Fernández de Oviedo y Valdés, Gonzalo. Madrid, 1478 – Santo Domingo (República Dominicana), 7.VI.1557. Cronista.
De sus padres asturianos, la información que nos ofrece el cronista es escasa. Acucioso en indagar la genealogía de los demás, incurriría en la contradicción de no consignar en parte alguna el nombre de su padre. Informó acerca de él que nació en el concejo de Grado, de “las Asturias de Oviedo”, descendiente de notorios hijodalgos y de nobles solares. En Batallas nos revela “de mis armas, las principales que yo traigo por mi padre e abuelos son armas de Valdés”, si bien en su primera salida pública al mundo de las armas literarias, con el Claribalte, se intituló “alias de Sobrepeña”. Tras esta vacilación inicial acerca del alias que le convenía, el cronista sostuvo luego permanentemente su vinculación a las armas y al apellido de Valdés. Armas que le acrecentó el Emperador mediante privilegio otorgado en 1525. Su madre, Juana de Oviedo, es posible que estuviera emparentada con Juan de Oviedo (secretario de Enrique IV y beltranejista) cuya deslealtad hacia Isabel la Católica, quien incautamente lo había tomado a su servicio, fue notoria. Otras causas esgrimidas para el silencio, como la condición de converso (De la Peña), necesitarían ser confirmadas documentalmente. Contaba unos doce años de edad cuando pasó como paje, y seguramente en Sevilla, al servicio del joven duque de Villahermosa, sobrino del rey Católico. Así presenció los últimos episodios de la guerra con el granadino que recordaría en sus últimos años (Batallas). En 1493 fue nombrado mozo de cámara del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos. El preceptor del príncipe, fray Diego de Deza, le ilustraría en latín, pese a que su obra trasluce al autodidacto tanto en sus omisiones y fallos como en el engolamiento. Su arte para recortar figuras de papel le proporcionó el reconocimiento del príncipe y llegó a declarar con orgullo “nunca hallé quien tan buena letra hiciese con la pluma como yo con las tijeras” (Batallas). La muerte de don Juan en octubre de 1497 frustró la carrera palaciega de Gonzalo Fernández de Oviedo, si bien su memoria perdura en un indestructible espejo de excelsitudes humanas.
En septiembre de 1498 se encontraba en Zaragoza, pero la muerte de Isabel la Católica le llevó a Génova, con oficio de soldado. En Milán su prodigiosa facilidad para dibujar filigranas de papel con las tijeras le abrieron las puertas de Ludovico Esforza (El Moro) y le valió la alabanza de Leonardo “de Avince” [sic]. En Mantua se asentó al servicio de Isabel de Aragón, viuda del marqués Francisco de Gonzaga y al paso de Juan de Borja, sobrino de Alejandro VI, se unió al séquito, que presenció la entrada de Luis XII de Francia en Milán. Juan de Borja murió en Urbino repentinamente con sospechas de haber sido planeado por César Borgia, el más calificado representante del político definido por Maquiavelo. El jubileo de 1500 lo presenció en Roma, sede de la maleficencia y vicio de los eclesiásticos, que definió para el futuro la adscripción de Fernández de Oviedo al erasmismo.
Su buena escuela en la domesticidad regia le situó en el servicio de la Cámara del monarca don Fadrique de Nápoles y le hace ganar la confianza del mismo. Criado feliz, conocedor de una cultura superior se advertía en él una parcial italianidad (Gerbi). Sin embargo, su estancia napolitana fue breve: Luis XII y Fernando V se pusieron de acuerdo para despojar al napolitano y repartirse su reino y don Fadrique, dando una inolvidable lección de honor, se opuso a aliarse con el Turco. Al servicio del joven don Fernando, duque de Calabria, hijo del desposeído Rey, llegó a Valencia (1502) y se dirigió hacia Aragón con el séquito de los Reyes Católicos. A Perpiñán debió acercarse en el mes de octubre, con el ejército que don Fernando reunió y condujo para llevar socorro a la sitiada plaza de Salses. Se retiraron los franceses sin combatir a la llegada del Católico y Oviedo pudo dejar anotado: “Yo estuve esa noche en el campo y tengo creído [...] que pocos franceses salieran de allí con las vidas” (Batallas, I, III, 34).
