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Vicente Palmaroli González

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Biografía

Palmaroli González, Vicente. Zarzalejo (Madrid), 5.IX.1834 – Madrid, 25.I.1896. Pintor.

En Zarzalejo, pequeño pueblo de la sierra de Guadarrama, nació Palmaroli el 5 de septiembre de 1834, hijo del italiano Gaetano Palmaroli y de su esposa madrileña, Tomasa González Herránz. Su infancia transcurre en Madrid, donde su padre, también pintor, trabaja como dibujante en el Real Establecimiento de Litografía, a las órdenes de José Madrazo. En 1838, momento en que cierra definitivamente el Real Establecimiento, Cayetano Palmaroli se establece por su cuenta como impresor, aunque sin éxito. En 1841, los Palmaroli se van a Fermo, ciudad de las Marcas donde Cayetano había nacido, realizando Vicente sus primeros trabajos artísticos bajo la dirección de su padre. Al volver la familia a España en 1848, ingresa a continuación en la Academia de San Fernando, centro donde tendrá como maestros más destacados a José y Federico de Madrazo, sintiendo por éste último un afecto casi filial.

En 1853 muere el padre de Palmaroli y Federico Madrazo logra que su puesto de litógrafo del Real Museo pasara a su hijo, ya decidido éste a acudir a Italia para completar su formación artística. Al respecto, visitará a menudo el estudio de su maestro para copiar diversos retratos en los que éste trabajaba, como los de Isabel II, réplicas que, dada su esmerada formación como dibujante, le proporcionarán algún dinero adicional para su proyectado periplo. A través de sus amistades, logra que el rey consorte, Francisco de Asís, le proporcione su ayuda, recibiendo también dinero de su amigo Ventura Miera.

Por fin, acompañado de Rosales y de Luis Álvarez, los dos compañeros de estudios, se dirige a Italia en agosto de 1857, para, tras un largo viaje, llegar a Roma y alquilar un estudio en la Via della Purificazione, pieza sin apenas mobiliario pero suficiente para el trabajo de cada miembro del grupo. Mientras, Palmaroli recibe una Real Orden que le nombra litógrafo de cámara excedente, con la aportación de 12.000 reales anuales, aunque, en todo caso, con sus ahorros y la desahogada posición económica de Luis Álvarez, pueden dedicarse al estudio sin agobios. El ambiente de la ciudad, por otro lado, no podía ser más propicio para el inseparable trío, pues podían disponer de abundantes modelos, acudir a la Academia Chigi y estudiar las obras de los gigantes del pasado, acudiendo luego al Café Greco como lugar de reunión favorito.

Por encargo de Isabel II comienza a elaborar Los cinco santos, especie de Sacra Conversazione donde combina las enseñanzas puristas de José de Madrazo con la sugestión de los maestros italianos del Renacimiento, dominando la escena, en lo alto, un san Ildefonso entronizado como santo titular del príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII. Al igual que Rosales, Palmaroli también retratará a jóvenes campesinas italianas, como Pascuccia, la napolitana y Pastora napolitana, ambas plasmadas con gran delicadeza.

Presentados los dos primeros cuadros, antes citados, en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1862, la escena religiosa recibirá una Medalla de Segunda Clase, mientras su Pascuccia, que gusta a público y crítica por su dulce naturalismo, le proporciona una Primera Medalla que causará sensación, al no tratarse de un cuadro de historia. Gracias a su atrayente temperamento, durante su breve permanencia en Madrid Palmaroli también logrará la amistad de diversos personajes de la alta sociedad, como el duque de Fernán Núñez. En 1863 vuelve a Italia y durante tres años alterna su residencia entre Roma, Florencia y Nápoles, retornando a Madrid en 1866 para casarse con Sofía Reboulet.

Retratado por Luis de Madrazo con un rostro que a la vez transmitía bondad y viveza, realiza ahora algunas de sus mejores efigies femeninas a cuerpo entero, pues a la fechada en Italia, en 1865, de Hersilia Castilla, cuñada del entonces embajador de España en Roma, habría que unir la de la Infanta Isabel, ésta elaborada en Madrid. En ambos retratos, donde la elegancia en la pose y el suntuoso entorno recuerdan a Federico Madrazo, resalta el intenso cromatismo de las vaporosas vestimentas, plena, sobre todo, de distinción la figura de la infanta Isabel.

