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Francisco de Alençon

Biografía

Alençon, Francisco de. Duque de Anjou, duque de Brabante y conde de Flandes. Saint-Germain-en-Laye (Francia), 18.III.1554 – Château-Thierry (Francia), 10.VI.1584. Miembro de la Familia Real francesa.

Último hijo de Enrique II y Catalina de Médicis, Francisco Hércules de Valois fue hecho duque de Alençon en 1566. Recibirá el ducado de Anjou, junto con la Turena y el Berry, diez años más tarde, tras firmar la Paz de Beaulieu (1576) con su hermano Enrique III, anterior duque de Anjou.

A pesar de jugar un importante papel en los acontecimientos de su tiempo, el duque de Alençon no ha recibido la atención suficiente por parte de la historiografía.

Ello se debe en buena parte a los juicios negativos que sobre su persona han vertido los contemporáneos (en especial Pierre de l’Estoile, Enrique de Borbón y el duque de Sully entre los franceses, o el embajador español Francés de Álava), y que han sido heredados por la posteridad, gracias sobre todo a un novelista de tan frondosa imaginación como Alejandro Dumas (hay que recordar al respecto sus novelas La reina Margot, La dama de Montsoreau o Los cuarenta y cinco). Los historiadores se han ocupado de Alençon con tanta brevedad como encono: Kervyn de Lettenhove, Henri Pirenne, o León van der Essen, por citar a tres grandes especialistas en el período, le son claramente desfavorables.

De estatura pequeña y picado de viruela, la tuberculosis se cebó en él pronto, lo que no fue obstáculo para su destreza en ejercicios corporales. El refinamiento en las costumbres, herencia de su educación palaciega, reposaba, sin embargo, sobre un carácter más bien superficial, admitido por todos. Hombre “de vano e incapaz natural”, al decir de Enrique Dávila, fue poco amado de los de su entorno, especialmente su madre Catalina de Médicis y sus hermanos, todos ellos demasiado implicados en luchas palaciegas para las que el joven Francisco no estaba muy preparado; sólo su hermana Margarita le prestó apoyo, y exclusivamente por intereses políticos. Pero es preciso reconocer, con M. P. Holt, que se trataba de alguien muy poderoso en la Francia del momento, por lo que sus acciones pesaron extraordinariamente en el contexto.

Nacido más para la vida fácil que para la toma de decisiones, era un modelo acabado del segundón principesco cuyos entretenimientos financiaban las rentas del “apanage” (dominios de la Corona otorgados en usufructo a los hijos y hermanos del rey de Francia); el tiempo que le tocó vivir le impidió jugar ese papel secundario a que su natural le destinaba.

Contactó para lograr sus designios con el partido de los “descontentos” (malcontents), hugonotes aliados a los “políticos” (politiques), un grupo de moderados católicos y protestantes que ponía la supervivencia del Estado en la superación de los conflictos religiosos.

Ambas facciones le aclamarían como protector con el tiempo, si bien su entrada en la alta política ya se dio en 1570, cuando Catalina de Médicis piensa para él como señor del ducado de Milán, con el resultado infructuoso que se sabe. La apología que hizo de Gaspar de Coligny, masacrado junto a miles de sus correligionarios en la Noche de San Bartolomé (23-24 de agosto de 1572), atrajo la atención de los protestantes, que vieron en él a un poderoso aliado de quien sacar partido. Pero Carlos IX quería ver a su hermano lo más lejos posible y lo envió a La Rochelle, ciudad símbolo de la resistencia protestante, donde junto a los hermanos Montmorency se encargó de aglutinar a los “descontentos”. Formó paralelamente una alianza con su hermana Margarita, aunque sus intereses no totalmente convergentes impidieron que se consolidase por el momento.

Un acontecimiento vino a modificar entonces el tablero político francés: la elección de Enrique, duque de Anjou, como rey de Polonia en mayo de 1573, lo que dará paso al Edicto de Boulogne, que permite la libertad de cultos en La Rochelle, Nîmes y Montauban, y favorece la posibilidad para el duque de Alençon de escalar puestos en palacio, soñando incluso con suceder a su hermano Carlos IX. A impulso de los descontentos reclama la Lugartenencia General del Reino que Enrique dejara vacante tras su marcha, pero le es negada por Carlos IX. Decepcionado, intriga a más y mejor con las facciones que le sostienen, y tiende otro puente al entendimiento con su hermana Margarita. Tampoco deja de contactar con la familia Nassau, sublevada en los Países Bajos contra el gobierno de Felipe II, a quienes ayudará en lo posible. Pero Alençon no se detiene ahí. Junto con su hermana, y apoyado en los descontentos y los políticos, proyecta un plan para secuestrar a Carlos IX y a María de Médicis, y llevarlos a Normandía mientras él se proclama rey. Sin embargo, temeroso de las importantes consecuencias que tendría tal acto, Alençon se echa atrás y revela la trama a su madre, quien lo encierra en Vincennes (8 de marzo de 1574) y acaba con la conjuración.

