Luis de León, Fray. Belmonte (Cuenca), 15.VIII.1527 – Madrigal de las Altas Torres (Ávila), 23.VIII.1591. Agustino (OSA) y catedrático de la Universidad de Salamanca.
Hijo del licenciado Lope Ponce de León, letrado de Corte, y de Inés de Varela, llevaba en su ascendencia por línea paterna el estigma de los falsos judeoconversos.
Como tales, habían sido procesados y condenados, en distinto grado, por la Inquisición su antepasado Fernán Sánchez, “el Davihuelo”, y su mujer; su bisabuela Leonor de Villanueva, y su tía abuela Elvira de Villanueva, casada con un “ombre hereje y mal christiano”, que fue ajusticiado. Todo esto pesará sobre fray Luis de manera importante. Tras residir, siguiendo los destinos cortesanos de su padre, en Madrid y Valladolid, a los catorce años comenzó en Salamanca, tutelado por un tío suyo profesor de la Universidad, los estudios de Cánones, que abandonó para profesar en la misma ciudad, en 1544, en la Orden de San Agustín. En su convento salmantino, que vivía por entonces una gran renovación intelectual, se inició en Artes y Teología, y en 1546 volvió a la Universidad donde tuvo como profesor más reconocido en los cursos ordinarios teológicos a Melchor Cano.
Seguía éste la línea abierta por el maestro Francisco de Vitoria que maridaba Teología y Humanismo y que fue base de la llamada “Escuela de Salamanca”. Cano fue, en concreto, el fundador de la llamada “Teología Positiva”, la cual se esforzaba en superar la mera especulación escolástica y en conciliar los conocimientos de Teología con el nuevo método filológico aplicado a la interpretación de los textos bíblicos originales.
Ordenado sacerdote en 1551 y orientado hacia la docencia, enseñó Artes en los conventos de Salamanca y Soria. Pasó después a Alcalá, donde simultaneó el mismo encargo conventual con la asistencia a los cursos de la Universidad. Condiscípulo de Arias Montano, otro gran humanista y amigo, siguió allí, en 1556-1557, las clases del gran maestro bíblico Cipriano de la Huerga, el cual, en la tradición del también agustino Dionisio Vázquez y de Egidio de Viterbo, declaradamente humanistas, defendía que un buen escriturista debía apoyar su exégesis de la Biblia en los textos originales mucho más que en la versión latina de la Vulgata. Fray Luis hizo suya esta posición doctrinal y se empapó en el ambiente alcalaíno del espíritu de libertad intelectual y antidogmatismo que años antes había sembrado allí el movimiento erasmista.
Retornó a Salamanca en 1558 y revalidó el título de bachiller en Artes obtenido en Toledo un año antes.
La Universidad entró pronto en un proceso de reorientación de la enseñanza de la doctrina tomista en una línea de escolasticismo riguroso. Fray Luis obtuvo en mayo y junio de 1560 los grados de licenciado y maestro en Teología, guiado y apadrinado por el maestro Domingo de Soto. Opositó enseguida, junto a su amigo Gaspar de Grajal y otros cinco aspirantes, a la cátedra de sustituto de Biblia. No tuvo éxito, pero un año más tarde, en un proceso no exento de tensiones, ganó frente al maestro Diego Rodríguez, protegido de los frailes dominicos, y cinco oponentes más, una de las cátedras menores, la de Santo Tomás, en la que a lo largo de cuatro cursos, de 1561 a 1565, explicó varias partes de la Suma Teológica. Al quedar vacante en 1565 la cátedra de Durando, también menor pero de más rango y mejor remunerada, concursó fray Luis a ella, de nuevo frente a Diego Rodríguez, entre otros, y también con tensiones por las habituales rivalidades entre las Órdenes religiosas. La obtuvo y la desempeñó desde 1565 hasta marzo de 1572, explicando las Sentencias de Durando, como era costumbre por santo Tomás, es decir, sobre la pauta de la Suma.
Catorce años de preparación universitaria y once de docencia hicieron de fray Luis a esa altura de su vida un gran escolástico, como evidencian los tratados teológicos latinos que de él se conservan: De Incarnatione, De Fide, De Creatione rerum... Y así hasta más de una veintena de diversa extensión. Conviene tenerlo presente a la hora de enjuiciar las tensiones con compañeros del claustro salmanticense y sus procesos inquisitoriales; pero, sobre todo, para valorar su portentosa obra y lo que significó en un tiempo de fuertes controversias, los “tiempos recios” de la contrarreforma.
