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Melchor Cano

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Biografía

Cano, Melchor. ¿Pastrana? (Guadalajara), 1507-I.1509 – Toledo, 30.IX.1560. Dominico (OP), re­novador de la Teología Tomista y figura destacada de la Escuela de Salamanca del siglo XVI.

El lugar y la fecha de nacimiento de Melchor Cano han sido objeto de controversia hasta nuestros días. Varios lugares se disputaban el honor de ser su patria, sobre todo Tarancón (Cuenca), donde el historiador Fermín Caballero colocaba su nacimiento tras una prolija investigación. Pero los historiadores no que­daron conformes con su opinión y siguen pensando que es Pastrana (Guadalajara) su verdadera patria. El principal argumento es el acta de profesión religiosa, donde se le cita como “oriundo de Pastrana”. Y es sa­bido que entonces estas actas tenían gran rigor para facilitar las averiguaciones acerca del estatuto de linaje de la familia. Se añade a ello el testimonio de su her­mano en religión del convento de San Esteban, fray Juan de la Cruz, quien había conocido y convivido con Melchor Cano, y que en su Crónica redactada en 1567 le reconoce como “natural de Alcarria”. Otros historiadores dominicos del convento de San Esteban —José Barrio, Juan Zenjor y Esteban de Mora— afir­man lo mismo. Parece que la reivindicación de su ori­gen taranconense obedece a ser el origen de su linaje paterno y a la exaltación de fervores localistas del his­toriador Fermín Caballero. Recientemente se ha aña­dido otro argumento a favor del origen taranconense. Sería que Hernando Cano no aparece como letrado del Consejo de Pastrana hasta 1510, en que ya había nacido su hijo Melchor, pero esto tampoco es prueba convincente, pues no arguye que iniciara entonces su estancia en Pastrana. Todo lo cual no oscurece el vín­culo afectivo que Cano conservó con su casa solariega de Tarancón, adonde varias veces volvió en su vida. Como fecha del nacimiento, el mismo Fermín Caba­llero propuso el 6 de enero de 1509, pero sus funda­mentos son endebles. Es poco consistente que llevara el nombre de Melchor por haber nacido la festividad de los Reyes Magos y, de haber sido ese año, habría hecho la profesión religiosa con la mínima edad exi­gida y habría ingresado en la Orden a su llegada a Salamanca, pero parece que su ingreso en la Orden dominicana fue ejerciendo ya de estudiante univer­sitario. Lo único que demuestra el argumento es que el nacimiento no pudo ser más tarde de esa fecha. De haber profesado con sólo quince años, extrañaría que accediera al magisterio de Teología en edad muy jo­ven. A falta de otros documentos, hay que dejar como fecha probable de nacimiento el espacio que media entre 1507 y 1509.

También el apellido ha dado lugar a confusiones en su familia, pues hay varios personajes importantes contemporáneos con el mismo apellido. El historia­dor Fermín Caballero hizo sobre esto una larga y mi­nuciosa investigación, que, no obstante, tampoco ha convencido a los historiadores, por su afán inmode­rado de buscar vinculaciones familiares con familias hidalgas de Tarancón. Parece más fundado el estudio del fraile agustino recoleto, José Sanz y Sanz, quien sostiene que era hijo de Hernando Cano y Figueroa y de su primera esposa, Luisa López. De un segundo matrimonio con María del Valle tendría otros dos hi­jos, Luis (nacido el 29 de julio de 1519) y Francisco (nacido el 28 de agosto de 1525); ambos morirían jó­venes. Es erróneo identificar a su tercer hijo Francisco con Francisco Cano, ministro del Supremo de Cas­tilla, pues más bien era hijo de un hermano de Her­nando y primo de Melchor Cano.

Los estudios de Gramática y Latinidad debió cum­plirlos el joven Melchor en Pastrana, bajo la mirada de su padre, quien, convencido de las dotes del hijo y deseoso de que adquiriera estudios superiores, lo en­vió a estudiar a Salamanca. Cuando estaba iniciando su formación en Artes, debió conocer a los religiosos dominicos de San Esteban y optó por seguir esa vo­cación. El promotor de su vocación fue el reforma­dor dominico Juan Hurtado, que en aquellas fechas era prior de San Esteban y que ejercía poderosa in­fluencia en los jóvenes que se sentían atraídos por su vida edificante y por sus predicaciones de tipo savo­naroliano, como se comprueba por los numerosos jóvenes que pidieron el hábito durante su priorato. En agosto de 1523, tomó el hábito de dominico en el convento de San Esteban, donde poco antes ha­bía sido elegido prior Juan Hurtado. El 19 de agosto de 1524 emitía su profesión y tomaba el nombre en religión de fray Melchor de Santa Marta, que después no conservó en sus actuaciones públicas. Inmediata­mente inició sus estudios superiores en el convento de San Esteban. Tuvo allí de maestros a Diego de As­tudillo y en Teología a Francisco de Vitoria, que por aquellos años iniciaba una muy aplaudida renovación de la Teología.

