Juan de Austria. Ratisbona (Alemania), 24.II.1547 – Namur (Bélgica), 1.X.1578. Hijo natural de Carlos V, almirante y general, gobernador de los Países Bajos, consejero de Estado.
La biografía de Juan de Austria es, sin duda, una de las más desconcertantes del Renacimiento, aunque esta época fuese tan rica en personajes extraordinarios.
Trayectoria tan excepcional se entiende con facilidad cuando se recuerdan los orígenes del personaje.
Fue hijo natural del emperador Carlos V —ya viudo de la emperatriz Isabel desde hacía más de siete años— y de una joven alemana, de dieciocho o diecinueve años, Bárbara Plumberger (luego llamada Blomberg en Flandes), hija de burgueses o de artesanos, que Carlos V tuvo la oportunidad de conocer durante una estancia de varios meses en la ciudad de Ratisbona, con motivo de un importante coloquio y de la Dieta del Imperio. El mismo Emperador lo confiesa en el codicilo de su testamento redactado en Bruselas el 6 de junio de 1554, que entregó a su hijo Felipe en septiembre de 1556.
La fecha de nacimiento de este hijo dio lugar a debate y varios autores siguen atribuyendo ésta al año 1545. Pero, además de ser casi imposible, considerando las idas y vueltas del Emperador, hay pruebas contundentes, especialmente una medalla del busto de don Juan con el Collar del Toisón de Oro, acuñada en Nápoles por Giovanni Melon, que ya no deja lugar a duda.
No se sabe casi nada de los primeros años de la vida de Juan de Austria, cuyo nombre de pila fue Jerónimo.
Se sabe que el Emperador, “por consolar la soledad”, tuvo varios amores “dondequiera ha estado [...] con mujeres de alta o baja condición”, según la Relación de España del embajador veneciano Federigo Badoaro.
Pero el César no deseaba dar la menor publicidad a sus deslices amorosos. Por otra parte, la madre del recién nacido no ofrecía garantías de criar bien al niño.
De modo que el Emperador quitó pronto el niño a su madre, tal vez cuando aún era lactante. Se sabe que le puso al cuidado de su ayuda de cámara, Luis de Quijada, a la sazón aún soltero, y la única hipótesis correcta es que este último se lo encargó a una mujer de confianza, quizás una nodriza elegida con esmero, y que no la perdió de vista. Sólo tres o cuatro personas estaban informadas y ni siquiera el heredero de la Monarquía, don Felipe, lo supo hasta 1556.
En cambio, a partir de los tres años y medio, se conoce bastante bien la educación del hijo natural del Emperador, que no sospechaba cuál era su estirpe. Lo cierto es que se puede afirmar que desde entonces, desde su llegada al pueblo castellano de Leganés, la educación del desconocido príncipe casi fue modélica.
De 1550 a 1564, dicha educación se desarrolló en tres fases y, durante las dos primeras, el joven Jerónimo siguió ignorando el secreto de su nacimiento y las mismas personas que le cuidaban también, con la excepción de Luis de Quijada.
Del verano de 1550 al de 1554, el joven vivió en una casa sencilla de Leganés bajo la tutoría de un violero de Su Majestad, Francisco Massy, ya jubilado, y de su mujer, Ana de Medina. La pareja se encargó del niño un año antes, en Flandes, según lo testifica un recibo firmado por Francisco Massy, y se lo llevó con ella en el viaje a Castilla. Como Ana de Medina era analfabeta, el cura de Leganés, Bautista Vela, tenía teóricamente el deber de enseñar al chico las primeras letras y los rudimentos de la religión. Pero, muy holgazán y sin sospecha de la identidad del rapaz, Bautista Vela no le hizo caso, de modo que, durante tres años completos, Jerónimo vivió con toda libertad.