Escasas son las noticias de Oviedo entre 1502 y 1512, salvo que anduvo por Logroño y próximo a la frontera francesa aún al servicio del duque de Calabria. A comienzos de 1505 la confianza en sus dotes como historiador le haría emprender la composición de su Catálogo real de Castilla. Se movería con la Corte con un empleo regular que no debía diferir del que se sabe con certeza ostentaba el 26 de septiembre de 1506, el de “notario apostólico e secretario del consejo de la Santa Inquisición”, tal vez a propuesta de fray Diego de Deza. A la muerte del rey don Felipe, viajó a Madrid. En su tierra natal conoció a Margarita de Vergara “una de las más hermosas mujeres que en su tiempo hobo en el reino de Toledo y en nuestro Madrid” (Historia, Lib. VI, cap. XXXIX). Si la boda se efectuó hacia la primavera de 1507, al acabar ese mismo año era Oviedo escribano en Madrid, conforme al nombramiento de la reina doña Juana. La escribanía parece haber sido para él una fuente de querellas con los cofrades del gremio más que de satisfacciones. Su ventura matrimonial apenas duró tres años, y le dejó un hijo, González de Valdés, a quien traspasó el cargo de veedor de Tierra Firme y murió en el río de Arequipa (1536).
Antes de 1512 contrajo matrimonio con Isabel de Aguilar, de la que tuvo un hijo al año siguiente, y se acercó a la corte del Rey Católico. Don Fernando nombró general en Italia al Gran Capitán, quien “quiso servirse de mí de secretario”. Al poco regresó desairado y sin haber llevado a cabo la empresa, por abandono del Rey.
La expedición promovida por Pedrarias con el apoyo real, encaminada a Castilla del Oro, fue su Meca. Proyectó su carrera indiana en la tenencia de las diversas escribanías que el secretario del Consejo para los asuntos de Indias, el confeso aragonés Lope Conchillos, había hecho recaer sobre su tentacular persona. Conchillos concedía a Oviedo la mitad de lo que produjeran los derechos de la escribanía general y al tiempo se comprometía a facilitar algún buen oficio en pago del cuidado que en correspondencia debía tener Oviedo con su hacienda.
Durante su estancia en Sevilla, adonde había ido para aparejar todo el instrumental correspondiente a su oficio, falleció el veedor de las fundiciones de Castilla del Oro, Juan de Quicedo. Seguramente a través de Conchillos consiguió el nombramiento de modo que acumuló la veeduría y la fundición.
En marzo de 1514 se aprestaban a salir los expedicionarios, bajo el mando de Pedrarias y el obispo fray Juan de Quevedo. Su primer desembarco y escaramuza tuvo lugar en Santa Marta y allí seguramente comenzó a tomar cuerpo en su espíritu el repudio de la hipocresía que entrañaba la ejecución del Requerimiento y su enfrentamiento con un personaje de la calaña de Pedrarias. Frente a la actitud de los recién llegados y pese al juicio de residencia, la figura de Vasco Núñez de Balboa se engrandece: la mala administración de Pedrarias provocaría el descontento y el hambre. El cronista encontró en la iniquidad de Castilla del Oro el resorte para comenzar a desenvolver la hidalguía caballeresca con todos los valores y convenciones que presuponía. La Historia General nos dio al cabo testimonio de esa larga y costosa tarea de autorredención (por su papel como tenedor y lucrador del hierro de los esclavos): hacer de la empresa del Nuevo Mundo algo distinto de la tragedia espeluznante en que se había convertido por aquellas fechas: destrucción ‘infernal’ para los indios y perdición infernal para los españoles según la pluma del cronista nos explicaría luego. Al llegar a Santo Domingo declaró la actuación irregular de Pedrarias y consiguió que las autoridades de La Española le titularan “procurador de Tierra Firme” en las cartas y crédito que le dieron para el Monarca.
