Alfonso XII. Madrid, 28.XI.1857 – 25.XI.1885. Rey de España.
Alfonso de Borbón y Borbón, hijo de Isabel II y de su esposo el rey consorte don Francisco de Asís de Borbón y Borbón, nació en el Palacio Real de Madrid el 28 de noviembre de 1857. Bautizado el 7 de diciembre del mismo año en la capilla de Palacio, se le impusieron los nombres de Alfonso, Francisco de Asís, Fernando, Pío, Juan, María, Gregorio y Pelagio, siendo su padrino el pontífice Pío IX representado por el nuncio Banli: el mismo Pontífice que en 1870 le administraría, en Roma, la Primera Comunión.
Muy niño aún, don Alfonso acompañó a sus padres en las visitas que éstos hicieron a las diversas provincias españolas. En Covadonga fue confirmado, recibiendo un nombre más, el simbólico de Pelayo.
Jefe del cuarto del Príncipe y orientador de su educación fue el marqués de Alcañices, José Nicolás de Ossorio y Silva —padre del que había de ser con el tiempo íntimo amigo del Rey, el duque de Sesto—. A partir de 1865 sustituyó a aquél el conde de Ezpeleta de Beire, asistido por el general Álvarez Osorio, jefe de Estudios, el canónigo sevillano Cayetano Fernández, encargado de las clases de Religión —al que a su vez sustituiría el arzobispo de Burgos, Fernando de la Cuesta y Primo de Rivera—, así como los gentiles hombres Bernardo Ulibarri, Isidro Losa y Guillermo Morphy —otro de los futuros íntimos del Rey, a quien serviría de secretario hasta su muerte—.
Sobrevenida la revolución de 1868, tras la batalla de Alcolea, la Familia Real hubo de abandonar el país (30 de septiembre), internándose en Francia; tras una breve estancia en el castillo de Pau, cedido por Napoleón III, quedó instalada en París, primero en el palacio Rohan, luego en el Basilewski (rebautizado palacio de Castilla). Don Francisco de Asís se retiró a como Epinay; la separación entre los reales esposos sería definitiva.
El príncipe, que contaba once años, fue matriculado en el Colegio Stanislas, donde siguió, “con aprovechamiento”, un solo curso, al que se añadieron clases particulares: así, Morphy le inició en materias políticas y constitucionales.
El 25 de junio de 1870, la Reina abdicó en su único hijo varón, en solemne ceremonia celebrada en el palacio de Castilla: los más sensatos miembros del partido isabelino (unionistas, y algún moderado), entre los que destacaban Sesto y el marqués de Molins, lograron convencer a Isabel II de que tomara esta decisión, ya aconsejada el año anterior por varios destacados políticos de su reinado, encabezados por Bravo Murillo.
Los graves acontecimientos internacionales (la guerra franco-prusiana y sus consecuencias inmediatas) determinaron el traslado de la Familia Real española a Ginebra. En 1872, don Alfonso —cuya educación dirigía entonces el brigadier O’Ryan—, ingresó en el prestigioso Colegio Theresianum, de Viena, donde cursó estudios hasta 1872, en que se incorporó a la academia Militar de Sandhurst, en Inglaterra, siguiendo el consejo de Cánovas del Castillo, que desde 1873 dirigía el movimiento político que había de llevar a la Restauración.
En contraste con el caso de Isabel II, cuyas lamentables carencias en educación —intelectual y política— contribuyeron eficazmente al fracaso de su reinado, don Alfonso se formó en contacto con los más variados ambientes sociales y culturales, y en los mejores colegios de Europa. Dominando varios idiomas; familiarizado con sistemas políticos que iban del autoritarismo paternalista del emperador Francisco José al parlamentarismo británico de la reina Victoria, y dotado de una inteligencia despierta, de una clara intuición y de una generosidad y amplitud de miras verdaderamente regias, Alfonso XII iba a ser el Rey ideal para coronar el proyecto integrador de Cánovas.