Compartió la vida sana de los pilluelos de Leganés, corriendo en el campo, cazando pájaros y conejos, jugando a combates de moros y cristianos. Evidentemente, a los siete años, el muchacho era fuerte, ágil, despabilado, pero no sabía nada: a duras penas podía deletrear el alfabeto.
Luis de Quijada, que, entre tanto, se había casado con una mujer de elite, Magdalena de Ulloa, enterado de los resultados de este modo de vida muy elemental, los dio a conocer al Emperador. Ambos resolvieron dar rumbo nuevo a la crianza de Jerónimo, con un cambio drástico de su medio ambiente y de los responsables de su educación.
La segunda fase de esta pedagogía original, desde 1554 a 1559, fue a cargo de Luis de Quijada y de su joven esposa, inteligente y cariñosa, que tampoco estaba enterada de la estirpe de Jerónimo: para el niño, ya bien vestido, que vivía en una casa señorial, en Villagarcía de Campos, el cambio fue asombroso. La misma Magdalena cuidó de la formación espiritual de su pupilo, oyendo con él la misa diaria, incitándole más bien a una caridad activa. Unos capellanes dieron a Jerónimo lecciones de Gramática, Retórica, Matemáticas, Astronomía y Latín, estas últimas con poco éxito. En cambio, el joven supo rápidamente expresarse con soltura y la historia le apasionaba. Cuando llegaba Luis de Quijada a casa, Jerónimo no se cansaba de escuchar, durante horas, las relaciones políticas y militares del ayuda de campo del Emperador, las sutilezas de la diplomacia, los juegos complicados de la Europa del siglo, con los problemas que planteaban la Reforma protestante, la competencia con Francia, el auge del imperio turco. Por otra parte, Jerónimo aprovechaba con éxito la enseñanza de un antiguo escudero de Luis Luis de Quijada, Juan de Galarza: equitación, manejo de armas, táctica, uso de la artillería, etc.
Quizá, más inesperadas aún para el joven fueron unas visitas al Emperador en Yuste. Cuando, en febrero de 1557, Carlos V se estableció en el monasterio extremeño, pidió a Luis y a Magdalena tomar residencia en el pueblo vecino de Cuacos. Luego invitó varias veces a Magdalena a visitarle con su paje, es decir, Jerónimo. Pero el Emperador no quiso reconocer a su hijo en público ni en privado. Murió el 21 de septiembre de 1558 sin haberlo hecho, confiando esta misión a Felipe II que, el 28 de septiembre de 1559, aprovechando una cacería, en presencia de unos grandes señores, reveló el secreto. El muchacho, de doce años y medio, quedó mudo.
Ya incorporado a la Casa Real como un príncipe más, el nuevo don Juan recibió el tratamiento de un infante de Castilla con casa propia. Ahora empieza la tercera fase de su educación: la experiencia de la Corte, con un trato privilegiado de parte del Rey y de la Reina (incluso llevaría en sus brazos el día de su bautismo a la recién nacida Isabel Clara Eugenia), pero el tiempo fuerte de esta tercera fase sería el de los estudios en la Universidad de Alcalá de Henares, con dos príncipes más: sus “sobrinos” don Carlos, el hijo de Felipe, heredero de la Monarquía, ya que, según el Rey la influencia de don Juan podía ser positiva, y Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma y de Octavio Farnesio, nieto a la vez de un Papa y de un Emperador (caso poco corriente), que se revelaría como uno de los políticos y generales más dotados de su tiempo. El programa de estudios que Juan y Alejandro siguieron puntualmente (Carlos algo menos) durante cuatro años académicos era muy completo: Artes Liberales, Gramática, Derecho, Arte Militar más ejercicios físicos. Es cierto que don Juan, al contrario de Alejandro, no se entusiasmó por las Artes Liberales, a pesar de la excelencia de los maestros, pero sí por la estrategia. El joven príncipe cumplía con los deberes religiosos, pero sin mucho fervor. Ya se podía vaticinar que la ilusión de Carlos V, expresada explícitamente en el codicilo de su testamento, que su hijo “de su libre y espontánea voluntad tomase hábito en alguna religión de frayles reformados”, quedaría frustrada.
