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Diego de los Cobos y Molina

Biografía

Cobos y Molina, Diego de los. Úbeda (Jaén), c. 1516 – Toledo, IX.1565. Oidor de la Chancillería de Valladolid, consejero del Santo Oficio, obispo y benefactor.

La ciudad de Úbeda (Jaén), destinada a ser uno de los prototipos del Renacimiento español, es el lugar que vio nacer hacia 1516 a Diego de los Cobos y Molina.

Sus apellidos denotan la pertenencia a dos de las familias más linajudas de las que, no sólo acompañaron a Fernando III en la conquista de la ciudad y recibieron como premio su repoblación (de entre los trescientos caballeros infanzones que repoblaron Úbeda y Baeza aparecen sus ascendientes Ferran Royz de los Cobos y Pedro Gonçalez de Molina), sino que sobrevivieron a los interminables conflictos nobiliarios que se desarrollaron intramuros de la Úbeda medieval.

Su padre, Jorge de Molina, casado con Catalina Vázquez de Perea, era generación directa en línea descendente de la unión, vía marital, del linaje de los Cobos y los Molina, ya que su madre, Leonor de los Cobos (abuela paterna de Diego) casó con Pedro Fernández de Molina. No fue ésta la única unión entre ambos linajes. Leonor de los Cobos, hermana de Mayor y Diego de los Cobos, vio cómo éste, su hermano, casaba con Catalina de Molina, de cuya unión nacieron tres hijas, Isabel, Mayor y Leonor, y un hijo, Francisco de los Cobos y Molina (tío de Diego de los Cobos y Molina), figura señera en el aparato estatal de la primera Edad Moderna y pieza clave en la Monarquía de Carlos V.

Diego de los Cobos no fue el único en llevar este nombre. En su más cercana rama genealógica lo llevó su tío-abuelo Diego de los Cobos, padre de Francisco de los Cobos, y también el hijo de éste y nieto de aquél.

Diego fue el segundo de tres hermanos; el mayor era Juan Vázquez de Molina, figura también señera de la política estatal española, paralela a la de su tío Francisco de los Cobos, y la pequeña Beatriz. Quiso Diego tomar de su padre los dos apellidos, insignes de ambos linajes, como lo había hecho su primo Francisco, no así su hermano Juan, que tomó sólo el de Molina.

Diego empeñó su juventud en una severa formación académica y universitaria. Estudió en la decana Universidad de Salamanca, donde tras años de duro trabajo, se licenció en Sagrada Teología y Cánones.

En 1537 disfrutó de una beca en el elitista colegio de San Bartolomé, uno de los mejores colegios mayores de Salamanca (y al cual, en muestra de agradecimiento, donó su biblioteca, tal y como se recoge en su testamento “en descargo de su conciencia, por el tiempo que fuí allí colegial, ocupando aquella plaza, que se pudo dar a otro más pobre”). Se doctoró en las dos disciplinas citadas, lo que terminó por dirigir su vida a la carrera eclesiástica. A la sombra de su tío Francisco y de su hermano Juan, secretarios ambos de Carlos V y Felipe II, y repitiéndose un lugar común en las familias hidalgas hispánicas y europeas, a Diego de los Cobos, como segundo hijo de su linaje, le tocó probar suerte, y con éxito, en una vida dedicada a la defensa de la ortodoxia cristiana y al ejercicio de la profesión sacerdotal.

La década de los cuarenta del siglo xvi supuso para Diego de los Cobos el verdadero despunte, como personalidad no sólo eclesiástica, sino también en el ámbito jurídico, digna de tener en cuenta, y que le convirtió en un notable personaje de la época. Su vasta formación jurídica, unida a la nada desdeñable influencia familiar, sobre todo la de su tío Francisco (ya en los estertores de su vida, pues falleció en febrero de 1547) y la de su hermano Juan, le impulsaron para ocupar un puesto de oidor en la Audiencia y Chancillería de Valladolid. Este cargo le sirvió no sólo para enfrentarse a la aplicación judicial del Derecho, sino para llevar a sus argumentaciones jurídicas su concepto de justicia, marcado, nítida y claramente, por la fe y la moral de la ortodoxia cristiana.

