Carranza de Miranda, Bartolomé. Miranda de Arga (Navarra), c. 1503 – Roma (Italia), 2.V.1576. Teólogo dominico (OP), arzobispo de Toledo, conciliarista, confesor real, calificador del Santo Oficio, tratadista, censor.
Su nombre para la historiografía aparece desgraciadamente vinculado en exclusiva al proceso inquisitorial que sufrió durante más de diecisiete años, olvidando los aspectos positivos de su vida. Estudió Latinidad y Súmulas en Alcalá a la sombra de su tío Sancho Carranza, catedrático en la citada Universidad. Con dieciséis años ingresó en la Orden Dominica en Benalaque y ya en 1525 fue elegido para proseguir estudios en San Gregorio de Valladolid, donde trabó amistad con fray Luis de Granada. Estudió Teología bajo el maestro Astudillo, a quien sucedió como regente de Teología. En 1539, la Orden le concedió el título de maestro, en Roma (1539), cuando asistía al Capítulo General. Se reintegró a San Gregorio. Explicó a santo Tomás y la Biblia, mostrando inclinación a la Teología positiva y encauzando ambas al recogimiento interior. Fue calificador del Santo Oficio, predicador y director de conciencias y desplegó caridad en la hambruna de Castilla en 1540.
Carlos V lo eligió como teólogo para el Concilio de Trento, donde tomó parte activa tanto en los debates dogmáticos como en los reformistas en sus dos primeras etapas (1545-1547, 1551-1555). En 1548 fue prior de Palencia, luego provincial de Castilla (1550) y de nuevo profesor en San Gregorio. Por esos años rechazó dos mitras (Canarias y Cuzco) y el ser confesor del príncipe Don Felipe. Sin embargo, éste le escogió para llevarlo consigo a Inglaterra al tiempo de su boda con María Tudor (1554). Tuvo importante actuación en el retorno de Inglaterra a la obediencia romana, interviniendo en múltiples asuntos (negociaciones con Roma, condonación de bienes, devolución de monasterios, restauración del culto, sínodo de Londres, visita de Universidades, represión de herejes, etc.). Por encargo del sínodo inglés escribió sus Comentarios sobre el Catechismo Christiano (Amberes, 1558). Pasó a Flandes, llamado por el Monarca, fue predicador de Corte y descubrió la red de infiltración protestante en España. Felipe II se empeñó en presentarle para el arzobispado de Toledo, tras la muerte de Martínez Silíceo. Fue consagrado en Bruselas (27 de febrero de 1558), volvió a España en verano y llegó a Valladolid (14 de agosto de 1558), donde intervino en el Consejo de Estado. Portador de un mensaje secreto de Felipe II para Carlos V, pasó a Yuste, donde pudo confortar al Emperador el último día de su vida (21 de enero de 1558) y tras celebrar tres días de exequias, se dirigió a Toledo, iniciando de camino la visita pastoral de pueblos. Entró en Toledo el 13 de octubre de 1558 y se entregó a una ejemplar tarea episcopal, visitando las parroquias, predicando, reformando cabildo y curia, cuidando la provisión de beneficios y exigiendo la residencia personal a los párrocos. La piedad y la austeridad de vida fueron sus distintivos, mientras se mostraba largamente limosnero con las rentas de la mitra. Salió de la ciudad el 25 de abril de 1559 para iniciar la visita de la vasta archidiócesis, pasó por Alcalá, de la que era señor, y cuando visitaba Torrelaguna, fue apresado por la Inquisición (22 de agosto de 1559) y trasladado a Valladolid. De este modo se cortaba una ejecutoria episcopal llamada a producir espléndidos frutos y se impedía que estuviese presente como arzobispo en la última y más fecunda etapa del Concilio de Trento (1562-1564).