Por si la agitación no fuera poca, sobreviene la muerte de Carlos IX el 30 de mayo de 1574. Enrique vuelve de Polonia en calidad de heredero del trono francés, coronándose en Reims en febrero de 1575. El nuevo soberano adolece de capacidad política para dominar la situación, y sólo sabe favorecer a una camarilla, la de los mignons (favoritos), que pronto será el blanco de todos los odios. El duque de Alençon, que había sido trasladado al Louvre, se escapa en septiembre de 1575 de la vigilancia a que era sometido, y amenaza la estabilidad de la Corona.

Las diferencias entre hermanos terminan en la Paz de Beaulieu o de Monsieur (6 de junio de 1576), por la que Alençon recibe la Turena, el Berry y como regalo principal el ducado de Anjou, que con sus más de trescientas mil libras de renta, le convierte en el señor más poderoso del país. Ello le permite dotarse de una corte propia de validos y clientes, sostener a sus aliados políticos, y llevar un tren de vida realmente principesco.

La Paz de Beaulieu, auténtica capitulación de Enrique III, implicará la rehabilitación de las víctimas de la Noche de San Bartolomé, el ejercicio del culto protestante en las ciudades y regiones de obediencia real, la entrega de varias plazas de seguridad para los protestantes, y establecer cámaras bipartitas en cada Parlamento. Los protestantes desconfían de una familia real responsable directa de la matanza de sus correligionarios. Desde el otro bando, la reacción católica ante lo que se considera una claudicación real, se concreta en la formación de la Liga, constituida por el Acta de Péronne, y que desde 1577 se entrega a la tarea de neutralizar el empuje protestante bajo el liderazgo del duque de Guisa, si bien Enrique III se proclama como su cabeza visible, declarando ante los Estados en Blois que sólo permitirá la religión católica.

Acto seguido, el Edicto de Poitiers (8 de octubre de 1577) restringe las libertades de culto y la presencia protestante en las cámaras bipartitas. Mientras, el duque de Anjou desea encontrar en los Países Bajos esa corona que los acontecimientos le niegan por el momento en Francia. Tras la muerte de Luis de Requesens en 1576, el vacío de poder que se genera en Flandes proporciona un caldo de cultivo excelente para las ambiciones del joven duque. Los Estados Generales flamencos (a sugerencia de Guillermo de Orange) solicitan la protección de Anjou; es una oferta tentadora, aunque implique la ruptura con España y con Inglaterra, quien teme la presencia de un poderoso rival al otro lado del Canal de la Mancha. Catalina de Médicis apoya la decisión de su hijo: no es un mal puesto, e incluso, a cambio de renunciar a él, podría obtenerse de Felipe II la mano de alguna infanta.

Anjou envía a su hermana Margarita a los Países Bajos para sondear las perspectivas de éxito que tendría ponerse al frente de aquellas provincias. La reina de Navarra se dirige a Cambrai y luego a Spa, pero sin contar con algo esencial, la aprobación de Enrique III, que ve con malos ojos una iniciativa que podría enfrentarle a españoles e ingleses en un momento delicado. Enemistado con Enrique, Anjou decide dar un paso adelante: recluta un ejército para abrirse camino en caso de necesidad, y se presenta en Mons por julio de 1578. Allí, los Estados de Hainaut le otorgan el título de “Defensor de la Libertad”, sin ir más allá de este título honorífico; como dijera Martín Antonio Del Río, “no se daban al duque sino palabras” para complacer su juvenil vanidad. Anjou, a cambio sólo de tomar las plazas de Binche y Maubeuge, ambas de un valor estratégico mediano, comprometió a Francia en una aventura cuyo costo podría ser muy alto políticamente hablando. Como era de esperar, Juan de Austria, sustituto de Requesens en la gobernación general de los Países Bajos, se encargó con sus tropas de que el duque no llegase más lejos, mientras Felipe II, desde España, anudaba lazos con el duque de Guisa, cabeza visible de la Liga.

Los manejos de Guillermo de Orange para convertir a Anjou en un instrumento de sus designios políticos, más la actitud reacia de algunos sectores calvinistas ante la perspectiva de tener un príncipe católico pero sobre todo de origen francés, complicaron la estancia de Anjou en Flandes, neutralizando sus iniciativas.

