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Francisco de Asís Vidal y Barraquer

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Biografía

Vidal y Barraquer, Francisco de Asís. Cambrils (Tarragona), 3.X.1868 – Cartuja de Valsainte, Friburgo (Suiza), 13.IX.1943. Canónigo, obispo de Pentacomia, senador del Reino, arzobispo de Tarragona, cardenal.

Después de haber hecho los estudios de bachillerato con los jesuitas de Manresa y la carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona, desde 1887 hasta 1893, se doctoró en la de Madrid en 1900. Tras haber ejercido durante algún tiempo la profesión forense con el jurista Joaquín Almeda, en 1895 decidió ingresar en el seminario de Barcelona y terminó los estudios eclesiásticos en el de Tarragona, que entonces tenía rango de Universidad Pontificia. Ordenado sacerdote el 17 de septiembre de 1899, ejerció el ministerio en la curia de su diócesis; también fue canónigo de la catedral y vicario capitular tras el fallecimiento del arzobispo Costa y Fornaguera.

El 10 de noviembre de 1913 fue nombrado obispo titular de Pentacomia y administrador apostólico de Solsona. Recibió la consagración episcopal en la Catedral de Tarragona el 26 de abril de 1914 de manos del arzobispo Antolín López Peláez, de quien había sido vicario general. El 23 de mayo sucesivo tomó posesión de la diócesis celsonense. Fue senador del reino por la provincia eclesiástica tarraconense y vocal de la comisión de reforma del Concordato en 1914. Introdujo mejoras en el Seminario para elevar la formación del clero, entre ellas la asignatura de sociología, e hizo que muchos sacerdotes consiguieran el título de maestro. Su pontificado se caracterizó por la sencillez y cercanía al pueblo, a la vez que trabajó para conseguir que Solsona volviera a recuperar su condición de sede episcopal plena.

El 7 de mayo de 1919 Benedicto XV lo nombró arzobispo de Tarragona y dos años más tarde, en el consistorio del 7 de marzo de 1921 lo creó cardenal del título de Santa Sabina y lo nombró miembro de las congregaciones del concilio, de religiosos, de seminarios y universidades de estudios y de la reverenda fábrica de San Pedro. Su promoción a la sede metropolitana tarraconense pudo hacerse gracias al empeño personal del nuncio Ragonesi, porque cuando el conde de Romanones, jefe del Gobierno, presentó a la firma del Rey el traslado de Vidal a Tarragona, el Monarca no quiso firmar porque a Vidal se le tachaba de catalanista. Convencido de la falsedad de la acusación, el nuncio abrió una amplia investigación para demostrar que se trataba de una calumnia y realizó una valiente defensa del futuro cardenal Vidal y Barraquer en estos términos: “Puedo asegurar que en toda circunstancia he podido persuadirme de que él no sólo no es catalanista, sino anticatalanista; siempre se me ha mostrado sumamente afecto al Rey y a la Casa Real; útil sería consultar a S.A.R. la Infanta Doña Isabel para conocer el alto concepto que de tal Prelado tiene; bastaríame significar que él se ha mostrado solícito en prevenirme que algunos eclesiásticos estaban inficionados de catalanismo”.

Según Ragonesi, Vidal estaba inmune de cualquier tacha de catalanismo, y había inspirado la carta pastoral colectiva de los prelados de Cataluña, considerando y reprobando el carácter de la Lliga. Esta insinuación surgió cuando Vidal, siendo vicario capitular de Tarragona, tuvo que administrar justicia contra algún sacerdote precisamente catalanista: de él salió la extraña especie del catalanismo de Vidal. En contra de esto estaba el hecho de que Vidal había apoyado abiertamente al candidato monárquico conde de Figols contra un catalanista y que había inspirado la mencionada carta pastoral colectiva. Su pontificado tarraconense coincidió, en su primera parte, con la dictadura militar de Primo de Rivera, hostil al catalanismo nacionalista más radical, frente al cual Vidal defendió la independencia de la Iglesia y los derechos legítimos de los catalanes. Por ello se intentó sin éxito trasladarle a Burgos. Al igual que había hecho en Solsona, también en Tarragona fue ante todo un hombre de Iglesia, como demostró en sus numerosos escritos pastorales dirigidos al clero y al pueblo.