Asentado en Valladolid, sede de uno de los más suntuosos palacios del linaje de los Cobos, conocerá de primera mano los ambientes heréticos vallisoletanos, será consciente de que en algunas de las familias burguesas de la ciudad, y en el ámbito de la vida universitaria, intelectual e incluso eclesiástica, se vienen organizando conventículos en los que se hace exaltación y apología de las doctrinas erasmistas. Frente a ello, la decidida convicción cristiana de Diego de los Cobos y Molina le llevará a ser parte activa en la persecución de la herejía. Y si esta misión de mantenimiento de la ortodoxia cristiana, era competencia del instituto inquisitorial del Santo Oficio, Diego tenía que participar y para ello contaba con los dos ingredientes básicos: una escueta pero importante experiencia jurídica como oidor de la Audiencia y Chancillería de Valladolid, y una no menos vasta formación en materia canónica y teológica, procedente de su experiencia universitaria y sacerdotal. El inquisidor general Fernando de Valdés, previa consulta a Carlos V —y de nuevo la influencia de su linaje se deja notar en ambas decisiones: el hermano de Diego, Juan Vázquez de Molina, es en este momento secretario del Rey en el Consejo de la Inquisición—, pronto verá en Diego de los Cobos y Molina los “méritos, virtudes y buenas prendas” para ocupar el cargo de consejero de la Suprema Inquisición (1549). Nada de extraño tenía que Diego de los Cobos formara parte de esa alta institución polisinodial; muy al contrario, la mayor parte de sus miembros tenían abultada experiencia en el quehacer jurídico y expresa profesión y militancia religiosa, de ahí que, preferentemente, los consejeros de la Inquisición fueran letrados o teólogos integrados en la estructura eclesiástica.

Paralelamente al desempeño de estos oficios mayores, Diego comenzó a desarrollar otro afán acumulativo de rentas y beneficios eclesiásticos nada desdeñables, pues se calculaba su valor en torno a los 3.000 ducados. Comenzó este afán en el arcedianato de la iglesia catedral de Coria (Cáceres), después fue prior de la aldea iliturgitana de Marmolejo (Jaén), pasó posteriormente por varios beneficios menores situados en las parroquias de Mengíbar (Jaén), San Marcos y Santa Cruz, de Luque (Córdoba) y Zahara (Sevilla).

Pero el emperador Carlos V y su hijo el príncipe tenían en mente nuevos destinos, puramente eclesiásticos, para la figura de Diego de los Cobos, siempre a partir del “respeto y consideración al Secretario Juan Vázquez, vuestro hermano”. La muerte del prelado oscense Martín de Gurrea en 1554 y la consiguiente vacancia de la silla obispal de Huesca, hicieron que el Emperador presentara para ocupar esta silla a Diego de los Cobos el 22 de febrero de 1555. El destino aragonés no inquietó los intereses del personaje, quien rehusó cortésmente la silla y permaneció en la situación que disfrutaba en Valladolid, mientras el solio oscense pasaba a manos de Pedro Agustín.

Diego de los Cobos recibió con sumo interés las noticias que llegaban desde Bruselas, a comienzos de 1556, de que el emperador Carlos, en presencia de los españoles residentes en aquella emblemática ciudad, renunciaba en favor de su hijo, el príncipe Felipe, a la corona de España. El destino español de Yuste para don Carlos le acompañó en sus dos últimos años de vida.

El nuevo Rey, Felipe II, siguió contando con Diego de los Cobos, con la misma exquisitez que lo había hecho su padre, sin duda por reconocimiento hacia su persona y su noble linaje. Ante la primera negativa de Diego de los Cobos a ocupar el episcopado oscense, Felipe II le presentó para el mismo cargo en la ciudad de Ávila, el cual aceptó Cobos el 2 de agosto de 1559, aunque por un breve período, el suficiente para conocer a uno de los personajes más enigmáticos de aquella ciudad, Teresa de Jesús, que por aquel entonces estaba viviendo entre arrobamientos y visiones una verdadera transfixión.