Inaugurada la Nacional de 1867, Palmaroli acude con estos dos lienzos y con su Sermón en la Capilla Sixtina, cuadro donde se percibe una notable preocupación por captar la gradación atmosférica en función de la luz que entra por los altos ventanales e inunda el centro de la amplia escena, sin olvidar el naturalismo que expresan las diversas actitudes de los numerosos prelados y la llamativa y dominante nota roja que surge de la vestidura escarlata de los cardenales.

Admirado por el público y la crítica desde la inauguración del certamen, Palmaroli logra con este óleo, de nuevo de género, otra Primera Medalla. Acude a continuación a París como comisionado de la delegación española en la Exposición Universal y consigue con su Capilla Sixtina una Medalla de Oro de Segunda Clase y un nuevo éxito, al punto que, pese a tratarse de un encargo de Francisco de Asís, la emperatriz Eugenia insistiría en comprarlo. Palmaroli aprovecha su estancia en París para contactar con Raimundo Madrazo, Zamacois o Meissonier, quien le influirá con sus cuadros sobre el siglo XVIII, muy de moda en aquella época.

Tras la muestra parisina se instala en Madrid, en su estudio de la Flor Baja, pronto convertido en animado centro de reunión de amigos de la aristocracia o del mundo de la política y las artes, como los duques de Fernán Núñez y de Abrantes, el catedrático y luego ministro Segismundo Moret o el pintor Enrique Mélida.

Nombrado en 1868 miembro de la Academia de San Fernando, no tardará en ejercer la enseñanza en dicha institución, con León Garrido, Alcázar Tejedor o Joaquín Pallarés como aplicados alumnos. En esta época firma, además, algunos retratos femeninos de elegante naturalismo, como los de Isabel MacCrohon o Ida de Bauer, así como algunas escenas históricas donde es evidente la huella de La Presentación de Juan de Austria a Carlos V, de Rosales, en la profunda concepción del espacio, como en La entrevista de Fernando el Católico y su hija Juana y en Juana la Loca en Tordesillas.

En la Nacional de 1871, donde se presenta con varios cuadros, alcanza con Los Enterramientos de la Moncloa en 1808 su Tercera Medalla consecutiva de Primera Clase. El lienzo, diseñado como una continuación de los Fusilamientos de Goya, evoca la trágica madrugada del 3 de mayo en Madrid, en los desmontes de la montaña de Príncipe Pío. Así, bajo un amplio y amenazante cielo, varias mujeres madrileñas, de mórbidas carnaciones, velan el cadáver de una muchacha que, aún hermosa, yace en el suelo, mientras muestran su dolor con convulsos gestos, al tiempo que, en el lado opuesto de la escena, un enterrador vestido con casaca se apoya emocionado sobre su pala. La imponente y oscura silueta de San Francisco el Grande, recortada al fondo tras un lúgubre árbol de ramas secas, o el viento que, de forma casi palpable, barre el desolado paisaje agitando las vestimentas, completan los ingredientes con los que Palmaroli intenta dotar al motivo de un máximo de patetismo. Pintura teatral para muchos, para otros resultaría atractiva por su dramatismo y la verista emoción que transmitía, no faltando los que alabaran la empastada y briosa factura de ejecución.

Tras tomar en 1872 posesión de su asiento en la Academia, realiza para el Ministerio de Fomento el retrato a cuerpo entero del rey Amadeo de Saboya como capitán general, efigie de aparato donde el monarca posa con hierática dignidad. Un año después plasma, con factura suelta y cálida iluminación, el ya anciano perfil de Juan Eugenio de Hartzenbusch, dotando a la figura del dramaturgo, absorto en la lectura de un libro, de nobleza y distinción de espíritu.

A continuación marcha con su familia a París y en diciembre de 1873 ya está instalado en la ciudad, en un lujoso estudio de la rue de la Rochefoucauld, donde pronto acudirán asiduamente desde su antiguo protector, Francisco de Asís, ahora en el exilio, a artistas de la talla de Gerôme, Alfred Stevens o Rosa Bonheur, recibiendo en sucesivos años a algunos de sus mejores alumnos en busca, de nuevo, de su magisterio, como León Garrido y Joaquín Pallarés.

