Jiménez de Cisneros, Francisco (Gonzalo). Cardenal Cisneros. Torrelaguna (Madrid), c. 1436 – Roa (Burgos), 8.XI.1517. Franciscano (OFM), cardenalarzobispo de Toledo, inquisidor general, mecenas y político regente.
Nació, según los mejores cálculos, en 1436 en la villa madrileña de Torrelaguna, perteneciente al arciprestazgo de Uceda, de una familia de pequeños comerciantes compuesta por Alfonso Jiménez, regidor de la villa, y Marina de la Torre, nacida en una familia de albergueros y rentistas de cierta notoriedad en la comarca.
Como algunos españoles de su tiempo, tenía cierto abolengo que expresaba en sus apellidos: el patronímico Jiménez, que aludía a raíces vascongadas, y el topónimo Cisneros. Éste aludía a la villa de Cisneros, en la palentina Tierra de Campos, en donde quedaba memoria de sus antepasados Gonzalo, Juan y Toribio (desde la segunda mitad del siglo XIV) y tenían protagonismo en los días del cardenal dos estirpes, los García de Cisneros y los Rodríguez de Cisneros.
Estas familias mantenían con calor su relación y en la vida pública de Cisneros reaparecerán sus vástagos con cierta intensidad, sobre todo el gran reformador benedictino y abad de Montserrat, fray García de Cisneros y el doctor Antonio Rodríguez de Cisneros, vicario general de Toledo. La estirpe tenía orgullo sobre su abolengo y en las iglesias de San Pedro y San Lorenzo de Cisneros estableció sus enterramientos y sus memorias funerarias. En Torrelaguna discurrió su infancia, en una casona con mesón de huéspedes, en una familia numerosa y emprendedora que engrandeció los apellidos La Torre y Huertos. En familia caminó Gonzalo al lado de sus dos hermanos menores Bernardino y Juan, el primero fogoso de carácter y extremoso en gestos; el segundo tranquilo y acaso algo apocado. El niño Gonzalo Jiménez, soñador y aventurero, dejó paso al estudiante. Durante los años 1450-1460, Gonzalo, a sus catorce años, marchó a la Universidad de Salamanca para ser legista. Pasaron tres años de rutina que remataron con el título de bachiller en Decretos. Hacia 1456 inició la segunda etapa de sus estudios, ahora centrados en el Derecho Justinianeo. Gonzalo repartía su tiempo en sus tareas de profesor auxiliar en una cátedra cursoria de vulgarización y resumen y sus estudios. Pero acaso en este segundo momento académico, de tanta dedicación, murió en Gonzalo el jurista y nació, entre brumas de utopías, el teólogo.
Hacia 1460 el voluntarioso bachiller Gonzalo regresó a su tierra de Torrelaguna, dispuesto a conquistar puestos y dinero. Gonzalo optó por lo más difícil: promovió en Roma una causa por irregularidades canónicas contra el arcipreste de Uceda, García de Guaza, que fue depuesto, y le sucedió en la silla arciprestal. Y se sintió grande, complaciéndose en su título “el honrado Gonzalo Jiménez de Cisneros, Bachiller en Decretos y Arcipreste de Uceda”. Era un desafío que el arzobispo Carrillo no toleraba y propinó al altivo arcipreste de Uceda unos meses de cárcel. Pero el bachiller Gonzalo no desmayó y terminó instalándose en Sigüenza.
En Sigüenza lo tuvo todo: entreno político en sintonía con los Mendoza, fautores de la nueva Monarquía de los Reyes Católicos; jerarquía eclesiástica en calidad de capellán mayor; competencias civiles en el ámbito señorial; experiencia confesional al lado de una importante comunidad de judíos y conversos; inquietud intelectual en comunión espiritual con Juan López de Medina, fundador de la nueva Universidad de San Antonio de Portaceli; aprendizaje de mecenas cultural al lado del cardenal Mendoza que estaba realizando sus grandes fundaciones. Había llegado ya la década de 1480 y el bachiller Gonzalo podía jactarse de ser uno de los clérigos ricos de la Iglesia de Castilla.
