Guevara, Antonio de. Treceño (Cantabria), ¿1480? – Mondoñedo (Lugo), 3.IV.1545. Franciscano (OFM), predicador de Carlos V, obispo y escritor.
El que ha sido llamado “continente sumergido” de la literatura española se enorgullecía de pertenecer a una antigua y noble familia de raíz alavesa (señores de Guevara y Oñate). Trasplantada una de sus ramas a la montaña de Cantabria, era, en efecto, fray Antonio nieto por línea bastarda de Beltrán de Guevara, señor de Escalante, que hubo a su padre Juan Beltrán de Guevara con Mencía de Bedoya. Tanto ésta como la madre del escritor, Ana o Inés de Ureña son tenidas hoy por judeoconversas, en justificación de las sospechas de la época en torno al linaje. No se sabe nada de los primeros estudios del escritor, que no debieron de gozar de muchas oportunidades en el Treceño natal, cuya nostalgia le acompañó siempre. De creerle, su padre lo llevó a los doce años (1492) a la Corte de los Reyes Católicos y se ha fantaseado que fuera en ella paje del príncipe don Juan (1478-1497), pero es imposible documentar tales noticias. Sí se abrió, en cambio, una gran oportunidad para al menos una parte del clan de los Guevara a causa de la alianza de los Reyes Católicos con Maximiliano de Austria, plasmada en una política de matrimonios dinásticos por mano del mayordomo imperial Ladrón de Guevara.
Fue éste un imán que atrajo a otros miembros de la familia al norte de Europa, pero no hay indicio de que ocurriera así con el jovencísimo pariente.
Fray Antonio dice haber pasado por una etapa de mozo disoluto al uso de Corte, a la que puso brusco fin la temprana muerte del príncipe don Juan, causa de un radical cambio de vida que le condujo al claustro. La explicación suena a falsa, pues no lo hizo en realidad hasta diez años después, en 1507. Es casi seguro que el repentino zig-zag biográfico se debiera al derrumbamiento de las ilusiones de los Guevara a la muerte de Felipe el Hermoso (1506), por cuya causa habían apostado frente a Fernando el Católico. En cuanto a la opción de la observancia franciscana, se justifica por las buenas relaciones que de atrás mantenían con ella los Guevara y por el atractivo del rico convento de San Francisco de Valladolid. Centro intelectual de una de las ciudades también más prósperas de Castilla, fue allí donde adquirió una latinidad bastante mediocre y una abigarrada cultura, con más de lo viejo que de lo nuevo, de que vivió toda su vida.
El escritor no conoció nunca otros estudios que los de su Orden y reconoció siempre a Valladolid y su convento como hogar entrañable y propio.
El primer dato relativo a la actividad de Guevara como franciscano se refiere a octubre de 1515 y le muestra ya como predicador en la villa segoviana de Riaza. Se sabe por su palabra que fue guardián del convento de Arévalo (Ávila) y hacia 1518 de Soria, en la que tuvo alguna grave complicación y donde no dejó buen recuerdo, evocado por la irónica censura de Pedro de Rúa y que fray Antonio trataba de expiar con una pequeña manda en su testamento. De su guardianía en Ávila no se tiene más noticia que la mención del mismo Rúa, que dice haberle conocido allí en fecha imprecisa.
La venida a España de Carlos I en 1517 significaba un golpe de fortuna para los Guevara. Uno de ellos era el doctor Fernando de Guevara, hermano de fray Antonio, que al terminar sus estudios en Bolonia había marchado a Flandes para ser nombrado miembro del Consejo del todavía príncipe heredero, como después lo fue también del Consejo Real. Era de presumir una fácil implantación de fray Antonio en el nuevo régimen pero, por encima de suposiciones, no hay prueba ni indicios de ello hasta varios años más tarde. Estuvo de por medio el estallido de las Comunidades (1520-1521), destinadas a hallar en la obra de Guevara uno de sus más agudos observadores. De dar crédito a lo dicho en sus Epístolas familiares, presenció los momentos álgidos de la contienda y tuvo en ella un papel destacado, no tanto de mediador como de agente al servicio de la causa imperial, hasta el punto de conseguir la defección de Pedro Girón y haber estado muy cerca de lograr la de Juan de Padilla. Sobre todo, informa con detalle de sus idas y venidas entre las filas de ambos bandos enfrentados ante Villabrágima (Valladolid), para terminar agriamente despachado por la jefatura comunera. La quiebra aquí es que, igual que otras veces, no existe confirmación fuera de la palabra de Guevara. Se documentan diversos otros esfuerzos similares a cargo de distinguidos franciscanos, pero no de un fraile a la sazón de escaso relieve para tamaña responsabilidad. Todo lo relativo a las Comunidades en las Epístolas familiares es adverso, además de saturado de toques fantásticos y, a menudo, ridículos, con miras a tacharlas como un espasmo demagógico y guiado por el modelo de las repúblicas italianas.