A su llegada a París, el mundo del arte todavía giraba en torno a la pintura preciosista al estilo de Fortuny o de Meissonier, disputándose ávidamente los coleccionistas este tipo de cuadritos de género. Así, Palmaroli pronto logrará que sus tableautins, de brillantes tonalidades y esmerado detallismo, fueran continuamente solicitados por marchantes de la talla de Goupil, Wallis o Knoelder, siempre en busca de sus interiores suntuosos poblados por bellas figuras femeninas. En la línea de Fortuny, buen número de lienzos de esta época evocarán la España goyesca de finales del XVIII, ya protagonizados por castizas mujeres en solitario, como en El brindis, La novia o Mujer con loro, de hacia 1875, o con varias figuras, como en Un café del siglo XIX, escena donde, con gran soltura de ejecución, manola y majo comparten conversación en un mesón. Dentro de esta serie destaca especialmente El concierto, de 1880, obra ambientada en una lujosa pieza donde, junto a espejos y cuadros de marcos rococó, una joven maja tañe su instrumento de cuerda mientras otra muchacha a la española, tumbada sobre un diván, y dos circunspectos caballeros la escuchan, todos de minucioso diseño en sus diferentes rasgos físicos y en las calidades de sus vestimentas. Tampoco faltarán en su producción asuntos de amable carácter satírico, a menudo protagonizados por orondos frailes junto a risueñas o lánguidas jovencitas, tal como La peluquera, La bendición o Mal de amores.

Entre sus cuadros ambientados en la Francia de la misma época habría que destacar La vuelta del bautizo, motivo de finales del reinado de Luis XVI donde su pincel se recrea en los detalles de la palaciega estancia o en los variados personajes, también mostrados en carnaciones y ropajes con pulida factura. La pesca, sin embargo, se desarrolla en el sugerente rincón de un jardín, junto a un estanque, obra donde destaca la grácil belleza de una muchacha vestida a la moda termidor. Asimismo, su ascendencia italiana le impulsará a ubicar algunas de sus retrospectivas escenas en el país cisalpino. Así, en La Sonata, donde una distinguida dama toca en solitario su laúd en un interior, un arbolado paisaje, de corte toscano, es visible a través de la amplia galería, mientras en Bellezas venecianas, dos jóvenes miran expectantes el gran canal a través de unos ventanales góticos.

Palmaroli captará también la elegante mujer de su época en títulos como Coquetería, la Dama del libro rojo, Dama distraída, En el estudio o en ¿Qué le diré?, donde siempre es visible la habilidad técnica al definir las telas o el acabado contorno de las figuras. En otras obras con varios personajes, como En el estudio del artista o Concierto en el estudio, lienzo adquirido por los Vanderbilt, Palmaroli no haría sino confirmar su fama de virtuoso entre los círculos artísticos parisinos. Asiduo visitante, durante el verano, de localidades como Bayona, Honfleur y, sobre todo, Trouville, entonces de moda entre la sociedad parisina, Palmaroli también plasmará diversas escenas de playa donde la protagonista, de pie o sentada, mira absorta la inmensidad del mar con ensoñadora expresión, tal como en A orillas del mar, Meditación, En la playa o Meditando junto al mar. Pero quizá sea La Confesión, de 1883, su trabajo más logrado en esta serie, tomando irónicamente como confesionario el cesto de playa que protege a una joven mientras charla discretamente con un muchacho de atildado traje negro, única nota oscura en esta obra de paleta muy clara y factura aporcelanada.

Tras diez años de estancia en Francia, su nombramiento en 1883 como director de la Academia de España en Roma resultaría muy oportuno para dar fin a una etapa en la que ya daba síntomas de cansancio. Después de su primera visita al establecimiento, no tarda en organizar una exposición a fin de divulgar adecuadamente las realizaciones de los pensionados.