En 1531, recibió la ordenación sacerdotal y fue en­viado por sus superiores al Colegio de San Gregorio de Valladolid, donde ingresó como colegial el 3 de octubre. Éste era un centro de estudios reservado a una treintena de religiosos dominicos y de estudios superiores, adonde los diversos conventos de Casti­lla enviaban los jóvenes más capacitados y previendo destinarlos a los más altos cargos y funciones de en­señanza. Haber sido colegial de San Gregorio era un timbre de gloria durante toda la vida. Allí, Cano vol­vió a encontrar a Diego de Astudillo como regente y a Bartolomé Carranza, con quien después manten­dría una memorable discordia. Tuvo como compa­ñero también a fray Luis de Granada, quien había ingresado como colegial el 11 de junio de 1529 y per­maneció hasta 1534.

Los superiores religiosos de Cano pronto captaron sus grandes cualidades intelectuales y preparación científica y en el mismo Colegio de San Gregorio empezó a enseñar en 1533. Recibió el cargo de maes­tro de estudiantes en 1534 y dos años después consi­guió el título de lector de Teología, que le habilitaba para la enseñanza superior en la Orden dominicana. El mismo año, el Capítulo General de Roma de 1536 le confirió el título de bachiller en Teología. Siendo delegado por la provincia en el Capítulo General de Roma en mayo de 1542, le fue conferido allí el título de maestro en Sagrada Teología, como había sido solicitado por el capítulo provincial de Benavente de 1541. La Provincia le incorporó a sus maestros en el Capítulo de Toledo en 1543. De este modo, la Or­den reconocía su excepcional preparación y cualifica­ción. En estos años, se hizo ya manifiesto el distancia­miento y la incompatibilidad espiritual entre Cano y su compañero en la docencia de San Gregorio, Barto­lomé de Carranza.

A la vuelta del Capítulo General de Roma, fue in­vitado por la Universidad de Bolonia y allí recibió un nuevo título de maestro en Sagrada Teología. Por esta misma fecha, quedó vacante la cátedra de Prima en la Universidad de Alcalá. Los superiores le encomenda­ron que hiciese oposiciones a dicha cátedra, que ob­tuvo por sus ya relevantes cualidades y de la que tomó posesión el 19 de marzo de 1543. Allí enseñó hasta que, habiendo quedado vacante la cátedra de Prima de la Universidad de Salamanca por la muerte de Fran­cisco de Vitoria el 17 de agosto de 1546, el convento de San Esteban, del que era hijo, pensó en Cano para sucederle. Y así ocurrió tras unas brillantes oposicio­nes ganadas frente al docto Juan Gil de Nava, cate­drático a la sazón de Filosofía Moral y sustituto de Vitoria. Tomó posesión de la cátedra el 13 de octubre de 1546. La dedicación a la cátedra llevó a perfección su capacidad doctrinal y maduró sus opiniones doc­trinales. A esta cátedra renunció en el mes de septiem­bre de 1552, al ser designado obispo de Canarias.

En el año 1550 salieron a luz en Salamanca, a cargo del impresor A. Portonariis, dos Relecciones: la pri­mera, De sacramentis in genere, corresponde al curso 1546-1547; y la segunda, De paenitentiae sacramento, al curso 1547-1548. En 1550 apareció en Valladolid una obra de espiritualidad, Tratado de la victoria de sí mismo, rubricada por Cano. Se trata de una adap­tación con amplias adiciones de una obra del domi­nico Juan Bautista de Crema, Della cognitione e vitto­ria di se stesso (1531), que había sido compendiada por el canónigo regular Serafín de Fermo (1538), que es la que Cano tuvo en mano. La condenación por el Santo Oficio de la obra de Bautista de Cremona desautorizó indirectamente la obra de Cano. La obra teológica que ha dado un puesto singular a Cano en la historia de la Teología lleva por título De locis theo­logicis. Fue publicada como póstuma en Salamanca en 1563. En el siglo XVI se hicieron seis ediciones de la misma fuera de España. La edición de 1714 lleva un “prólogo galeato” del padre Jacinto Serry, quien en catorce capítulos va refutando puntualmente to­das las críticas y objeciones contra la doctrina allí ex­puesta. La Censura de los Maestros Fr. Melchor Cano y Fr. Domingo de Cuevas sobre los Comentarios y otros escritos de D. Fr. Bartolomé de Carranza (1559) fue publicada en la redacción castellana por F. Caballero (1871: 536-615). Y la Censura en latín sobre los Co­mentarios del Catecismo Cristiano (1559), que es más breve y se reduce sólo a esta obra, fue publicada por José Sanz y Sanz (1959: 481-538). Los votos pronun­ciados por Cano en las sesiones de los teólogos pre­paratorias de las sesiones solemnes XIII, XIV y XV del Concilio de Trento sobre los sacramentos es­tán extractadas en las actas del concilio (Concilium Tridentinum, vol. VII). El Parecer de Melchor Cano sobre el proceder de Paulo IV (1556) fue publicado por F. Caballero (1871: 513-523). Un breve Parecer de M. Cano y Mancio del Corpus Christi sobre el préstamo a interés (1554) fue publicado por F. Caballero (1871: 487-488). Otro Parecer sobre la ejecución del Conci­lio de Trento (1555) (1871: 489-499). Finalmente, F. Caballero y José Sanz y Sanz han publicado varias Cartas de Melchor Cano con interesantes juicios so­bre problemas políticos y teológicos de su tiempo.

