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Juan de Zúñiga y Avellaneda

Biografía

Zúñiga y Avellaneda, Juan de. Señor de las baronías de Martorell, Molins de Rey y Sant Andreu. ?, ú. t. s. XV – Madrid, 27.VI.1546. Político, ayo y mayordomo mayor del príncipe don Felipe.

Juan de Zúñiga era el último vástago de Pedro de Zúñiga, II conde de Miranda del Castañar, y de Catalina de Velasco, hija del condestable de Castilla. Su nacimiento en el seno del linaje de los Zúñiga, en el último tercio del siglo XV, le proporcionó las referencias básicas de actuación en su trayectoria vital. De origen navarro, los Zúñiga habían asentado firmemente sus reales en la zona de Extremadura. El tronco principal de la familia pertenecía a los duques de Béjar, título concedido en 1492 a un primo hermano del I conde de Miranda. Se trataba, por tanto de un importante componente de aquella “nobleza nueva” que hizo fortuna con los Trastámara a partir del siglo XV y que aprovechó las convulsiones políticas del cuatrocientos castellano para ampliar su poder e influencia. No vivió Juan de Zúñiga estos acontecimientos, pero sí se convirtió en protagonista de otro período igualmente turbulento y decisivo en la historia del Reino. Como el resto de la nobleza titulada castellana, los Zúñiga tomaron partido en la confusión política que siguió a la muerte de Isabel la Católica, en 1504. Su esposo, el rey Fernando, tuvo que aceptar la sucesión en manos de su hija Juana, casada con un príncipe Borgoñón, Felipe I, llamado el Hermoso. El hermano mayor de Juan de Zúñiga, el III conde de Miranda, dirigió con mano diestra la actividad de su familia. Había conocido al matrimonio principesco en 1502, cuando, por orden de los Reyes Católicos, acudió a Fuenterrabía a recibirlos, camino de su jura como herederos. Fructífero fue el contacto, y forjó una relación que habría de perdurar durante los próximos años. Tanto es así que en 1506, Juan de Zúñiga acompañó a su hermano a Inglaterra, para integrarse en el séquito de Felipe, que viajaba camino de Castilla a tomar posesión de su herencia.

El reinado de Felipe I, Rey consorte de Castilla, fue breve. Fernando el Católico, retirado en sus estados de Nápoles, regresó dispuesto a ejercer su segunda regencia en el reino, que era propiedad de su hija Juana, tenida por inhábil para el gobierno. En esta tesitura, los Zúñiga decidieron maniobrar en dos escenarios diferentes. Al tiempo que acataban la autoridad de Fernando, dirigieron sus miras hacia el heredero natural. Carlos de Gante, primogénito de Juana, crecía en un palacio de Bruselas, rodeado de un mundo borgoñón, muy ajeno a la vasta herencia que le esperaba en Castilla. Aquellos personajes que se habían acercado a Felipe, y fueron desplazados por Fernando en su segunda regencia, se refugiaron en la Corte de Bruselas. Los Zúñiga no fueron una excepción. El conde de Miranda, que sostenía continuado contacto epistolar con el emperador Maximiliano, abuelo de don Carlos, envío en 1508 a su hermano Íñigo a la Corte de Bruselas, posición que reforzó poco después con el despacho del hermano menor, Juan de Zúñiga. La adhesión del linaje fue adecuadamente recompensada con el título de chambelán o camarero de la casa del joven príncipe, que recibió Juan de Zúñiga el 8 de julio de 1511. El oficio palatino, uno de los principales entre la elaborada etiqueta borgoñona, le sirvió para consolidar su posición en el entorno de don Carlos, mientras se integraba en el grupo de castellanos, antiguos felipistas, siempre prestos a atacar la política que desarrollaba el Rey Católico en Castilla.