Tras la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, y la expulsión de España del cardenal primado de Toledo, Pedro Segura, a primeros de junio, Vidal se convirtió, junto con el cardenal arzobispo de Sevilla, Eustaquio Ilundáin, en la cabeza moral del episcopado, y presidió las conferencias de metropolitanos hasta que, en 1935, fue creado cardenal el nuevo arzobispo de Toledo, Isidro Gomá. En aquellas difíciles circunstancias para la Iglesia se demostró negociador hábil y realista a la vez que abierto y sensible hacia algunos puntos de vista del nuevo régimen.

Al estallar la Guerra Civil de 1936, conoció personalmente los horrores de la persecución anticlerical sólo en sus primeros días y después de oídas. El 21 de julio de 1936 salió de su palacio arzobispal y fue trasladado a Poblet, donde fue detenido dos días más tarde por elementos de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y encarcelado en Montblanch, pero consiguió ser salvado por las autoridades de la Generalitat y el 30 de julio se embarcó en Barcelona hacia Italia; pasó por Roma y después se estableció en la cartuja de Farneta, cerca de Lucca.

En su intensa correspondencia personal con el cardenal Eugenio Pacelli, secretario de Estado de Pío XI, aparece su honda preocupación por la situación de su diócesis y de sus sacerdotes y su abierta simpatía hacia el general Franco, a medida que la guerra era favorable a los nacionales, simpatía que nunca quiso manifestar en público. No firmó el documento más polémico del magisterio episcopal relativo a la contienda fratricida, que fue la carta colectiva del 1 de julio de 1937. Con este documento, el episcopado tomó una actitud bien definida ante la trágica situación religiosa de la zona republicana. Redactó la carta el cardenal Gomá, que siguió la Guerra Civil desde Navarra. Este importante documento sigue siendo muy discutido por las tesis antagónicas que defienden historiadores de tendencias opuestas y, sobre todo, porque comprometió a la Iglesia con el nuevo régimen.

La carta tiene muchas limitaciones, reparos y silencios.

Su tono fue bastante moderado, considerando las circunstancias en que fue escrita. Vidal no la firmó porque, a pesar de que valoraba el documento “admirable de fondo y de forma”, estimaba que era poco adecuado “a la condición y carácter de quienes han de suscribirlo. Temo —decía— que se le dará una interpretación política por su contenido y por algunos datos o hechos en él consignados”. Dicha carta fue muy eficaz para mitigar la persecución religiosa.

¿Qué debían haber hecho los obispos ante la persecución del clero y la destrucción de la Iglesia? Según algunos, hubiera sido más prudente callar para no comprometerse con los vencedores. Según otros, era imposible que la Iglesia estuviera de la parte de la República y no tuvo más remedio que ser beligerante.

Juzgada a la luz y con la mentalidad de un tiempo de confrontación y lucha, se trata de una carta explicable y comprensible. En ella no se califica nunca a la guerra de “Cruzada”, y la única vez que aparece esa palabra es para negar ese carácter a la contienda. Por otra parte, los obispos no trataban de demostrar tesis alguna sino de relatar hechos concretos, con el fin de evitar las tergiversaciones de la propaganda republicana, que negaba datos como la matanza indiscriminada de sacerdotes y religiosos así como de católicos, simplemente por motivos de fe. Con dicha carta, los obispos no quisieron vincular la Iglesia al futuro régimen, si bien el resultado fue que, de hecho, la vincularon.