Una parte importante de la producción literaria del profesor de Prima fueron sus Lecturas o explicaciones de clase. Pero Cano no publicó estos escritos, sino que nos han llegado a través de las notas de los alum­nos y las transcripciones de las mismas. El valor de los manuscritos depende de su proximidad a las ex­plicaciones del profesor, pues algunos son notas to­madas casi al dictado, mientras que otros son refun­diciones posteriores de quienes ni siquiera oyeron al maestro. De la docencia en Alcalá sobre casi toda la Secunda Secundae de la Suma han llegado dos códi­ces del Vaticano (VL 4647 y 4648) y otro más redu­cido de San Cugat del Vallés (Códice B). No parece que sean académicos ninguno de ellos. Las explica­ciones en Salamanca sobre la Tertia Pars de la Suma y el IV de las Sentencias, durante los cursos 1546-1547 y 1547-1548, han llegado en el Códice Ottoboniano 1003. Las explicaciones de la Prima Pars, cuestiones 1 a 43, correspondientes al curso 1548-1549, las pro­porciona el Códice Ottoboniano 286 y el manuscrito 58 de la Universidad de Salamanca, que es extraaca­démico. Las explicaciones del curso 1549-1550 se ini­cian con la Prima Secundae en el Códice Ottoboniano 1041, que las atribuye, sin embargo, a Vicente Ba­rrón, su sustituto en la cátedra. El curso 1550-1551 siguió con las explicaciones a las cuestiones 53 a 74 de la Prima Secundae hasta enero, en que partió para el Concilio de Trento. Estas enseñanzas se conservan en los códices Ottoboniano 1050a-b y en el códice 23 de la Biblioteca del Patriarca en Valencia que, al parecer, fue copiado por san Juan de Rivera. La publicación de todas estas Lecturas requiere una labor de ponde­ración sobre la autoría de Melchor Cano.

Al retornar a su convento de San Esteban, Cano ya es una figura señera del pensamiento español y lo único que le preocupaba era no rebajar el punto de excelencia en que Vitoria había dejado el pensa­miento teológico y la gloria de la Universidad de Sa­lamanca. Su primera actividad extraacadémica fue estar presente en la segunda sesión del Concilio de Trento por encargo del Emperador recibido a finales de 1550 y a sugerencias quizá interesadas de su pa­dre viudo y por aquellas fechas confesor de la hija del Emperador. En enero de 1551, recibe el permiso de la universidad e inmediatamente se pone en camino hacia Trento, acompañado de su hermano de hábito y sustituto en la cátedra, Diego de Chaves. Participó en la segunda sesión del concilio junto con Carranza y el general de la Orden, Francisco Romey, que se incorporaron algo más tarde, pues los inicios de la sesión conciliar coincidieron con el capítulo gene­ral reunido en Salamanca en mayo del mismo año. Allí dejó alta impresión de su saber, como lo demues­tran sus intervenciones que constan en las Actas so­bre la eucaristía (9 de septiembre), sobre la penitencia (20 de octubre) y sobre el sacrificio de la misa (9 de diciembre). En aquella segunda etapa del concilio, la atención de los padres estuvo centrada en la eucaris­tía, penitencia y extremaunción. En la sesión XIII se proclamó la presencia real de Cristo en la eucaristía y en la sesión XIV se dilucidaron las cuestiones de la penitencia. Lo referente al sacrificio de la misa fue aplazado para otra etapa, pues, debido a la traición de Mauricio de Sajonia, había prendido una nueva guerra entre imperialistas y luteranos. Cuando cita en su obra De locis la sesión XIII del concilio dirá: “de esto somos testigos quienes estuvimos presentes allí” (l. V, c. 4, q. 4). Los discursos de Cano en las congre­gaciones causaron viva admiración entre los padres conciliares y algunas de sus propuestas novedosas o fueron aceptadas al redactar los textos conciliares o se convirtieron desde entonces en opiniones discutidas en los mejores centros universitarios. A partir de este momento, la Teología sacramentaria de Cano será ci­tada con respeto en cualquier academia teológica. Sin embargo, la historia vulgar y de anécdotas atribuye muchos dichos e ingeniosidades a Cano en esta es­tancia en Roma, que son más fruto de la imaginación que de hechos constatados.