La muerte de Fernando, en enero de 1516, abrió las puertas para colmar las ambiciones de la nobleza que había apostado por el joven Carlos. Oportunidad para distinguirse surgió con el conflicto suscitado en Málaga, rebelada abiertamente contra la autoridad del cardenal Cisneros, regente del reino hasta la llegada del nuevo Monarca, en su deseo de sustraerse a la jurisdicción de Fadrique Enríquez, almirante de Castilla y de Granada. A finales de 1516, Juan de Zúñiga recibió el encargo de trasladarse a aquella ciudad para abrir información sobre lo sucedido. El hecho de que el problema fuera resuelto por el anciano cardenal por esas mismas fechas, con unas negociaciones convenientemente apoyadas por una gran demostración de fuerza, no resta valor a la confianza depositada en Juan de Zúñiga por el entorno palaciego de Bruselas, que a los pocos meses se tradujo en jugosas mercedes. En 1517 fue investido caballero de hábito de la Orden de Santiago y recibió la encomienda de la Membrilla; y ese mismo año, en el mes de mayo, el monarca le hizo regidor perpetuo de Valladolid. Su nombre también se barajó para ocupar una capitanía de la Gente de Ordenanza, cuerpo creado por el cardenal Cisneros para el mantenimiento del orden en el Reino, pero el nombramiento finalmente no se consumó. En cualquier caso, los ministros flamencos que imperaban en la Corte de don Carlos, espoleados por los miembros de la nobleza castellana que allí posaban, estaban impacientes por organizar su viaje a Castilla y Aragón para tomar posesión de su vasta herencia ibérica y americana. El joven príncipe pisó la costa cantábrica en septiembre de 1517, y fue en Tordesillas donde el nuevo monarca castellano se encontró con los principales representantes del linaje de los Zúñiga, el duque de Béjar y el conde de Miranda, que acudían a rendir pleitesía a su nuevo señor y a recoger los frutos de una apuesta política largamente trabajada.

Sin embargo, la Corte de Carlos V, dirigida por Guillermo de Croy, señor de Chièvres, fue un espacio sumido en la confusión durante aquellos años, en los que hubo de enfrentar la hostilidad de amplios sectores de las elites peninsulares. En 1518, se reunieron las Cortes de Castilla, y en sus peticiones quedó patente el desagrado de los procuradores con los personajes y usos y costumbres flamencas. Motivo particular de queja era el servicio a la borgoñona, en el que permanecía Juan de Zúñiga como chambelán, y que relegaba la Casa Real de Castilla en el servicio doméstico del soberano. Tampoco en la Corona de Aragón fueron mejor las cosas. En abril de 1518, don Carlos y su séquito se dirigieron hacia aquellos estados, para reunir las Cortes que habrían de jurarle como nuevo señor. Los desencuentros iniciales fueron muchos y las sesiones inauguradas en el mes de mayo fueron largas y complejas, pues replantearon las relaciones entre el Rey y el reino. A comienzos de 1519, con la lección aprendida, se celebraron Cortes en Cataluña, que se alargaron hasta enero de 1520; es probable que fuera entonces cuando Juan de Zúñiga, miembro del séquito real, conociera a la que habría de ser su esposa con el tiempo, Estefanía de Requesens. Pero mientras tanto, tuvo lugar la muerte del abuelo de Carlos, el emperador Maximiliano, y la perspectiva del trono imperial obligaba a aplazar la resolución de los múltiples problemas que habían quedado abiertos en suelo hispano.

Carlos abandonó Castilla, de forma tumultuosa, en el verano de 1520, para hacerse con la herencia imperial. Con él partió de nuevo Juan de Zúñiga, convertido en eficaz valedor de su hermano, el conde de Miranda, que permaneció en la soliviantada Castilla. Francisco de Zúñíga jugó un papel sobresaliente durante el levantamiento de las Comunidades, e inmediatamente después fue nombrado virrey de Navarra, donde trabajó para rechazar la invasión francesa. Dado que la actuación de los ministros reales en Castilla estuvo rodeada de polémica, incluido un cruce de acusaciones, Juan de Zúñiga se empleó a fondo en la Corte imperial para defender el nombre de su hermano. Prueba de que lo consiguió fue el refuerzo de la posición del conde en el gobierno de Navarra, mediante los oportunos documentos firmados en mayo de 1522. Pero Juan de Zúñiga también se preocupó de su propia posición, y así, en enero de 1522 le fue concedida una capitanía de las Guardas de Castilla. Era éste un cuerpo permanente de tropas, acantonadas en diversos lugares del reino, y las capitanías de las compañías eran codiciadas entre los miembros de la nobleza por el prestigio militar inherente, pero también por la disposición de una nueva fuente de financiación para sus numerosos gastos.