En el otoño de 1484 estalló un volcán en el ánimo del prebendado seguntino. De repente se acordó del eremitorio de La Cabrera, que tanto atraía a su familia y donde se enterrará su padre y decidió que se haría ermitaño, pero no en su casa de La Cabrera, sino en otra más recóndita: La Salceda, el nido espiritual del reformador fray Pedro de Villacreces. Se escondió de todo y de todos: cambió su nombre por el de Francisco, renunció a sus bienes, asumió la disciplina de los oratorios villacrecianos, hecha de soledad meditativa y de oración afectiva, y se encerró en el anonimato. Fueron diez años de paz turbada a veces por imposiciones de los superiores, que le obligaban a ser guardián o superior de la casa y terminaron eligiéndole superior provincial de los franciscanos de Castilla en 1494, o por visitas de amigos, sobre todo de la casa de los Mendoza, que encontraron serenidad en su conversación. Eran “asechanzas del enemigo” que culminaron un día de 1492, nombrándole confesor de la reina Isabel, por sugerencia del omnipotente cardenal Mendoza. Y así, camino siempre de unas cumbres que daban vértigo, hasta aquel día 20 de febrero de 1495 en que una bula pontificia de Alejandro VI le declaraba con cierta fatalidad religiosa arzobispo de Toledo. Fue un designio personal de la reina Isabel que esta vez quiso pasar por encima de los cálculos políticos y se fió tan sólo de su intuición.
En el designio de la Reina había una idea y un afán: la Reforma de la Iglesia. Creyó tener a la vista el reformador de la Iglesia y se vio reforzada en su convicción por algunos de sus más eminentes consejeros: el cardenal Bernardino López de Carvajal, Antonio de Fonseca, el doctor Hernando, Fernando Álvarez de Toledo. Los prebendados de Toledo no esperaban tener un fraile observante a su cabeza y mostraron su reticencia animosa durante un largo período. En los años 1495-1496 el arzobispo hizo una larga ronda de espera y paciencia hasta que se le abrieron con gozo las puertas de su nueva casa.
La fruta amarga de los rechazos maduró al fin y en septiembre de 1497 todo se revistió de alfombras en aquel Toledo de los bandos para acoger y aclamar al arzobispo ermitaño. Fray Francisco dejó atrás su alma de asceta y peregrino y se dispuso a pilotar aquel barco gigantesco que era la Iglesia de Toledo, modelo de las Iglesias de España y plataforma del poder señorial de Castilla.
En la mirada del arzobispo había dos puntos rojos que absorbían sus desvelos: Toledo y Alcalá. Toledo era el desafío permanente a los arzobispos: una nobleza en permanente banderío; un Cabildo obsesivo de su autonomía y grandeza y desconfiado hacia sus prelados; una catedral en permanente reconstrucción; una ciudad que pretendía ser casa de la Monarquía y sede de las Cortes del reino. Alcalá era para los prelados la verdadera casa de campo. Pero para Carrillo, Mendoza y Cisneros era la Academia de la Iglesia de Toledo. Apenas se había puesto la primera piedra de ese gran sueño. En el corazón de Cisneros había llegado el día de Alcalá. Desde sus primeros meses episcopales, cuando no había logrado adentrarse en el Toledo de su título, ya se ocupaba de Alcalá. Así sí se clamaba en toda la Cristiandad desde siglos, pero con cierta urgencia histérica en la etapa conciliar del siglo XV. A lo largo del siglo XV se habían constituido las congregaciones y vicariatos de Observancia en las principales órdenes religiosas españolas. Era la hora de que estos focos de renovación se consolidasen, se estructurasen en instituciones y absorbiesen definitivamente los restos conventuales de sus propias familias. Al mismo tiempo parecía llegada la hora en que los monasterios femeninos abandonasen su estampa señorial y se convirtiesen en hogares fraternales en que se viviese enteramente la vida religiosa. Detrás vendría la atracción hacia grupos informales de beaterios y oratorios que adoptarían formas constitucionales más seguras. Fray Francisco creyó que este programa era posible y se situó a la cabeza de quienes lo impulsaban.
Tuvo éxitos indudables en su familia franciscana de Castilla que vio implantarse la Observancia como un nuevo Pentecostés. Vio con satisfacción cómo la Congregación benedictina de San Benito de Valladolid se asentaba lentamente en las grandes abadías peninsulares y que dominicos y agustinos reajustaban de urgencia sus cuadros conventua1es y provinciales. Pero hubo de persuadirse de que el proceso necesitaba más sedimentación y que sólo maduraría con decenios de silenciosas conquistas. Vio con asombro que no era la Reforma lo que se discutía en Roma, sino los proyectos de César Borja y los posibles matrimonios de Lucrecia Borja. De sus demandas poco iba a quedar en pie, porque el Papa no estaba dispuesto a “reformar su casa”, sólo se mostraba generoso concediendo al toledano facultades para que reformase su propia iglesia y prosiguiera en su afán de reforma general. Se le autorizó a visitar a sus sufragáneos, a visitar las universidades y sobre todo a consumar la reforma en curso de las órdenes religiosas. Y se le dio una prueba de confianza mayor: una competencia privilegiada para proveer los beneficios de su Iglesia de Toledo para que pudiera realizar una selección de párrocos con miras a una aplicación de las Constituciones del Sínodo de Alcalá de 1497. Con ellos en la mano, podrá decir en adelante “éstos son mis poderes”.