En diciembre de 1874, el pronunciamiento de Martínez Campos precipitó los acontecimientos, al conseguir que prácticamente todos los mandos del Ejército se sumasen a la iniciativa de aquél, cuando al frente de la brigada Dabán proclamó Rey a Alfonso XII en Sagunto. Aunque el proyecto canovista —basado en una proclamación democrática del Rey en el seno de las Cortes en que necesariamente había de desembocar la “república sin parlamento” del general Serrano—, estaba en contradicción con un nuevo recurso a las armas, hubo de asumir los resultados del golpe militar, haciéndose cargo del Gobierno-regencia en que le ratificó el ya rey Alfonso, desde París, donde se encontraba al recibir la noticia del pronunciamiento. Por lo demás, la compenetración de don Alfonso con el programa político de Cánovas, había quedado expresada en el manifiesto de Sandhurst, publicado con ocasión del cumpleaños del Príncipe en noviembre anterior, documento que mostraba una clara divergencia con respecto a la tradición moderada, al afirmar una voluntad integradora con respecto a las dos Españas en guerra, apuntando a un sistema centro, preconizado ahora por el mismo Cánovas que en otro tiempo había sido el artífice del “partido centro” (la Unión Liberal encabezada por O’Donnell).
El párrafo final del manifiesto reflejaba, perfectamente, la voluntad de concordia entre la posición integrista y la vocación democrática enfrentadas en 1868: “Llegado el caso, fácil será que se entiendan y concierten, para todas las cuestiones por resolver, un príncipe leal y un pueblo libre. Sea lo que quiera mi suerte, no dejaré de ser un buen español, ni como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre de mi siglo, verdaderamente liberal”.
Alfonso XII entró en España por Barcelona, donde tuvo un recibimiento entusiasta (9 de enero de 1875).
Allí confirmó en sus poderes a Cánovas, y siguió viaje por Valencia, para hacer su entrada triunfal en Madrid el 14 del mismo mes. Cuatro días más tarde partía —vía Zaragoza— a fin de ponerse al frente de las tropas que luchaban contra el carlismo. En Peralta lanzó un manifiesto conciliador a los combatientes carlistas, que no tuvo efecto alguno. En Lácar estuvo a punto de ser sorprendido por un destacamento enemigo, pero logró ponerse a salvo dejando bien probado su valor personal. De regreso a Madrid, visitó en Logroño al viejo general Espartero —todo un símbolo— que le impuso su propia cruz laureada de San Fernando. Secundando la política integradora de Cánovas, tomó contacto también con Serrano y Sagasta —respectivamente, jefe del Estado y jefe del Gobierno a cuyos poderes había puesto fin la Restauración—.
Ruiz Zorrilla, en cambio, marcó distancias, manteniendo un republicanismo a ultranza desde su exilio en Francia, donde no tardaría en lanzarse a vías conspiradoras.
La Constitución de 1876, elaborada en las Cortes reunidas el año anterior por un breve Gobierno Jovellar, y de la que fue auténtico artífice Cánovas, y redactor Alonso Martínez, abrió camino a una política tan alejada del moderantismo isabelino —que cifraba su programa en el restablecimiento de la Constitución de 1845— como de la democracia del 69: aspiró a un equilibrio ecléctico entre ambos. El artículo 11 —el más polémico de la Constitución de 1869, que establecía la libertad de cultos— fue sustituido por una prudente “tolerancia de cultos” que, de hecho, estaba muy próxima a aquélla. En cuanto a los poderes del Rey, quedaron fijados en la “regia prerrogativa” —que convertía al poder moderador en árbitro entre los partidos—, y en el mando supremo del Ejército. Como Rey soldado, Alfonso XII había de ser el factor fundamental para asegurar el civilismo al que aspiraba Cánovas, clausurando al “régimen de los generales”. El mismo año 1876 concluía la guerra carlista: el Rey, asesorado por el general Quesada, dirigió la ofensiva final, entrando en Pamplona el 28 de febrero, al mismo tiempo que el llamado Carlos VII cruzaba la frontera. Dos años después, la colaboración entre los dos jefes que habían conducido las operaciones en España —Martínez Campos y Jovellar— permitió poner fin a la guerra de los diez años (paz de Zanjón). La concordia ideológica y la conclusión de los conflictos armados, en España y en Ultramar, justificaron el honroso apelativo del Monarca, el Pacificador.
El 23 de enero de 1878 tuvo lugar —pese a la oposición de la reina Isabel— la boda del Rey con su prima, María Mercedes de Orleans, de la que estaba profundamente enamorado. Desgraciadamente, la joven soberana —diecisiete años— falleció cinco meses más tarde. El Rey hubo de contraer nuevo matrimonio (29 de noviembre de 1879), esta vez por estricta razón de Estado, con la archiduquesa María Cristina de Habsburgo-Lorena, que desempeñaría un papel ejemplar en el trono, pero no contó nunca con el amor de su marido. De este enlace nacerían tres hijos: la princesa Mercedes (1881), la infanta María Teresa (1883), y el que ceñiría la corona como Alfonso XIII, nacido seis meses después de la muerte de su padre.