Ahora bien, no era un peón de quien los Estados Generales (órgano central del gobierno desde 1576) y Orange se deshicieran enseguida; antes al contrario, fueron relegando a segundo plano las aspiraciones de Matías de Habsburgo, que ya se había presentado en octubre de 1577 en los Países Bajos ansioso de coronarse rey, y como Anjou, llegado sin saberlo en apariencia su hermano mayor, Rodolfo II. Olvidado por todos, el archiduque Matías optó por regresar a Viena en octubre de 1581, mientras la candidatura del francés se iba reafirmando. Hubiera debido aprender éste de su rival que sólo sería reconocido a cambio de ceder lo sustancial de sus prerrogativas, pasando a ser un mero juguete de los Estados Generales.

Por otro lado, Alejandro Farnesio, gobernador por Felipe II tras la muerte de don Juan en octubre de 1578, trataba de hacer entrar bajo la obediencia real al conjunto de las provincias. El Tratado de Arras le reconcilia con la nobleza flamenca de Hainaut, Artois, Douai, Namur, Luxemburgo, el Flandes valón, y Limburgo. Para contrarrestar esta iniciativa, los protestantes sellan casi inmediatamente después el Tratado de Utrecht, en el que se comprometían Holanda, Zelanda, Utrecht, Frisia, Güeldres y los Ommelanden (territorio al norte de Groninga). Por lo pronto, pues, Anjou sólo sería señor de todos los Países Bajos sublevados. Nada de esto le arredró, ya que las promesas que se le hicieron sobrepasaban el simple cargo de Gobernador General que ostentara Matías, para ser “Príncipe y Señor de los Países Bajos”.

Ilusionado con esta perspectiva, contacta con Isabel I de Inglaterra, a quien visita en 1579 para sondear un posible matrimonio, pero ni la Reina ni sus súbditos querían a un francés instalado a la vez en Londres y Bruselas.

Tras la conquista en 1580 de Cambrai, señorío fronterizo con Flandes y de gran valor estratégico, los Estados Generales le proclaman duque de Brabante, aunque sólo lo será cuando posea el control efectivo del ducado, para lo que no se han previsto subsidios ni soldados. Catalina de Médicis se los entrega pensando que Felipe II, complicado en la guerra de Flandes y en la campaña de Portugal, accederá a entregar en matrimonio a una de sus hijas con Anjou. Siete diputados de los Estados Generales se desplazan a Plessis-les-Tours, donde se hallaba el duque, y firman con éste el Tratado de Plessis (23 de enero de 1581), un contrato entre el príncipe y los representantes del pueblo cuya soberanía estaba delegada en los Estados Generales. Actualmente se le considera un texto de carácter preconstitucional, donde queda claro que Anjou reinaría sin gobernar. Unas atribuciones tanto más reducidas cuanto que al príncipe de Orange, artífice de la maniobra, se le reservaba la soberanía sobre Holanda, Zelanda y Utrecht. Matías de Habsburgo se había negado a ratificar un escrito del mismo tenor que le fuera presentado cuatro años antes; Anjou prefiere aceptar y esperar acontecimientos. Tras la firma, y por el edicto de 26 de julio de 1581, los Estados Generales rompen con Felipe II negándole la señoría de los Países Bajos. Es la ruptura total con el anterior régimen, y la asunción de un incierto futuro.

Para mostrar su perfecto acuerdo con los nuevos súbditos, en agosto de 1581 Anjou se presenta con su ejército en el Cambrésis, reforzando la presencia francesa en el territorio y esperando con ello ejercer presión sobre las fuerzas del Rey Católico. Pero todo fracasa, porque don Felipe tiene en Alejandro Farnesio a un general y político de primer orden, ha anudado lazos en Francia con un Enrique III y una Liga que le son favorables, y la posesión de Portugal multiplica su capacidad de obtener recursos para la guerra.

Intentando otra vez una alianza con los ingleses, Francisco se vuelve a presentar en Londres a finales de 1581, recibiendo de Isabel I la misma corte negativa de antes.

Queriendo resarcirse de su fracaso pasa a la villa de Amberes el 19 de febrero de 1582, donde toma los títulos de duque de Brabante y conde de Flandes.

Presentado públicamente como gran pacificador y defensor de la fe católica y la protestante, apenas recibió tibios parabienes de Orange y de unos Estados ya no muy convencidos de su idoneidad como señor de los Países Bajos. La tensión entre Anjou y los flamencos se acrecienta durante 1582, a pesar de que en agosto accediera al título de conde de Holanda ofrecido por los Estados Provinciales; el duque ya había comprendido a esas alturas que su suerte no iba a diferir mucho de la de Matías de Habsburgo.