En los años 1497-1499 Cisneros tomó el pulso a la realidad material de su señorío y de los templos de su Iglesia de Toledo. Se encontró con infinitas casonas viejas, inservibles, que había que reconvertir dándoles un destino útil. En el complejo catedralicio toledano todo pedía reformas que respondieran al nuevo momento: en el claustro había que edificar aposentos donde hospedar a los numerosos visitantes que se acercasen, casi siempre para celebrar Cortes y en compañía de los Reyes, y el arzobispo no descansó hasta ver estos espacios acomodados en la primavera de 1497. Era apenas el primer paso para nuevas obras de envergadura en el ámbito catedralicio, en el que quedó como recuerdo eminente de Cisneros la Capilla Mozárabe. Los canteros y albañiles fueron llegando también a los demás recintos. Las obras gastaban rentas y dinero y el antiguo ermitaño hubo de hacer números.
En 1497 confeccionaba el primer instrumento económico para el gobierno temporal de su Iglesia: las Constituciones sinodales de rentas. En ellas se diseñaron las funciones de los oficiales: contadores mayores y menores, mayordomos y caseros. Y se marcaron los pasos sucesivos del hacimiento de rentas. En las cuentas de su gobierno episcopal quedó grabada para la posteridad esta faceta de administrador que resultaba sorprendente en fray Francisco.
En 1492 contempló asombrado el ultimátum real: o conversión o éxodo. Pensó que había que salvar sus textos y su saber religioso y soñó con su futura Biblia Políglota. Corrían los años y entró en el torbellino político a causa de su promoción arzobispal y se encontró con otro reto: el nuevo reino de Granada, que se incorporó a la Corona en 1492. Para Cisneros Granada era eminentemente compromiso toledano, como en su día lo fue el reino de Sevilla para el arzobispo Jiménez de Rada. Se esperaba una “conversión política” de las muchas que se habían realizado durante el proceso de la conquista: capitulaciones de conversión y castellanización. Para Cisneros era un nuevo desafío personal: debía ir en persona a Granada y realizar el antiguo valimiento toledano en este nuevo reino. La cita tenía su momento: el otoño de 1499. No era sólo el arzobispo; era la Iglesia de Toledo la que se desplazaba a la ciudad de la Alhambra con letrados, capellanes y catequistas. No había objeciones de fondo: el capitán general, conde de Tendilla, debía favorecer esta conversión política; el arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, sabía que con este gesto comenzaba la cristianización inicial, a la que debía seguir un proceso de consolidación y castellanización que exigiría tiempo y sudores. Así llegó 1504, año de lutos. Doña Isabel atravesaba los meses de 1504 un tanto confinada en una casa de Medina del Campo, decaída y añorante. Tras “cien días continuos de gran enfermedad”, se sumió en una hidropesía delirante y murió, el 26 de noviembre de 1504. Pocos estaban a su lado y menos querían ser sus confidentes. El propio Cisneros estaba ausente, en Alcalá, y vivía este momento con dramatismo religioso. Creía que servía mejor a la Corona con su silencio. En esta niebla política encendió otras luces: reorganizó la misión de Indias y programó la nueva edición de la Biblia Políglota que tanto había soñado. Y sin duda perfiló los nuevos caminos de su idealidad política.