En diciembre de 1515 se entrevistó con el Rey en Plasencia, pero aplazó los problemas para cuando llegara a Sevilla. El Rey concedió a Oviedo pasar antes a Madrid a ver a su esposa y le ordenó que, entre tanto regresara a la Corte, dejara al secretario Conchillos una memoria de todo lo que era necesario proveer para las Indias. La muerte del rey Fernando (23 de enero de 1516) le animó a embarcarse para Flandes ilusionado con la posibilidad de congraciarse con el nuevo Monarca. Sin embargo, en Bruselas no halló sino las naturales pautas de espera y regresó a Madrid.
Durante este intervalo, 1517, el veedor había dado forma a su Genealogía de los reyes de Castilla o Catálogo Real, como se le llamó más adelante, y quedaba espacio para una novela de caballería: Libro del muy esforzado e invencible caballero de Fortuna propiamente llamado Don Claribalte, dedicado al duque de Calabria (Valencia, 1519). Fue también entonces cuando fue configurando igualmente un Libro de linajes, basamento de las Batallas, que no completó sino en el Darién.
El obispo Fonseca, con quien se entrevistó en Toledo, le abrió el paso a sus gestiones en la Corte. Él mismo había emprendido contraofensiva enardecida con el indomable fray Bartolomé de Las Casas y Oviedo reapareció sobre el palenque de la política indiana para enfrentarse a ese proyecto célebre a través del cual el “Defensor de los indios” pretendía erigirse en señor virtual del continente suramericano. El combate dio un éxito parcial para ambos contendientes: al clérigo se le adjudicaban 300 leguas de costa venezolana y Oviedo recibía la gobernación de Santa Marta, con todas las riquezas funerarias del Cenú. Éxito que quedó en mero oropel al no otorgarle los cien hábitos de la Orden de Santiago que solicitaba para quienes le acompañasen. Renunció a Santa Marta y concretó sus esfuerzos en conseguir remedios para Castilla del Oro, donde debía de volver a ejercer sus cargos.
Acompañado de su mujer y sus dos hijos puso rumbo a Santo Domingo, y desembarcó en el puerto del Darién el 24 de junio de 1520. Llevaba la orden de relevar a Pedrarias por Lope de Sosa, lo que no tuvo efecto por muerte del segundo al llegar. Oviedo se encontró, pues, inerme frente a Pedrarias y o a los oficiales de la hacienda que no le perdonaban, según su relato, la cédula por la que se les prohibía comerciar. Las tareas de fundición fueron las que principalmente le ocupaban, y hubo de acudir al llamado de Pedrarias que se estableció en la más rica y menos esquilmada Panamá. Cuando regresó en 1522 había sido nombrado teniente de gobernador de Pedrarias, de creer al cronista, en contra de su voluntad, y encontró a su mujer tan enferma que falleció al día siguiente de su llegada (el 9 de noviembre). Su rigorismo moral se extremó, y estableció normas como no permitir que se pesara carne los sábados, perseguir al escribano fraudulento, prohibir que se cargaran las indias, de que se servían los vecinos como de asnos, castigar a los blasfemos, quitar los juegos y ordenar por pregón que ninguno tuviera manceba pública. Unido a la perversidad de Pedrarias, que amparaba a los descontentos, se sucedió una época de adversidades y extrema necesidad. Su empeño de convertir a Santa María de la Antigua en cabecera de expansión en el Caribe, fracasó. El origen se hallaba en la sublevación de los indios y el enfrentamiento con Diego del Corral, amancebado con una india principal de la comarca, de nombre Elvira, quien se convirtió en paladín de aquellos que