Para conjurar tal fatalidad, entra con su ejército en Amberes el 17 de enero de 1583, mientras el resto de tropas toma Dunkerque, Dixmude, Ostende, Aalst, Dendermonde y Vilvorde. La intentona de hacerse con Brujas fracasó, como terminó igualmente en tragedia la ocupación de Amberes, pues los burgueses de la ciudad, enfurecidos y armados, se enfrentaron a las tropas invasoras, causando en sus filas una verdadera masacre (de los 3.500 soldados franceses, perecieron 2.000). Felipe II volvió a negarse a pactar con el duque a cambio de la restitución de las ciudades ocupadas.

Derrotado y en medio del mayor desánimo, Anjou vuelve a Château-Thierry mediado 1583 sin autoridad ni crédito, y dueño de unas plazas fuertes que los españoles irán recobrando al poco tiempo.

Catalina de Médicis se entrevista con él e intenta que renuncie a sus posesiones flamencas excepto Cambrai, que se vendería a Felipe II.

Los Estados Generales de Flandes, ante el avance de las tropas españolas, proyectan en abril de 1584 un nuevo tratado con el duque, otorgándole más poderes.

Pero por las mismas fechas, Francisco visita a su hermano Enrique III jurándole fidelidad y obediencia, lo que de momento zanjaba sus aventuras en los Países Bajos. Consumido por la tisis, fallece en Château-Thierry el 10 de mayo de 1584, apenas dos meses después de haber jurado fidelidad a la Corona.

Legó Cambrai a la reina madre para evitar el enfrentamiento directo con Felipe II, que hubiera roto sus tratos con el soberano francés de haber aceptado aquel señorío. El ducado de Alençon irá a parar al rey de Navarra, ya elegido por Enrique III como su sucesor; el resto de su “apanage” revirtió al dominio regio, como era norma. Su fallecimiento, al decir del cronista Dávila, dejó libres a Flandes y al rey de Francia “de una certísima revolución de nuevos accidentes”.

Negro presagio para la causa protestante, un mes más tarde moriría Guillermo de Orange de resultas de un atentado en su casa de Delft.

Príncipe ambicioso e inhábil, no puede negársele sin embargo a Francisco de Valois la búsqueda constante de una solución de compromiso y tolerancia para suavizar el fanatismo de los bandos en su país de origen y en los vecinos Países Bajos. Creyéndose la tercera opción entre católicos y protestantes, fue arrollado por los unos y los otros, que lo sepultaron en el olvido a poco de su muerte.

Bibl.: E. C. Dávila, Historia de las guerras civiles de Francia, Madrid, por la viuda de Carlos Sánchez y a su costa, 1651; G. Bentivoglio, Las guerras de Flandes, desde la muerte del emperador Carlos V hasta la conclusión de la Tregua de los Doce Años, Amberes, por Geronymo Verdussen, impressor y mercader de libros, 1687; F. Strada, Décadas de las guerras de Flandes, Amberes, 1701, 3 vols.; L. P. Gachard, Correspondance de Philippe II sur les affaires des Pays-Bas, Bruselas, Librairie Ancienne et Moderne, 1848-1879, 5 vols.; Correspondance de Guillaume le Taciturne, Bruselas, C. Muquardt, 1850-1857; L. Anquez, Histoire des assemblées politiques des réformés de France, 1573-1622, Paris, Auguste Durand, 1859; A. Vázquez, Los sucesos de Flandes y Francia en tiempo de Alejandro Farnesio, Madrid, 1879-1880 (Colección de Documentos Inéditos para la historia de España, CODOIN, vols. LXXII, LXXIII y LXXIV); I. Diegerick y K. De Volkaersbeke, Documents historiques concernant les troubles des Pays-Bas (1576-1584), Gante, Gyselynck, 1880, 2 vols.; J. M. Kervyn de Lettenhove, Les Huguenots et les Gueux, Brujas, Beyaert-Storie, Editeur, 1883- 1885; P. L. Muller y A. Diegerick, Documents concernant les relations entre le duc d’Anjou et les Pays-Bas (1576-1584), Utrecht, Kemink & Zoon, 1889; H. Pirenne, Histoire de Belgique, Bruselas, Maurice Lamertin, Libr.-Edit., 1922-1929, 6 vols.; P. Mesnard, L’essor de la philosophie politique au xvie siècle, París, Boivin, 1936; J. Lefèvre, Correspondance de Philippe II sur les affaires des Pays-Bas, Bruselas, Palais des Académies, 1940- 1956, 4 vols.; B. de Mendoza, Comentarios de lo sucedido en las guerras de los Países Bajos desde el año de 1567 hasta el de 1577, Madrid, Atlas, 1948, págs. 389-560 (col. Biblioteca de Autores Españoles, 28); J. Delumeau, Naissance et affirmation de la Réforme, Paris, Presses Universitaires de France, 1964; Y. Cazaux, Guillaume le Taciturne, París, Albin Michel, 1970; G. Livet, Las Guerras de Religión, Barcelona, Oikos-Tau, 1971; R. Descimon, “La Ligue: des divergences fondamentales”, en Annales, 37 (1982), págs. 72-111; C. V. Wedgwood, Guillermo el Taciturno, México, Fondo de Cultura Económica, 1984; W. Maltby, El Gran Duque de Alba. Un siglo de España y de Europa, 1507-1582, Madrid, Turner, 1985; P. Geyl, The Revolt of the Netherlands, 1555-1609, London, Cassell, 1988; G. Parker, España y la rebelión de Flandes, Madrid, Nerea, 1989; D. Crouzet, Les guerriers de Dieu. La violence au temps des troubles de religion, vers 1525-vers 1610, Seissel, Champ Valon, 1990, 2 vols.; J. I srael, The Dutch Republic. Its Rise, Greatness and Fall, 1477-1806, Oxford, Clarendon Press, 1995; J. M. Constant, La Ligue, París, Fayard, 1996; M. P. Holt, The Duke of Anjou and the political struggle during the Wars of Religion, Cambridge, Cambridge University Press, 1996; L. Cabrera de Córdoba, Felipe Segundo, rey de España, ed. de J. Martínez Millán y C. J. de Carlos Morales, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998, 4 vols.; P. Contamine, Guerre et concurrence entre les Etats européens du xive au xviiie siècle, Paris, Presses Universitaires de France, 1998; F. Duquenne, L’entreprise du duc d’Anjou aux Pays-Bas de 1580 à 1584. Les responsabilités d’un échec à partager, Villeneuve d’Ascq, Presses Universitaires du Septentrion, 1998; L. La Tourasse, “La négociation pour le duc d’Anjou aux Pays-Bas de 1578 à 1585”, en Revue d’Histoire Diplomatique, XII (1998), págs. 527-555; G. Parker, La gran estrategia de Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 1998; P. Pierson, Felipe II de España, México, Fondo de Cultura Económica, 1998; VV. AA., Reformation, Revolt and Civil War in France and the Netherlands, 1555-1585, Amsterdam Royal Academy, 1999; J. J. Ruiz Ibáñez, Felipe II y Cambrai: el consenso del pueblo. La soberanía entre la práctica y la política (1595-1677), Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999; H. Khevenhüller, Diario, ed. de F. Labrador Arroyo, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001; M. A. del Río, La crónica de don Juan de Austria y la guerra en los Países Bajos (1576- 1578), ed. de M. A. Echevarría Bacigalupe, Viena-Múnich, Oldenbourg, 2003.