Su vida en libertad terminó la noche del 22 de agosto. Empleada en la docencia y la predicación, en cargos de responsabilidad dentro de la Orden y últimamente en la Corte de Felipe II en Inglaterra y Flandes, a la vista de tantos, se le iba a presentar por mor del proceso llena de misterios y salpicada por la herejía hasta desde sus años de estudiante. El secuestro de todos sus cartapacios y papeles iba a alimentar inverosímiles censuras de severos calificadores, elevadas a acusaciones por obra del fiscal. Su vida activa no le dio lugar a editar sino pocos escritos. Con motivo del Concilio de Trento, publicó en Venecia una Summa Conciliorum (1546) que fue reiteradamente editada en los siglos XVI y XVII; sus Quatuor Controversiae, relacionadas con temas fundamentales de la controversia protestante (1547) e igualmente publicó su obra De necessaria residentia episcoporum (1547), verdadera bandera para cuantos deseaban una honda reforma de la Iglesia. Años más tarde editó en Amberes y Salamanca su Instruction y doctrina como todo christiano deve oyr Missa (1555), que fue originariamente un sermón de éxito en la Corte inglesa. Y finalmente editó en Amberes sus ya citados Comentarios sobre el Catechismo christiano (1558) escritos para Inglaterra por encargo del Sínodo de Londres (1555). Sin tiempo a difundirse en España el libro, fue censurado severamente por Melchor Cano y por otros, si bien no faltaron dos docenas de calificaciones positivas.
En realidad su obra era mucho más extensa en un hombre que fue infatigable trabajador. Se han publicado sus votos tridentinos fundamentales (De Justificatione, De certitudine gratiae, De sacrificio Missae), su espléndido tratado Speculum pastorum (1552) en Salamanca, 1992, y La forma de rezar el Rosario de Nuestra Señora, dirigido a los párrocos de la archidiócesis de Toledo (Madrid, 1999), así como una serie de hermosos sermones; y se ha editado también (Madrid, 1999) la nueva redacción de su Catecismo, corregida y abreviada en la cárcel. Quedan por editar sus comentarios a santo Tomás, fuente indispensable para calificar su magisterio teológico; sus comentarios bíblicos a libros del Antiguo y Nuevo Testamento, numerosos sermones, etc. Mientras no se conozca su obra íntegra será prematuro y superficial cuanto se diga sobre su doctrina.
La base jurídica para su procesamiento la proporcionaron algunas acusaciones de los protestantes vallisoletanos procesados y la censura teológica de su Catecismo. Tras este montaje jurídico se escondía la aversión del inquisidor general Fernando Valdés y la no menor del teólogo dominico fray Melchor Cano. El primero había logrado de Paulo IV autorización general para proceder contra prelados y permiso de Felipe II para encausar a Carranza. En los meses que precedieron a la prisión, el arzobispo, sabedor de cuanto se muñía contra él, directamente o por terceras personas mostró su disposición para aceptar cualquier corrección con tal de evitar un escándalo público que inutilizaría sus proyectos pastorales. Todo fue en vano.
Iniciado su proceso, le dio un giro espectacular, recusando al inquisidor general por su animosidad personal. Nombrados jueces árbitros del pleito dos oidores de Chancillería, dieron la razón al preso y obligaron a Valdés a renunciar a la causa, si bien seguía de inquisidor general (23 de febrero de 1560). Con ello quedaba paralizada la causa, hasta que, previa autorización pontificia, el Rey nombraba juez de la causa al arzobispo de Santiago, Gaspar Zúñiga de Avellaneda, quien se desentendía de ella, encargando la instrucción a subdelegados. A lo largo de los años (1561-1564) y con prórrogas sucesivas concedidas por Pío IV, el fiscal llegó a presentar dieciséis acusaciones sucesivas, para muchas de las cuales se calificaron todos los papeles y cartapacios secuestrados al procesado, hasta sus apuntes de estudiante o textos ajenos transcritos. En todos ellos descubrían proposiciones heréticas o menos, siguiendo la feroz norma impuesta por el inquisidor general de calificar las proposiciones ut jacent. Así resultaban heréticas frases transcritas de san Juan Crisóstomo. De nada sirvió el proceso llamado de abonos, o el de indirectas y tachas, preciosa fuente para dibujar el verdadero perfil espiritual del arzobispo. Una de las paradojas de este proceso, fundado en una singular delegación papal para instruirlo, no para sentenciarlo, fue la resistencia mostrada desde el principio a que el fallo de la causa pasase a Roma, actitud compartida por la Inquisición y por Felipe II. Una manera de soslayar esta obligación era dilatar la causa o no concluir la instrucción. La aprobación del Catecismo por algunos miembros de la comisión del Index de Trento y la súplica dirigida por algunos padres conciliares a Pío IV en favor del arzobispo preso, hacían más necesaria la intervención del Papa. Pío IV llegó a nombrar un legado pontificio (Hugo Buoncompagni, futuro Gregorio XIII) con especiales facultades, mas el Papa murió y el legado tuvo que volver a Roma. El nuevo Papa, el inflexible Pío V, ordenó bajo severas penas que reo y proceso pasasen a Roma. Se iniciaba una nueva fase.