Carlos regresó a Castilla en 1523. La situación era tensa en extremo, con la nobleza castellana dispuesta a cobrarse su apoyo a la causa real, que había sido decisiva para derrotar el levantamiento comunero. El Emperador se hallaba poco dispuesto al reparto de mercedes, pero Juan de Zúñiga continuaba disfrutando de privilegiada posición, como chambelán de la Real Casa. Y en ese ámbito continuó progresando su carrera. El 15 de julio de 1524, en Burgos, el Rey firmó su título de capitán de la Guardia Española, en lugar de Jerónimo de Cabanillas, señor valenciano que disfrutaba del cargo desde años atrás, y que fue destinado a la gobernación de Valencia, en auxilio de Germana de Foix. El sueldo, pagadero en los libros de Castilla —en lugar de los de Aragón, como ocurría hasta el momento—, era de 600 ducados de oro, cantidad de respeto que consolidó la fortuna personal de Juan de Zúñiga. En aquellos momentos, la Guarda estaba compuesta por ciento cincuenta y dos alabarderos de a pie (incluyendo alférez, seis cabos de escuadra, un pífano y un tambor) y cincuenta de a caballo, con dos cabos. También ascendió en el escalafón de la orden de Santiago, al ser elegido Trece de la misma en el capítulo general celebrado en Valladolid el 12 de febrero de 1527.

Por aquellos años, Juan de Zúñiga se preocupó por su situación familiar. A lo largo de 1525, permaneció en Barcelona durante un tiempo, arreglando los detalles de su enlace con Estefanía de Requesens, hija de Luis de Requesens, II conde de Palamós. Consta que los costosos gastos derivados de su posición fueron sufragados por su hermano, el conde de Miranda, que permanecía en el virreinato de Navarra, aunque ya por aquella época sus ausencias fueron frecuentes. La boda se celebró finalmente en 1526, y Estefanía aportó al matrimonio las baronías de Molins de Rey, Martorell y Sant Andreu, además del antiguo Palacio menor de los reyes de Aragón en Barcelona, el Palau. El elaborado acuerdo matrimonial incluía el uso alternativo de los apellidos Requesens y Zúñiga entre la posible descendencia, que sin duda hizo honor a la tradición de servicio de ambos linajes: en 1528 nació, en el Palau, Luis de Requesens, y años más tarde lo hizo Juan de Zúñiga. Ambos alcanzarían fama y gloria en el reinado de Felipe II. Estefanía también se distinguió por su devoción a la Compañía de Jesús, hasta el punto de seleccionar a uno de los primeros compañeros de san Ignacio, Juan de Arteaga y Avendaño, como preceptor de su hijo Luis.

La capitanía de la Guarda Española amplió en grado sumo el horizonte cortesano de Juan de Zúñiga. Así por ejemplo, cuando, en 1528, recibió el mandato regio de quedar en la guarda de los hijos del rey de Francia, en tanto el César partía a Italia camino de su coronación, Juan de Zúñiga se mostró disconforme con el honor recibido. Comprendió que la innegable muestra de confianza regia suponía en realidad el alejamiento de la persona real, cuyo contacto tan buenos réditos le había proporcionado durante los últimos años. De modo que argumentó que “no se cómo podrá dexar V. Mag. de tener Guarda española en Italia siendo Rey de España y la mayor parte de su exercito y Casa desta nación”. La maniobra tuvo éxito, y Juan de Zúñiga formó parte una vez más del séquito imperial. Como sucediera en ocasiones anteriores, en Castilla quedaba su hermano mayor, el conde de Miranda, quien, regresado a la Corte desde el virreinato de Navarra, se había convertido en uno de los principales personajes del gobierno de la regencia hispana, encabezada por la emperatriz Isabel, de cuyo servicio se hizo cargo como mayordomo mayor.

