Pérez, Antonio. Madrid, 1540 – París (Francia), 3.XI.1611. Secretario de Estado de Felipe II.
Hijo de Gonzalo Pérez, también secretario de Estado de Felipe II, y probablemente de Juana Escobar y Tobar. Cuando engendró a Antonio, su padre debía ser ya clérigo y la madre una mujer casada, aunque el acta de legitimación de Antonio asegura que su padre, “soltero, no obligado a matrimonio ni a religión alguna, os hubo y procreó de una mujer, siendo asimismo soltera”. Felipe II afirmaría a su vez mucho más tarde: “Creo que era su padre clérigo cuando le hubo”. En todo caso, en vida pasó por sobrino de Gonzalo Pérez.
Se crió de niño en Val de Concha, pequeña aldea del partido de Pastrana, en tierra de los Éboli. Pasó luego a las Universidades de Alcalá, Lovaina, Venecia, Padua y Salamanca, donde tuvo como maestro a León de Castro, enemigo de fray Luis. De sus correrías universitarias aprendió francés y, sobre todo, italiano, profesando siempre una clara afición a Italia y a sus gentes, a las que tuvo siempre como amigos. Con todo, su formación principal de cara al oficio que había de desempeñar la adquirió junto a su padre, de conformidad con el uso habitual entonces de que los secretarios enseñaran a sus hijos desde niños el manejo de los papeles.
Dividida la política cortesana en dos facciones lideradas por el duque de Alba y el príncipe de Éboli, se dio el fenómeno curioso de que, mientras el padre, Gonzalo Pérez, aparecía alineado junto a Alba, el hijo, Antonio, estaba con Éboli. Ambos grupos, entre otras cosas, habrían de enfrentarse en lo relativo a la política a seguir en Flandes, donde los partidarios de Alba mantenían una posición más dura y tajante, y los de Éboli más dialogante y concesiva.
Cuando tenía veintiséis años, en 1566, falleció su padre y quedó vacante la Secretaría de Estado.
Por entonces Antonio era ya un hombre atractivo —“gentilhombre de cuerpo y buen rostro”, le pinta el cronista Cabrera de Córdoba—, extremadamente simpático y con llamativo don de gentes. Antonio pretendió inmediatamente la Secretaría, pero Felipe II, pese a la estimación que le profesaba, decidió pensarlo y pospuso unos meses el nombramiento. Al parecer el Rey, según el mismo cronista, tenía a Antonio por “mozo derramado”, es decir, liviano o indiscreto; persona, en fin, en la que, pese a las simpatías que despertaba, era arriesgado confiar.
1567 fue un año clave en la vida de Antonio Pérez.
En el mes de enero se casó con Juana de Coello, noble y de origen portugués, con la que ya tenía un hijo. En el mes de julio, el día 17, Felipe II le concedió el título de secretario del Rey, lo que era un nombramiento genérico que facilitaba otros ulteriores a plazas concretas. Y finalmente en diciembre, el día 8, el Rey dividió la hasta entonces única Secretaría de Estado, que se ocupaba de la política internacional, dando la parte del norte a un oficial llamado Gabriel de Zayas, y a Antonio Pérez los asuntos de Italia. Entonces mismo recibió una instrucción en la que se le recordaba su obligación de no aceptar regalos, no tener familiaridad con los negociantes, no hacer propuestas de oficios en favor de parientes y amigos, y la diligencia en el trabajo. A partir de entonces, Zayas y Pérez rigieron las dos Secretarías de Estado en un clima a veces conflictivo, debido al carácter extrovertido y arrollador de Antonio que de vez en cuando invadía las competencias de su compañero.
Muerto en julio de 1573 su principal protector, el príncipe de Éboli, Antonio Pérez mantuvo una estrecha relación personal con la viuda y princesa, Ana Mendoza y de la Cerda, relación que para el secretario habría de resultar más que conflictiva. Por entonces, Antonio Pérez dirigía los asuntos de Italia, pero al incorporarse a Flandes Juan de Austria, Pérez, por su amistad con Don Juan, pasó a ocuparse también de los asuntos más importantes del norte de Europa que entonces le fueron sustraídos a su colega Zayas. Así las cosas, y en tanto en cuanto las ambiciosas pretensiones políticas de don Juan llegaron a convertirse en problemáticas para su hermanastro el Rey, Antonio Pérez quedó en una situación difícil, interpuesto entre ambos personajes.