A la vuelta del concilio, y antes de reintegrarse en la cátedra, Cano fue presentado al obispado de Las Pal­mas o de Canarias, como entonces se llamaba, por el Emperador y fue aceptado en Roma en el consistorio papal del 24 de agosto. Los historiadores han andado muy vacilantes en todo lo referente al nombramiento, aceptación y renuncia del obispo. Hoy parece cierto que el papa Julio III despachó las bulas del nombra­miento y que Melchor Cano recibió la suprema orden del episcopado en Segovia a finales de 1552, previa renuncia a su cátedra de Prima en septiembre. Pero pronto la nueva dignidad desagradó a Cano y, antes del año, dirigía una carta a Felipe II pidiéndole que mediara ante el Emperador para ser relevado de esta dignidad, lo cual se hizo pronto efectivo. El mo­tivo de tal renuncia entra en las apreciaciones subjeti­vas de los historiadores, que proyectan sus simpatías o fobias con Cano. Tomó entonces la decisión de re­tirarse al convento de Piedrahita, que era uno de los primeros conventos de la reforma dominicana, y dar allí término a su obra teológica. Pero pronto requirie­ron sus servicios los superiores religiosos. En octubre de 1556, la reina viuda María de Hungría, hermana de Carlos V, le escoge como confesor y para ello se tras­lada a la Corte de Valladolid. Fue designado como regente de estudios nuevamente en el Colegio de San Gregorio, aunque sin ejercer el profesorado (1556) y la Corte requirió sus servicios en situaciones compro­metidas y complejas. En 1557, es elegido prior de su convento de San Esteban de Salamanca y, a conti­nuación, en octubre del mismo año, es elegido pro­vincial en el capítulo provincial de Plasencia, en el que participaba como definidor. Surge entonces una situación muy grave en la provincia dominicana, pues su elección no fue confirmada en Roma. Un nuevo capítulo provincial, en abril de 1559, reunido en Se­govia, le vuelve a elegir provincial y nuevamente el general de la Orden casa su elección. La Provincia en­tera quedó consternada y en enfrentamiento abierto con Roma, pero, sobre todo, Cano fue preso de gran indignación y resuelto a defender su causa, mediando su carácter firme y su espíritu independiente. En una carta a Fresneda dice: “Lo que ha venido es que casa el general cualquier elección que en mi persona se hi­ciere y deshace la Vicaría [....] Bien veo que la ausen­cia de jueces y la potencia y dineros del que repica a salvo, me hacen la guerra y destruyen esta Provincia, y tengo por resuelto que el general es mandado por el Papa [....] Videat Dominus et iudicet. Terribles cosas es, que aleguen que el Papa no ha querido recibirme en la orden, y que para azotarme me hallen súbdito, y para mandar la provincia digan que no soy miembro, y que me pueda hacer injurias el Arzobispo de Toledo por mano de su general italiano, sin que yo me pueda defender” (Caballero, 1871: apéndice 68). Decidido en todo caso a defender su causa y la de los frailes electores, acudió a Roma requerido por Paulo IV y con pocas esperanzas de hacer valer sus derechos. Al poco tiempo, falleció el Pontífice con quien estuvo enemistado. Su sucesor, Pío IV, entendió las razones que le apoyaban y confirmó finalmente su elección. Al volver de Roma e iniciar su visita a los conventos, falleció en el convento de San Pedro Mártir de To­ledo durante la visita canónica el 30 de septiembre de 1560.

A partir de su ejercicio de maestro en la cátedra de Prima de Salamanca, la Corte solicitó sus servicios y asesoramiento en asuntos religiosos, que en aquella Monarquía eran casi todos. Antes de salir para Trento tuvo que intervenir en la célebre controversia entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. El prestigioso humanista Sepúlveda quería publicar su Democrates alter, donde defendía la legitimidad de la conquista bélica de las Indias para obtener la conversión de aquellas gentes. Al pedir la licencia del Consejo Real de Castilla, las universidades de Alcalá y de Salamanca informaron negativamente. Sepúlveda atribuyó la postura en contra de Salamanca a Cano y se dirigió indignado y arrogante a él. Cano contestó con una extensa carta en junio de 1549 defendiendo las tesis que ya en Salamanca eran comunes desde Vi­toria, aunque sin entrar en argumentos concretos. Por entonces, Las Casas estaba en España y se movió mu­cho para impedir la publicación de semejantes tesis. El Emperador, ante esta situación, decidió convocar unas juntas en Valladolid, compuesta por el Consejo de Indias, que había negado el permiso de publica­ción, algunos miembros de los consejos reales y cua­tro teólogos, entre los que estaba Cano. En una pri­mera serie de reuniones, en agosto de 1550, se oyó a los contrincantes Sepúlveda y Las Casas. La decisión se dejó para una segunda sesión en abril de 1551. De aquellas discusiones nos ha llegado un resumen redac­tado por Domingo de Soto. Pero, para esta segunda sesión, Cano ya no estuvo presente, pues por enero de aquel año había partido para Trento. No es difícil imaginar su postura, pues era coincidente con la de sus hermanos en religión y decididos opositores a las guerras de conquista, Vitoria y Soto.