Ahora bien, los franciscanos en particular se habían inclinado sin reservas hacia la Comunidad y Guevara debió presenciar el ataque de los imperiales bajo Antonio de Fonseca contra Medina del Campo (21 de agosto de 1520) y el incendio de su convento de San Francisco, que condena en duros términos.
No deja de ser sospechosa la elección como definidor de su provincia el 11 de noviembre de 1520 en Valladolid, momento en que la ciudad ardía en fervor comunero. Sobre todo, y frente al testimonio de las Epístolas familiares, Guevara legó también páginas de abierta simpatía hacia los motivos e ideales políticos de los rebeldes. De un modo u otro, Guevara es una fuente imprescindible para el estudio de las Comunidades, pero que precisa ser utilizada con cautela.
Es sólo tras la vuelta a España de don Carlos cuando fray Antonio inicia una carrera cortesana, auspiciada por su hermano Fernando. Se vio nombrado predicador de la capilla imperial en 1521, gracia que por no haber tenido efecto fue renovada el 22 de agosto de 1523. Guevara tuvo un gran éxito basado en una oratoria brillante y entretenida, que idealmente se adecuaba al gusto cortesano. Las Epístolas familiares acogieron diversas piezas que debía considerar antológicas de su predicación. Cabe topar en ellas con despuntes ocasionales de la religiosidad avanzada de la época, e incluso en la predicada tras la batalla de Pavía (1525) aconseja a don Carlos un trato más generoso de los vencidos comuneros. Desempeñó también Guevara una intensa actividad relativa a la Inquisición, en cuyo Consejo figuraba conspicuamente el doctor Fernando de Guevara. Tomó parte en la junta reunida en Madrid en 1525 acerca de los moriscos valencianos, forzados en masa al bautismo por los agermanados. Se declaró allí válida la conversión y fray Antonio fue enviado a Valencia como parte de una comisión encargada del cumplimiento. Actuó ésta con gran dureza y Guevara dice haber sido herido por los moriscos en la sierra de Espadán (1526). En ese mismo año trabajóen otra junta reunida en Granada para el problema similar de sus naturales. En 1527 tomaba parte en la junta de estudio convocada por el inquisidor general Alonso Manrique sobre la ortodoxia de Erasmo y donde, como fraile, se alineó contra éste, aunque con menos acrimonia que otros. Por su propio testimonio se sabe también de su intervención, hacia 1528-1529, en otras deliberaciones sobre el asunto de las brujas de Navarra. Aun revestido de autoridad inquisitorial para estas tareas, Guevara no se sentó nunca como juez de ningún acusado particular.
En un nuevo avance, fray Antonio era nombrado cronista del Emperador en 1526 a raíz del fallecimiento de Pedro Mártir. Muy satisfecho del honroso y bien pagado oficio, gustó de prometer en él la inmortalidad a sus amigos. Por mucho tiempo se ha venido dando por inexistente la tal crónica, pero Guevara trabajó en ella hasta 1536, pues su testamento de 1544 ordenaba en descargo de su conciencia la devolución de los sueldos posteriores a 1537.
Consta, asimismo, que tras su muerte se recuperó por vía oficial un considerable paquete de materiales historiográficos. Hoy por entero perdidos, sobrevivieron al menos en parte en su aprovechamiento plagiario por las crónicas de Alonso de Santa Cruz y de fray Prudencio de Sandoval. Son fragmentos perfectamente identificables por su estilo, relativos en su mayor parte a las Comunidades y suponen una sorpresa por su identificación con un idealizado espíritu patriótico y popular de la revuelta, así como con la figura de Juan de Padilla, retratado en sus dos preciosas cartas de despedida a su esposa y a la ciudad de Toledo. Un similar conflicto de pareceres surge también acerca de temas como el trato dado a judíos y conversos, lacras de la nobleza, errores políticos de don Carlos y hasta la misma Inquisición. Guevara los aborda bajo semidisfraz a una luz de comprensión humana opuesta a su pregonado oficialismo y que constituye hoy día una de las facetas más apasionantes para la crítica.