Sobre la base de la fácil transferencia y comunicación que se daba entre los profesores de Teología y de Artes, fray Luis se inscribía en la corriente humanista de figuras a las que iba a dedicar, como a “amigos a quien amo sobre todo tesoro”, algunas de sus poesías —Juan de Grial, Diego Olarte, Francisco Ruiz, Francisco de Salinas— y de otros como Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, amigo muy unido a él en los planes de la reforma de los estudios, o Juan de Almeida, clave en todo el movimiento modernizador salmantino. Precisamente Almeida y el Brocense estaban relacionados, a través de Grajal que lo había tenido como maestro en París, con la doctrina de Petrus Ramus (Pierre de la Ramée), antiaristotélico declarado, que terminó haciéndose calvinista y fue asesinado como hugonote la noche de San Bartolomé (1572). Cuatro años antes se habían secuestrado en Salamanca sus obras difundidas por el grupo de amigos de fray Luis, aunque él no figuraba entre los investigados.
Más que por la doctrina misma de Ramus, el hecho es revelador por lo que significa de apertura intelectual de aquel grupo de amigos a Europa. También manifiesta, al tiempo, la atmósfera de recelo y de radicalización de posiciones ideológicas. Importa precisar que no se trataba de una pugna entre escolásticos, y escrituristas, porque unos y otros eran ambas cosas, ni puede reducirse todo a las citadas rivalidades entre Órdenes religiosas. Se trataba de dos modos de afrontar la circunstancia histórica planteada por la Reforma protestante: privilegiar la vieja argumentación escolástica de disputas y cuestiones o las nuevas directrices intelectuales humanísticas que reivindicaban ante todo la vuelta a las fuentes bíblicas y sobre todo la crítica filológica de sus textos. Fray Luis, en concreto, que en su entorno agustino había mamado el gusto por el cultivo de las letras y la sensibilidad para proyectar el estudio religioso sobre los problemas morales —bien iba a demostrarlo al explicar en el curso 1570-1571 el tratado De legibus—, se consideraba “muy aventajado en lo uno y en lo otro”, en lo escolástico y en el estudio positivo de las letras sagradas.
Era, precisamente, en este punto donde se agudizaba la controversia. Los más conservadores —León de Castro, Bartolomé de Medina, Juan Gallo y Francisco Sancho, decano este último de Teología y comisario del Santo Oficio— defendían que el texto hebreo de la Biblia había sido deliberadamente corrompido por los comentaristas judíos para privarlo de su valor profético cristiano. Juzgaban superior la versión griega llamada de “Los Setenta” y, desde luego, la Vulgata latina, atribuida a san Jerónimo y que el Concilio de Trento acababa de declarar “auténtica” y, por tanto, con valor probatorio indiscutible.
Gaspar de Grajal, Martín Martínez de Cantalapiedra y fray Luis, que rechazaban la teoría de la corrupción del texto hebreo y no compartían la misma valoración de “Los Setenta”, pensaban que el texto de la Vulgata era perfeccionable y que, al consagrarlo, el Concilio quería defender una base textual de referencia en unidad, impidiendo que se multiplicaran las traducciones discrepantes. Los errores obvios de traducción que la Vulgata contiene deberían ser subsanados, según ellos, recurriendo al texto original como había propuesto ya el cardenal Cisneros en su prólogo a la Biblia políglota complutense (1520). Por otra parte, en la lectura e interpretación de la Biblia debe privilegiarse —decían— el sentido literal sobre el sentido alegórico moral y otros que son perfectamente aceptables en la vivencia espiritual y en la didáctica moral.
Y, en fin, sostenían que para hacer partícipe al pueblo de Dios de la riqueza de la Sagrada Escritura era necesario utilizar la lengua romance, reservando la latina para la cátedra y los estudios universitarios. Trento, sin embargo, había impuesto severas cautelas sobre las versiones bíblicas a las lenguas vernáculas.
La diversidad de posiciones se había enconado en la comisión de teólogos que por mandato del Santo Oficio debía examinar la Biblia publicada en París (1545) por el librero Robert Estienne bajo el nombre del hebraísta Francisco Vatable, profesor del colegio de Francia, y que el librero Gaspar de Portonariis se proponía editar en Salamanca. Las discusiones se prolongaron hasta marzo de 1571 y fueron tormentosas. A León de Castro le faltó tiempo para echar en cara a Grajal, Cantalapiedra y fray Luis su ascendencia juedeoconversa y llegó a presagiarles la hoguera; fray Luis lo tachaba de ignorante y consideraba una basura el libro que había publicado sobre Isaías, recibido con grandes elogios por prelados y colegas salmantinos.