Hoy se ven con mayor evidencia las limitaciones de dicha carta. Cuando los obispos la publicaron, se había cumplido un año del comienzo de la Guerra Civil y de la persecución religiosa en la zona republicana.

Aunque es verdad que en la carta se dieron cifras muy exageradas sobre el número de personas asesinadas por motivos religiosos, es cierto —y las investigaciones posteriores lo han demostrado— que por aquellas fechas el número de víctimas eclesiásticas se aproximaba a las seis mil quinientas, sin contar a los militantes católicos de movimientos y asociaciones de la Iglesia y a católicos en general. Entre ellos hay que incluir al obispo Manuel Borrás, auxiliar de Vidal en Tarragona, y a ciento treinta y cinco sacerdotes de la misma archidiócesis, todos ellos en proceso de beatificación. Pío XI aprobó la carta y puso de relieve cómo los obispos, a la vez que condenaban el mal, viniera de donde viniera, tenían palabras de generoso perdón para cuantos, persiguiendo a la Iglesia, habían provocado tantos daños materiales y espirituales a la religión católica.

La carta colectiva tuvo un amplio eco en todo el mundo y, contra lo que temía el cardenal Vidal, produjo en zona republicana unos efectos contrarios a los que él supuso. El Gobierno republicano de Valencia reaccionó dando muestras de moderación, que permitieran desvirtuar la pésima imagen que de su régimen había dado. El católico Manuel de Irujo, entonces ministro de Justicia, comenzó a ser tenido en cuenta, se redujo notablemente la virulencia de la persecución, se libertaron a algunos sacerdotes presos y se permitió a los católicos adictos al sistema que intentaran establecer contactos con la Santa Sede para restablecer unas relaciones interrumpidas, pero jurídicamente subsistentes.

Los admiradores de Vidal trataron con cierto desdén a Gomá porque, siendo también catalán, se mostraba apologista de España como patria, y dejaron entrever que Gomá impidió el regreso de Vidal, lo cual es históricamente falso. En cambio, está documentado que Gomá no pudo ser nombrado obispo muchos años antes debido a unos pésimos informes que Vidal dio de él a la Santa Sede, si bien más tarde los retractó. Gomá podía haber sido obispo de Gerona en 1920, pero Vidal se lo impidió. Después lo fue de Tarazona en 1927 y posteriormente primado de Toledo. Gomá el paladín de la reconciliación nacional y, a la vez, la primera víctima ideológica del nuevo Estado, al que censuró por su totalitarismo.

A Gomá se le ha llamado el “cardenal de la guerra” para contraponerlo a su paisano Vidal, denominado “cardenal de la paz”. Ninguno de estos apelativos corresponde a la verdad histórica, porque Vidal quedó exilado de España en 1936 y apenas tuvo incidencia alguna en su diócesis, ya que no regresó a ella: en un primer momento porque él no quiso, a causa de la persistente persecución; después, porque Franco se lo impidió. Sin embargo, trabajó mucho desde el exilio en favor de sus sacerdotes y católicos perseguidos; deseó sinceramente la victoria de Franco, y así lo dijo textualmente en carta del 21 de febrero de 1937 al cardenal Pacelli; hizo algunas gestiones para conseguir un final negociado de la guerra, pero todas ellas fueron infructuosas. En cambio, Gomá promovió la pacificación y reconciliación, pues entendía que la única salida posible a la situación de la Iglesia era la victoria de los “nacionales”. Gomá nunca quiso la guerra, sino, todo lo contrario: hizo lo posible para conseguir la paz. Vidal, por su parte, hizo gestiones para que terminara el conflicto y, en este sentido, escribió el 3 de marzo de 1938 a Franco pidiéndole que negociara la paz, y el 12 de marzo sucesivo escribió también en el mismo sentido al jefe del Gobierno republicano Negrín.