aspiraban a perpetuar en sus indios mestizos la condición caciquil de la herencia materna y el repartimiento que ellos mismos disfrutaban. El levantamiento del cacique de las lagunas de Bea que había dado muerte a su encomendero, el capitán Martín de Murga, motivó una expedición de castigo de Oviedo contra el cacique y otros dos aliados, Guaturo y Corobari, emparentados con la mujer de Del Corral. Pedrarias le destituyó y nombró a Corral, pero en sesión de la Junta general de los procuradores, los cabildantes rogaron al veedor que aceptara la procuración de la ciudad para ir a Panamá. La facción contraria intentó un último golpe: estando el veedor a la puerta de la iglesia, Simón Bernal le acuchilló y se refugió en la iglesia mayor al amparo del deán Zalduendo. Una vez recuperado, Oviedo, en noches sucesivas y acompañado de su mesnada, salió a correr las estancias de sus adversarios en busca del traidor, hasta que dio con él. En Acla, el juez Alarconcillo revocó la sentencia de muerte por la de amputación de pie y mano, lo que se ejecutó. Pedrarias solicitó que se le remitiera el proceso contra Bernal, y Oviedo con la excusa de marchar a Panamá para dar cuentas al gobernador, puso rumbo a Cuba. Antes de embarcar en Santo Domingo, contrajo nuevas nupcias, con Catalina de Ribafrecha, a quien confiaba la custodia de su familia y de sus bienes.
Durante este segundo y prolongado interludio peninsular (del 5 de noviembre de 1523 al 30 de abril de 1526) obtuvo cosecha importante en más de un predio: se transformaron en nombramiento de gobernador (1 de abril de 1525) los privilegios que de atrás tenía concedidos para el rescate y doblamiento en Cartagena, al tiempo que se estrecharon sus relaciones amistosas con el Consejo de Indias (esto es, el binomio fray García de Loaysa-Cobos) como informante de reconocida autoridad. Fue, no obstante, la dedicación a la pluma la que marcó su destino como autor seguro de la eficacia de su prosa. Dirigió a don Fadrique Enríquez su Respuesta a la epístola moral del almirante de Castilla, en discurso meditativo sobre las causas del alzamiento comunero; y enhebró seguramente los datos y el contenido de la Relación —que más tarde concluyó— sobre la estancia de Francisco I de Francia, en Madrid, como prisionero de guerra. Tradujo el Corbaccio bocacciano y compuso e hizo imprimir Sumario de la Natural Historia de las Indias (1526). Obra breve que preludiaba páginas más dilatadas acerca de las maravillas del orbe nuevo. Su éxito lo confirmó la publicación en varios idiomas, alcanzando en breve quince ediciones. En ochenta y seis capítulos disertó sobre la navegación que introdujo su descripción de La Española, Cuba y otras islas de las Antillas, hasta llegar a Tierra Firme. Fue un observador atento que analizó al detalle la flora y la fauna del Nuevo Mundo.
A pesar del pleito con la viuda de su señor, María de Niño, tutora del heredero, el Emperador le concedió la ampliación de armas a su “leal vasallo” (10 de octubre de 1525). El nombramiento de Diego López de Salcedo, pariente de la mujer de Oviedo, como gobernador de Honduras, pareció abrir un paréntesis en la complicada relación con Pedrarias y el futuro de Oviedo. Pero allí llegó Pedrarias, nombrado gobernador, para hundir a Salcedo y obligar a Oviedo a abandonar aquel disputado y flagelado campo de negocio esclavista que era Nicaragua; desde donde pasó el veedor a Panamá, donde se detuvo un año, para regresar luego al hogar dominicano tras seis años de ausencia.