Mientras se agravaban las relaciones Madrid-Flandes, la princesa de Éboli, tras una reclusión de tres años a partir de la muerte de su marido, retornó a la vida cortesana en 1576 contando entre sus amigos a Antonio Pérez. Las connivencias de Antonio con la princesa, haciendo frente común contra el duque de Alba, condujeron al destierro de éste, pero también a la sospecha de los manejos políticos urdidos por la Éboli y el secretario. Además, cuando Felipe II hizo pública su pretensión al Trono de Portugal, pareció advertirse una actitud equívoca, cuando no fraudulenta, de Pérez y la Éboli, circulando por Madrid el rumor de que Antonio informaba a la princesa de los planes de Felipe II sobre el país vecino, habida cuenta de que ella quería casar a una de sus hijas con el hijo del duque de Braganza.
El detonante de la situación tuvo que ver con la venida a Madrid del secretario de Juan de Austria, Juan de Escobedo, un hidalgo montañés aludido en los papeles cruzados entre el Rey y Pérez como el Verdinegro, quien traía a la Corte las pretensiones y propuestas de don Juan. Por otra parte, Antonio Pérez temía que Escobedo revelara cosas comprometidas, reales o imaginarias, y entre ellas el doble juego del secretario o quizás sus relaciones amorosas con la Éboli. La solución, pues, a falta de escrúpulos parecía clara. Antonio Pérez persuadió al Rey de “que el ángel malo de don Juan era Escobedo, y que suprimiéndole desaparecerían la tentación y el pecado”. El secretario de Estado planeó el asesinato. Felipe II accedió y no ordenó. El caso es que en la noche del 31 de marzo de 1578, el hidalgo de Colindres cayó apuñalado en las cercanías del Alcázar.
El asesinato de Escobedo, que habría de causar la salida y persecución de Antonio Pérez, junto al papel del Rey y de la princesa de Éboli, han sido objeto de una abundante literatura científica y también pseudocientífica.
A tenor de esta última, la princesa de Éboli habría sido la amante de Antonio Pérez. Escobedo habría conocido esta situación, sorprendiendo a Ana y a Antonio en sus relaciones. Por si fuera poco, la princesa habría sido a su vez amante del Monarca, o por lo menos éste lo habría pretendido. Sin entrar en los numerosos problemas, reales e imaginarios, que esta versión plantea, hoy pueden darse por seguras tres cosas: la complicidad política del Monarca con el crimen de Estado; las relaciones del secretario con la princesa (que, como dijo un testigo, “sabía secretos de Estado”), y la carencia de cualquier tipo de relación pasional entre el Rey y ella. En cuanto a la primera, la complicidad de Felipe II parece manifiesta, tanto por el hecho de que transcurrieran meses hasta iniciarse la investigación, como porque los jueces llegaron a preguntar a Pérez sobre “las causas que había habido para que Su Majestad diese su consentimiento a la muerte del Secretario Escobedo”, o por la tolerancia que se tuvo para que escaparan los asesinos contratados por Pérez. En todo caso, esa complicidad fue tácita, pues el secretario no pudo arrancar del Monarca una orden escrita de la ejecución. A su vez, las relaciones de Pérez con la Éboli parecen notorias, debiendo ella, cuando menos, estar al tanto de cuanto sucedía, hasta el punto de que Pazos, el presidente de Castilla, comunicó al Rey que “tenemos sospecha de que [ella] es la levadura de todo esto”. Las relaciones amorosas de Felipe II con la Éboli, en fin, no pasan de ser una lucubración melodramática.