A instancias del Emperador, una Junta de letrados en Valladolid informó sobre la legitimidad de pedir al Papa la venta de bienes y vasallos de algunos pue­blos y villas pertenecientes a la Iglesia para allegar fondos económicos para las empresas del Emperador. El Parecer netamente negativo a esa pretensión está firmado por siete letrados, entre los que está Cano, quien, según los historiadores, es el autor principal. Y ciertamente lo extenso del informe y perfectamente razonado desde la teología moral, hace bien fundada esta pretensión. Otro Parecer del mismo Cano es el que redacta a petición del Consejo Real, a princi­pios de 1555, sobre la ejecución real de los decretos tridentinos referentes a obispos y cabildos, sobre lo cual había posturas muy encontradas y tensas. Este Parecer le granjearía a Cano nuevas enemistades, como se comprobó poco tiempo después.

La aplicación de los decretos tridentinos de reforma eclesiástica impulsados por el príncipe Felipe fue de­fendida por Cano en varias intervenciones públicas que se le ofrecieron y por ello fue denunciado reite­radamente ante Roma. También se puso de parte del poder real en lo referente al impuesto de la Cuarta que gravaba las rentas eclesiásticas a favor del poder real. En mayo de 1555, es elevado al solio pontifi­cio el cardenal Juan Pedro Caraffa con el nombre de Paulo IV, un anciano de espíritu rígido e inflexible y de modales autoritarios. Era conocida su profunda enemistad hacia la política española y su presencia en Italia meridional. A los enemigos de Cano en Roma les fue fácil inclinar el ánimo del Papa en su contra, al presentarlo como mentor de la política real y crítico con el poder político del Romano Pontífice. El pri­mer efecto de esas intrigas fue el Breve Monitorio fir­mado por el Papa el 21 de abril de 1556, conminando a Cano a que se presentase en Roma a responder de las inculpaciones y errores que se le imputaban. Es un documento áspero en que se le imputan “muchos crímenes, excesos y delitos en desprecio y vilipendio de la Silla Apostólica y de su autoridad y potestad y haber invitado a perpetrar estos condenables delitos y otros muchos semejantes y aun peores” (Caballero, 1871: 503). El Breve no recibió el pase del Consejo Real y no se le comunicó, aunque pronto se enteró de ello. Este asunto se empeoró por la política en­contrada entre el Rey y el Papa, que se degradó hasta terminar en una guerra abierta. Su secretario de Es­tado, Carlos Caraffa, organizó una Liga con Francia y Ferrara para formar un ejército para expulsar los im­periales de Italia. La guerra aparecía como inevitable. Con ocasión de esta guerra, el Rey había solicitado el parecer de diversos teólogos acerca de la legitimidad de hacer la guerra al Papa en un Memorial Consulta expedido a quince letrados convocados en Valladolid el 18 de octubre, si bien se les solicitaba una respuesta personal. Entre los consultados, destaca el Parecer de Cano por la solidez de su doctrina y por el impacto que causó en el ánimo real. Debió entregar su Parecer los primeros días de noviembre de 1556. Está estruc­turado a modo de disputa académica. Se adelantan los argumentos a favor y en contra de una intervención bélica contra el Papa y, finalmente, se da la sentencia magisterial sobre el tema. Cano defiende la tesis de que es legítima una guerra defensiva contra el Papa, si se trata de una injusticia cometida por el agresor y se hace con medios lícitos de defensa y dentro de los lí­mites de una defensa justa. La tesis se sustenta en que en la persona de Su Santidad coexisten dos funciones diversas: la de prelado de la Iglesia universal y la de príncipe temporal de un territorio. Contra la persona del príncipe de los Estados de Roma se puede proce­der justamente como contra cualquier otro príncipe agresor, pues él es injusto agresor por su poder tem­poral y no por el espiritual. La agresión injusta existe desde el momento en que el Papa recluta un ejército y lo pone en pie de guerra para expulsar a los españo­les de su reino. Es claro que tal tesis tenía que irritar a Paulo IV. A pesar de la Paz de Cave, la animadversión del Papa hacia Cano no decreció. Así se comprobó cuando, pocos meses después, fue casada en Roma la elección de Cano como provincial de Castilla. La situación, en suma, de Cano se hacía muy delicada en la cabeza de la cristiandad. Obligado a responder de las imputaciones de herejía y desobediencia al Papa y tachado de fraile palaciego y cortesano, su posición se volvía muy delicada. Decidió viajar a Roma en fe­brero de 1558 a dar cumplida respuesta a las injusti­cias que indebidamente se le atribuían, al tiempo que asistiría al capítulo general que se celebraría en Roma en mayo del mismo año, y recibió los debidos pases de viaje del Rey, pero alguien debió convencerle de que era muy incierto el éxito de su viaje y desistió.