El nombramiento de cronista real se justifica en la estela de su Libro áureo de Marco Aurelio. Impreso en 1528, dice haberlo gestado por diez años, pero lo más probable es que se escribiera en 1525 para entretener a don Carlos con motivo de un padecimiento de fiebres cuartanas. Dado como traducción de un manuscrito griego que hallara en Florencia (donde nunca había estado), se ha querido modernamente acercar al modelo didáctico de la Ciropedia de Jenofonte y manuales para la educación de príncipes, pero es una obra por entero imaginada, que bajo forma epistolar contrapesa una autobiografía íntima con una dosis de materia moral que propone como guía a don Carlos. Desplegaba allí el “alto estilo” marcado por la misma superabundancia de figuras retóricas con que el autor se lucía en el púlpito. El éxito fue fulminante con el público cortesano, encantado no tanto por su moral como con sus picantes cartas de amores y la agitada novela matrimonial de Marco Aurelio y Faustina. Guevara lamenta que el manuscrito fuera robado de la cámara imperial y después impreso sin su consentimiento en tres ediciones de 1528, todo lo cual es más que dudoso. Al año siguiente aparecía su Relox de príncipes, obra que extrema las dimensiones del aspecto didáctico, pero que no deja de subsumir lo esencial del libro anterior, si bien con autocensura de las cartas más atrevidas, que (por lo buscadas) no dejaron de reaparecer a partir de la edición por Cromberger de Sevilla, 1531.
El éxito de librería acabó de cimentar la fama de Guevara como una de las figuras más conocidas de la Corte, donde su ambición e ínfulas de sabio eran tomadas por algunos a broma y el truhán don Francesillo le llamaba “parlerista” y “por otro nombre Marco Aurelio”. El Emperador, por su parte, decidía su promoción a obispo de Guadix a fines de 1528. Tratándose de una de las sedes más pobres de España, su preconización sonaba más a compromiso que no a recompensa, como el propio agraciado no se abstenía de manifestar en el más puro estilo de cortesana diplomacia de su carta de agradecimiento al Soberano.
A mediados de 1529 tomaba las riendas de un Obispado de población en buena parte morisca y lastrado de costosos pleitos, en los que su gestión ha sido diversamente enjuiciada. Por lo demás, residió la mayor parte del tiempo en la Corte, donde se movió de preferencia en el círculo de la emperatriz Isabel. En 1535 don Carlos lo convocaba para su expedición contra Túnez, deseoso tal vez de tener a su historiógrafo por testigo de sus hazañas. Quedó Guevara encargado además del hospital volante o servicios de sanidad, pero a pesar del éxito relativo (Barbarroja consiguió con todo escapar), la campaña no despertó en él mucho entusiasmo. Acompañó al Emperador en su recorrido posterior por Sicilia, Nápoles y Roma en 1536 y debió hacerlo también en la desafortunada campaña contra Francisco I que se siguió en el sur de Francia.
Lejos de sones gloriosos, el colofón literario de esta empresa mediterránea fue el Arte de marear y de muchos trabajos que se passan en la galeras, un libro rebosante de humor rafez y una pintura intencionada de la anulación igualitaria de todas las vanidades sociales en el ámbito claustrofóbico del viaje marítimo.
A su regreso a la Península (diciembre de 1536) don Carlos proponía a Guevara para el Obispado de Mondoñedo.
Fray Antonio podía sentirse aún más insatisfecho, pues la diócesis gallega era también minúscula y su renta casi tan exigua como la de Guadix.
Viejo y cansado, sabía que daba fondo en su doble carrera eclesiástica y cortesana, pero no así en la literaria.
Obviamente decepcionado, dedicaba su Menosprecio de corte y alabanza de aldea a Juan III de Portugal, acusando al Emperador de ingratitud y escaso aprecio de los sabios. A lo largo de su obra, Guevara gusta de mencionar su alto crédito con César, que con frecuencia recurre a su saber y discreción. No hay, una vez más, ninguna prueba, pero distinguidos críticos modernos se han inclinado a darle crédito por reconocer la huella estilística del escritor en importantes discursos imperiales. Todo ha resultado ser, sin embargo, una ilusión óptica inducida por los pastiches guevarianos que pasaron a incrustarse en las crónicas de Santa Cruz y de Sandoval. Don Carlos, que llevó el Marco Aurelio y el Relox de príncipes a su retiro de Yuste, conocía las limitaciones de su cronista, pero no regateaba su admiración al escritor.
Sin prisas para ceñir su nueva mitra, se detuvo fray Antonio más de un año en Valladolid, ocupado en asuntos privados y en ultimar para la imprenta un inigualable ramillete de obras. Cultivaba la amistad del poderoso secretario Francisco de los Cobos y sólo el 1 de marzo de 1538 hacía su entrada en Mondoñedo con una capa pluvial prestada. Le esperaban los habituales pleitos, además del gobierno que, en aquel caso, aparejaba el señorío feudal de la pequeña villa. Hizo allí tal vez más que otros, pero no perdió ocasion de retornar siempre que pudo al ambiente cortesano que, como no ocultaba, era su vida. En 1538-1539 asistía a las Cortes de Toledo, donde predicó el sermón de honras fúnebres de la Emperatriz, fallecida durante su transcurso, y participó en otra junta más sobre moriscos.
Sus últimos años no se vieron libres de sinsabores.