 

Miguel Ángel Echevarría Bacigalup

 

 

 

 

 

 

 

Alençon, Francisco de. Duque de Anjou, duque de Brabante, y conde de Flandes. Saint-Germain-en-Laye (Francia), 18.III.1554 – Château-Thierry (Francia), 10.VI.1584. Miembro de la familia real francesa.

Último hijo de Enrique II y Catalina de Médicis, Francisco Hércules de Valois fue hecho duque de Alençon en 1566. Recibirá el ducado de Anjou, junto con la Turena y el Berry, diez años más tarde, tras firmar la Paz de Beaulieu (1576) con su hermano Enrique III, anterior duque de Anjou.

A pesar de jugar un importante papel en los acontecimientos de su tiempo, el duque de Alençon no ha recibido la atención suficiente por parte de la historiografía. Ello se debe en buena parte a los juicios negativos que sobre su persona han vertido los contemporáneos (en especial Pierre de l’Estoile, Enrique de Borbón y el duque de Sully entre los franceses, o el embajador español Francés de Álava), y que han sido heredados por la posteridad, gracias sobre todo a un novelista de tan frondosa imaginación como Alejandro Dumas (recordemos al respecto sus novelas La reina Margot, La dama de Montsoreau, o Los cuarenta y cinco). Los historiadores se han ocupado de Alençon con tanta brevedad como encono: Kervyn de Lettenhove, Henri Pirenne, o León van der Essen, por citar a tres grandes especialistas en el período, le son claramente desfavorables.

De estatura pequeña y picado de viruela, la tuberculosis se cebó en él desde pronto, lo que no fue obstáculo para su destreza en ejercicios corporales. El refinamiento en las costumbres, herencia de su educación palaciega, reposaba sin embargo sobre un carácter más bien superficial, admitido por todos. Hombre “de vano e incapaz natural”, al decir de Enrique Dávila, fue poco amado de los de su entorno, especialmente su madre Catalina de Médicis y sus hermanos, todos ellos demasiado implicados en luchas palaciegas para las que el joven Francisco no estaba muy preparado; sólo su hermana Margarita le prestó apoyo, y exclusivamente por intereses políticos. Pero es preciso reconocer, con M. P. Holt, que se trataba de alguien muy poderoso en la Francia del momento, por lo que sus acciones pesaron extraordinariamente en el contexto. Nacido más para la vida fácil que para la toma de decisiones, era un modelo acabado del segundón principesco cuyos entretenimientos financiaban las rentas del “apanage” (dominios de la corona otorgados en usufructo a los hijos y hermanos del rey de Francia); el tiempo que le tocó vivir le impidió jugar ese papel secundario a que su natural le destinaba.