Poco después, las cosas cambiaron de escenario. Tras ser casada su segunda elección como provincial de Castilla, fallecía Paulo IV el 18 de agosto de 1559. Durante la vacancia de la Sede, Cano emprendió su viaje a Roma, donde llegaba en noviembre. El nuevo papa Pío IV, elegido el 25 de noviembre, entendió las reclamaciones alegadas por Cano y la apoyatura que ofrecía al rey Felipe II y en febrero de 1560 confirmó a Cano en su cargo de provincial, para el que había sido elegido dos veces consecutivas y ambas casado. Aparece aquí Cano en un fuego cruzado entre los dos grandes poderes de aquel tiempo, y su situación comprometida deriva del contexto político de aquella cristiandad. Por una parte, Cano en sus actividades públicas como profesor universitario y como conse­jero real se debía al poder político que le otorgaba las funciones que cumplía. Pero, por otra parte, su con­dición de religioso era explotada por las autoridades romanas, tanto el Papa como el maestro general de la Orden, que apelaban a su condición de religioso y a la obediencia debida para hacer callar sus posturas críticas y censuras contra el ejercicio del poder tem­poral del Papa. En tal situación, descuella el espíritu independiente de Cano que, guiado por la razón y la justicia, defiende que es justo que un príncipe cató­lico emprenda una guerra defensiva contra el Papa como príncipe terreno que conturba la paz entre las naciones católicas.

Más controvertida y comprometida fue la actuación de Cano en las disputas sobre corrientes de espiritua­lidad en los últimos años de su vida y, en particular, en el proceso de Carranza. Como consecuencia del proceso de reforma llevado a cabo en la provincia do­minicana de Castilla en el primer tercio del siglo XVI y el nuevo impulso de vivencia religiosa que se impri­mió a todos los religiosos, quedó latente una tácita diferencia de talantes espirituales, que admitían di­versos grados en la tradición espiritual de la Orden. Podía acentuarse de tal forma la dimensión contem­plativa, mística y de entrega del espíritu individual al afecto divino que se relegara a un orden secunda­rio y de grado inferior las obras de caridad, de asce­sis y de apostolado o, al contrario, se podía acentuar éste de tal modo que la vida de recogimiento y ale­jamiento de las realidades temporales se tachara de abandono de responsabilidades e iluminismo. Estas dos posibles tendencias eran difícilmente armoniza­bles en la práctica y por eso habían sido siempre dos polos de tensión al reglamentar la vida de los conven­tos. Pero, por diversas circunstancias, se hicieron muy marcadas en la época de la adaptación de la reforma de conventos a comienzos del XVI. Se sabe que este desencuentro ya se hizo sentir en el glorioso Estudio dominicano de San Gregorio, donde estaba lo más granado intelectualmente de la provincia. Las diferen­cias entre Carranza y Cano se debieron hacer enton­ces manifiestas, pero sin trascender a la vida común ni a las funciones docentes que ambos compartían en el centro. Fueron hechos posteriores los que saca­ron a flor de piel lo que antes eran meras diferencias de vivencias y sentimientos. A la vuelta del Conci­lio de Trento, ya hay una evidente enemistad entre Carranza y Cano, que ciertamente eran de psicología y talante muy diferentes, aunque con igual adhesión al espíritu dominicano y sin merma de coincidencia total en las doctrinas teológicas. Pero las diferencias se fueron agudizando. Carranza asistió como prior del convento de San Pablo de Palencia en el capítulo provincial celebrado en Segovia, donde fue elegido provincial el 2 de febrero de 1550. En la elección de su provincialato, participó Cano como definidor, y consta que ya entonces Cano amonestó e hizo públi­cas advertencias al nuevo provincial. Cano, a su vez, fue elegido provincial en Plasencia en 1557 y fue ca­sado en Roma. Ya la misma elección era una innova­ción desafiante de los capitulares, pues no existía tra­dición en la Orden de elegir como superiores mayores a obispos consagrados, como recordarán las autorida­des romanas. Elegido nuevamente como provincial en Segovia en 1559, lo cual significaba un cierto desa­fío de los padres electores a las autoridades de Roma, en su elección se hicieron patentes los juicios en con­tra de Carranza, aunque en esa fecha ya era arzobispo de Toledo. Tras estas diferencias y ejercicio de cargos públicos no hay que ver sólo las diferencias personales entre dos religiosos de sumo prestigio, sino que tras ellos había una profunda discrepancia de los religio­sos de la provincia de España, que veían abanderadas por ellos dos formas distintas de entender la vida del espíritu y la organización de la vida conventual tras la reforma religiosa en las tierras castellanas.