Se abrió 1505 como un haz de interrogantes. Don Fernando fue nombrado gobernador del reino de Castilla y administrador de las Indias y quiso ejercer. Don Felipe, por consorte de doña Juana, la Reina titular, era de hecho Rey de Castilla y no quería competidores ni sombras en el Trono. Aragón y Castilla habían vivido yuxtapuestos con sólo una cita común en la Corona de sus Reyes. Las intrigas se agolparon a lo largo de 1505 y Cisneros se vio forzado a jugar de florentino: don Fernando logró confirmar sus pretensiones en la Concordia de Salamanca de 24 de noviembre de 1505 y en un nuevo acuerdo de 6 de enero de 1506 y aparentemente tenía a su lado, decidido, al arzobispo de Toledo. Cisneros se encontraba al lado de la Monarquía y no tanto de sus titulares. Tenía la suerte de que le necesitaran don Felipe y don Fernando y ninguno lo excluyó. Había atinado en su postura, porque lo que más se necesitaba era justamente arbitraje político. Se evidenció en septiembre de 1506, cuando murió inesperadamente don Felipe y se hubo de pensar con disimulo en la vuelta de don Fernando. Desde el Consejo Real, el arzobispo de Toledo sacó adelante la causa, sorteando con sutileza infinitos escollos. En agosto de 1507 don Fernando volvió a pasearse por Castilla. Fray Francisco se había encumbrado en el teatro político. En España y en Roma. Don Fernando le gratificó con las encomiendas más difíciles, como la de inquisidor general, y pidió para él capelo cardenalicio.
El nuevo papa Julio II lo necesitaba como valedor en España y sobre todo en Italia, donde sus enemigos le hacían la guerra e intentaban un cisma. Así llegaron los momentos de apoteosis: el 17 de mayo de 1507 fue creado cardenal de Santa Balbina; el 5 de junio fue nombrado inquisidor general del Reino de Castilla, en sustitución de Diego de Deza, arzobispo de Sevilla y confesor real; el 13 de septiembre recibía solemnemente el capelo cardenalicio.
Cisneros era celebrado como el conquistador de Orán y esta conquista se le puso en su haber de genialidad y estrategia política. En realidad se trataba de una aventura religiosa: el sueño de una África hispana y cristiana que llegaría hasta la misma Palestina. Esta utopía nació en él por los años de 1505-1507 y era compartida por el rey don Manuel I de Portugal. Se proyectaba una gran expedición que acabaría con los mamelucos de Egipto y aplastaría al Turco. La apadrinarían los reyes españoles, portugueses e ingleses. Sería la cruzada definitiva. Se desvaneció esta utopía, pero nació otra: la de una Berbería cristiana que comenzaría por los pequeños reinos y ciudades de la cercana costa argelina, Mazalquivir, Cazaza y Orán, que se ofrecían tentadoras. De hecho, cayeron a partir de 1505 en poder de conquistadores españoles que terminaron vinculándolas a la Corona de Castilla.
A la hora de idear un asalto a Orán, Cisneros quiso que la campaña fuese calculada en todos sus aspectos: geográficos, económicos, militares y religiosos. Sin embargo, la expedición se preparó con una celeridad inusitada y el día 13 de mayo de 1509 zarpó la armada desde Cartagena hacia Orán. El día 17 se produjo el asalto, acaso con complicidad de los moradores. El arzobispo regresó de prisa: tenía que asegurar el sustento militar y económico de la plaza, organizar su vida municipal y configurar su ordenamiento religioso dentro de la Iglesia de Toledo, que tendría allí una de sus colegiatas. Era apenas un proyecto, porque la realidad oranesa discurría desde el mismo año 1509 por los cauces normales de la administración de la Corona. Era un fortín militar y económico dentro del pequeño reino de Tremecén que se hacía vasallo de Castilla.
En 1510-1511 Italia se hizo de nuevo hoguera. Julio II il Terribile se enfrentó con todos, y estuvo a punto de morir en la refriega. En el ápice de la pugna, el 20 de mayo de 1511, una docena de cardenales capitaneados por el español y amigo de Cisneros, Bernardino López de Carvajal, se rebelaron públicamente contra el Papa, le convocaron ilegalmente a rendir cuentas ante un concilio general y le colocaron al amparo del rey de Francia. Julio contestó con las mismas armas: convocó el V Concilio de Letrán para la primavera de 1512 y proclamó que sería el anhelado concilio de reforma.
En la biografía de Cisneros los años 1512-1515 fueron un trienio otoñal. Presentía su fin y el de su Rey y, por lo tanto, pensaba en remates y epílogos. Se expresaron estas prematuras despedidas en dos documentos trascendentes: el testamento del cardenal, suscrito en Alcalá el 4 de abril de 1512, y el testamento del rey Fernando, otorgado el 2 de mayo del mismo año. En ambos textos se expresaba una definición de la Monarquía y de sus aspiraciones. En el de Cisneros había un tema predilecto: Alcalá.
En enero de 1516 Castilla estaba fría y sola: sin Rey, sin gobierno, sin normas. Esta vez los nobles de Castilla estaban de acuerdo y se conjuraron a establecer esta regencia que sería gobernación, continuando sin alteraciones la administración del rey Fernando. Su piloto indiscuto debería ser Cisneros.
