Isabel de Portugal. Lisboa (Portugal), 24.X.1503 – Toledo, 1.V.1539. Reina de España y emperatriz, esposa del emperador Carlos V.
Primera hija de Manuel de Portugal el Afortunado (1469-1521) y de la infanta María de Aragón (1482- 1517), hija a su vez de los Reyes Católicos. Fue solemnemente bautizada por el arzobispo de la Santa Sede con el nombre de su abuela, la reina de Castilla.
Su madre, María, había tenido una excelente formación humanista, ya que fue discípula de Luis Vives y de Beatriz Galindo. La misma educación que ella supo inculcar a sus hijos, y particularmente a Isabel, para la que redactó reglas que orientaran su educación y en la que tenían cabida las lenguas vivas más importantes, además del latín que hablaba y traducía. Estudió música y aprendió a tocar varios instrumentos en una espléndida y opulenta Corte, frecuentada, entre otros grandes literatos de la época, por Gil Vicente.
Consta que la Emperatriz asistió en su juventud a la escenificación de El Auto de las Hadas, Exortaçao a la Guerra y Cortes de Júpiter. En esta última Gil Vicente decía de ella: “[...] mi preciosa Señora/Infanta dona Isabel/via como superiora/ estrela clara d’aurora/ n’huma galé sem batel,/ com seis remos de marfil/ e o ceo todo por vela;/e levará á toa alí,/todo o mundo após de sí [...]”. El gran dramaturgo siguió presente en otros actos importantes de su vida, por ejemplo, en la celebración de su casamiento por poderes con Carlos V el 1 de noviembre de 1525, cuando estrenó en Almeirin Don Duardos.
Su mentor religioso y maestro de primeras letras fue Álvaro Rodrigues, al cual, siendo ya Emperatriz, le trajo a España nombrándole deán de su Real Capilla.
Testimonio de la educación recibida y de sus gustos culturales posteriores fue su biblioteca, con volúmenes destinados en su mayor parte al culto y la oración aunque contaba con algunos otros que revelaban aspectos más personales de su formación, como los Pensamientos de Marco Aurelio, brillante muestra de la filosofía estoica, o el Enchiridion de Erasmo de Rotterdam.
Cuando a los catorce años quedó sin madre, el rey don Manuel le hizo merced y donación de la ciudad de Viseo y de la villa de Torres Vedras, por una Provisión Real datada en Lisboa (20 de mayo de 1517).
Es conocida la cláusula del testamento de su madre María, en la que expresamente mandaba que no se casasen sus hijas sino con reyes o con hijos legítimos de reyes. De no ser así, debían ingresar en religión antes de contraer matrimonio con nobles del reino.
Muerto el rey portugués don Manuel (13 de diciembre de 1521), escribió Carlos I a Adriano de Utrecht, que por entonces gobernaba Castilla en su ausencia, para que enviara al obispo de Santiago, Juan Tavera, a visitar al nuevo monarca de Portugal, Juan III, ya casado con la hermana del futuro Emperador, Catalina, para tratar de su posible matrimonio con Isabel de Portugal. Unos tratos que al parecer se habían iniciado en vida del Rey difunto, pero que supusieron una larga negociación en la que hubo que platicar sobre el contencioso que las dos Coronas mantenían respecto a la posesión de las Molucas, además de discutir todo lo relativo al importe de la dote de la futura Emperatriz. Las negociaciones del enlace corrieron a cargo de Juan de Zúñiga y de Carlos Popelo. La dote que finalmente aportó Isabel fue extraordinaria: un total de 2.328.500.000 maravedís siendo 900.000 de ellos en castellanos de oro. Sólo el opulento reino de Portugal podía asumir un coste semejante y así quedó recogido en las crónicas lusas cuando Damián de Goes afirma que fue “dote que nunca mujer que no fuese heredera trajo en casamiento a su marido”. El Emperador, por su parte, le entregó en concepto de arras, 300.000 doblas aseguradas sobre las ciudades de Úbeda, Baeza y Andújar.
Se concertaron las bodas el 25 de octubre de 1525, tras obtener la dispensa papal por ser ambos nietos de los Reyes Católicos, y el 7 de enero de 1526 se efectuó la entrega de la infanta en Badajoz, acompañada de los infantes Luis, Fernando y el duque de Braganza, Jaime, junto al marqués de Villarreal, Pedro de Meneses.