Ello no fue óbice para seguir estrechamente vinculado al inquisidor general Valdés, con quien trabajó estrechamente en la confección del Índice de Libros Prohibidos, publicado en 1559. Antes de ocupar nuevos destinos, aún le dio tiempo a participar en los preliminares de uno de los procesos inquisitoriales más relevantes de la mitad de la centuria del quinientos: el proceso a fray Bartolomé de Carranza y Miranda, arzobispo de Toledo. Junto a Valdés, Diego de los Cobos formaba parte del Consejo que debía dilucidar esta causa, pero una argucia jurídica del procesado le valió a Diego de los Cobos su recusación en el proceso como juez inquisitorial el 24 de febrero de 1560: por un lado, su amistad manifiesta con el inquisidor Valdés y, por otro, su vinculación familiar con Francisco de los Cobos, quien había sido adelantado de Cazorla y había pasado a su hijo su administración, la cual se encontraba en litigio por el propio Carranza que reivindicaba la pertenencia de este adelantamiento al señorío de los arzobispos toledanos.

Pronto, el destino de Diego de los Cobos y Molina le volvió a llenarle a la tierra que le vio nacer.

Felipe II, y él, bendiciones papales por medio, quiso que ocupara la silla episcopal jiennense aceptó muy honrado, el 4 de septiembre de 1560 (la vacante se había producido por muerte del obispo Diego de Tavera acaecida el 28 de abril). Contaba ya Cobos con la edad de cuarenta y cinco años y éste fue su último destino, que juró el 21 de julio de 1561. Allí vivió y trabajó en una época en que latía por doquier el ambiente pretridentino, y a partir de 1563, ya celebrado el último período de sesiones de Trento, se comprometió a llevar a la esfera práctica las constituciones de aquel concilio. Describía Ximena Jurado que, para tantear el ambiente de espiritualidad de los ciudadanos jiennenses, “luego que llegó a este Obispado visitó por su persona las Ciudades, Villas y Lugares del, reformando las costumbres, desterrando vicios, y acudiendo en todo al buen gobierno de su Diócesis”.

Testigo presencial fue durante sus cuatro años de episcopado en Jaén, de cómo se erigía el monumento más colosal de esa ciudad y reino: la santa iglesia catedral, cuyas obras habían comenzado una docena de años atrás y se prolongaron algo más de un siglo.

Fue en estos años, en los que probablemente ya se encontraba enfermo, cuando se despertó su capacidad dadivosa, así como un espíritu de mecenazgo que le llevó a impulsar algunas de las más bellas obras del Renacimiento jiennense, sobre todo en su ciudad natal, Úbeda. Ya había demostrado en su anterior destino abulense, su generosidad para con los regulares jesuitas que moraban en San Gil, a quienes donó 400 ducados. En Jaén impulsó la fundación o restauración de varios monasterios, como el de la Inmaculada Concepción de Baeza, reedificado en 1561 para religiosas de santa Clara, o el convento de San Ildefonso para las religiosas de la orden de san Francisco de Paula, entre otros. Un año después, en 1562, fundó en Jaén el convento de la Concepción para religiosas dominicas. A Diego de los Cobos se le ha de considerar como el impulsor de las transformaciones del Renacimiento en los templos de la diócesis jienense, no en vano, su escudo heráldico presidiendo capillas, portadas, coros, torres y naves de los templos, es enormemente significativo.