La década de 1530 fue época de regencias en la Corte hispana, derivadas de las prolongadas ausencias del Emperador. Dos ministros de su entera confianza manejaban los asuntos imperiales. Por un lado, el cardenal Granvela, dedicado a las cuestiones del norte de Europa; por otro, en el ámbito hispano destacaban el poderoso secretario Francisco de los Cobos, que desplegaba su influencia sobre una amplia variedad de negocios, pero que durante toda la década formó parte del séquito viajero de Carlos V. En Castilla quedaba mientras tanto como regente la emperatriz Isabel, asistida por un reducido grupo de ministros de su entera confianza, entre los que descollaban el cardenal Tavera y el conde de Miranda, mayordomo mayor de la regente y hombre fuerte en los asuntos de Estado y Guerra. Ambos competían entre sí de forma más o menos abierta, pero el conde contaba con la valiosa presencia de su hermano Juan de Zúñiga en la Corte Imperial, atento siempre a los encargos de su hermano mayor, dirigidos al acrecentamiento de los miembros de su linaje, ya fuera solicitando mercedes para el hermano común, Íñigo, obispo por aquel entonces, o para expresar su opinión acerca del espinoso pleito de la sucesión en el ducado de Béjar. Y el conde de Miranda también se preocupó de mirar por los intereses de Juan de Zúñiga en Castilla. Una buena oportunidad apareció en agosto de 1532, cuando fue pública en la Corte la agonía de Antonio de Fonseca, señor de Coca y Alaejos, que era comendador mayor de Castilla de la Orden de Santiago. Era esta una prebenda sumamente apreciada entre la nobleza del reino, y el conde se apresuró a escribir al Emperador, con viva recomendación para que su hermano Juan, Trece de la Orden, fuera el próximo comendador mayor. La competencia fue intensa entre los principales cortesanos, que defendían a sus hechuras para disfrutar de tan jugosa merced —por ejemplo, el cardenal Tavera la solicitó para el conde de Osorno— pero fue Juan de Zúñiga quien obtuvo la dignidad, en octubre del mismo año.

Después de la jornada de Hungría, Carlos V desembarcaba en Barcelona en abril de 1533, y Juan de Zúñiga pudo reunirse con Estefanía y sus hijos pequeños. A lo largo de 1533 y 1534 estuvo visitando las posesiones catalanas de su esposa y, finalmente, se trasladó con su familia a Madrid, donde le esperaban más altos destinos. En efecto, el Emperador había decidido que su hijo y heredero, el príncipe Felipe, nacido en 1527, debía abandonar la etapa infantil y, entre otros detalles, asignarle un servicio propio. El primer paso había consistido en la elección de un maestro apropiado, cuestión que suscitó arduos debates en la Corte. El elegido, finalmente, fue Silíceo, de mentalidad escolástica, afín al grupo del duque de Alba y de Francisco de los Cobos, que maniobraban así para controlar el entorno del futuro Monarca. Por el contrario, el segundo movimiento, la búsqueda de un ayo para estructurar y dirigir el incipiente servicio, así como velar por su educación, tuvo un desenlace muy diferente. Juan de Zúñiga, de conocidas inclinaciones erasmistas, fue el personaje que el día de Reyes de 1535 recibió de boca del César tan importante cometido. Su universo espiritual estaba mucho más cercano al de la Emperatriz que el del resto de los personajes que controlaban el gobierno hispano; pero, sin duda, en última instancia debió la promoción a los buenos oficios de su hermano, el conde de Miranda, mayordomo mayor de Isabel. Fue uno de los últimos favores que Juan de Zúñiga debió agradecer a su mentor, fallecido a los pocos meses. Y dado que la tarea requería dedicación exclusiva, Juan hubo de renunciar a la capitanía de la Guarda Española, que pasó a Luis de la Cueva, hermano del duque de Alburquerque.

Desde que recibiera el encargo, Juan empleó varias semanas en formar el servicio del príncipe a la manera de Castilla. Dado que hacía décadas que no se ponía Casa a príncipe castellano, debió recurrir a los servicios de un viejo criado, Gonzalo Fernández de Oviedo, que sirviera en la cámara del llorado príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos. Por fin, el 1 de marzo de 1535, Juan recibió título de ayo y estrenó el servicio, de tamaño sumamente reducido. Un camarero, tres capellanes, mozos de capilla, trinchantes, un copero... así hasta treinta y siete personas, más un grupo de criados proveniente de las nóminas del servicio de la reina Juana, que continuaba confinada en Tordesillas. El costo estimado giraba en torno a los tres millones de maravedíes. Muchos de los personajes elegidos venían de la casa del Emperador o de la propia Isabel, lo que permitía a ésta asegurarse que los escogidos reunían la experiencia necesaria para el desempeño de los oficios, que al tiempo quedaban en manos de gente de su confianza.