La difícil situación de Antonio Pérez por el affaire Escobedo se complicó debido a su enfrentamiento con Mateo Vázquez, el secretario privado de Felipe II, y por aspirar Antonio a la vacante que se había producido en la secretaría del Consejo de Italia, con lo que, de haberla conseguido, habría acaparado el despacho de todos los asuntos y negocios italianos (los de la Secretaría del Consejo de Estado y los de la Secretaría del Consejo de Italia). Por lo demás, en los primeros meses se pasaron por alto las demandas de los parientes del difunto Escobedo, hasta que las presiones forzaron a tomar alguna determinación. Con gesto caballeresco, Antonio Pérez propuso al Monarca hacer frente él solo a las acusaciones, a cambio de que fueran retiradas las dirigidas a la princesa, “como se acostumbra en semejantes casos cuando interviene honor de mujer”. Esta solución, que se completaría con la marcha de España del secretario de Estado, o con su apartamiento a la Secretaría del Consejo de Italia, no debió parecer bien al Monarca, quien prefirió abordar el problema y que interviniese como componedor el presidente del Consejo Real. Efectivamente, por encargo de Felipe II, Pazos llamó a Pedro de Escobedo, hijo del difunto, y a Mateo Vázquez, asegurándoles que Antonio era inocente, con lo que aquél, convencido o sobornado, retiró la acusación.
Todo parecía quedar así resuelto en abril de 1579, cuando además ya había muerto de tifus Juan de Austria en Flandes, pero inopinadamente empezaron a surgir demandas por parte de otros deudos de Escobedo, mientras Felipe II mantenía una actitud confusa y vacilante. Antonio Pérez decidió entonces abandonar e irse, amenazando de paso al Monarca.
“Tendré —dijo— que descargarme de lo visible y de lo invisible y plegue a Dios que de camino no me lleve alguna pieza del arnés, de las mejores”. A partir de entonces, se inició la pugna entre Pérez, que quería irse, y Felipe II, que no le dejaba. Al fin, el 28 de julio llegó a Madrid como nuevo hombre de confianza el cardenal Granvela, llamado por el Rey, y ese mismo día fueron detenidos Antonio Pérez y la Éboli.
Antonio pasó cuatro meses en la posada del alcalde de Corte, Álvaro García de Toledo. Pese a las consideraciones que se tenían con él, permitiéndole visitas de parientes y otras personas, no debió resultarle fácil soportar la humillación del cautiverio. Cayó, así, enfermo y fue trasladado entonces a su domicilio en la plaza del Cordón, donde gozó de cierta libertad, mientras la Éboli pasaba de Pinto al castillo de Santorcaz, y desde allí a su palacio de Pastrana. Por lo demás, el doble arresto del secretario y la princesa, produjo asombro y conmoción tanto en España como en el extranjero, dando lugar a habladurías de todo tipo.
En circunstancias normales, la prisión del secretario habría significado su cese fulminante en el cargo.
Pero en esta sorprendente historia, en la que lo raro y extraordinario eran regla común, las cosas no sucedieron de esa forma y Antonio Pérez, aunque a distancia y de forma precaria, mantuvo la titularidad de la Secretaría. Así el propio Pérez contaría en sus Obras y Relaciones que, tras la marcha de Felipe II a Portugal en 1580, quedó él en Madrid en su casa, “en aquella manera de prisión”, y que “en su oficio no se hizo ninguna novedad”. A los que han puesto en duda esta afirmación del secretario, Marañón les hace ver que fácilmente se pueden examinar documentos firmados por él, por lo menos hasta 1582. Por otra parte, el mismo autor aduce la sentencia del proceso de visita, de junio de 1585, que condena a Pérez a la “suspensión de su empleo de Secretario de Estado durante diez años”, lo que carecería de sentido si hubiera sido antes destituido. El caso es que, arrestado Antonio Pérez pero conservando su título de secretario de Estado, el Rey ordenó que siguieran en el despacho sus oficiales, pero bajo las órdenes del secretario vasco Juan de Idiáquez.
