivas y fecundas maneras de la observación: “Apenas instalado en Montecarlo, vi con mis ojos de novelista un mundo anormal que vivía al margen de la guerra, queriendo ignorarla, para mantener tranquilo su egoísmo”.
Al igual que Zola, Blasco Ibáñez fue confiriendo a la novela un estatuto de modernidad —la novela como instrumento con capacidad de analizar y canalizar saberes acerca de la realidad—. Una vez cumplido este estatuto, otorgó a la novela, también como Zola, una capacidad para contribuir a transformar y a regenerar a la sociedad. De ahí que para Blasco Ibáñez apenas hubiera, al menos hasta terminado el ciclo de las novelas sociales y las novelas escritas durante la Primera Guerra Mundial, diferencias entre su activismo político y su escritura literaria. Eran dos estrategias que, formalmente distintas, abocaban, arremolinadas y pujando con la fuerza de un torbellino, a una misma meta. Había que asediar la realidad, con la novela, con el artículo periodístico, con la palabra en la tribuna pública..., pero siempre extramuros de las entonces vigentes instituciones políticas, cuya legitimidad siempre —a veces, de manera intempestiva— cuestionó.
La novela podía y debía tener esos cometidos porque entonces era —dijo en “Discurso en la Universidad George Washington”, pronunciado cuando en 1920 fue nombrado doctor honoris causa de esa Universidad— “para todos los humanos una necesidad intelectual, tan inevitable e imperiosa como las más vulgares necesidades materiales”. O porque, como también afirmó Blasco Ibáñez con no menor rotundidad en esa ocasión: “La novela es el género literario más importante de nuestra época. De sus páginas se escapa el humo embriagador de la ilusión que nos eleva a otros mundos mejores, o nos inspira el deseo de ser más generosos y más buenos en el mundo presente”.
No hablaba Blasco Ibáñez de una ilusión enajenadora, que sirviera de subterfugio al lector para huir de sus responsabilidades, sino de una ilusión que le permitiera imaginar un mundo mejor, más justo y ecuánime. Pronunciadas esas palabras en 1920, en la Universidad George Washington, ni era ya entonces el activista de otros tiempos ni era aquélla la ocasión de hablar como tal. No obstante, hay en ese discurso una declaración de principios, atemperada pero firme. Blasco Ibáñez seguía creyendo en un mundo laico, con capacidad de cambiar la realidad, de ser cada vez más libre, más justo y más equitativo. El eterno republicano, famoso y aburguesado, hombre en aquel entonces de lo que hoy se llamaría la jet set, seguía agarrado, de todos modos, al sueño, no realizado pero todavía anhelado, de que sería posible un día cercano proclamar y establecer en España los principios de la Revolución Francesa: la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Republicano de toda la vida, cuando se enteró, en 1923, del golpe de Estado del general Primo de Rivera, que contó con la aquiescencia de Alfonso XIII, decidió, frente al resignado callar de la mayor parte de la población española, luchar con la palabra, como también había hecho durante la Primera Guerra Mundial, por esos principios. En unas declaraciones había anunciado: “Yo sí opinaré. A ningún hombre que pueda tener eco en España y en el mundo entero le es lícito callar en estos momentos. El que calle, debiendo hablar, sabe por qué calla; pero no olvide que, en su día, así lo reclama la justicia, se exigirán todas las responsabilidades por acción y también por omisión. Si en España no se puede hablar ni escribir, hablaré y escribiré fuera. No se me tache de mal patriota si expongo ante la faz del mundo las vergüenzas políticas de mi país”. Así lo hizo. En noviembre de 1924, además de crear y sufragar la revista España con honra, donde colaboraron Miguel de Unamuno y Eduardo Ortega y Gasset, publicó Una nación secuestrada: el terror militarista en España y, en mayo de 1925, Lo que será la República española. En 1920 había publicado El militarismo mejicano, un libro también político, que resultó asimismo muy polémico.