Bartolomé de Medina, el último en incorporarse como miembro a la comisión, salió de ella decidido a denunciar al grupo de Grajal ante la Inquisición.
Lo hizo a fines del mismo año 1571 imputándoles mancomunadamente diecisiete preposiciones genéricas que comenzaban por la de que afirmaban que el Cantar de los cantares es sólo un poema amoroso de Salomón a la hija del faraón, que se puede leer y explicar en lengua vernácula. Y después, que creían que se deben explicar las Escrituras según los rabinos; que se reían de las explicaciones de los santos; que sostenían que en la Biblia no hay sentidos alegóricos y que la doctrina escolástica impide la inteligencia bíblica, etc. Fueron encarcelados y con ellos, poco más tarde, el también agustino, Alonso Gudiel, escriturista a la sazón en Osuna.
A fray Luis, apresado el 24 de marzo de 1572 y llevado a la cárcel inquisitorial de Valladolid, se le añadieron después durante el proceso otras cuatro series de acusaciones —en total, setenta y tres—, casi todas relacionadas con la Vulgata. Su personal convicción de inocencia, su temperamento combativo y tenaz, y una evidente torpeza procedimental que lo llevaba a descalificar no sólo a sus acusadores sino a los miembros del Tribunal y a proponer nuevos aspectos doctrinales que echaban leña a la hoguera, complicaron el proceso ya de por sí lento. Grajal y Gudiel murieron en la cárcel. Fray Luis fue absuelto por el Tribunal Supremo de la Inquisición el 7 de diciembre de 1576 (Martínez Cantalapiedra pocos meses más tarde). A fray Luis se le recomendaba prudencia en sus exposiciones, al tiempo que se ordenaba recoger las copias que circulaban de su versión comentada del Cantar de los cantares.
Volvió a la Universidad, que había guardado excesivo silencio durante todo el proceso, y la Universidad lo recibió con gran regocijo, explotando su liberación como prueba de que en ella se explicaba la recta doctrina católica. Lo premiaron con una cátedra de Teología de las llamadas “de partido”, lo que suponía un sueldo casi triplicado. Atrás quedaba la cárcel, donde, sin padecer físicamente, había probado gran dolor espiritual reflejado en las redondillas que escribió al salir —“Aquí la envidia y mentira / me tuvieron encerrado”— que, por cierto, dieron pie a glosas y contraglosas de amigos y enemigos. Una tradición, tardíamente documentada en el siglo XVIII, pone en sus labios al volver a la cátedra el famoso “decíamos ayer”.
Vacante la cátedra de Filosofía Moral, opositó enseguida a ella enfrentándose al mercedario Francisco Zumel en un proceso de mutuas descalificaciones en el que no faltaron ni siquiera acusaciones de amenazas de muerte imputadas a fray Luis, pero no probadas.
Ganó la cátedra, que ocupó desde mediados del 1578 hasta finales de 1579. Su máxima aspiración profesional era, sin embargo, alcanzar la cátedra de Biblia, lo que logró en 1579 frente al dominico Domingo de Guzmán, hijo de Garcilaso de la Vega y su enemigo declarado. La desempeñó hasta su muerte.
Se toparía de nuevo con la Inquisición en un segundo proceso, en 1578, cuando un jesuita, Prudencio de Montemayor, sostuvo en un acto público posiciones discutidas sobre el intrincado problema de compatibilizar el conocimiento y concurso divino con la libertad humana de obrar. Le contradecían los dominicos Báñez y Domingo de Guzmán, el mercedario Zumel y el jerónimo Santa Cruz. Fray Luis se había ocupado de ese tema en una línea que discrepaba de dominicos y jesuitas, pero no toleró que el hijo de Garcilaso de la Vega tachara de hereje al jesuita y terció en la controversia con su habitual apasionamiento y dureza. Lo denunciaron Zumel y Santa Cruz, y de nuevo el presidente de la Suprema lo absolvió, amonestándole “benigna y caritativamente” para que no volviera a “defender públicamente ni secretamente las proposiciones que parece haber dicho y defendido”.
En la segunda etapa docente fray Luis, a quien ya fatigaban las clases, cumplía importantes encargos de la Universidad en la Corte. Pero era el maestro de referencia.
Prueba de ello es que le consultó incluso la comisión que el papa Sixto V nombró para revisar la Vulgata.