Llama la atención esta propensión de los reyes de esta época a que sus hijos o hijas naturales redimiesen por una vida de oraciones y penitencias los pecados de sus padres.
Así, a los dieciocho años, concluyó esta educación variada, original, tal vez más pertinente que la de muchos príncipes. Empezó entonces un período relativamente corto de transición (1564-1568): en 1565, don Juan, con ansias de demostrar sus dotes y dejar patente la cualidad de su “sangre real”, cabalgó hasta Zaragoza con dos jóvenes caballeros, a pesar de la prohibición de su hermano, para acudir al socorro de Malta sitiada por los turcos. Fue también el tiempo de los primeros amores, con María de Mendoza, pariente de la princesa de Éboli, de quien tuvo una niña que cuidó Magdalena de Ulloa. En diciembre de 1567, don Juan no se dejó ya seducir por las locuras de don Carlos, cuando éste quiso huir de la Corte para viajar a Flandes, y avisó a Felipe II. Así demostró ser digno de la confianza del Rey y poseer sentido de la responsabilidad.
Como dos de sus primeras hazañas destacan la Guerra de Granada, durante dos años (desde abril de 1569 hasta noviembre de 1570) y el mando de la Santa Liga con el colofón de la extraordinaria victoria de Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Asimismo, se puede aludir a la conquista efímera de Túnez. El asunto de Flandes, por su parte, fue una trampa que acabaría con la vida de don Juan.
Felipe II, convencido de las cualidades de su hermano y deseoso de brindarle oportunidades para demostrarlas, aprovechó, en abril de 1568 la dimisión de García de Toledo de su doble cargo de virrey de Sicilia y capitán general del mar para nombrar a don Juan en este último cargo. Para más seguridad Felipe nombró al lado de don Juan a Luis de Requesens y Zúñiga, vicealmirante de la Armada. Así, durante tres meses y medio, navegando en las zonas costeras de Levante y Andalucía, en busca de los corsarios, don Juan aprendió las técnicas de navegación, el conocimiento de las maniobras delicadas de las galeras, especialmente de la boga, supo leer los movimientos del viento y los colores del mar, adivinar la venida de los temporales. Pero, en octubre de 1568, en una escala en Barcelona, se enteró de la mala salud de la reina Isabel, cuyo nuevo embarazo llevaba un rumbo fatal.
Viajó pronto a Madrid, donde estuvo presente en los últimos días de la joven reina.
El levantamiento de Fernando de Córdoba y Valor, veinticuatro de Granada, elegido Rey bajo el nombre de Aben Humeya en vísperas de la Navidad de 1568 en el valle de Lecrín, y la extensión rápida del movimiento a gran parte de las Alpujarras, se convirtió en pocas semanas en una gran preocupación de Felipe II: en febrero de 1569, los rebeldes eran unos ciento cincuenta mil, cuarenta y cinco mil de ellos con capacidad de luchar. Al principio, el marqués de Mondéjar, virrey de Granada, cosechó unos éxitos, pero la irrupción del Ejército del marqués de Los Vélez en la parte oriental del reino de Granada acabó con la unidad de mando, ya que los dos marqueses se odiaban cordialmente.
Harto de estas discrepancias, cuyo efecto era fatal, el Rey resolvió en abril poner a todos bajo un mando único, el de su hermano don Juan, que había reivindicado el puesto. Felipe no fue tan acertado con la elección del Consejo encargado de asesorar a don Juan, pues en él entraban personalidades que no se llevaban bien; así, el marqués de Mondéjar y Diego de Deza, presidente de la Audiencia de Granada, y un jefe militar competente pero muy suyo, el duque de Sessa. Por suerte, entró también en el Consejo el preceptor de don Juan, tan querido por él, Luis de Quijada.