En 1583 regresó el Rey de Lisboa, mientras Pérez vivía bastante libremente en su casa madrileña y en otra que tenía en el campo. Esta situación se mantuvo en el bienio siguiente, hasta que en 1585, con ocasión de la asistencia de Felipe II a las Cortes de Monzón, el proceso de visita concluyó y Pérez fue detenido, pasando al castillo de Turégano, donde el 23 de marzo le fue comunicada la sentencia que le condenó a dos años de reclusión y diez de destierro, con la mencionada suspensión durante ese tiempo del cargo de secretario de Estado. Con ello, concluía su carrera administrativa y política. No así su agitada vida, que prosiguió con el proyecto de huir de Turégano mientras agentes del Monarca lograban hacerse con los comprometidos papeles que custodiaba su mujer Juana. Vuelto a Madrid entre 1586 y 1587, se reactivó el proceso por la muerte de Escobedo, protagonizando Pérez un confuso periplo que le llevó de nuevo preso a la fortaleza de Torrejón de Velasco, de ahí a Madrid, luego a Pinto, y de nuevo a Madrid, donde quedó encerrado y donde, ante el ultimátum del Monarca que se creía engañado, en febrero de 1590 llegó a aplicársele tormento. Dos meses después, en la noche del Miércoles Santo, 19 de abril, escapó a Aragón.
Al parecer, una vez atravesada la raya fronteriza entre los Reinos castellano y aragonés, situada en Arcos de Jalón, la comitiva llegó al Monasterio de Santa María de Huerta. Allí, según algunos testimonios, Antonio se arrodilló y besó la hospitalaria tierra gritando “¡Aragón, Aragón!”.
Ya en Calatayud, escribió una carta al Rey y otras al confesor Diego de Chaves y al cardenal de Toledo.
En la misiva al Monarca, todavía llena de sumisión y respeto, recordaba las penalidades que le habían forzado a la huida: “Me resolví a hacer lo que he hecho y venirme a este reino de V. Magestad, naturaleza de mis padres y abuelos, pues en él es y será V. Magestad tan señor de my todo”. Felipe II no aceptó, sin embargo, reconducir pacíficamente el problema, y reaccionó ordenando detener al secretario y prender a su mujer e hijos. Para evitar ser apresado, Antonio se instaló en Calatayud en el Convento de los dominicos, dedicado a San Pedro Mártir, acogiéndose inmediatamente al privilegio de manifestación, con el que obtuvo la protección del justicia. A continuación, viajó a Zaragoza, donde fue recluido en la cárcel de manifestados.
Los intentos de concordia hechos por Pérez fracasaron ante la actitud beligerante de la Junta que el Rey había nombrado para este asunto y, sobre todo, ante la sentencia de 1 de julio de 1590, que declaró “lo debían condenar y condenaban en pena de muerte natural de horca y a que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada. Y después de muerto le sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero y sea puesta en lugar público”. Perdida así cualquier esperanza de arreglo, Antonio contraatacó con una cédula de defensiones, en la que ya acusaba claramente al Rey, cuya indicación en un antiguo billete de que “conviene abreviar lo del Verdinegro”, debía entenderse como la verdadera orden de muerte que el Monarca había dado para hacer desaparecer a Escobedo. Además, con objeto de dar publicidad a sus argumentos, el secretario redactó un amplio Memorial del hecho de su causa, entonces conocido como el Librillo, cuyas copias manuscritas circularon entonces por Castilla y Aragón, y que al ser impreso años más tarde en Pau, tras la fuga de Pérez, se difundió también por Europa.