La esperaban al otro lado de la frontera Fernando de Aragón, duque de Calabria, el arzobispo de Toledo, los duques de Badajoz y Medina Sidonia y los condes de Belalcázar, Monterrey y Aguilar, entre otros.
Isabel hizo su entrada en Sevilla el 3 de marzo. Siete magníficos arcos de triunfo efímeros, colocados a lo largo del itinerario de su Real Entrada, le dieron la bienvenida. Uno de ellos incluía un relieve que representaba a ambos esposos en busto, coronados por una alegoría de la Gloria. Carlos rodeaba con la mano izquierda por la espalda a su esposa y con la derecha, en la que sostenía la izquierda de Isabel, le ofrecía una flor o un fruto.
Una semana después llegó Carlos V a la ciudad hispalense.
Esa misma noche, Domingo de Ramos, se celebró la misa de velaciones por mano del legado del Papa, el cardenal Salviati, actuando de padrinos Fernando de Aragón y la duquesa de Haro. En abril de ese año, en plenos festejos por las bodas, concedió el Emperador a su esposa el señorío de la ciudad de Albacete y de la villa de Alcaraz. Fue por estas fechas cuando Azevedo Coutinho, embajador de Portugal en la Corte de España, escribió al conde de Vimioso: “[...] entre los novios hay mucho contentamiento, a lo que parece [...] y en cuanto están juntos, aunque todo el mundo esté presente, no ven a nadie; ambos hablan y ríen que nunca hacen otra cosa”.
Ya en diciembre, la Corte se trasladó de Toledo a Valladolid, donde se instaló a partir del 24 de enero de 1527. Allí llegó la Emperatriz el 22 de febrero. El 21 de mayo de ese año Isabel dio a luz al futuro Felipe II, que fue bautizado el 5 de junio con gran aparato de altares, tapices, justas, juegos de cañas y toda clase de festejos. Un brote de peste obligó al traslado de la Corte a Palencia en agosto y de allí a Burgos para, en abril de 1528, instalarse en Madrid, donde el día 19 juraron las Cortes castellanas al príncipe, mientras su madre participaba en la ceremonia sujetándole en sus brazos. El 22 de octubre de 1528 Isabel alumbró a su segundo hijo, Fernando, que murió sin cumplir un año (13 de julio de 1530), del mismo modo que su tercer hijo varón, Juan. Su hija mayor, María, la que sería esposa del emperador Maximiliano II, nació en el verano de 1529 y, tras un aborto, lo hizo en Madrid su última hija, Juana (24 de junio de 1535), la que a la postre sería madre del rey de Portugal, don Sebastián, y gobernadora de Castilla en ausencia de Felipe II.
El papel político jugado por Isabel después de su matrimonio con Carlos V fue muy destacado. Asumió progresivamente la labor de intermediación entre los intereses del Emperador y los de Portugal. Cuando había cambios de embajadores en Lisboa era ella quien escribía su presentación al rey luso y lo mismo hacía si se consideraba beneficioso que ciertas bulas (1530) se predicasen en aquel reino, cuando había que pedir la devolución de una nave española apresada por los portugueses en ultramar o si era preciso perseguir a delincuentes que, huyendo de la justicia castellana, se habían refugiado allí.
En su función de Reina Gobernadora, Fernández Álvarez ha señalado que se convirtió en la gran colaboradora del Emperador y él mismo la describió como su “ayudadora” en materia de gobierno. Aprendió a sustituirlo en sus ausencias a partir de 1529 y supo hacerse eco continuamente de las necesidades de sus vasallos españoles, lo que “[...] contribuyó en gran medida a la hispanización del Cesar”. Una hispanización que ella misma experimentó, ya que al comienzo de su reinado su casa había venido “muy al estilo de Portugal”, rodeada no sólo de damas, sino también de caballeros y criados, que rehacían a su alrededor el ambiente que le era más familiar. Al principio, Isabel tenía varios capellanes lusos en su Real Capilla, contaba con diez cantores para las solemnidades del culto, además de dieciséis mozos, un repostero, un portero y a todos se les pagaba según los usos de Portugal, es decir, más de lo que era habitual en Castilla.