En el pensamiento de Felipe II, don Juan no tenía que participar directamente en la guerra. Hasta había prohibido a su hermano salir de Granada. De hecho, don Juan no tuvo parte en las operaciones de la primera fase de la guerra. Además, los jefes militares despreciaron las instrucciones de don Juan: así en junio de 1569, el marqués de Los Vélez no acudió al socorro de la plaza de Serón y la dejó caer a manos de Aben Humeya. Tampoco al principio don Juan logró imponer la disciplina y la prohibición del saqueo a su ejército. La primera intervención de don Juan, la reconquista de Serón, acabó muy mal: las tropas cayeron en la trampa de los moros, se entregaron al pillaje, el contraataque las cogió de sorpresa y los españoles huyeron sin vergüenza. Para colmo de males, Luis de Quijada fue herido mortalmente.
En esta coyuntura desafortunada, don Juan, al frente de tropas de poco valor, que no tenían nada que ver con los famosos tercios, demostró dotes de caudillo.
Fue capaz de exaltar a sus hombres y de llevarlos a superarse. Por otra parte, dio pruebas de un sentido estratégico agudo. Así, en el sitio de Galera, plaza que el marqués de Los Vélez no lograba vencer, don Juan entendió inmediatamente la importancia de la artillería gruesa y no dio el asalto antes de abrir brechas profundas en las murallas. Lo mismo hizo, tomar todas las ventajas, antes de asaltar Serón, Tíjola, Purchena, Padules... Por otra parte, supo negociar. Por fin, aunque hubiera preferido una solución más suave, el 1 de noviembre de 1570, conformándose a las órdenes de Felipe II, decretó la expulsión de los moriscos. Había cumplido con su misión, y Felipe II, satisfecho por los éxitos de su hermano y por el temperamento de jefe que acababa de exhibir, estaba dispuesto a confiarle otra de alcance mayor, y con mucho.
Desde hacía casi un año, el papa Pío V se empeñaba en fomentar la concordia entre estados o príncipes cristianos para organizar una Santa Liga dirigida contra el turco. La empresa era difícil por los recelos que existían entre los aliados potenciales, especialmente venecianos y españoles, por la tentación veneciana de concluir una paz separada con los turcos, por las maniobras francesas que lo intentaban todo para conseguir el fracaso del proyecto. El mismo Felipe II formulaba un pronóstico pesimista a principios del año 1571. A pesar de todo, gracias a la energía del Sumo Pontífice, la Liga fue proclamada el 25 de mayo de 1571 en la basílica de San Pedro de Roma, con participación de España, Venecia, Génova, la Santa Sede y caballeros de Malta. Un detalle importante se había resuelto: el generalísimo de la armada aliada sería don Juan de Austria. Era el deseo de Felipe II pero, aunque España tomase a su costa la mitad de los gastos de la empresa, el Rey dejó la última palabra al Papa. Se conoce la premonición de Pío V, citando al Evangelio de san Juan: “Fuit homo missus a Deo, cui nomen era Joannes”.
Este nombramiento pudo parecer, sino una locura, por lo menos un atrevimiento arriesgado. Don Juan había probado ser un buen caudillo, pero carecía de la experiencia de la batalla naval, en contraste con la del marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazán, un marino prestigioso, y de Gil de Andrade, con Juan Andrea Doria, el genovés, otro marino de gran talento, con los almirantes venecianos Sebastián Veniero, Agostino Barberigo y Marco Quirini. Pero con este cargo, don Juan, un joven de veinticuatro años, llevaba una responsabilidad aplastante. La armada turca, a pesar de su fracaso en el sitio de Malta, tenía fama de ser casi invencible en un combate naval de gran vuelo. Por si fuera poco, la concentración en Mesina de todas las fuerzas de la armada, iniciada a fines de julio, no se acabó antes del 5 de septiembre, fecha tardía, pues se consumía el verano y muchos pensaban que era demasiado tarde para emprender una campaña decisiva.