Contactó para lograr sus designios con el partido de los “descontentos” (malcontents), hugonotes aliados a los “políticos” (politiques), un grupo de moderados católicos y protestantes que ponía la supervivencia del Estado en la superación de los conflictos religiosos. Ambas facciones le aclamarían como protector con el tiempo, si bien su entrada en la alta política ya se dio en 1570, cuando Catalina de Médicis piensa para él como señor del ducado de Milán, con el resultado infructuoso que se sabe. La apología que hizo de Gaspar de Coligny, masacrado junto a miles de sus correligionarios en la Noche de San Bartolomé (23-24 de agosto de 1572), atrajo la atención de los protestantes, que vieron en él a un poderoso aliado de quien sacar partido. Pero Carlos IX quería ver a su hermano lo más lejos posible y lo envió a La Rochelle, ciudad símbolo de la resistencia protestante, donde junto a los hermanos Montmorency se encargó de aglutinar a los “descontentos”. Formó paralelamente una alianza con su hermana Margarita, aunque sus intereses no totalmente convergentes impidieron que se consolidase por el momento.

Un acontecimiento vino a modificar entonces el tablero político francés: la elección de Enrique, duque de Anjou, como rey de Polonia en mayo de 1573, lo que dará paso al Edicto de Boulogne, que permite la libertad de cultos en La Rochelle, Nîmes y Montauban, y favorece la posibilidad para el duque de Alençon de escalar puestos en palacio, soñando incluso con suceder a su hermano Carlos IX. A impulso de los descontentos reclama la Lugartenencia General del Reino que Enrique dejara vacante tras su marcha, pero le es negada por Carlos IX. Decepcionado, intriga a más y mejor con las facciones que le sostienen, y tiende otro puente al entendimiento con su hermana Margarita. Tampoco deja de contactar con la familia Nassau, sublevada en los Países Bajos contra el gobierno de Felipe II, a quienes ayudará en lo posible. Pero Alençon no se detiene ahí. Junto con su hermana, y apoyado en los descontentos y los políticos, proyecta un plan para secuestrar a Carlos IX y a María de Médicis, y llevarlos a Normandía mientras él se proclama rey. Sin embargo, temeroso de las importantes consecuencias que tendría tal acto, Alençon se echa atrás y revela la trama a su madre, quien lo encierra en Vincennes (8 de marzo de 1574) y acaba con la conjuración.

Por si la agitación no fuera poca, sobreviene la muerte de Carlos IX el 30 de mayo de 1574. Enrique vuelve de Polonia en calidad de heredero del trono francés, coronándose en Reims en febrero de 1575. El nuevo soberano adolece de capacidad política para dominar la situación, y sólo sabe favorecer a una camarilla, la de los mignons (favoritos), que pronto será el blanco de todos los odios. El duque de Alençon, que había sido trasladado al Louvre, se escapa en septiembre de 1575 de la vigilancia a que era sometido, y amenaza la estabilidad de la corona. Las diferencias entre hermanos terminan en la Paz de Beaulieu o de Monsieur (6 de junio de 1576), por la que Alençon recibe la Turena, el Berry, y como regalo principal el ducado de Anjou, que con sus más de trescientas mil libras de renta, le convierte en el señor más poderoso del país. Ello le permite dotarse de una corte propia de validos y clientes, sostener a sus aliados políticos, y llevar un tren de vida realmente principesco. La Paz de Beaulieu, auténtica capitulación de Enrique III, implicará la rehabilitación de las víctimas de la Noche de San Bartolomé, el ejercicio del culto protestante en las ciudades y regiones de obediencia real, la entrega de varias plazas de seguridad para los protestantes, y establecer cámaras bipartitas en cada Parlamento. Los protestantes desconfían de una familia real responsable directa de la matanza de sus correligionarios. Desde el otro bando, la reacción católica ante lo que se considera una claudicación real, se concreta en la formación de la Liga, constituida por el Acta de Péronne, y que desde 1577 se entrega a la tarea de neutralizar el empuje protestante bajo el liderazgo del duque de Guisa, si bien Enrique III se proclama como su cabeza visible, declarando ante los Estados en Blois que sólo permitirá la religión católica. Acto seguido, el Edicto de Poitiers (8 de octubre de 1577) restringe las libertades de culto y la presencia protestante en las cámaras bipartitas.