El modo y ceremonia de servir la mesa también eran portugueses, pero sobre todo, en lo referente a las mujeres que acompañaban a la Emperatriz, disfrutaban las damas de la Reina de mucha libertad para entrar en los aposentos reales y había con ello ocasión de trato frecuente con los caballeros de la misma casa. Se propusieron, por tanto, varios cambios para adaptar estas iniciales costumbres “al modo de la Casa de la Reina Católica”. La reducción de personal en la Capilla Real, la rebaja en los sueldos del personal según el uso autóctono y la elección de un mayordomo mayor que fuera castellano para que “[...] le ordenara la casa como era de costumbre acá, la acompañase y sirviese en las recepciones de la Corte y le informara acerca de la condición de nobleza de las personas que vinieran a hablarle, y cómo, según su alcurnia, debía hablarles la reina”. También se decidió incorporar una guarda de damas de calidad, para que la servidumbre de la Emperatriz estuviera sujeta a ella en un aposento aparte.
De este modo la casa de la Reina se acomodó a las costumbres de Castilla, y la propia Isabel fue adaptándose a las tradiciones de sus nuevos reinos. También, progresivamente, distanció su correspondencia con el rey de Portugal y, con el transcurso del tiempo, las noticias que intercambiaban eran más políticas que afectivas.
Su actuación como gobernadora y lugarteniente en los reinos peninsulares suma, en total, casi la mitad de sus años de reinado. Lo hizo en 1529 cuando el Emperador se desplazó a las Cortes de Monzón para que la asamblea representativa del reino de Aragón jurara al heredero. También, desde finales de 1529 a 1533, cuando acudió a la coronación de Bolonia, y mientras sostenía la guerra contra el Imperio Otomano. De nuevo en 1535 y 1536 durante la expedición de Argel y la tercera guerra contra los Valois, en 1537 con motivo de las nuevas Cortes de Monzón y, finalmente, en abril de 1538, cuando se negociaba la tregua de Niza.
Durante la primera ausencia, Carlos V dejó redactada una instrucción (20 de abril de 1528) en la que, según los especialistas del período, la intención del Emperador era que Isabel aprendiera el “oficio” de gobernadora.
Le prescribía que acudiese a las consultas generales que el Consejo celebraba los viernes, sin permitir que se hallaran presentes otras personas que no fueran las del Consejo. Le advirtió que si el presidente u otros consejeros querían hacerle consultas en días diferentes, ella debía oírles de buena gana, pero observando que en todos aquellos asuntos que fuesen “de calidad”, tendría que pedir dictamen previo a su esposo. Respecto a las demás cuestiones, escucharía siempre el parecer de los consejeros y nunca firmaría carta o documento alguno, que no estuviese validado antes por aquellas personas que tenían a su cargo por oficio rubricarlos.
En las instrucciones de gobierno que el Emperador redactó durante su segunda ausencia —más larga y fuera de la Península— (8 de marzo de 1529), las instrucciones eran más extensas y la Emperatriz asumió muchas más atribuciones. Entendió personalmente en el aprovisionamiento de fronteras, cubrió las vacantes de oficios muy diversos, siempre con el apoyo del Consejo Real, y además —siguiendo las orientaciones de un documento especial—, decidió en materias relativas a la Real Hacienda.
Entre las preocupaciones políticas constantes de la Reina, que pueden apreciarse en las cartas que enviaba al Emperador y que fueron parcialmente publicadas por Carmen Mazarío, se encontraban las defensas y provisiones de las plazas fuertes de la frontera con Francia, los asuntos económicos en los que con mucha minuciosidad se alude a los contratos y asientos con los hombres de negocios de la época: los Grimaldo, los Fúcares (Függer) o los “Belzares” (Welsser), y las peticiones de préstamos al arzobispo de Toledo, al obispo de Ávila o a los duques de Medina Sidonia, Béjar o Alburquerque.
En esta documentación epistolar queda testimonio también de las rivalidades, enfrentamientos y litigios surgidos entre los distintos clanes nobiliarios. Conflictos en los que Isabel jugó el papel de árbitro, previa consulta a su esposo. Sin embargo, apenas quedan huellas de los detalles menudos de su vida cotidiana, de los que sí hay testimonio en la correspondencia privada que ambos mantuvieron con terceros.
Por las descripciones que hizo de su entorno Antonio de Guevara en 1532, se sabe que la Emperatriz era frugal en su alimentación. Una carta del comendador Cobos a la Reina testimonia la preocupación de ésta por la salud del Emperador y los cuidados que le dispensaba, incluso cuando se hallaba ausente, pues relata cómo le enviaba mermeladas para que Carlos V las cenara cuando éste se había excedido en la comida.