El equilibrio de las fuerzas que se enfrentaron en Lepanto fue impresionante. Casi el mismo número de hombres: noventa y tres mil los cristianos y noventa y dos mil los turcos, sumando remeros, hombres de mar y soldados. Si los turcos tenían más galeras (doscientas treinta contra doscientas siete) y navíos ligeros (setenta contra cuarenta) les faltaban galeazas con gran poder de fuego, tales como las seis venecianas, y la masa de fuego de la Santa Liga era algo superior.
Considerando este equilibrio, hay que explicar porqué una victoria tan amplia y cuál fue el papel personal de don Juan.
Se puede esgrimir el derroche de energías previo de la armada turca durante mes y medio en su campaña de Creta, islas Jónicas y Adriática, mientras las chusmas y los soldados cristianos estaban frescos, y no gastados por meses de boga; también ha de contarse el deseo de venganza de los cristianos, especialmente de los venecianos cuando supieron, el 3 de octubre, la falta de palabra de los turcos que habían degollado a los defensores de Famagusta, en Cipra. Sin embargo, los méritos de don Juan fueron sobresalientes, quizá decisivos.
Primero, sobresalió la voluntad ofensiva de don Juan, bien entendida por Pío V. Se hizo patente en el Consejo de Guerra casi dramático del 1 de octubre, en Igumenitza (Albania). Contra los prudentes que aconsejaban una estrategia defensiva, y aprovechando la obligación de los venecianos de lograr resultados, don Juan resolvió atacar. Es muy probable que Alí Bajá, el almirante turco, se dejara encerrar en el golfo de Lepanto, porque no creía que los cristianos se atreverían a tomar la iniciativa. Así, no pudo desplegar su armada como lo hubiera hecho con más espacio.
En segundo lugar, destacó la táctica elaborada en el consejo, en que don Juan tuvo un gran papel: colocar a dos galeazas delante de cada ala y del centro, para abrir brechas al principio en la armada enemiga, poner en las alas a dos marinos de gran experiencia, Barberigo y Doria, situar a Álvaro de Bazán en la reserva, contando con su rapidez de decisión, y poner a su lado con el pretexto de honrarles, a Veniero y Colonia, pero con el fin de controlarles. Esta táctica dio frutos magníficos.
Por último, y tan importante como todo lo anterior, fue la energía y el entusiasmo que don Juan supo comunicar a todo el personal de la armada.
La victoria cristiana tuvo un carácter absoluto. Provocó en toda la cristiandad un fervor extraordinario: en Venecia, en Roma, en Génova, en España, en Viena. Hasta el rey de Escocia, Jaime VI, compuso un poema a la gloria de Lepanto. De la noche a la mañana, don Juan se volvió uno de los hombres más famosos del siglo, un auténtico héroe. Los artistas se apoderaron del tema de Lepanto y de sus vencedores: lienzos, frescos, retablos, grabados, medallas. Por otra parte, a pesar de lo que pretenden algunos historiadores, las consecuencias no fueron nulas: Fernand Braudel demostró lo contrario.
Es cierto que la Santa Liga no cosechó los frutos esperados. La campaña de 1572 no resultó, a pesar de que la armada era tan poderosa como en 1571: la falta de conexión entre los aliados, la estrategia defensiva del almirante Uluch Ali, la pérdida de dos oportunidades en Navarino y Modon (la segunda quizá por culpa de don Juan, que no intentó forzar el puerto de Modon) explican esta frustración que provocó discrepancias entre aliados. Además, Pío V había muerto. Luego, la paz separada acordada entre Venecia y los turcos, el 7 de marzo de 1573, significaba el fin de la Santa Liga.