La reina Margarita de Italia visitaría la muestra acompañada en todo momento por Palmaroli, con quien charlaría sobre diversos detalles de las telas colgadas. Esta augusta visita tendría una gran repercusión en la ciudad, dando la Academia un gran paso como institución de primer orden en el mundo cultural romano. Ante el éxito logrado, Palmaroli reiterará el evento al año siguiente, con la reina Margarita volviendo a contemplar con agrado la obra de los becados, y en 1886, ahora con elogiosos comentarios en Le Figaro, aunque tras el enfado de Querol al exhibirse una de sus esculturas, aún no concluida, el director no volverá a organizar ninguna otra exposición durante su cargo. Sin embargo, la mayoría de los residentes estimaba y respetaba su figura, pues Palmaroli siempre estimulaba sus realizaciones y valoraba con énfasis sus avances en los preceptivos informes que enviaba periódicamente a Madrid. Por su parte, Emilio Sala, pensionado de mérito entre 1885 y 1888, le plasmará al poco de llegar a Roma en uno de sus más valorados retratos, reflejando a un Palmaroli en actitud de pintar y con su afable rostro, de sienes ya plateadas, animado por la cómplice mirada de sus vivaces ojos. En esta etapa italiana, el maestro seguirá realizando algunas efigies femeninas, ahora ausentes de todo aparato decorativo y con fondos casi siempre neutros.

Así, en 1885 muestra a Angela Roca de Togores, hija del embajador de España ante la Santa Sede, girando el rostro hacia el espectador plena de carácter y naturalidad con su traje de ricos reflejos. Sin embargo, en el retrato de Conchita Miramón, de 1889, Palmaroli olvida todo detallismo para, con sobria pincelada y austero cromatismo, centrar exclusivamente su atención en la modelo, de dulce y melancólica expresión.

Durante los últimos años de su estancia en Roma, el maestro da un total giro a su carrera en busca de un idealismo de tono poético cercano a la pintura prerrafaelista. El nuevo arquetipo femenino anhelado por Palmaroli, ahora más evanescente, tendrá su primera aparición en temas ambientados en la antigüedad grecorromana, tal como en Camino a las Catacumbas, donde una pensativa joven acerca a sus labios una pequeña cruz mientras camina entre un campo de flores, o Dedicado a Minerva, donde un cuarteto de muchachas ofrece un niño a la diosa junto a la hierática presencia de una sacerdotisa. Mostradas éstas últimas con una depurada línea que suaviza la corporeidad de las figuras, Palmaroli rebaja en paralelo el color hasta lograr una atonal simplicidad. Para su nuevo ideal femenino también tomará como referente a Shakespeare, autor al que admiraba, presentando a una Ofelia que, enamorada y llena de tristeza, camina con su estilizada y quebradiza figura.

Pero será en sus temas religiosos donde alcance la cumbre del idealismo en su época final, destacando una Virgen y el Niño donde María, con los ojos bajos y sumida en sus pensamientos, figura cubierta con un manto blanco que parece diluirla en la impalpable niebla que la rodea. Pero la obra más conocida y más representativa de este momento es el Martirio de Santa Cristina, lienzo empezado en Roma en 1891 y terminado en Madrid, poco antes de su muerte, en 1895. La tela muestra, en realidad, a la santa recogida místicamente en sí misma ante un coro de ángeles cantores y músicos que, en ondulante y difuminada línea, celebran su triunfo sobre la muerte, mientras, frente a ella, un evanescente ángel muestra la palma de su sacrificio.

En 1889, la Asociación Artística Internacional le nombra presidente por unanimidad, sustituyendo a Villegas, mientras, al cesar en 1891 como director de la Academia, se mantiene un año más en el cargo hasta la llegada de Alejo Vera, su amigo y sucesor. Por otro lado, durante estos años Palmaroli no dejaría de enviar cuadros a diversos certámenes, tal como hará regularmente con la madrileña sala Bosch, participando sucesivamente en la Exposición de Barcelona de 1888 con un San Antonio de Padua, en la Internacional de Munich de 1891 o, tras veintiún años de ausencia, en la Nacional de 1892.

Abandona Roma en 1893 y, al poco, es nombrado secretario del Museo del Prado, con Federico Madrazo como director, sucediéndole en el cargo tras su muerte en 1894. Durante su mandato logra la donación por la marquesa viuda de Cabriñana de una pequeña pero notable tabla de Memling, La Virgen y el Niño entre dos ángeles, mientras Raimundo Madrazo aporta dos cartones para tapices de Goya, El majo de la vihuela y Alegoría de la caza. Tampoco escaparían a su atención obras de importantes pintores españoles del XIX, adquiriendo en la Nacional de 1895 destacados lienzos de Sorolla, Ramón Casas o Cecilio Pla.