Estando así las cosas, el proceso de Carranza se pre­cipitó. A comienzos de 1558, había publicado sus Co­mentarios al Catecismo Cristiano en Amberes y, poco después, llegaban a España ejemplares de la obra. Y se producían las primeras denuncias, a la vez que algu­nos encausados por la Inquisición recurrían a autori­dad. El inquisidor Valdés solicita informes y no duda en recabarlos de quien conocía bien su enemistad con Carranza, como era Cano, al que le exige un informe personal y severo ateniéndose al sentido objetivo de los textos. Esto sucede en octubre de 1558. Cano se ve envuelto en una situación embarazosa, pues ya por este tiempo existía una abierta enemistad con el arzo­bispo. Por fin, entrega su Censura, firmada junto con el maestro Cuevas, aunque el autor e inspirador es Cano. El texto primero, posiblemente redactado en latín, es un extenso tratado, que después se aumentaría al ser redactado en castellano a petición de la Inquisición y al incidir sobre otros tratados de Ca­rranza. Su juicio sumario es que el Catecismo “tiene algunas proposiciones scandalosas, otras temerarias, otras mal sonantes, otras que saben a heregía, otras que son erróneas, y aun tales hay dellas que son he­réticas en el sentido que hazen”. Estas proposiciones se van especificando y replicando hasta un número de ciento cuarenta y una. Cano encuentra que allí se expresan doctrinas claramente atribuidas a alumbra­dos, pero, sobre todo, otras doctrinas simplemente erasmistas y luteranas. El intolerante y resentido arzo­bispo Valdés no pudo darse mayor satisfacción: tenía en sus manos la mayor carga de prueba contra Ca­rranza y, aunque fue apartado del proceso por mani­fiesta enemistad personal, el proceso estaba en marcha y era imparable tras aquel informe. En aquel año —el de los célebres autos de fe contra luteranos—, no po­día incurrirse en mayor delito que afirmar cosas que, aunque fuera de lejos, recordasen doctrinas luteranas. Carranza enseguida acusó el golpe y la enemistad ya fue declarada y, lo que es más duro, los religiosos del grupo canista habían desautorizado al corifeo de la corriente llamada mística.

La persecución de Cano contra las corrientes llama­das de alumbrados venía desde antiguo. En el viaje de Cano al capítulo general de Roma en 1542, conoció unos tratados espirituales redactados por el canónigo Serafín de Fermo, aunque era doctrina originaria de su maestro dominico Bautista de Cremona. Al volver a Valladolid tradujo al castellano uno de esos tratados sobre el proceso de la virtud y el vencimiento de las pasiones. La traducción y adiciones al Tratado de la victoria de sí mismo apareció en Valladolid, a finales de 1550. Pero recién salida la obra de prensas, Cano emprendió su viaje a Trento y fue allí donde se enteró de las inculpaciones que se hacían al dominico lom­bardo Bautista de Cremona, cuya obra sería conde­nada luego por el Santo Oficio. Esto hizo reflexionar a Cano y le predispuso para en adelante sospechar de todos los autores espirituales que escribían sobre las realidades del espíritu, de la unión afectiva con Dios y de toda la literatura mística, fuera del lenguaje es­colástico de la teología y de la explicación académica de las cuestiones del espíritu. No es extraño que para él todo lo que sonara en adelante a vida mística o vía afectiva de contemplación de Dios fuera sospe­choso y merecedor de incluirse en ese saco indefinido llamado entonces iluminismo y sus secuaces tacha­dos, sin distingos, de alumbrados. Y cuando empezó a perseguirse en España el luteranismo, se identificó sin más precisión a los alumbrados con los luteranos, pues éstos también decían que Dios hablaba direc­tamente al alma prescindiendo de la autoridad de la Iglesia. Y, por supuesto, idénticas sospechas recaían en los seguidores de las corrientes carrancianas dentro de los conventos dominicanos.