La jefatura del servicio del heredero del Emperador fue un gran salto en la carrera de Juan de Zúñiga, que le abrió nuevas puertas. La educación de Felipe era asunto de Estado, de manera que Zúñiga fue incluido en el Consejo que trataba estas materias. La entrada fue patente en agosto de 1536, cuando Carlos V abandonó de nuevo la Península y dejó un gobierno para asistir a su esposa en las tareas de la regencia. Significativamente, Juan de Zúñiga aseguró a Carlos V que “teniendo por principal el servicio del príncipe, todo el tiempo que me sobrare emplearé en esto otro de muy buena voluntad”. Y eso que durante su primer lustro de existencia, la Casa del príncipe no creció en demasía: hacia 1537, durante una estancia de Carlos V en Castilla, que debió aprovechar para estudiar ciertas sugerencias del ayo, se aprobó la creación de varios oficios, y el gasto empezó una suave curva ascendente. Juan combinó así los deberes palatinos con labores de gobierno, en donde trataba con elementos poco afines, como eran Cobos —que viajaba en el séquito del Emperador— y el cardenal Tavera, quien controlaba los principales resortes del poder en Castilla. Sin embargo, un acontecimiento luctuoso habría de transformar radicalmente los parámetros de la regencia. El 1 de mayo de 1539 fallecía la emperatriz Isabel. Llorada por su familia, su desaparición le planteó además al itinerante Carlos V un serio problema de gobierno en sus posesiones ibéricas. Resolvió dejar como cabeza de la inmediata regencia al cardenal Tavera, pero era necesaria también la presencia de una Casa Real con la entidad suficiente para simbolizar la presencia y continuidad del poder monárquico y asegurar la estabilidad del reino, cuyas recientes heridas todavía no habían cicatrizado. Tales funciones no podían ser cumplidas por el servicio de Juana en Tordesillas, y la Casa de las infantas era de menor rango. La única solución posible era la ampliación del servicio del heredero, Felipe, que por aquellos días cumplió los doce años.

A tal fin, el 1 de julio de 1539, Juan de Zúñiga fue promocionado con el título de mayordomo mayor, que le proporcionaba unas prerrogativas y privilegios más amplios que el de ayo. El servicio que debía dirigir era también mucho más grande. Ya unas semanas antes se había procedido a una primera tanda de nombramientos, que se completaron a lo largo de 1540. La mayor parte de los nuevos criados procedían de la Casa de la difunta emperatriz, y otros cuantos lo hicieron desde el servicio de la reina doña Juana. En definitiva, el tamaño de la Casa del príncipe aumentó de forma considerable, lo que tuvo su reflejo en los gastos, pues de una media durante los primeros años de algo menos de tres millones de maravedís, se pasó a casi ocho millones en 1540. De todas formas, era todavía gasto contenido, para no cargar en exceso las siempre exhaustas arcas castellanas, e incluso se pretendía la “reforma” de las plazas vacantes. Pero la dinámica vital de un príncipe que entraba en la adolescencia desbarató cualquier asomo de prudencia. En este sentido, 1543 marcó un punto de inflexión, pues fue el año de su matrimonio con la princesa doña María y de su iniciación en el gobierno. En mayo de 1543, el Emperador abandonó la Península y dejó a su hijo al frente de la regencia, bien provisto con una serie de instrucciones, que abarcaban todos los aspectos de su vida, pública y privada. Ese año los gastos se dispararon hasta quince millones de maravedís, para estabilizarse posteriormente en torno a los doce millones, hasta 1548, cuando la introducción del ceremonial borgoñón modificó por completo los parámetros de servicio del príncipe.

Al frente de todo el aparato de servicio, y responsable muy especialmente de su educación, se encontraba Juan de Zúñiga. Hacia 1543, la opinión del Emperador sobre la labor que venía desarrollando durante los últimos años era muy favorable, pues, como señalaba a su hijo, por el “trabajo que ha tomado en criaros y enderezaros, que hasta aquí, de que doy gracias a Dios, no se ve cosa en vos que notar notablemente”, por lo que don Felipe debía pasar por alto la severidad con la que a veces era tratado por su mayordomo mayor. Además, el primogénito de Zúñiga, Luis de Requesens, había entrado como paje al servicio del príncipe, y se había convertido en uno de sus compañeros más cercanos. Carlos V también tenía juicio formado sobre la posición política de Juan de Zúñiga, al que atribuía un importante hueco en la parcialidad del cardenal Tavera, desairado tanto por la falta de apoyo de Cobos en la obtención de mercedes como en las evidentes “desygualdades de linajes”. El poderoso Francisco de los Cobos había permanecido en Castilla desde 1539, y hacía notar el peso de su presencia, incluso en el servicio del príncipe, en el que se había reservado la secretaría. Con todo, la colaboración entre ambos personajes fue constante, y no se detectan enfrentamientos que hubieran dañado su funcionamiento.