En medio de aquellas vicisitudes no le faltaron ánimos para concluir su Libro primero del blasón, o comienzo de un gran tratado de heráldica. La misión de procurador en la Corte que le confiaron las ciudades de Panamá y Santo Domingo le brindó la mejor oportunidad para regresar a la patria. Prestigiado por el Sumario, apoyado por el favor del Consejo y escoltado por el Catálogo Real, que por entonces concluyó (abril 1532), Oviedo recibió el cargo de cronista oficial de las Indias (18 de agosto de 1532). El oficio de veedor de Tierra Firme se traspasó al hijo del cronista, el joven González de Valdés. Complemento oportunísimo fue la alcaidía de la fortaleza de Santo Domingo.
Durante una década redactó su Historia general y natural, mientras disfrutaba de sus haciendas en río Haina, cerca de Santo Domingo y en San Juan de la Maguana. Su primera ocupación en la fortaleza de Santo Domingo (1536) fue transformar el baluarte desde el estado ruinoso en que estaba en obra de verdadera defensa, como llave de las Indias. Tanto más cuanto que los anuncios de una nueva guerra con Francia hacían esperar la consecuente visita de corsarios. Regresó a la Península donde ultimó en Sevilla la edición de la primera parte de la Historia general (30 de septiembre de 1535) y añadió a este éxito el de la presentación de su Epílogo Real al Emperador. Su Historia alcanzó una perfecta unidad de sentido respecto de los dos motivos fundamentales que la inspiraron: contemplación del hombre y contemplación de la naturaleza. La Historia es expresión de su visión ordenada, arquitectónica de los hombres y de las cosas, embargado por un poderoso sentimiento de la grandeza y armonía de la obra del Creador. El modelo de Plinio en lo que se refiere a la descripción y detalle de la zoología y la botánica es superado por Oviedo en virtud de su exactitud y veracidad (Laín Entralgo). Las cartas de aliento y parabién que recibiera de Fernando, rey de Romanos, su correspondencia con Juan Bautista Ramusio o el cardenal Bembo, fortificaron aquel sentido de responsabilidad histórica. Su concepción de la historia le convenció de que la excelencia humana no es fruto de la herencia, sino del aprendizaje y la educación. El espectáculo que cuenta es el del protagonismo del hombre, estrictamente en cuanto creador de respuestas a la vida; en cuanto elaborador de formas de cultura. Al igual que Las Casas pero con menor altura y ahínco Oviedo ha sido capaz de remontarse a una visión universalista desde la que el drama teologal del indio llega a ser abarcado en su verdadera naturaleza.
Desde la atalaya indiana que era el puerto de Ozama, informaba al Consejo sobre cuanto le parecía pertinente, ya fuese la defensa de aquellos ámbitos, ya el gobierno de la ciudad o la solución del conflicto Almagro-Pizarro. Pero a toda la erupción política siguió un largo y completo silencio. No es aventurado suponer que se debió a la muerte de su único hijo, González de Valdés, quien murió ahogado al intentar cruzar un río cerca de Arequipa, cuando en noviembre de 1536 llegaba allí la hueste de Diego de Almagro, de regreso de la fabulosa expedición a Chile. Bache espiritual seguido de otra desgracia que se cernió sobre el alcalde: la muerte de su nieto a los pocos días de saber “la desventurada muerte del hijo ahogado” (Historia, lib, XLVII, cap. VI, t. IV).
Hacia 1542 tenía dispuesta para la imprenta la segunda parte de su Historia general (si bien habría de esperar más de tres siglos a ver la luz y gracias a la atención dedicada por José Amador de los Ríos, quien la publicó en 1851 y 1855) y proyectó viajar a la Península. Sin embargo, la guerra declarada por Francia le mantuvo literalmente al pie del cañón, ejercitando su malhumorada y buida mirada crítica sobre todo lo circunstante, cada día más metido en diálogo consigo mismo conforme progresaba la sordera que padecía. Y en cuanto a expresarse lo hacía al parecer con tal falta de miramientos que el oidor Vadillo llegó a encarcelarlo en vista de su insolente manera de enjuiciar la organización de las armadas hechas por los magistrados dominicanos (Otte). Firmada la paz, aún tuvo que aguardar cerca de dos años antes de embarcar en agosto de 1546, como procurador de Santo Domingo. Al hacer rumbo a España aspiraba nuevamente a Cartagena de Indias, petición más guiada por un gesto docente que por un propósito verdadero, pues le permitía sentar doctrina sobre política indiana.