Mientras, el duque de Anjou desea encontrar en los Países Bajos esa corona que los acontecimientos le niegan por el momento en Francia. Tras la muerte de Luis de Requesens en 1576, el vacío de poder que se genera en Flandes proporciona un caldo de cultivo excelente para las ambiciones del joven duque. Los Estados Generales flamencos (a sugerencia de Guillermo de Orange) solicitan la protección de Anjou; es una oferta tentadora, aunque implique la ruptura con España y con Inglaterra, quien teme la presencia de un poderoso rival al otro lado del Canal de la Mancha. Catalina de Médicis apoya la decisión de su hijo: no es un mal puesto, e incluso, a cambio de renunciar a él, podría obtenerse de Felipe II la mano de alguna infanta.

Anjou envía a su hermana Margarita a los Países Bajos para sondear las perspectivas de éxito que tendría ponerse al frente de aquellas provincias. La reina de Navarra se dirige a Cambrai y luego a Spa, pero sin contar con algo esencial, la aprobación de Enrique III, que ve con malos ojos una iniciativa que podría enfrentarle a españoles e ingleses en un momento delicado. Enemistado con Enrique, Anjou decide dar un paso adelante: recluta un ejército para abrirse camino en caso de necesidad, y se presenta en Mons por julio de 1578. Allí, los Estados de Hainaut le otorgan el título de “Defensor de la Libertad”, sin ir más allá de este título honorífico; como dijera Martín Antonio Del Río, “no se daban al duque sino palabras” para complacer su juvenil vanidad. Anjou, a cambio sólo de tomar las plazas de Binche y Maubeuge, ambas de un valor estratégico mediano, comprometió a Francia en una aventura cuyo costo podría ser muy alto políticamente hablando. Como era de esperar, Juan de Austria, sustituto de Requesens en la gobernación general de los Países Bajos, se encargó con sus tropas de que el duque no llegase más lejos, mientras Felipe II, desde España, anudaba lazos con el duque de Guisa, cabeza visible de la Liga. Los manejos de Guillermo de Orange para convertir a Anjou en un instrumento de sus designios políticos, más la actitud reacia de algunos sectores calvinistas ante la perspectiva de tener un príncipe católico pero sobre todo de origen francés, complicaron la estancia de Anjou en Flandes, neutralizando sus iniciativas. Ahora bien, no era un peón de quien los Estados Generales (órgano central del gobierno desde 1576) y Orange se deshicieran enseguida; antes al contrario, fueron relegando a segundo plano las aspiraciones de Matías de Habsburgo, que ya se había presentado en octubre de 1577 en los Países Bajos ansioso de coronarse rey, y como Anjou, llegado sin saberlo en apariencia su hermano mayor, Rodolfo II. Olvidado por todos, el archiduque Matías optó por regresar a Viena en octubre de 1581, mientras la candidatura del francés se iba reafirmando. Hubiera debido aprender éste de su rival que sólo sería reconocido a cambio de ceder lo sustancial de sus prerrogativas, pasando a ser un mero juguete de los Estados Generales. Por otro lado, Alejandro Farnesio, gobernador por Felipe II tras la muerte de don Juan en octubre de 1578, trataba de hacer entrar bajo la obediencia real al conjunto de las provincias. El Tratado de Arras le reconcilia con la nobleza flamenca de Hainaut, Artois, Douai, Namur, Luxemburgo, el Flandes valón, y Limburgo. Para contrarrestar esta iniciativa, los protestantes sellan casi inmediatamente después el Tratado de Utrecht, en el que se comprometían Holanda, Zelanda, Utrecht, Frisia, Güeldres y los Ommelanden (territorio al norte de Groninga). Por lo pronto, pues, Anjou sólo sería señor de todos los Países Bajos sublevados. Nada de esto le arredró, ya que las promesas que se le hicieron sobrepasaban el simple cargo de Gobernador General que ostentara Matías, para ser “Príncipe y Señor de los Países Bajos”. Ilusionado con esta perspectiva, contacta con Isabel I de Inglaterra, a quien visita en 1579 para sondear un posible matrimonio, pero ni la reina ni sus súbditos querían a un francés instalado a la vez en Londres y Bruselas.