En momentos de gran actividad para el maestro, en mayo del citado año remite un abanico, decorado por su mano, a la exposición de objetos de arte del palacio de Anglada, o participa, durante el mes de junio, en el homenaje a Gonzalo Bilbao en el Círculo de Bellas Artes, mientras organiza en el Prado un emotivo acto en honor de José y Federico Madrazo. Pasa a continuación el verano en Galicia y, ya en diciembre, sufre durante una representación teatral un ataque de hemiplejia que le va dejando progresivamente paralítico.

Así, en posesión de las encomiendas de Carlos III e Isabel la Católica, o la cruz de la Legión de Honor francesa, muere Palmaroli un mes después, en enero de1896.

 

Obras de ~: Los cinco santos, 1862; Retrato de la Infanta Isabel, 1866; Sermón en la Capilla Sixtina, 1867; Los enterramientos de la Moncloa, 1871; Juan Eugenio de Hartzenbusch, 1873; El brindis, c. 1875; En el estudio, 1881; La confesión, 1883; Ángela Roca de Togores, 1885; Concierto de arpa, 1886; Retrato de Conchita Miramón, 1889; Ofelia, c. 1891; Martirio de Santa Cristina, 1995.

 

Bibl.: M. Ossorio y Bernard, Galería biográfica de artistas españoles del siglo XIX, Madrid, Moreno y Rojas, 1884, págs. 507-508; C. Araujo y Sánchez, “Palmaroli y su tiempo”, en La España Moderna (Madrid) (septiembre a noviembre de 1897); R. Pérez Morandeira, “Vicente Palmaroli”, en Goya, n.º 15 (noviembre-diciembre de 1956), págs. 172-175; J. A. Gaya Nuño, Arte del siglo xix, en M. Almagro Basch et al., Ars Hispaniae: historia universal del arte hispánico, vol. XIX, Madrid, Plus Ultra, 1958, págs. 328-329, 333 y 370; J. A. Gaya Nuño, Historia del Museo del Prado, Madrid, Everest, 1969, págs. 123-125; R. Pérez Morandeira, Vicente Palmaroli, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Diego Velázquez, 1971; B. de Pantorba, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Madrid, Jesús Ramón García-Rama, 1980, págs. 80-82, 86, 93-94, 97-103 y 144; J. de la Puente, Museo del Prado. Casón del Buen Retiro. Pintura del siglo xix, Madrid, Ministerio de Cultura, 1984, págs. 188-192 y 305-307; C. Reyero Hermosilla, Imagen histórica de España (1850-1900), Madrid, Espasa Calpe, 1987, págs. 223, 239, 306 y 331-333; A. M.ª Arias de Cossío, La pintura del siglo xix en España, Barcelona, Vicens-Vives, 1989, págs. 44 y 152-154; VV. AA, Cien años de pintura en España y Portugal (1830-1930), t. VII, Madrid, Antiquaria, 1991, págs. 228-238; VV. AA., Tesoros de las colecciones particulares madrileñas. Del Romanticismo al Modernismo, Madrid, Comunidad de Madrid, 1991, págs. 14, 50, 104 y 166; La pintura de historia del siglo xix en España, Madrid, Museo del Prado, 1992, págs. 298-301; Pintura española del siglo xix. Del Neoclasicismo al Modernismo, Madrid, Ministerio de Cultura, 1992, págs. 20, 144 y 210; Roma y el ideal académico, Madrid, Comunidad de Madrid, 1992, págs. 24, 33, 46 y ss; C. Reyero Hermosilla, París y la crisis de la pintura española, 1799-1889, Madrid, Universidad Autónoma, 1993, págs. 135 y ss.; M. E. Gómez Moreno, Pintura y Escultura españolas del siglo XIX, en J. Pijoán (dir.), Summa artis: historia general del Arte, t. XXXV, Madrid, Espasa Calpe, 1994, págs. 338, 341- 343, 348-351, 355 y 359; J. Gállego y J. L. Díez, Artistas pintados. Retratos de pintores y escultores del siglo xix en el Museo del Prado, Madrid, Ministerio de Educación y Cultura, 1997, págs. 27-28 y 110-111; J. M. Montijano García, La Academia de España en Roma, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1998, págs. 139-141; F. J. Pérez Rojas, El retrato elegante, Madrid, Museo Municipal, 2000, págs. 53-54 y 63-64.

 

Ángel Castro Martín

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