Pío V nombró una comisión de cardenales, obispos y letrados; luego, a instancia de Felipe II, admitió en ella a algunos miembros de la Inquisición española. Se tradujo el proceso original español llevado a Roma. Pío V asistió en persona a más de cien sesiones en que se dio lectura a aquel fárrago de escritos. Se revisó el modo de calificar español, una comisión especial interrogó al arzobispo en el castillo de Sant’Angelo para aclarar muchos puntos. Se ahondó en el pensamiento genuino de Carranza dejando de lado proposiciones sacadas de contexto, se redujo el bosque de acusaciones a temas centrales. Pío V se dispuso a absolver al arzobispo pero quiso comunicar a Felipe II el contenido de la sentencia por medio de un enviado especial. Esperando su retorno, murió el Papa.
Ante el nuevo papa Gregorio XIII arreció la presión política del Rey y su embajador. Llegaron a Roma nuevas calificaciones adversas, esta vez de obispos y teólogos que antes habían alabado el Catecismo y ahora encontraban en él más de mil quinientas proposiciones que consideraban luteranas. El Papa optó por cerrar aquel proceso inmortal buscando una vía media: no destituyó al arzobispo como deseaba el Rey, pero le obligó a permanecer en Orvieto unos años. No lo condenó por hereje, sí como “vehementer suspectus” de herejía, imponiéndole ad cautelam una declaración, no estricta abjuración, de algunas proposiciones. Le obligó a algunas penitencias espirituales y le asignó 1.000 ducados de oro al mes para su sustento y el de sus sirvientes. Pocos días después fallecía Carranza en Santa María sopra Minerva de Roma y allí era enterrado en loor de multitudes (2 de mayo de 1576). Extrañamente el Papa se reservó el epitafio de su tumba que aún subsiste; alababa su modestia en la prosperidad y su paciencia en la adversidad y lo calificaba de esclarecido en estirpe, admirable predicación y limosnas. Era el juicio extraprocesal del Papa. ¿Cómo se compadece el “mira concione” con la sombra de sospecha de herejía? Tras diecisiete años de enconadas y graves acusaciones, al término del proceso Carranza no aparece convicto y confeso de herejía alguna. Las calificaciones romanas se diferencian mucho de las españolas, v. gr. en un dictamen del célebre padre Francisco de Toledo, S. J. En Roma se vio con claridad el animus damnandi, la demasía manifiesta de la Inquisición española. Su causa se convirtió en política: sólo condenando al procesado podía salvarse el prestigio de la Inquisición. Ésta, fuertemente apoyada por Felipe II, se empeñó hasta el final en pedir la condenación del arzobispo; en el caso de algún consultor español (el obispo Simancas), hasta su relajación al brazo secular. Ni siquiera la muerte de Carranza apaciguó las pasiones; más aún cuando el insobornable doctor N. Navarro, defensor de Carranza, cantó victoria ante el resultado del proceso, aunque no fue tan claramente absolutorio como hubiese deseado.