Sin embargo, la fundación del hospital de Santiago de Úbeda a favor de los pobres y menesterosos de la ciudad, fue su mayor mecenazgo. Ideado por el gran maestro arquitecto Andrés de Vandelvira (autor de muchos de los proyectos de edificación auspiciados por el linaje de los Cobos, y cuyo mayor logro puede verse en la catedral de Jaén), comenzó a construirse en 1562, según lo dispuesto en la escritura fundacional, otorgada ante el notario apostólico Miguel de Aguilar el 17 de septiembre. Trece años fueron suficientes para que el maestro Vandelvira acabara en 1575 este edificio destinado a la beneficencia y a la asistencia a los pobres (así se intitula, entre otros lugares, en la inscripción que se conserva, bajo las armas de Cobos, en la escalera principal de acceso a la primera planta, una vez atravesado el vestíbulo y el patio central).

Celebrado el concilio de Trento (1563), Felipe II expide una Real Cédula el 12 de julio de 1564 para declarar obligatorio de cumplir los decretos allí dictados.

Diego de los Cobos y Molina recibió todas estas disposiciones en su obispado jiennense y preparó a éste para llevar a buen puerto la nueva doctrina, para lo que tuvo que acudir al concilio de Toledo que se convocó en septiembre de 1565. A pesar de encontrarse enfermo, en ningún momento rehusó acudir al citado concilio, lo que le costó la vida en los primeros días de septiembre, de modo que cuando el día 8 se celebró la primera sesión, Diego de los Cobos ya había fallecido, tal y como refieren las actas del concilio: “El Obispo de Jaén murió en la ciudad de unas calenturas, pocos días después de llegado, el cual llevaron una noche sus criados, sin que se le hiciesen exequias algunas, más de dar clamores por él en la iglesia y en la parroquia”. Tenía cuarenta y nueve años de edad.

Consciente de su enfermedad, antes de salir para Toledo, y estando en Baeza, Diego de los Cobos había otorgado testamento ante el notario Luis de Extremera el 29 de julio de 1565. Su última voluntad no dejaba lugar a dudas sobre su carácter dadivoso: instituía mandas, legados y dotes a favor de doncellas hidalgas naturales de Úbeda, y declaraba como heredero universal de todos sus bienes a la iglesia colegial de Úbeda. Inicialmente, Diego de los Cobos no contó con la oportuna licencia testandi que debía facilitar la Sede Apostólica, lo que promovió el correspondiente litigio sobre la validez de esa última voluntad.

La mediación del propio Felipe II ante Pío V fue suficiente para validar el testamento del obispo con la firma de la oportuna concordia entre la Cámara Apostólica y los testamentarios del finado, el 16 de septiembre de 1566.

Diego de los Cobos fue enterrado provisionalmente en el convento de la Merced de Úbeda, ya que él había dispuesto que sus restos reposaran definitivamente, y así fue una vez terminado en 1575, en la capilla del hospital de Santiago de su ciudad natal, que él mismo había mandado construir.

La descripción del escudo heráldico de Diego de los Cobos y Molina presenta algunas variantes armeras, principalmente dos. La primera, procedente del episcopologio, y correspondiente a la armería del linaje de Cobos, presenta en campo azur cinco leones rampantes de oro, coronados de lo mismo, puestos en sotuer y timbre de obispo. La segunda, recogida por Ximena Jurado y manifiesta en el conjunto del hospital de Santiago, de Úbeda, acompañada de un amplio despliegue iconográfico, representa en un cuartelado en cruz, las armerías de las cuatro familias de las que procede su descendencia: Molina, Vázquez, Cobos y Perea. En el primer cuartel, en campo de azur, una torre de plata, y a su pie, media rueda de molino del mismo metal, acompañada de tres flores de lis de oro, una en jefe y otra en cada flanco; el segundo cuartel, a su vez contracuartelado en cruz, presenta en primero y cuarto, en campo azur, una torre de plata al natural, y en segundo y tercero, en campo de oro, tres bandas de gules; el tercero, ya descrito anteriormente y perteneciente al linaje de Cobos; y el cuarto, en campo de oro, cinco panelas de azur puestas en sotuer.

 

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Miguel Ángel Chamocho Cantudo