En su Orden no desempeñó cargos de gobierno, sí de consejo, aunque poco tiempo antes de su muerte fue elegido provincial. Puede decirse que dentro de ella su actitud fue la de un reformador y, como tal, resultaba incómodo, si bien siempre respetado por su coherencia. Como reformador se manifestó ya tempranamente cuando en el Capítulo celebrado en Dueñas en 1557 pronunció una alocución en la que acusaba a sus hermanos de religión de no buscar más que el medro personal o la ostentación y el poder de la Orden. Temperó la prisión inquisitorial esa actitud de intransigencia que, sin embargo, lo llevó hasta distanciarse de su maestro Juan de Guevara, de su discípulo Pedro de Aragón y de otros eximios agustinos.
Animado del mismo espíritu, defendió la reforma del Carmelo y, cuando el Consejo Real le encargó revisar la obra escrita de la madre Teresa de Jesús, dio su censura favorable aun a sabiendas de que teólogos como Báñez se habían mostrado contrarios a su difusión.
La editó en 1586 destacando que “en la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios”. La publicación dio pie a que se produjeran murmuraciones públicas y otras denuncias a la Inquisición a las que él respondió con una decidida Apología.
En definitiva, él era fiel a la divisa que había elegido para su emblema: una carrasca desmochada a la que con la poda le han brotado algunos renuevos. Recostada en su tronco se ve un hacha. Y en torno, la leyenda “ab ipso ferro” que él mismo glosó en verso: “Que de ese mismo hierro que es cortada / cobra vigor y fuerza, renovada”. Falleció fray Luis de León el 23 de agosto de 1591 en Madrigal de las Altas Torres.
Fue enterrado en el convento salmantino de San Agustín, en el que pocos años antes un incendio había devorado parte de su rica biblioteca y algunos de sus autógrafos, y que, reconstruido tras la francesada, volvió a padecer primero las penosas consecuencias de la desamortización y exclaustración, y más tarde las consecuencias de la guerra. Localizados y recuperados los restos del gran maestro agustino, reposan hoy en la capilla de la Universidad de Salamanca. Francisco Pacheco dejó en su Libro de verdaderos retratos (1599) una efigie de fray Luis y un elogio que, apoyado en el testimonio de un fraile que con él había convivido largo tiempo, reconocía que era de natural colérico, pero exigente en primer lugar consigo mismo, grave y silencioso, penitente y austero, y muy espiritual.
La altísima valoración que muy pronto se hizo de su obra castellana —“Tú, el honor de la lengua castellana”, dice Lope de Vega en 1630, y un año más tarde, Quevedo: “El mejor blasón de la lengua castellana”— oscureció la de los escritos latinos. A los siete volúmenes publicados a finales del siglo XIX, que recogen casi una veintena de conjuntos de lecciones de sus clases, se han añadido desde fines del pasado siglo otros seis con nuevos conjuntos reconstruidos a partir de los reportata o dictados, y está en proyecto otro más con interesantes adiciones. Además de descubrir su categoría de filósofo moral, de teólogo y escriturista, ponen de manifiesto la integración de la obra latina con la obra castellana en un sistema armónico que constituye una aportación de gran valor para el conocimiento del pensamiento religioso de la época.
Se enorgulleció fray Luis, con toda justicia, de haber abierto “un camino no usado” en la lengua castellana.
Desde comienzos del siglo XVI venía cultivándose a la par “un nuevo estilo” en la escritura latina.
En esa línea emulaba el círculo de amigos del maestro agustino a los clásicos, a Horacio sobre todo, cuya pauta de traducción y de imitación marcó él mismo de manera principal. Menéndez Pelayo sentenció que “nadie ha volado tan alto ni infundido como él en las formas clásicas el espíritu moderno”. En 1580 dedicó fray Luis a Pedro Portocarrero sus poesías, que circulaban en numerosas copias. Las calificaba de “obrecillas” que se le habían caído de las manos y hasta esbozaba la simulación de que se debían a otra pluma. La tradición manuscrita que recoge numerosas variantes de su mano y el concepto de poesía que desarrolla en varios lugares de su obra revelan la importancia real que le concede, presentándola como transmisora de valores morales y como lenguaje trascendente cuyos significados hay que descubrir por debajo de la literalidad en que se expresan. En 1631 la publicó Francisco de Quevedo bajo la rúbrica de Obras propias y traducciones latinas, griegas e italianas. Con la paráfrasis de algunos Salmos y capítulos del Job.