En los años finales de su vida publicó las colecciones de cuentos El préstamo de la difunta (1921), Novelas de la Costa Azul (1924) y Novelas de Amor y Muerte (1927), y las novelas El paraíso de las mujeres (1921), La Tierra de todos (1922), La reina Calafia (1923), El Papa del mar (1925) y A los pies de Venus (1926). En 1929 aparecieron dos novelas póstumas: En busca del Gran Kan y El caballero de la Virgen, y en 1930, El fantasma de las alas de oro.
El éxito de ventas de la casi totalidad de su producción literaria se debió muy posiblemente a que se había adelantado, como señala León Roca, “en muchos años al ritmo en que vive y se desenvuelve su patria”. Poco antes de morir, le hacía Blasco Ibáñez estos comentarios a Estévez Ortega: “Mis novelas se venden más que hace tres años, y no juzgo prudente decir por qué. Hace tres años, su tiraje inicial era de 34.000 ejemplares; ahora es de 40.000. Me refiero a mis novelas en lengua española. Y debo decir que, según mis cálculos, una cuarta parte o algo más queda en España, y el resto se difunde por toda la América española, y también por los Estados Unidos, donde tengo numerosos lectores que saben español y no aguardan a que las novelas se publiquen en inglés”. ¿Qué pensarían los escritores españoles que estaban malviviendo en España, mirando con temor los Pirineos, con unas tiradas de mil o dos mil de sus libros al leer declaraciones como éstas? Pío Baroja, en respuesta a unos comentarios de Blasco Ibáñez sobre Mala Hierba, decía, en 1918, de La horda: “Como todas mis novelas, Mala Hierba parece un borrador de un libro que no ha cuajado”, y, por el contrario: “Lo que hizo Blasco Ibáñez [en La horda] es fácil. Dar unidad a un libro empleando fórmulas viejas de relleno, usando una retórica altisonante, es cosa que se puede aprender, como se aprende a hacer zapatos”. La enemistad de Baroja hacia Blasco Ibáñez le impedía reconocer que el éxito del valenciano podía estar motivado precisamente porque él sabía dar a sus obras esa unidad, que no se puede aprender, contra lo que afirmaba Baroja, como un artesano aprende su oficio. No se puede aprender de ese modo porque no solamente había oficio, algo siempre muy respetable, sino porque había mucho más. Blasco Ibáñez, en las “novelas sociales” se había planteado la escritura de esas cuatro novelas —igual que con las novelas valencianas y de la mayoría de sus novelas— en términos tanto artísticos como ideológicos. Acaso en esa conjunción radique que sus novelas —lo mismo cabe aventurar de la obra de Galdós, de Víctor Hugo o de Zola— contaran con tan amplia recepción.
Encontrar la clave de la razón —o mejor de las razones, pues todo parece indicar que no hay una sola razón, sino muchas razones— del éxito de Blasco es uno de los retos más difíciles, y tal vez más urgentes, que plantea el fenómeno literario Blasco Ibáñez. Su radicalismo republicano era de raigambre pequeñoburguesa —lo que limita el alcance ideológico tanto de las novelas valencianas como de las sociales y demás novelas—, pero su mentalidad positivista, que, por otra parte, no hay que desligar de su republicanismo, representa una apuesta por la modernización, en todos los aspectos, ideológicos, políticos, culturales... de la sociedad española. Que tuviera tantos lectores, es una indicación —un marcador— de que su propuesta calaba en muy amplios sectores de la población. Y también que supo presentar artísticamente esa propuesta.