La gobernación de Cisneros tuvo dos vertientes muy claras: la pragmática de gobierno diario y la política de afirmación de una nueva Monarquía española. En la primera faceta el cardenal-gobernador se vio sometido a fortísimas presiones de la nobleza local. Eran inquietudes que el toledano supo reconducir magistralmente a concordias entre las estirpes y colaboración estrecha con la gobernación: acogió con satisfacción las pretensiones de expansión económica que le presentaron los burgueses castellanos, sobre todo los artesanos textiles; supo moverse con destreza en el plano militar frente a una nueva invasión francesa en Navarra y a las sorpresas del corso turco y argelino; creó nuevos medios económicos para la manutención del Estado, ejecutando decisivamente la incorporación de las órdenes militares a la Corona y poniendo en marcha con diligencia los recursos que ofrecía a la Monarquía la recaudación de la Cruzada; contuvo la presión municipal que comenzaba a ser clamorosa a causa del vacío político que estaba causando la lejanía del Rey y el intrusismo flamenco en los recursos económicos de Castilla.
En el otoño de 1517 Cisneros tenía ante sí la realidad del relevo y del retiro. Era ya octogenario, privilegio que el cielo otorgaba entonces a muy pocos mortales. Todavía tenía vigor y esperanza: informó al nuevo Rey y le hizo ver lo que realmente era Castilla y la España soñada. Era un encandilamiento senescente que no contaba con la realidad de una nueva Corte eufórica y joven que no quería estorbos en su camino.
El nuevo rey don Carlos llegó a las costas cantábricas el 7 de septiembre de 1517. Se adentró lentamente siguiendo itinerarios aparentemente tortuosos, siempre afirmando que la meta era Valladolid, en donde se produciría el encuentro con el cardenal. Los días pasaban y la comitiva no llegaba a la ciudad del Pisuerga. El cardenal se inquietaba y se movilizó, a pesar de su extrema debilidad. Inició unas jornadas cansinas por tierras palentinas, camino de la villa de Roa. Apenas se sostenía en pie, porque sus facultades se iban apagando. Tenía una ilusión que le sostenía: el encuentro con el nuevo Rey, que estaba previsto con día y hora en el pueblo de Mojados (Valladolid, cerca de Olmedo).
Pero la vida se le quebraba plácidamente en la madrugada del 8 de noviembre de 1517. Llevaba una pena: no haber hablado de la Monarquía al Rey, y llevaba también un gozo: sus “obras” estaban terminadas. Un breve codicilo refrendó su última voluntad expresada con lucidez cinco años antes.
La creación de un nuevo tipo de Universidad: una academia muy completa en sus especialidades, inspirada en los mejores modelos humanistas cristianos, centrada en su colegio mayor de San Ildefonso, institución a la vez titular de los derechos económicos y rectora de la institución académica con capacidad para proseguir indefinidamente las fundaciones cisnerianas, buscando discretamente el patrocinio de la Corona a título de patronato, del Pontificado como legitimador jurídico y de las Iglesias de Castilla que debían dar preferencia en sus provisiones beneficiales a los graduados de Alcalá.
La configuración jurisdiccional y económica de la nueva institución tendría amplísima autonomía canónica y civil y dotación económica capaz de asegurar su continuidad, incluso acometiendo ingentes obras nuevas y reparaciones, pues los edificios escolásticos sufrirían inexorablemente deterioros y resultarían muy pronto inservibles. El estatuto constitucional y profesional de maestros y oficiales combinaba admirablemente exigencias de eficacia práctica con estímulos para iniciativas, como era la posibilidad de recibir encomiendas particulares, como la colaboración en la versión de la Biblia Políglota, de mejorar las casas de residencia, de ascender a beneficiados de la colegiata o editar los escritos de los profesores complutenses en la imprenta universitaria. Además, los profesores complutenses gozaron de entera libertad de opinión a la sombra del inquisidor general, que era su propio patrocinador, Cisneros, unas franquicias intelectuales que les fueron denegadas pocos años después, cuando nació la suspicacia hacia los erasmistas. La voluntad del fundador expresada en las Constituciones y estatutos tenía fuerza de testamento, incluso a la hora de reformarlas y reajustarlas, como aconteció con la conocida Reformación de Felipe II. Cuanto se hizo en Alcalá, se acuñó con el escudo del cardenal y quiso ser la expresión de su voluntad fundadora.
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José García Oro, OFM