Si en la cuarentena larga de traducciones su objetivo es que las figuras del original “hablen en castellano [...] como nacidas en él y naturales”, sus poemas nacen de la “imitación compuesta”: el escritor liba como abeja, al decir de Lorenzo Valla, en distintos autores —Horacio, Virgilio, Petrarca...— y, asimilando sus versos, lo integra todo en su propia voz. No se trata sólo de meras imitaciones formales: el tipo de versos y estrofas, la estructura del poema, su diseño retórico o el género de la pieza. Más allá de eso, el magisterio de los clásicos apunta en los humanistas a configurar un modo de ver el mundo. De las veintitrés composiciones originales que hoy se le atribuyen con certeza, dieciocho se centran en motivos religiosos. Pero en el resto late la misma preocupación incrustada en el soporte filosófico del neoestoicismo y de sus corrientes afines: rechazo de los valores del mundo, en especial del poder y el dinero; freno de las pasiones; oposición entre lo exterior y la propia interioridad en donde mana la sabiduría de “vivir con uno mismo”; el “otium”, el retiro apacible como espacio indispensable para el logro de la armonía personal y con el universo. En esa órbita se inscribe el ejercicio de la creación poética: su forma debe discurrir “con número y consonancia debida”, de modo que el estilo vibre de manera acordada con el sentimiento e, integrado de este modo en sí mismo, el hombre se integre con las cosas en la armonía del cosmos.
En el campo de las traducciones bíblicas y de sus comentarios o paráfrasis ocupó un lugar temprano y especial la del Cantar de los Cantares que fray Luis declaraba haber hecho a petición de una monja del convento salmantino de Sancti Spiritus, la cual, conociendo ya su sentido espiritual, deseaba profundizar en el literal. La verdad es que el tenor de la Exposición muestra factura de libro y rebasa con mucho la perspectiva de un destinatario unipersonal. De hecho, las copias se multiplicaron pronto por muchas partes. La obra no verá la luz hasta 1798. Antes, los superiores aconsejaron a fray Luis que, para evitar cualquier sospecha remanente del proceso inquisitorial, redactase una versión latina, la Explanatio, que, terminada en 1578, vio la luz en 1580. Las aplicaciones alegóricoespirituales al alma, antes concisas e incrustadas en el mensaje básico de la Exposición, se convierten aquí en un comentario yuxtapuesto, al que en la tercera edición, de 1589, se ve obligado fray Luis a añadir —dice que contra su voluntad— una Tertia explanatio referida a la Iglesia. Fiel a su ideal humanista de traductor, quiso reproducir en castellano la armonía del original. Pero la modernidad de la obra se cifra sobre todo en la cuidadosa distinción de planos aplicada a la lectura: el Cantar es un libro del eros humano; mas la historia de ese amor puede servir de cañamazo a una alegoría espiritual trascendente.
Un comentario bíblico del último capítulo del libro de los Proverbios es, también, La perfecta casada, que fray Luis escribió como regalo de bodas para su pariente María Varela Osorio. Apareció el libro unido a De los Nombres de Cristo y fueron muchos los lectores que fijaron su atención en lo que tenía de crítica de las costumbres de la época, reflejadas con gran plasticidad. Sin embargo, su concepto central y el término clave del libro es la armonía. Procurando una secularización de la vida religiosa de la mujer, aplica el maestro agustino al matrimonio, y, en círculo concéntrico, a su función en el concierto de la sociedad, su idea de la armonía del mundo. Decía Azorín que “como estilo La perfecta casada es sencillamente un prodigio. Más alto no ha culminado la lengua castellana [...] y hay para nosotros, modernos —añadió—, algo más: hay un espíritu libre, independiente, modernísimo”.
En 1582 publicó los dos primeros libros, o partes, de su obra magna, De los Nombres de Cristo, en la que venía trabajando desde poco después de salir de la prisión inquisitorial y que, tres años más tarde, completó con el Libro III. En la “Dedicatoria” de la primera edición revela el maestro un doble propósito fundamental: en primer lugar —dice—, desea contrarrestar los muchos libros torpes y moralmente dañinos difundidos. Pero quiere también ofrecer un libro de teología distinto de los que escriben los llamados teólogos. En vez de ocuparse de las disquisiciones teóricas de la escolástica supeditando a ellas los textos de la Sagrada Escritura como argumentos de prueba, pretende exponer “para el uso común de todos” cosas nacidas de la Biblia o allegadas a ella. Y eso, en lengua romance. No será, por tanto, la suya una teología meramente especulativa sino una “teología de la mente y del corazón”, que el lector pueda integrar en su vida.