En 1540 el ahora obispo aspiraba a una canongía de la colegiata de Valladolid, pero sólo para verse rechazar por carecer de grados académicos. Su Menosprecio de corte fue denunciado a la Inquisición aquel mismo año y Guevara hubo de justificarse ante ella a puerta cerrada. La obra entró, con todo, en el Índice de 1551 y sólo gracias a un estratégico descuido de su impresor Sebastián Martínez (que había sido criado suyo), apareció disimulada en el famoso del inquisidor general Valdés de 1559. Podía Guevara consolarse al menos con la aclamación universal de sus Epístolas familiares (1530-1541) con su acercamiento ligero y paraperiodístico al tema de la Corte de Carlos V. Aun entonces el gramático soriano Pedro de Rúa ponía en tela de juicio el valor de su obra en tres cartas sucesivas que denunciaban lo infundado de la pomposa erudición de Guevara, reducida a una balumba de autores y textos apócrifos, ignorancias monumentales y errores o falsedades sin cuento. La censura de Rúa (publicada tras su muerte) apuntaba al corazón mismo de una obra expuesta como al margen de toda seria pretensión didáctica. Rehusando dejarse arrastrar a dicho terreno, Guevara respondió a su adversario con unas cuantas líneas en que se decía indiferente a la futilidad de todo saber profano. Es de añadir que Rúa no era el único, sino el más sistemático de sus detractores, pues la plana mayor del siglo (Luis Vives, Alfonso de Valdés, Diego Hurtado de Mendoza, Antonio Agustín, Gonzalo Fernández de Oviedo, Melchor Cano, García Matamoros, Fernando de Herrera, Bernardino Tomitano) se escandalizaba de lo que, en el fondo, era una ironía similar a la de Rabelais hacia las pedanterías y engolamientos del saber establecido. La crítica de Rúa es hoy preciosa para deslindar el valor de Guevara no como humanista ni teórico moral o político, sino como quien contribuía a echar los cimientos de la modernidad literaria con su aportación pionera y seminal en los terrenos del ensayo y de la novela.
Guevara dedicó sus últimas energías a fundar una capilla para su sepulcro en el convento de San Francisco de Valladolid, así como a un remate religioso de su obra con el Monte Calvario, dedicado a la Pasión de Cristo, y el Oratorio de religiosos, especie de manual de conducta para la vida en el claustro. Marcan ambos libros, con sus autoplagios, repeticiones y erudición trucada un claro ocaso de sus facultades, pero no una ruptura con la estética literaria de toda una vida. El 7 de enero de 1544 dictaba en Valladolid su testamento, que actualizó en Mondoñedo el 2 de abril del año siguiente. Fallecía horas después el autor más impreso y traducido a todas las lenguas por espacio de siglo y medio, con un total de seiscientas veintiséis ediciones catalogadas hasta 1946. Imitado por Montaigne en sus primeros Essais, inspirador de Cervantes con sus innovaciones técnicas y de Shakespeare a través de su impronta estilística sobre el euphuism inglés. Lo mismo también que olvidado hasta su amplia refloración crítica en la segunda mitad del siglo XX.
Obras de ~: Libro aureo de marco aurelio: emperador y eloquentissimo orador, Sevilla, Cromberger, 1528; Libro llamado relox de principes en el qual va incorporado el muy famoso libro de Marco Aurelio, Valladolid, Nicolás Tierri, 1529; Las obras del Illustre señor don Antonio de Guevara obispo de Mondoñedo predicador y cronista, y del consejo de su Magestad, Valladolid, Juan de Villaquirán, 1539 (incluye Una década de Cesares, Libro llamado menosprecio de corte y alabanza de aldea, Libro llamado aviso de privados y doctrina de cortesanos, Libro de los inventores del arte de marear y demuchos trabajos que se passan en las galeras); Epístolas familiares del illustre señor don Antonio de Guevara, obsipo de Mondoñedo, predicador y chronista, y del consejo del emperador y rey nuestro señor, Valladolid, Juan de Villaquirán, 1539; Segunda parte de las epístolas familiares de illustre señor don Antonio de Guevara [...], Valladolid, Juan de Villaquirán, 1541; Oratorio de religiosos y exercicio de virtuosos compuesto por el illustre señor don Antonio de Guevara [...], Valladolid, Juan de Villaquirán, 1542; La primera parte del libro llamado Monte Calvario. Compuesto por el Illustre señor don Antonio de Guevara [...], Valladolid, Juan de Villaquirán, 1545; La segunda parte del libro llamado Monte Calvario. Compuesto por el reverendíssimo señor don Antonio de Guevara de buena memoria, obispo que fue de Mondoñedo [...], Valladolid, Juan de Villaquirán, 1549.
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Francisco Márquez Villanueva