También las cartas que envió al Emperador la marquesa de Lombay, Beatriz de Silva, dan cuenta de la atención con la que la Emperatriz dirimía en las discusiones surgidas entre sus hijos en el transcurso de sus juegos infantiles, los progresos de los primeros ejercicios cinegéticos del futuro Felipe II y, por supuesto, en el seguimiento del proceso educativo de los infantes.
Consta que la reina Isabel puso particular celo a la hora de elegir maestros para ellos. Tras los primeros años, que transcurrieron bajo la tutela de Leonor de Mascareñas, que había sido dama de compañía de la Emperatriz, en el caso del príncipe eligió al grave Martínez Silíceo —juzgado, sin embargo, por el Emperador demasiado permisivo—, razón por la que más tarde se incorporaron a la nómina de preceptores Honorato Juan, que le enseñaba Matemáticas y Arquitectura, Calvete de Estrella, que le instruyó en Latín y Griego, y Juan Ginés de Sepúlveda, que lo hizo en Historia y Geografía. En el caso de las niñas, y particularmente de Juana, la elección recayó en los bachilleres Estrella y la Cuadra, que destacaron en todo momento su agudeza para el estudio, su facilidad en el aprendizaje del Latín y su sensibilidad hacia la música. La educación religiosa corrió a cargo de la propia Reina, que les hablaba en portugués, razón por la que, al menos Felipe y Juana, hablaban con soltura esta lengua.
El último de sus embarazos, acaecido a fines de 1538, fue, a la postre, el desencadenante de su muerte en Toledo el 1 de mayo de 1539 a la edad de treinta y seis años. El Emperador se hallaba ausente en Madrid junto al futuro Felipe II. Carlos V, muy afectado por la pérdida, se retiró durante un mes al monasterio de la Sisla (Toledo), mientras se lamentaba en estos términos cuando escribió a su hermana, tan sólo un día después del fallecimiento de su esposa: “Yo estoy con la angustia y tristeza que podéis pensar por haber tenido una pérdida tan grande y tan extremada y nada me puede consolar, si no es la consideración de su buena y católica vida y el muy santo fin que ha tenido”.
Se conoce también el fuerte impacto que aquella pérdida supuso para el príncipe Felipe, que no pudo acabar de presidir la comitiva que acompañaba el cadáver de su madre. Fue enterrada, siguiendo su expreso deseo, en Granada, junto a su abuela Isabel la Católica, hasta que en 1574 Felipe II trasladó sus restos a El Escorial.
Los diversos testamentos redactados por la Emperatriz indican un progresivo afianzamiento sobre la propiedad de sus bienes y el deseo de legar los más señalados a sus hijos. Así, en el redactado poco antes del nacimiento de Felipe II (Valladolid, mayo de 1527), permitía que Carlos V dispusiera de toda su fortuna, pero dos años más tarde, nacida también María, reservaba a sus hijos las joyas que quedaran después de vender las que fueran necesarias para cumplir las mandas testamentarias. También dejaba a la infanta María sus objetos de oratorio, que finalmente se repartieron con Juana. A partir de 1535 introdujo entre sus últimas voluntades la orden de que se labraran en plata tantas figuritas de niño, como hijos hubiera tenido, para que fueran depositados en la capilla de Nuestra Señora de la Antigua de la catedral de Sevilla, en agradecimiento por su descendencia.
Tras su muerte, el Emperador acuciado por las necesidades económicas de su política imperial, quiso disponer de “todas las joyas y cosas preciosas de la recámara de la Emperatriz”, pero en torno a 1546 los letrados del príncipe Felipe defendieron los derechos de éste como heredero. Argumentaron la plena propiedad de Isabel sobre sus bienes por su rango de “persona principal”, recordaron lo establecido acerca de ello en las capitulaciones matrimoniales y afirmaron que los regalos que había recibido se debían a su ilustre ascendencia como nieta de los Reyes Católicos y a su ejercicio como gobernadora y no a su condición de esposa del Emperador, razón por la que sus voluntades debían ser íntegramente respetadas.
En el cuadro que Peter Van Iode pintó, copia de uno perdido atribuido a Tiziano, el artista flamenco incluyó una inscripción en la que se resumía su puesto en la historia y sus méritos para la memoria: “Isabella Lusitana, Imperatrix, Regina Hispaniarum Et Indiarum, Uxor Caroli V, Mater Philippo II”.
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Carmen Sanz Ayán