Pero el aprecio que sentía por su criado, no cegaba a Carlos V, que era perfectamente consciente de sus debilidades. A su entender, a Juan de Zúñiga, ya mayor, se le notaba en exceso la codicia, que achacaba a su mujer y a la necesidad de buscar acomodo a sus hijos. La fuente para saciar su sed no podía ser otra que la gracia real, a través del variado conjunto de mercedes disponibles, para cuya consecución, aparentemente, Zúñiga no careció del apoyo de Cobos. Por ejemplo, a finales de 1539 pretendió la tenencia de la fortaleza de Salses, uno de los más importantes enclaves defensivos catalanes, debido a que había pertenecido a “padre y hermano y tío de mi muger, y que no la puede tener sino catalán, o avilitado, como yo lo soy”. Los argumentos no fueron suficientes para convencer a un Carlos V cuya permanente conflictividad con los franceses le obligaba a proveer estos puestos en personas capaces para enfrentar cualquier peligro, como se demostró a los pocos años. Cobos se implicó asimismo en la pretensión de Zúñiga de continuar disfrutando de una ayuda de costa de 1000 ducados, recibida entre 1541 y 1543, pero que el Emperador tuvo por fuera de lugar con la concesión de una encomienda del mismo valor a uno de sus hijos, pues “se le dio la encomienda con fin que estos gastos se excusasen”. Cómo sería su fama que el famoso bufón, Francesillo de Zúñiga, deudo de los duques de Béjar y que por tanto alabó sus méritos, no pudo dejar de apostillar que “desque fue grande le persiguió [a Carlos V] porque le diese de comer”. Pero, a pesar de estos reveses, también obtuvo Juan de Zúñiga algunas compensaciones. En 1543, recibió el privilegio de traspasar después de sus días a uno de sus hijos la encomienda mayor de Castilla de la Orden de Santiago. Y, más adelante, Carlos V no dudó en recomendar a su heredero que, llegado el caso, le asignara la contaduría mayor vacante en Castilla —sin atender al más que probable malestar del duque de Alba— y colocarle junto a Cobos a la cabeza de los negocios hacendísticos.

De hecho, a partir de 1543, Juan de Zúñiga intervino activamente en los negocios de Estado, pero estaba ya al final de su vida. Cansado y enfermo, solicitó repetidamente el retiro al Emperador, que éste se negó a conceder, sin duda porque apreciaba sus servicios, y no veía la posibilidad de fácil sustitución entre los ministros disponibles. Así quedó demostrado tras la muerte de Zúñiga, que tuvo lugar en Madrid el 27 de junio de 1546. Carlos V dejó vacante la mayordomía mayor del príncipe, a pesar de su interés manifiesto por cubrir tan importante plaza, como revela su correspondencia. Hubo que esperar hasta 1548, cuando los parámetros cambiaron completamente con la introducción del ceremonial borgoñón, para que el César nombrara un nuevo jefe del servicio del príncipe, honor que recayó en la persona de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba. Se abría un período diferente, con nuevos personajes y nuevas políticas, porque Zúñiga fue uno más de la primera generación de ministros hispanos de Carlos V que desapareció por aquellos años. Y en esta nueva época, sus hijos, Luis de Requesens y Juan de Zúñiga, que disfrutaron sucesivamente de la Encomienda Mayor de Santiago, brillaron con luz propia.

 

Bibl.: J. M. March, Niñez y juventud de Felipe II. Documentos inéditos sobre su educación civil, literaria y religiosa y su iniciación al gobierno (1527-1547), vol. I, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1941, págs. 83-89; F. de Zúñiga, Crónica burlesca del Emperador Carlos, ed. lit. D. Pamp de Avalle-Arce, Barcelona, Crítica 1981, pág. 94; J. Martínez Millán (dir.), La Corte de Carlos V, vol. III, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, págs. 97-116 y 477-479.

 

Santiago Fernández Conti

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