Tras la conquista en 1580 de Cambrai, señorío fronterizo con Flandes y de gran valor estratégico, los Estados Generales le proclaman duque de Brabante, aunque sólo lo será cuando posea el control efectivo del ducado, para lo que no se han previsto subsidios ni soldados. Catalina de Médicis se los entrega pensando que Felipe II, complicado en la guerra de Flandes y en la campaña de Portugal, accederá a entregar en matrimonio a una de sus hijas con Anjou. Siete diputados de los Estados Generales se desplazan a Plessis-les-Tours, donde se hallaba el duque, y firman con éste el Tratado de Plessis (23 de enero de 1581), un contrato entre el Príncipe y los representantes del pueblo cuya soberanía estaba delegada en los Estados Generales. Actualmente se le considera un texto de carácter preconstitucional, donde queda claro que Anjou reinaría sin gobernar. Unas atribuciones tanto más reducidas cuanto que al príncipe de Orange, artífice de la maniobra, se le reservaba la soberanía sobre Holanda, Zelanda y Utrecht. Matías de Habsburgo se había negado a ratificar un escrito del mismo tenor que le fuera presentado cuatro años antes; Anjou prefiere aceptar y esperar acontecimientos. Tras la firma, y por el edicto del 26 de julio de 1581, los Estados Generales rompen con Felipe II negándole la señoría de los Países Bajos. Es la ruptura total con el anterior régimen, y la asunción de un incierto futuro.

Para mostrar su perfecto acuerdo con los nuevos súbditos, en agosto de 1581 Anjou se presenta con su ejército en el Cambrésis, reforzando la presencia francesa en el territorio y esperando con ello ejercer presión sobre las fuerzas del Rey Católico. Pero todo fracasa, porque don Felipe tiene en Alejandro Farnesio a un general y político de primer orden, ha anudado lazos en Francia con un Enrique III y una Liga que le son favorables, y la posesión de Portugal multiplica su capacidad de obtener recursos para la guerra. Intentando otra vez una alianza con los ingleses, Francisco se vuelve a presentar en Londres a finales de 1581, recibiendo de Isabel I la misma cortes negativa de antes.

Queriendo resarcirse de su fracaso pasa a la villa de Amberes el 19 de febrero de 1582, donde toma los títulos de duque de Brabante y conde de Flandes. Presentado públicamente como gran pacificador y defensor de la fe católica y la protestante, apenas recibió tibios parabienes de Orange y de unos Estados ya no muy convencidos de su idoneidad como señor de los Países Bajos. La tensión entre Anjou y los flamencos se acrecienta durante 1582, a pesar de que en agosto accediera al título de conde de Holanda ofrecido por los Estados Provinciales; el duque ya había comprendido a esas alturas que su suerte no iba a diferir mucho de la de Matías de Habsburgo. Para conjurar tal fatalidad, entra con su ejército en Amberes el 17 de enero de 1583, mientras el resto de tropas toma Dunkerque, Dixmude, Ostende, Aalst, Dendermonde, y Vilvorde. La intentona de hacerse con Brujas fracasó, como terminó igualmente en tragedia la ocupación de Amberes, pues los burgueses de la ciudad, enfurecidos y armados, se enfrentaron a las tropas invasoras, causando en sus filas una verdadera masacre (de los 3.500 soldados franceses, perecieron 2.000). Felipe II volvió a negarse a pactar con el duque a cambio de la restitución de las ciudades ocupadas. Derrotado y en medio del mayor desánimo, Anjou vuelve a Château-Thierry mediado 1583 sin autoridad ni crédito, y dueño de unas plazas fuertes que los españoles irán recobrando al poco tiempo. Catalina de Médicis se entrevista con él e intenta que renuncie a sus posesiones flamencas excepto Cambrai, que se vendería a Felipe II.

Los Estados Generales de Flandes, ante el avance de las tropas españolas, proyectan en abril de 1584 un nuevo tratado con el duque, otorgándole más poderes. Pero por las mismas fechas, Francisco visita a su hermano Enrique III jurándole fidelidad y obediencia, lo que de momento zanjaba sus aventuras en los Países Bajos. Consumido por la tisis, fallece en Château-Thierry el 10 de mayo de 1584, apenas dos meses después de haber jurado fidelidad a la corona. Legó Cambrai a la reina madre para evitar el enfrentamiento directo con Felipe II, que hubiera roto sus tratos con el soberano francés de haber aceptado aquel señorío. El ducado de Alençon irá a parar al rey de Navarra, ya elegido por Enrique III como su sucesor; el resto de su “apanage” revirtió al dominio regio, como era norma. Su fallecimiento, al decir del cronista Dávila, dejó libre a Flandes y al rey de Francia “de una certísima revolución de nuevos accidentes”. Negro presagio para la causa protestante, un mes más tarde moriría Guillermo de Orange de resultas de un atentado en su casa de Delft.

Príncipe ambicioso e inhábil, no puede negársele sin embargo a Francisco de Valois la búsqueda constante de una solución de compromiso y tolerancia para suavizar el fanatismo de los bandos en su país de origen y en los vecinos Países Bajos. Creyéndose la tercera opción entre católicos y protestantes, fue arrollado por los unos y los otros, que lo sepultaron en el olvido a poco de su muerte.

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Miguel Ángel Echevarría Bacigalupe