Como quiera que por entonces todavía se discutía si el castellano era una lengua capacitada para tratar de asuntos graves o elevados, en la “Dedicatoria” del Libro III sale al paso de las críticas que se le han formulado.
Ante todo, “no crean ni piensen que en la Teología que llaman se tratan ningunas ni mayores [cosas] que las que tratamos aquí. Y en cuanto a exponerlas en romance, hay que saber que en todas las lenguas hay lugar para todas las cosas, y si a la nuestra la llaman vulgar no es porque en ella sólo se puedan tratar cosas vulgares”. Basta pensar que “Platón escribió no vulgarmente ni cosas vulgares en su lengua vulgar”, y lo mismo los santos padres. A renglón seguido explica fray Luis en qué consiste la novedad o el “camino no usado” que él abre: elegir de las palabras comunes las más convenientes y ordenarlas con concierto para que digan con claridad lo que se pretende decir con armonía y dulzura.
Lejos de un tratado doctrinal estático, lo que fray Luis construye en el diálogo de los tres amigos que hablan a lo largo de los tres libros, glosando los nueve nombres de Cristo, es una epopeya que se mueve entre historia y profecía, entre lo que pasó y lo que vendrá.
Los nombres son los signos de comunicación de Dios. El hombre, que es un microcosmos, es llamado a entrar por medio de ellos en comunicación con Cristo, que es quien integra las dos vertientes.
La filosofía dialoga, en fin, con la teología, y ambas con la exégesis bíblica. Y eso hace de esta obra la más cumplida muestra hispana de la “Philosophia Christi”.
Inédita hasta 1779, la Exposición del Libro de Job ha sido, en fin, largo tiempo interpretada en clave autobiográfica sobre el supuesto de que fray Luis había redactado buena parte de ella en la cárcel inquisitorial.
Es cierto que en el proceso declaró su propósito de redactar una declaración del Job sobre una versión que ya tenía, aunque no dijo si realizada por él mismo.
Pero muchas de las interpretaciones que allí hizo no coinciden con las que se encuentran después en la Exposición, y anotaciones autógrafas conducen a retrasar la fecha de la redacción a los años en que desempeñó la cátedra salmantina de Biblia. Conserva el texto definitivo como trasfondo los sufrimientos pasados por el autor, pero la obra se integra en el conjunto de sus grandes exégesis bíblicas. Traducir al romance y declarar un texto de casi un millar de versos de léxico enrevesado y sentido poético a veces críptico, constituía todo un reto. No faltaban, desde luego, modelos. Pero fray Luis, cuyo propósito de fidelidad a la letra original hebrea le llevó a hacer a trechos construcciones abruptas, logró fijar una perspectiva dramatizadora aprovechando al máximo la pauta que ofrece el texto bíblico. Y de ahí brota una formidable intensidad trágica. Con esa Exposición se cierra una obra unánimemente considerada como la cima y síntesis del humanismo cristiano del siglo XVI.
Obras de ~: In Cantica Canticorum Salomonis Explanatio, Salamanca, Lucas de Junta, 1580; De los nombres de Christo en dos libros, Salamanca, Juan Fernández, 1583; La perfecta casada, Salamanca, Juan Fernández, 1583; Divinorum librorum explanatio, Salamanca, Guillermo Fequel, 1589; Obras propias y traducciones latinas, griegas y italianas. Con la paráfrasi de algunos Psalmos y Capítulos de Job, ed. de F. de Quevedo, 1631 (ed. facs., Salamanca, Universidad, 1992, 2 vols.); Obras del M. Fr. Luis de León, ed. de A. Merino, Madrid, Ibarra, 1804- 1806, 6 vols.; Opera vetera, ed. de PP. Agustinos, Salamanca, 1891-1895, 7 vols.; Opera nova, Madrid, Ediciones Escurialenses, 1992-, vols. VIII-XIII; Obras completas castellanas, ed. de F. García, Madrid, BAC, 1944 (reimpr. 1967, 2 vols.); De los nombres de Cristo, ed. de C. Cuevas, Madrid, Cátedra, 1980; Escritos desde la cárcel, ed. de J. Barrientos, Madrid, Ediciones Escurialenses, 1991; La perfecta casada, ed. de J. San José Lera, Madrid, Austral, 1992; Exposición del Libro de Job, Salamanca, Universidad, 1992, 2 vols.; Poesía, ed. de A. Ramajo Caño, Madrid, Círculo de Lectores, 2006.
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Víctor García de la Concha