El inmenso proceso, cuyo original se guarda en el Santo Oficio romano y su copia en la Real Academia de la Historia de Madrid, conserva acusaciones y defensas, grandes elogios y fuertes vituperios, y numerosos escritos —Comentarios a santo Tomás, comentarios bíblicos, tratados, sermones— que reflejan el verdadero pensamiento de Carranza. Solamente partiendo de ellos y con lectura desapasionada se puede descifrar su verdadera Teología, sus preocupaciones pastorales y reformistas, su talante espiritual, el verdadero Carranza desfigurado por sus censores, a los que no exonera de responsabilidad la crispación del momento suscitada por el descubrimiento de focos protestantes castellanos. Queda mucho por decir de los entresijos del proceso y aún más de las ideas predominantes del procesado. En la causa de Carranza no se enfrentan ortodoxia y heterodoxia, sino dos modos distintos de entender el catolicismo con lenguajes diversos. Carranza es un teólogo devoto de honda inspiración paulina y decidido reformista con un profundo cristocentrismo. Ensalza la grandeza y eficacia de la fe viva y operante, contrapone el cristianismo exterior y formalista con el interior y transformador, encomia la lectura de la Biblia y la oración íntima para descubrir en ambas la buena nueva de Cristo, fustiga los abusos, la inconsecuencia de los cristianos (jerarquía y pueblo). Afín a la espiritualidad del coetáneo san Juan de Ávila, su lenguaje, sobre todo en sus sermones, es vital, maximalista y hasta hiperbólico. Sus censores lo interpretarán en sentido luterano con rigor formalista e inducciones subjetivistas, aislando frases de su contexto concreto o de exposiciones globales. Será víctima del perverso método de calificar frases sueltas tal como suenan y siempre interpretadas en el peor sentido, y aun de un procedimiento insólito como es el calificar una proposición de “suspecta, in homine suspecto”. La suspicacia desenfrenada todo lo convierte en sospechoso. El día en que se conozca toda su obra —en gran parte inédita—, su pensamiento integral, los registros literarios diversos del mismo (estilo académico, oratorio, parenético) se podrán despejar todas las dudas al respecto. Las investigaciones prolongadas y profundas sobre fray Bartolomé Carranza le hacen aparecer, tal vez, como un frustrado san Carlos Borromeo español, que hubiese dado la talla como arzobispo y hubiese brillado singularmente en la tercera etapa del Concilio de Trento, la más fecunda en orden a la Reforma. La tremenda prueba de su proceso cercenó su vida y sus afanes, con notable pérdida para la Iglesia española y hasta universal.
Obras de ~: Tratado sobre la virtud de la justicia, 1540 (transcrip., trad. y verificación de fuentes por T. López, I. Jericó y R. Muñoz de Juana, Pamplona, Eunsa, 2003); Summa Conciliorum, Venezia, 1546; Quatuor controversiae, Venezia, 1546; De necessaria residentia episcoporum, Venezia, 1547; Instrucción e doctrina de cómo todo christiano deve oyr Missa, Amberes y Salamanca, 1555; Comentarios sobre el Cathecismo Christiano, Amberes, 1558 (ed. crítica y est. histórico de J. I. Tellechea Idígoras, Madrid, La Editorial Católica, 1972-1999, 2 ts.); De justificacione (J. I. Tellechea Idígoras, “El articulus de justificatione de Bartolomé Carranza”, en Revista española de Teología, 15 [1955], págs. 563-635); De certidudine gratiae, De Mysticis nuptilis Verbi divini cum Ecclesia et animabus justorum (“Dos textos teológicos de Carranza: Articulus de certitudine gratiae. Tractatus de mysticis nuptiis Verbi divini cum Ecclesia et animabus justorum”, en Anthologica Annua, 3 [1955], págs. 621-707); Speculum pastorum: hierarchia eclesiástica in qua describuntur oficia ministrorum Ecclesiae militantis (ed. crítica de J. I. Tellechea Idígoras, pról. de Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo M. González Martín, Toledo, Estudio Teológico de San Ildefonso, 1992); Modo de rezar el Rosario de nuestra Señora, La forma de rezar el Rosario de Nuestra Señora: con una breve declaración de las oraciones del Pater Noster y del Ave María (ed. crítica e intr. de J. I. Tellechea Idígoras, Madrid, Fundación Universitaria Española-Universidad Pontificia de Salamanca, 1999); Sermones. Cfr. Bibliografía; Comentarios a la Summa de Santo Tomás (inéd.), Comentarios bíblicos (inéd.), De recta spe filiorum Adae (inéd.), Sermones (inéd.).
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(Los tres artículos se reproducen en la Miscelánea Beltrán de Heredia, Salamanca, Biblioteca de Teólogos Españoles, 1972, vol. II, págs. 363-446 y 447-542, y vol. III, págs. 463-518); Las corrientes de espiritualidad entre los dominicos de Castilla durante la primera mitad del siglo XVI, Salamanca, Biblioteca de Teólogos Españoles, 1941; M. Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, ed. de E. Sánchez Reyes, vol. IV, Santander, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1947, págs. 7-73; G. Marañón, “El proceso de Carranza”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 12 (1950), págs. 135-78; A. Duval, “La summa Conciliorun de Bartolomé Carranza”, en Recherches des Sciences Philosophiques et Théologiques, 41 (1957), págs. 401-427; J. I. Tellechea Idígoras, Un prelado evangélico en la Silla de Toledo, San Sebastián, 1958; M. Bataillon, Erasmo y España, México, Fondo de Cultura Económica, 1960 (2.ª ed.), págs. 699-737; J. I. 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José Ignacio Tellechea Idígoras