Don Juan vivió dos inviernos de ensueño en Nápoles. El cardenal Granvelle, virrey de Nápoles, le acogió, según ciertos autores, con estas palabras: “Nápoles es la ciudad apropiada para que de las hazañas en el campo de Marte, paséis, aunque novicio, al jardín de Venus”. De hecho, don Juan, a sus veinticinco o veintiséis años, gozaba de condiciones óptimas para triunfar en las lides de Venus. El francés Brantome lo describe así: “Un príncipe hermoso y muy cabal. Era muy guapo, como acabo de decirlo, de buen tono, muy gentil en todas sus actuaciones, cortés, afable, de gran espíritu, sobre todo muy bravo y valiente [...]”.
Otros contemporáneos opinaban lo mismo.
Al parecer, don Juan cambió algo en el curso de estos años: quizá, por los humos de la gloria, por el ambiente especial de Nápoles. Antes tan moderado y discreto en su comportamiento amoroso, ahora casi libertino, dando rienda suelta a su libido. Fue el tiempo de los amores con Diana de Falangola, la piu bella donna de Napoli. Poco tiempo después de salir don Juan a la conquista de Túnez (10-11 de octubre de 1573), Diana dio a luz a una niña, Juana, que cuidaría la hermana de don Juan, Margarita de Parma. Pero, al volver de Túnez, don Juan no hizo caso a Diana (sí que le otorgó una pingüe dote) y vivió otra aventura con una tal Zenobia Saratosia. El episodio siguiente olía a escándalo y perjudicó la fama de don Juan, porque la querida, esta vez, era nada menos que Ana de Toledo, esposa del gobernador militar de Nápoles, la cual aprovechó la circunstancia para enriquecerse.
En aquellos tiempos, don Juan soñaba ser rey. Le parecía que sólo un Trono real podría borrar la mácula de su nacimiento. Primero, recibió una oferta de los cristianos de la Morea, pero el país quedaba por conquistar y don Juan hubo de admitir que el proyecto tenía poca sustancia. Luego, se perfiló la hipótesis del reino de Túnez: la conquista la realizó el propio don Juan, con cierta facilidad, pero sin destruir las tropas turcas que se retiraron tierra adentro. Desde el punto de vista geopolítico, un reino de Túnez con un soberano español era un proyecto coherente pero, en 1574, la hacienda de Felipe II, al borde de la quiebra, no podía aguantar la inversión precisa. Así Felipe II resolvió alejar a don Juan de Túnez y le envió a Génova con la misión de apaciguar un conflicto entre los bandos de la ciudad. Entre tanto, los turcos reconquistaron Túnez. Felipe II, ya en ese momento, pensaba en su hermano para el tan difícil gobierno de los Países Bajos, y una carta del Rey alcanzó a don Juan, el 3 de mayo de 1576, en Vigevano, cerca de Milán, donde tomaba las aguas para curar dolores de hígado.
La carta le ordenaba “volar” hasta Flandes para asumir el gobierno de los Países Bajos.
Don Juan no obedeció. Remitió a su secretario Juan de Escobedo un memorándum en que exponía sus condiciones para aceptar tal cargo: trato personal con presupuesto adecuado, respecto de los usos del país y empleo casi exclusivo de agentes de la tierra, y, por último, last but not least, una política inglesa conforme al sueño real de don Juan: se trataba de la restauración del catolicismo en Inglaterra con la liberación de María Estuardo que se casaría con un príncipe cristiano, evidentemente el mismo don Juan. El príncipe contaba con el apoyo entusiasta del papa Gregorio XIII.
Ya que no recibía contestación al memorándum, don Juan zarpó hacia Barcelona y se fue hasta El Escorial donde forzó a su hermano a recibirle. La discusión fue larga y difícil pero, a la postre, los dos hombres se pusieron de acuerdo, por lo menos teóricamente.