Mientras tanto, seguía tramitándose en nombre del Rey la causa enviada desde Castilla a los tribunales de Aragón, pero de esa causa se apartó Felipe II por razones no claras en agosto de 1590. Con ello, se entró en una nueva etapa, con un nuevo proceso, el de la “Enquesta”, presentado ante el justicia por los procuradores del Monarca, y en el que se volvía a acusar a Pérez de los mismos delitos que en el proceso de Castilla y en el primitivo de Aragón —es decir, haber hecho matar a Escobedo y revelar secretos de Estado—, con el añadido ahora de haber quebrantado la prisión en Castilla y haber revelado en el Librillo otros secretos de Estado. De este nuevo proceso, que era un juicio de visita de tipo inquisitivo en el que el Rey nombraba a un comisionado para indagar posibles delitos cometidos por los oficiales públicos, se defendió Pérez solicitando del tribunal una firma que le amparase, y cuando el lugarteniente del justicia, micer Francisco Torralba, se la denegó, el secretario denunció al propio lugarteniente ante el Tribunal de los Diez y Siete por haber entregado “la persona, vida y honra y bienes del dicho Antonio Pérez y la libertad de este reino”, con lo que hábilmente mezclaba el problema personal con la autonomía y libertad de Aragón. En el proceso, además, se intercaló un incidente de suma importancia, cual fue el supuesto intento de fuga de Pérez para escapar al Bearn, en Francia, donde, como decía el fiscal, “hay muchos herejes” y donde reinaba un príncipe calvinista, lo que habría de dar pie, por presunta asociación con esos herejes, a la intervención del Santo Oficio y a un último proceso inquisitorial.
Dotado el Tribunal de la Inquisición de jurisdicción universal en el conjunto de la Monarquía, la intervención en Aragón sólo requería que Pérez fuera acusado en forma. Para hacerlo, el inquisidor Molina de Medrano urdió una burda herejía que fue confirmada como tal por el padre Diego de Chaves, confesor del Rey. Y así, junto a lo referido de la proyectada huida al Bearn, expurgando algunos dichos y afirmaciones de Pérez en sus días de prisión se entresacaron ciertas frases sospechosas, como la de que “si Dios padre se atravesara en medio, le llevara las narices a trueque de hacer ver cuán ruin caballero ha sido el rey conmigo”. Según el dictamen de Chaves, “esta proposición, cuanto a lo que dice que si Dios Padre se atravesara en medio le llevara las narices, es proposición blasfema, escandalosa, piarum aurium offensiva y, en sus términos, sospechosa de la herejía de los badianos que dicen que Dios es corpóreo y tiene miembros humanos. No se puede excusar con decir que Cristo tiene cuerpo y narices después que se hizo hombre, porque consta que se habla a cuenta de la primera persona de la Santísima Trinidad que es el padre”. En resumen, una estupidez tomada como herejía, y la consiguiente instrumentalización del Santo Oficio para objetivos de la política de Estado.
Así las cosas, el 24 de mayo de 1591 los inquisidores aragoneses formalizaron el mandamiento de prisión y ese mismo día fue trasladado Pérez de la cárcel de los manifestados a la del Santo Oficio, en el palacio de la Aljafería.
Cuatro meses justos, del 24 de mayo al 24 de septiembre, pasó el secretario bajo control del Tribunal inquisitorial. En aquella fecha, con ocasión de la entrega de Pérez al alguacil del Santo Oficio, estalló en Zaragoza un motín contra el enviado de Felipe II, marqués de Almenara, quien con la anuencia del justicia, Juan de Lanuza el Viejo, fue arrebatado de su casa y encarcelado. Otros amotinados, a su vez, llegaron a la Aljafería reclamando que Antonio Pérez retornara a la cárcel de los manifestados, a lo que se avinieron los inquisidores con el acuerdo de que siguiese bajo su jurisdicción. Antonio fue llevado así de nuevo triunfalmente a la cárcel aragonesa, mientras una multitud de gentes le aclamaba pidiendo libertad.
Poco después murió Almenara. La noticia sorprendió a Felipe II en la cama. El breve comentario del Monarca —“¡ Con que han muerto al Marqués!”— era el prólogo al nuevo cariz del problema, que dejaba de ser una cuestión personal del secretario para convertirse en un gravísimo problema de orden público nacional con Antonio como agitador y rebelde.