Acompañado de Alonso de la Peña llega a Madrid, e insta ante don Felipe, al que sigue hasta Aranda de Duero, una solución para los asuntos de Santo Domingo. No logra audiencia, pues el Emperador convoca dieta imperial en Augusta y hacia allí se encamina el De la Peña, en tanto que Oviedo, “huyendo del frío”, se refugia en Sevilla.
En tierras andaluzas completa el breve tratado intitulado Oficios de la Casa Real de Castilla o Libro de la Cámara del príncipe don Juan, donde amplía las noticias que acerca de esta materia había escrito en la breve relación de 1535. Su traducción del toscano del devoto libro Reglas de la vida espiritual y secreta teología, muestran a este Claribalte empeñado en otras hazañas. Su estancia en la patria chica abona el crecimiento de una obra del más ambicioso empeño, empezada hacía poco: las Batallas y Quincuaquenas. En exposición dialogada entre el alcalde y su único interlocutor, Sereno, y en la que cada uno de los diálogos está nominalmente dedicado a un ilustrísimo o rimbombado personaje, se brindan no sólo profusas noticias genealógicas y biográficas relacionadas con cada protagonista —todos coetáneos de Oviedo o de la generación anterior— sino un repertorio de datos y comentarios variados que hacen de las Batallas una de las piezas historiográficas más interesantes del siglo XVI.
A su regreso llevaba consigo el nombramiento de regidor perpetuo de Santo Domingo. Si había perdido la afición por historiar el suceso del Nuevo Mundo que se le escapaba por su magnitud y complicación, no fue menos claro el entusiasmo con que se entregó a edificar esos dos grandes y paralelos tratados —las Batallas y las Quincuagenas—, donde su espíritu se meció en recuerdos y se expandió en reflexiones a su antojo. El designio por él atribuido a esta magna evocación fue principalmente el de lograr que los tiempos venideros tuvieran “noticia de la caballería de España” y en especial para que los que militaren en ella, se esforzaran en imitar a sus antecesores. Fue hasta el final un sentimiento peculiar de orgullo y enaltecimiento de la patria española, informado del afán de servirla, el que movió sin tregua su cansada mano. Si la mayoría de los hechos que evoca en sus Quincuagenas pueden resultar moralizadores para la hidalguía, en las Batallas se cuentan muchos perfectamente indiferentes y algunos que nada tienen de “católicos ejemplos”. No se le debió ocultar que la gran lección magistral del pasado no estaba cumplida con las Batallas. Antes de concluir esta obra, acometió la tarea de darle nueva forma no dialogada y en que se incluyeron nada menos que todos los personajes notables de la historia española desde los tiempos más remotos: Las Quincuagenas de los generosos e illustres e no menos famosos reyes, prinbcipes, duques, marqueses y condes e caballeros e personas notables de España. Obra que finaliza según su propia firma el 24 de mayo de 1556.
En su cargo de alcalde, y encerrado en sí por la sordera, Oviedo se enfrentó a las irregularidades del secretario de la Audiencia Diego Caballero de la Rosa. Sin embargo no dio signos de amargura ni desfallecimiento. Aún había de atender otras cuestiones domésticas que se resolvieron en una alianza muy provechosa para su única hija, Juana de Oviedo y Valdés, que se casó con un sobrino del obispo de San Juan, Rodrigo de Bastidas.
Su última petición fue solicitar al Rey la tenencia de la fortaleza a su yerno Rodrigo de Bastidas, una vez que éste hubiera cumplido los veintidós años indispensables para hacerse cargo de la misma. Pero no tuvo ocasión de cederle la llave, pues murió el 27 de junio de 1557.
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Juan Pérez de Tudela y Bueso