El fenómeno Blasco Ibáñez hay que enmarcarlo en un contexto nacional e internacional —especialmente, francés—, en el que no solamente entran en juego fórmulas propias de un bestseller de nuestro tiempo. No había, en el caso de Blasco Ibáñez —ni en el de Galdós, Víctor Hugo o Zola, ejemplos los tres muy pertinentes, pues fueron autores de gran éxito por quienes sintió Blasco Ibáñez una declarada admiración—, ni escapismo ni trivialización. Ni aún menos hubo complacencia con el statu quo. Hugo y Zola, como Blasco Ibáñez, y en cierto modo, Galdós, que por ello no fue propuesto para el premio Nobel, se enfrentaron al poder y sufrieron distintas formas de ostracismo. No deja de ser llamativo que Blasco Ibáñez, que en la década de 1890 buscó refugio varias veces en el extranjero perseguido por la policía de los gobiernos de la Restauración, tuviera que salir de Barcelona, cuando durante la Primera Guerra Mundial visitó España, custodiado por la Guardia Civil. Y si tras el golpe de Estado de Primo de Rivera, en connivencia el general con Alfonso XIII, volvió Blasco Ibáñez al activismo político, no lo hizo porque le iba a reportar —más bien ocurrió lo contrario— beneficios económicos. También se acusó de oportunismo a Zola por haber denunciado al Gobierno de su país en el “affaire Dreyfus”, acusación que no se aviene, como ha quedado sobradamente demostrado, a los hechos.
Obras de ~: ¡Por la Patria! (Roméu el guerrillero) (novela), Valencia, Biblioteca El Pueblo, 1887; Historia de la revolución española (1808-1874), Barcelona, La Enciclopedia Democrática, 1890-1892; La araña negra (novela), Barcelona, Seix Editor, 1892; Arroz y tartana (novela), Valencia, Biblioteca El Pueblo, 1894; Flor de mayo (novela), Valencia, Biblioteca El Pueblo, 1895; Cuentos valencianos, Valencia, Imprenta Manuel Alafre, 1896; En el país del arte (viajes), Valencia, Biblioteca El Pueblo, 1896; La barraca (novela), Valencia, Biblioteca El Pueblo, 1898; Entre naranjos (novela), Valencia, Sempere, 1900; La condenada (cuentos), Madrid, Fernando Fe, 1900; Sónnica la cortesana (novela), Valencia, Sempere, 1901; Cañas y barro (novela), Valencia, Sempere, 1902; La catedral (novela), Valencia, Sempere, 1903; El intruso (novela), Valencia, Sempere, 1904; La bodega (novela), Valencia, Sempere, 1905; La horda (novela), Valencia, Sempere, 1905; La maja desnuda (novela), Valencia, Sempere, 1906; La voluntad de vivir (novela), Valencia, Sempere, 1907; Oriente (viajes), Valencia, Sempere, 1907; Sangre y arena (novela), Valencia, Sempere, 1908; Los muertos mandan (novela), Valencia, Sempere, 1908; Luna Benamor (cuentos), Valencia, Sempere, 1909; Los argonautas (novela), Valencia, Prometeo, 1914; Los cuatro jinetes del Apocalipsis (novela), Valencia, Prometeo, 1916; Mare nostrum (novela), Valencia, Prometeo, 1918; Los enemigos de la mujer (novela), Valencia, Prometeo, 1919; El paraíso de las mujeres (novela), Valencia, Prometeo, 1921; El préstamo de la difunta (novelas cortas), Valencia, Prometeo, 1921; El militarismo mejicano (artículos), Valencia, Prometeo, 1921; La tierra de todos (novela), Valencia, Prometeo, 1922; La reina Calafia (novela), Valencia, Prometeo, 1923; Novelas de la Costa Azul (novelas cortas), Valencia, Prometeo, 1924; La vuelta al mundo de un novelista (viajes), Valencia, Prometeo, 1924‑1925; El papa del mar (novela), Valencia, Prometeo, 1925; A los pies de Venus (novela), Valencia, Prometeo, 1926; Novelas de amor y de muerte (novelas cortas), Valencia, Prometeo, 1927; En busca del Gran Kan (novela póstuma), Valencia, Prometeo, 1929; El caballero de la Virgen (novela póstuma), Valencia, Prometeo, 1929; El fantasma de las alas de oro (novela póstuma), Valencia, Prometeo, 1930.
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Francisco Caudet Roca