Felipe II aprobaba el proyecto de don Juan, pero con la condición previa de la pacificación de los Países Bajos. Durante la estancia de don Juan en la Corte, que se prolongó hasta mediados de octubre de 1576, el príncipe entabló una relación con Antonio Pérez, secretario del Rey y amante de la princesa de Éboli. Don Juan, aún cándido, no se dio cuenta de que el turbio personaje jugaba con dos barajas y pagaría el precio muy pronto.
El 17 de octubre, don Juan salió disfrazado de mozo de cuerda (de manos de Magdalena de Ulloa) para atravesar clandestinamente Francia con Octavio Gonzaga.
El 3 de noviembre de 1576 estaba en Luxemburgo.
La coyuntura no podía ser peor: el día anterior, las tropas españolas (también alemanas, italianas, etc.), exasperadas por el retraso de varios años en el abono de su paga, habían saqueado la gran ciudad de Amberes, cometiendo una matanza y toda clase de atrocidades. La misión de don Juan, encargado de conseguir la paz, parecía imposible. Tuvo que aceptar la salida del Ejército, que empezó el 21 de abril de 1577. Se esfumaba su esperanza de conquista de Inglaterra, ya que no le quedaba instrumento militar.
Sin embargo, en julio, don Juan, convencido de que Guillermo de Orange y sus partidarios no querían la paz, envió a Escobedo a España con una relación detallada.
Por otra parte, gracias a las remesas de las Indias, en especial de Potosí, la hacienda de Felipe II mejoró mucho. A principio de 1578, los regimientos españoles de elite estaban de vuelta en los Países Bajos y, el 31 de enero de 1578, en Gembloux, aprovechando el genio militar de Alejandro Farnesio, su querido compañero de Alcalá, don Juan lograba una victoria total sobre el Ejército de los Estados de los Países Bajos. La empresa inglesa se volvía posible: la carta de don Juan a Felipe II del 6 de febrero formulaba explícitamente el proyecto.
Don Juan ignoraba que, en España, Antonio Pérez tejía su red de mentiras y calumnias para desprestigiarle, sugiriendo que don Juan preparaba una traición por ambición. Pérez insinuó que Escobedo, que seguía en Madrid y que había entendido el juego doble de Pérez, era el mal consejero de don Juan y consiguió el asentimiento tácito del Rey para asesinarle. Simultáneamente, el Rey no contestaba a las cartas de don Juan y no hacía caso a sus sugerencias; al contrario exigía un arreglo pacífico con los Estados, que la voluntad de Guillermo de Orange hacía ilusorio. Cuando, en abril de 1578, don Juan, ya gravemente enfermo, se enteró de la muerte de Escobedo, apuñalado, sospechó lo que pasaba en la Corte. Pero, gastado por las fiebres y la disentería, no podía más. El 28 de septiembre nombró a Alejandro Farnesio por su sucesor y murió el 1 de octubre de 1578 a la una de la tarde.
Quedaba el problema del doble funeral: el de Namur, a los dos días de la muerte, y el traslado al panteón de San Lorenzo de El Escorial de marzo a mayo de 1579, conforme al deseo de don Juan y por orden del Rey. ¿Por qué este traslado con todos los honores, este recorrido solemne a través de Castilla? La explicación parece sencilla; Mateo Vázquez de Leca, otro secretario del Rey, le hizo descubrir a Felipe la perfidia de Antonio Pérez; luego, la consulta de los archivos de don Juan, llevados a El Escorial, demostró que el príncipe no traicionó nunca a su hermano. Nada se oponía al desarrollo del mito. Don Juan, ya presente en la pintura, el grabado, los tapices y la escultura, entró en la gran literatura: todo el canto XXIV de la Araucana de Alonso de Ercilla está dedicado a Lepanto y a don Juan. Y don Juan aparece en la Galatea y en el capítulo XXXIX de la primera parte del Quijote.
Su retrato aparece en cuadros de artistas famosos como Alonso Sánchez Coello, en grabados, en medallas, y sigue en pie, en Mesina, su estatua colosal.
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Bartolomé Bennassar