Los sucesos del 24 de mayo habían quebrantado tanto la autoridad del Rey, como la del justicia y la del Santo Oficio. Por si fuera poco, en junio tomó posesión del cargo de diputado de Aragón un exaltado fuerista, Juan de Luna, patrocinado de Pérez que desde la cárcel alentaba una campaña de agitación, en la que los hidalgos, llamados “caballeros de la cárcel de la libertad”, junto a clérigos, menestrales, labradores, y aun extranjeros como algunos bearneses que vivían en Zaragoza, constituían un verdadero cuerpo rebelde. Entretanto, Felipe II, que había preparado un ejército en Ágreda a las órdenes de Alonso de Vargas, dispuso que Pérez fuera de nuevo trasladado a la prisión inquisitorial de la Aljafería, lo que habría de tener lugar el 28 de septiembre. Ese día, al ejecutarse lo dispuesto, estalló otro motín popular que rescató y puso en libertad al secretario, que permaneció oculto en Zaragoza, protegido de Martín de Lanuza.
Así las cosas, y ante el anuncio de la entrada en Zaragoza del ejército acuartelado en Ágreda, los diputados aragoneses juzgaron esa amenaza como contrafuero, calificando de legítima la resistencia a aquel ejército “extranjero”. Desoyendo la opinión y el consejo de su lugarteniente, el nuevo justicia, Juan de Lanuza el Mozo, que acababa de suceder a su padre en el cargo, hizo suyo el parecer de los diputados, recabando un apoyo de ciudades de Aragón, Valencia y Cataluña, que por desgracia para él no llegó a materializarse.
De esta suerte, con toda facilidad el ejército regio penetró en Aragón y llegó a Zaragoza el 12 de noviembre. Ocho días más tarde el verdugo ajustició a Lanuza y poco después fueron arrestados otros colaboradores.
Entretanto, Antonio Pérez se encaminó a Francia. Cruzó el Pirineo el 24 de noviembre y pidió asilo a la gobernadora de Bearn, Catalina, hermana de Enrique de Borbón, mediante una carta en la que Pérez mostraba ser bien consciente del eco internacional de sus peripecias: “Pues no deve de aver en la tierra rincón ny escondrijo adonde no aya llegado el sonido de mis persecuciones y aventuras”.
Acogido a la protección de Catalina, Antonio Pérez permaneció unos meses en Pau, donde, además de defenderse de quienes pretendían eliminarle, proyectó un ataque a Aragón que, en cierto sentido, era también una utópica invasión de España. Aquejado de lo que Marañón llamó “el espejismo del emigrado”, Antonio sobreestimó sus posibilidades y creyó contar con amigos anti-Felipe II en todas partes. Derrotados los invasores bearneses y algunos pocos españoles, y fracasada aquella ridícula intentona, Pérez ofreció sus servicios a Isabel de Inglaterra. En este país estuvo desde los primeros meses de 1592 al verano de 1595, mientras en Zaragoza un auto de fe celebrado el 20 de octubre de aquel año, le condenaba en ausencia y rebeldía a ser relajado al brazo secular como convicto de herejía. En Londres se alojó Antonio en el Colegio de Eton, donde también vivía entonces otro famoso Antonio, el prior de Crato, pretendiente al Trono de Portugal. Allí, con el nombre supuesto de Raphael Peregrino, publicó las Relaciones, que el mismo año de su edición (1594) fueron traducidas al holandés, y allí conspiró con el conde de Essex, animando el proyecto de ataque inglés a Cádiz que llegaría a realizarse más tarde, en 1596. Poco antes de esta fecha, invitado por Enrique IV, Pérez se instaló en París, donde, a despecho de dos viajes más a Inglaterra, permaneció hasta su muerte. Tras los primeros años disfrutando en Francia de admiración y notoriedad, llegó una última etapa de crisis a la que contribuyó la Paz de Vervins, entre Felipe II y Enrique IV, que Pérez intentó evitar y que le colocó en una situación marginal.