El 30 de abril se ofreció al Gobierno como rehén para que fuesen liberados los sacerdotes y católicos detenidos en las cárceles republicanas, porque si bien habían disminuido los asesinatos, registros y saqueos, continuaban armados los anarquistas (CNT [Confederación Nacional de Trabajadores]-FAI) y trotsquistas (POUM [Partido Obrero de Unificación Marxista]), en poder de los cuales estaban las principales fuentes de riqueza, dudándose se dejasen desarmar por los comunistas y sus aliados. “Estos últimos —decía el arzobispo de Tarragona— parece que intentaron restablecer el culto como medida política y de repercusión en el exterior, pero no creo que los católicos se dejen engañar, ya que no existe la menor garantía y podría resultar peligroso sobre todo para los sacerdotes, religiosos y aun católicos que procuran pasar desapercibidos”.

Vidal alabó las iniciativas del ministro Irujo, al que apoyaban los adictos de Unió Democrática, un pequeño partido que, según el cardenal de Tarragona, poseía “sana ideología religiosa, pero era algo extremista en la cuestión de Cataluña y, por este motivo, mirado con simpatía por algunos de los actuales gobernantes, circunstancias que, si bien se debe aprovechar para practicar todo el bien posible, ha de ser siempre con la cautela de que no introduzcan fundadamente sobre nosotros la menor tilde de política partidista”. Poco antes del final de la guerra, el Gobierno republicano invitó a Vidal para que regresara a Tarragona, invitación que él no aceptó por las razones que explicó en carta dirigida a Irujo: “¿Cómo puedo yo dignamente aceptar tal invitación, cuando en las cárceles continúan sacerdotes y religiosos muy celosos y también seglares detenidos y condenados, como me informan, por haber practicado actos de su ministerio, o de caridad y beneficencia, sin haberse entrometido en lo más mínimo en partidos políticos, de conformidad a las normas que les habían dado?”. Y añadía: “Los fieles todos, y en particular los sacerdotes y religiosos, saben perfectamente los asesinatos de que fueron víctimas muchos de sus hermanos, los incendios y profanaciones de templos y cosas sagradas, la incautación por el Estado de todos los bienes eclesiásticos y no les consta que hasta el presente la Iglesia haya recibido de parte del Gobierno reparación alguna, ni siquiera una excusa o protesta”.

Irujo insistió en su petición y le declaró al cardenal que la invitación que le había hecho en nombre del presidente del Gobierno, Juan Negrín, y del Ministerio de Estado, José Giral, no era “un mero cumplimiento ni un motivo de propaganda. Ni siquiera un gesto afectivo tan solo. Obedece a la necesidad de llevar la paz a las conciencias y llegar a la restauración de la vida religiosa, la apertura de las iglesias, la asistencia a los fieles”.

Esta intervención de Irujo demuestra una vez más sus deseos sinceros de acabar con aquella caótica situación y de normalizar las relaciones con la Iglesia. Pero Vidal veía difícil y arriesgado trasladarse a Tarragona, junto con su secretario, aunque estaba dispuesto a hacerlo si la Santa Sede lo creía conveniente. Sin embargo, nunca recibió una respuesta favorable a este viaje ni del Papa ni del cardenal Pacelli, probablemente porque por aquellas fechas había llegado a Salamanca el nuncio Cayetano Cicognani, acreditado ante el Gobierno “nacional” de Salamanca, y porque el Gobierno republicano —a pesar de los buenos deseos de Irujo— no acababa de ofrecer pruebas convincentes de su cambio de actitud, como demostró el recrudecimiento de la persecución en Cataluña a lo largo del año 1938.

Al no poder gobernar su diócesis, Vidal nombró vicario general de Tarragona en 1937 a Salvador Rial (1887-1953), a quien la Santa Sede le encomendó las diócesis de Lérida y Tortosa, en calidad de administrador apostólico. Rial consiguió mantener buenas relaciones con las autoridades republicanas y las de la Generalitat de Cataluña, a pesar de las difíciles circunstancias, y desarrolló una discreta acción pastoral, que resultaba prácticamente imposible debido a la persistente persecución.