En todo momento el Rey supo desempeñar con perfecta pulcritud el papel de árbitro entre los dos partidos —liberal conservador y liberal progresista— que dieron vida al “sistema centro” antes referido. Su lealtad a Cánovas fue una constante en su conducta; y en algún momento crucial demostró serlo a pesar del propio Cánovas. Efectivamente, fue iniciativa del Monarca —haciendo uso de la regia prerrogativa— la llamada al poder de los “constitucionalistas” de Sagasta en 1881, iniciando así, de hecho, el futuro “turnismo”.
El mando del Partido conservador se había prolongado por espacio de seis años, y empezaba a insinuarse en el horizonte el fantasma de los “obstáculos tradicionales” que, identificado con la política de Isabel II, había provocado el hundimiento del trono en 1868. Alfonso XII acreditó ahora el carácter liberal de la Monarquía: situación contrapuesta a la típica de la época isabelina, caracterizada por el mantenimiento en el poder de un solo partido.
Contribuyó eficazmente a la consolidación de la monarquía alfonsina, que ésta coincidiese con una excelente coyuntura económica: el decenio 1876-1886, el período más brillante, en este sentido, del siglo XIX, identificado en Cataluña con la llamada “febre d’or”.
Precisamente en relación con las nuevas inquietudes que esa realidad estimulaba en la burguesía catalana, demostró Alfonso XII, una vez más, su acertada concepción de España y de la monarquía. En efecto, en el último año de su reinado tomó contacto con el incipiente catalanismo organizado, una de cuyas motivaciones radicaban en la lucha para restablecer un sistema proteccionista. La cordial acogida del Rey a los portadores del memorial de greuges (agravios) —Guimerá, Almirall, Verdaguer, Collell y Maspons— puso de relieve la amplitud de horizontes que definen el españolismo de don Alfonso, no muy acorde con la política que en esa misma época presidía el arreglo comercial o modus vivendi en Inglaterra.
De que el régimen estaba perfectamente consolidado dio pruebas concluyentes el fracaso de los intentos de retorno al viejo sistema de los pronunciamientos.
En 1883 se produjo el que, fraguado desde París por Ruiz Zorrilla, fracasó rotundamente en Badajoz y —en sus posteriores secuencias— en Santo Domingo de la Calzada y en la Seo de Urgell. La solidez del Régimen se probó asimismo en el ámbito internacional: el Régimen demostró su simpatía hacia Alemania con el viaje del Rey a Berlín en 1883 —lo que tuvo como contrapartida la mala acogida que le dispensaron en París a su regreso—. En cualquier caso, ese episodio contribuyó a acentuar la adhesión del pueblo español hacia su joven Rey, demostrada clamorosamente a su regreso. La buena relación de don Alfonso con el emperador Guillermo I evitó que, en septiembre de 1885, la cuestión de las Carolinas degenerase en un rompimiento armado; y así, pudo resolverse mediante el arbitraje del papa León XIII.
En todo momento, el Rey gozó de una extraordinaria popularidad. Es curioso que a esta popularidad contribuyese incluso el “donjuanismo” impenitente de don Alfonso, muy dado a aventuras extramatrimoniales, de las cuales dos tuvieron especial resonancia —la de su devaneo con Adela Borghi y, de forma mucho más estable, sus amores con Elena Sanz, de la que tuvo dos hijos—. Pero, por encima de su perfecta adecuación al papel de Rey constitucional y, por encima también de su valor a toda prueba y de su simpática llaneza, lo que explica y justifica plenamente la popularidad del Rey es su entrega sin regateos al servicio de su pueblo cuando éste se vio afectado por desgracias o catástrofes colectivas. Así, su asistencia a los perjudicados por las inundaciones de Murcia, y sobre todo, su extraordinaria labor de socorro a los afectados por los terremotos de Andalucía oriental a finales de 1884, cuando ya su salud era muy precaria; acto de caridad que se repitió en agosto de 1885 al ceder las salas del palacio de Aranjuez para hospitalizar a los afectados por la epidemia colérica, y su presencia personal junto a los mismos, pese al veto que el Gobierno había opuesto a ello.
Dos meses después, el 25 de noviembre de 1885, el Monarca, minado por la tuberculosis, falleció en el palacio del Pardo, en medio de la desolación de su pueblo. Su muerte dio ocasión al prudente acuerdo que los dos partidos del sistema pactaron para sucederse pacíficamente en el poder, llamado por ello impropiamente, Pacto de El Pardo.
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Carlos Seco Serrano