Muerto Felipe II en 1598 y entrado el siglo XVII pudieron cambiar las cosas, pues Antonio Pérez tenía buena relación con el duque de Lerma, valido todopoderoso, y además, Enrique IV llegó a pedir a Felipe III que le perdonara. El nuevo Rey, sin embargo, accedió a mejorar la situación de la mujer e hijos de Antonio, pero nada llegó a hacer por el secretario. Por lo demás, la decapitación de su amigo inglés, el conde de Essex, y el asesinato de su amigo francés, el rey Enrique IV, le fueron dejando carente de protección. Los últimos años, en los que vivió en París en la calle del Faubourg-St. Victor (luego Linné), estuvieron marcados por la añoranza de su país y el retorno a la fe religiosa. El 29 de octubre hizo testamento encomendándose a Dios, “a la gloriosa Virgen María y a todos los santos y santas del cielo”. Y el 3 de noviembre de 1611 dictó a su amigo Gil de Mesa una declaración de fe religiosa y patriotismo que apenas pudo firmar: “Por el paso en que estoy y por la cuenta que voy a dar a Dios, declaro y juro que he vivido siempre y muero como fiel y católico cristiano; y de esto hago a Dios testigo. Y confieso a mi rey y señor natural y a todas las coronas y reinos que posee que jamás fui sino fiel servidor y vasallo suyo”. Ese mismo día falleció al anochecer, siendo enterrado en el Convento de los Celestinos con el siguiente epitafio: “Hic jacet/ Illustrissimus D. Antonius Perez/ Olim Philippo II, Hispaniarum regi/ A secretioribus consiliis/ Cujus odium male auspicatum effugiens/ Ad Henricum IV, Galliarum Regem/ Invictissimum se contulit/ Ejusque beneficentiam expertus est/ Demum Parisiis diem clausit extremum/ Anno salutis MDCXI”.
La tumba con la inscripción se conservó hasta las revueltas de la Revolución Francesa, en las que el Convento desapareció para dar paso a un cuartel de la Guardia Nacional. Por lo demás, la memoria del ilustre personaje se benefició tras su muerte de una cierta rehabilitación promovida por la viuda e hijos.
El Tribunal de la Inquisición revisó el proceso y el 16 de junio de 1615 revocó la sentencia que le había condenado como hereje, liberando así a la familia de la correspondiente tacha de infamia. La sentencia revocatoria fue leída a su hijo Gonzalo, quien, descontrolado por la alegría, imprimió el texto fijándolo en diversos lugares públicos de Zaragoza. Enojados los inquisidores, secuestraron el cartel y ordenaron detener y encausar a Gonzalo, quien, para protegerse, hubo de huir de Aragón a Castilla, justo al revés de lo que había hecho su padre. La Inquisición, en fin, aun condenando la ligereza del mozo, sobreseyó la causa.
Obras de ~: Segundas cartas de Ant. Pérez [...] Más los Aphorismos dellas sacados por el curioso que sacó los de las primeras; del mismo los Aphorismos del libro de las Relaciones, París, Francisco Huby, 1603 [ed. de E. de Ochoa, Madrid, Atlas, 1856 (col. Biblioteca de Autores Españoles, XIII)]; Relaciones de Antonio Pérez, 1624 (Las Obras y Relaciones de Antonio Pérez [...], Génova, Juan de la Planche, 1631; Las obras y relaciones de Antonio Pérez secretario de Estado que fue del Rey de España D. Felipe II, Ginebra, Juan Antonio y Samuel de Torres, 1654; Las obras y relaciones de Antonio Pérez, Secretario de Estado [...], Ginebra y Colonia, Samuel de Tournes, 1676; Relaciones de Antonio Pérez, secretario de Estado que fue del Rey de España Felipe II de este nombre, Madrid, Imprenta L. García, 1849, 2 vols.; Norte de príncipes, virreyes, presidentes y consejeros y governadores, y advertencias políticas sobre lo público y lo particular de una monarquía, introd. de M. de Riquer, Madrid, Espasa Calpe, 1969 (Madrid, Secretaría General del Senado, 1997); Antonio Pérez, relaciones y cartas, introd. notas y ed. de A. Alvar Ezquerra, Madrid, Turner, 1986; Relaciones de Antonio Pérez, introd., ed. y notas de P. J. Arroyal Espigares, Málaga, Universidad, 1989 (ed. facs. de E. Botella Ordinas, Madrid, Cultura Hispánica, 1999); Cartas de Antonio Pérez para diversas personas después de su salida de España, París, s. f.
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José Antonio Escudero López