A finales de 1938 viajó a París y a Roma para entrevistarse con el cardenal Vidal e informar a la secretaría de Estado del Vaticano de la situación religiosa de Cataluña. Llevó también una carta del ministro Álvarez del Vayo al cardenal Pacelli, que garantizaba la libertad religiosa y proponía la normalización de relaciones diplomáticas, pero se trataba de una clara maniobra propagandista de un gobierno agonizante que buscaba subsistencia en el extranjero, cuando el final de la guerra era cada vez más inminente. Cuando el Ejército “nacional” entró en Tarragona, Rial quedó detenido durante algunos días por las autoridades militares, pero fue puesto inmediatamente en libertad y después continuó ejerciendo de vicario general del cardenal exiliado, al que la Santa Sede nunca quiso quitar el título de arzobispo de Tarragona, a pesar de las presiones del nuevo régimen.

El 19 de enero de 1939 Rial se apresuró a escribirle al cardenal Pacelli —que apenas un mes y medio más tarde sería elegido papa con el nombre de Pío XII— en estos términos: “Gracias al Señor esta ciudad y archidiócesis han sido felizmente liberadas por el glorioso Ejército español, y ha renacido a nueva vida religiosa, patriótica y social, con el intenso entusiasmo de todo el pueblo”. En 1952 Franco concedió a Rial la encomienda de la Orden de Alfonso X el Sabio, cuyas insignias le fueron ofrecidas por el Consejo Provincial de Falange. Cuando murió Vidal, Franco envío un escueto telegrama de condolencia difundido por la prensa nacional. Sus restos mortales fueron enterrados en la Catedral de Tarragona en 1978.

 

Obras de ~: Església i Estat durant la Segona República Espanyola, 1931-1936, ed. de M. Batllori y V. M. Arbeloa, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1971-1991.

 

Bibl.: R. Muntanyola, Vidal i Barraquer, cardenal de la Pau, Barcelona, Estela, 1969; J. M. Cuenca, “Vidal y Barraquer, Francisco”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. IV, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1975, págs. 2755-2756; R. Comas, Isidro Gomá-Francesc Vidal i Barraquer. Dos visiones antagónicas de la Iglesia española de 1939, Salamanca, Sígueme, 1977; Vidal i Barraquer: sintesi biográfica, Barcelona, Publicacions de l’Abadía de Montserrat, 1977; V. Cárcel Ortí. La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939), Madrid, Rialp, 1990, págs. 134-139, 282-284, 331-333; “Benedicto XV y los obispos españoles. Los nombramientos episcopales en España desde 1914 hasta 1922”, en Archivum Historiae Pontificiae, 29 (1991), págs. 197-254; J. Raventós i Giralt, Francesc Vidal i Barraquer, Barcelona, Labor, 1993; H. Raguer, Salvador Rial, vicari del cardenal de la Pau, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1993; F. A. Picas, Les llágrimes del Cardenal Vidal i Barraquer: una biografía inédita, Barcelona, La Formiga d’Or, 1994; V. Cárcel Ortí, Actas de las Conferencias de Metropolitanos Españoles (1921-1965), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1994; J. M.ª Tarragona, Vidal i Barraquer: de la República al Franquisme, Barcelona, Columna, 1998; V. Cárcel Ortí, La gran persecución. España 1931-1939. Historia de cómo intentaron aniquilar a la Iglesia católica, Barcelona, Planeta, 2000, págs. 140-316; Z. Pieta, Hierarchia catholica, vol. IX, Padua, Il Messaggero di S. Antonio, 2002, págs. 18, 19, 24, 27, 120, 293, 357; V. Cárcel Ortí, La Iglesia y la Transición española, Valencia, Edicep, 2003, págs. 29-32.

 

Vicente Cárcel Ortí

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