Otra faceta importante de la vida pública de Cano, y que tanto rechazo ha producido contra él, es su ene­mistad y persecución de la nueva Compañía de Je­sús. En el trato con gentes a que le obligaba su vida pública, fue forjando en su espíritu una suspicacia y prejuicio contra los nuevos miembros de la Compa­ñía de Jesús, a los que creía poseídos de una espiritua­lidad engañosa y con poco fundamento doctrinal. El trato con algunos miembros de la Compañía y la ob­servación de sus comportamientos le hizo concebir la falsa idea de que se trataba de una sociedad con una espiritualidad de alumbrados. Los llegó a juzgar con una generalidad injusta de “aduladores y bilingües” y “uñas del Anticristo”. Dado su espíritu franco y sin reservas, no se guardaba de hacer públicos sus repa­ros contra la Compañía. Los jesuitas, a su vez, cons­cientes de que tales críticas podrían dañar gravemente la nueva institución, aumentaban sus denuncias en Roma. Sus objeciones estallaron cuando a Roma lle­garon de manos de miembros de la Compañía las de­nuncias de su postura enfrentada con Paulo IV. En­tonces, sus manifestaciones contra la Compañía se hicieron públicas en una plática dirigida al cabildo de Segovia en 1555, en la exposición de la primera epístola a Timoteo en la cuaresma de 1556 y en car­tas dirigidas al padre Arcos, al maestro Venegas y a fray Juan de la Regla. Sus críticas partían siempre del mismo prejuicio, a saber, que la Compañía aceptaba la espiritualidad reprobable de Juan Taulero, de En­rique Herp, de Baptista de Cremona, de Erasmo y de Valdés. Eran las vías del iluminismo, quietismo y, remotamente, del gnosticismo, a las que él había de­clarado guerra abierta y pensaba que eran la suma de todos los males, sobre todo si se las identificaba con el puro luteranismo. Se trataba, pues, de impugnaciones similares a las que le enfrentaban con Carranza, Luis de Granada, Peña, Meneses y Luis de la Cruz. Una vez que se había erigido en abanderado contra toda forma de iluminismo y misticismo, no se paraba en matices ni en diferenciación de situaciones. El len­guaje místico y las experiencias espirituales del alma no eran fáciles de expresar con lenguaje escolástico y académico, que era el único aceptable para el suspicaz y apasionado profesor.

 

Obras de ~: Relecciones: De sacramentis in genere (curso 1546-1547); De paenitentiae sacramento (curso 1547-1548), Salamanca, Imprenta de A. Portonariis, 1550; Tratado de la victoria de sí mismo, Valladolid, 1550 [Madrid, La España Edi­torial (col. Joyas de la mística española)]; Parecer de M. Cano y Mancio del Corpus Christi sobre el préstamo a interés, 1554; Parecer sobre la ejecución del Concilio de Trento, 1555; Parecer de Melchor Cano sobre el proceder de Paulo IV, 1556; Censura de los Maestros Fr. Melchor Cano y Fr. Domingo de Cuevas sobre los Co­mentarios y otros escritos de D. Fr. Bartolomé de Carranza, 1559; Censura en latín sobre los Comentarios del Catecismo Cris­tiano, 1559; De locis theologicis, Salamanca, 1563 (ed. en Opera theologica, Roma, 1900, 3 vols.).

 

Bibl.: Concilium Tridentinum, vol. VII, págs. 124 ss., 261 ss. y 387 ss.; F. Caballero, Vida del Ilmo. Sr. D. Fray Melchor Cano, del Orden de Santo Domingo, obispo de Canarias, etc., Madrid, Imprenta del Colegio Nacional de Sordo-mudos y de Ciegos, 1871; G. de Arriaga, Historia del Colegio de San Gre­gorio de Valladolid, ed., corr. y aum. por el P. Manuel M.ª Ho­yos, vol. 2, Valladolid, Cuesta, 1930, cap. IV; V. Beltrán de Heredia, “Melchor Cano en la Universidad de Salamanca”, en Ciencia Tomista, 48 (1933), págs. 188-208; Las corrientes de espiritualidad entre los dominicos de Castilla durante la primera mitad del siglo XVI, Salamanca, Biblioteca de Teólogos españo­les, 1941, cap. V; J. Sanz y Sanz, Melchor Cano. Cuestiones fundamentales de crítica histórica sobre su vida y sus escritos, Mo­nachil-Madrid, Santa Rita, 1959; V. Beltrán de Heredia, “La victoria de sí mismo de Melchor Cano”, en Tratados espiri­tuales, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1962, cap. I, págs. 3-74; J. I. Tellechea Idígoras, “Melchor Cano y Barto­lomé de Carranza. Dos dominicos frente a frente”, en Hispania Sacra, 15 (1962), págs. 5-93; D. Pérez Ramírez, “Tarancón es la patria de Melchor Cano. Nueva profundización sobre el lugar de nacimiento del teólogo dominico”, en Cuenca, 23-24 (1984), págs. 95-128; J. Tapia, Iglesia y teología en Melchor Cano (1509-1560), Roma, Iglesia Nacional Española, 1989, Primera parte, cap. I; J. Belda Plans, La Escuela de Salamanca y la renovación de la teología en el siglo XVI, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2000, cap. VI; P. Arregui, “Melchor Cano (1509-1560)”, en R. Domingo (ed.), Juristas Universa­les. Volumen II. Juristas Modernos, Madrid, Marcial Pons, 2004, págs. 188-191.

 

Antonio Osuna Fernández-Largo, OP