Juana de Austria. Madrid, 24.VI.1535 – San Lorenzo de El Escorial (Madrid), 8.IX.1573. Infanta, regente, jesuita (SI).
Hija menor del emperador Carlos V y de la emperatriz Isabel de Portugal. Nació en Madrid la noche del 23 al 24 de junio de 1535. El 30 de junio fue bautizada por el cardenal Tavera, asistiendo como padrinos su hermano el príncipe Felipe, Luis Filiberto (hijo del duque de Saboya y de la hermana de la Emperatriz) y el condestable de Castilla. Durante su niñez, se movió en medio de un ambiente portugués, a juzgar por las damas que la cuidaron, que fueron, además de su madre, Guiomar de Melo, Isabel de Quiñones, María de Leyte y Leonor de Mascareñas. La única mujer hispana cercana a ella fue Estefanía de Requesens, esposa de Juan de Zúñiga, mientras que el bachiller Juan López de la Cámara ejerció como maestro, enseñándole las primeras letras. En 1535, antes de partir a Argel, Carlos V puso casa a su hijo Felipe, que ya contaba trece años. El Emperador no volvió a Castilla hasta 1542 y fue entonces cuando puso casa a su hija María (en 1543), pasando a residir con ella Juana.
De mejor salud que su hermana María, quien padecía frecuentes enfermedades, sobre todo de la piel, su niñez y adolescencia transcurrieron residiendo en los sitios reales de Castilla: Alcalá, Ocaña, Madrid o Arévalo, de acuerdo con la salubridad de tales lugares que dictaban los informes médicos. No obstante, la penuria económica, en la que siempre se hallaba la casa de las infantas retrasaba indefinidamente el traslado de una ciudad a otra, hasta el punto de que sus propios criados, como Pedro Álvarez Acosta, obispo de Osma, se veían obligados a suplir con su propio dinero los gastos de la casa de las infantas en las ausencias del conde de Cifuentes, que ejercía de mayordomo. Entre estas idas y venidas, doña Juana creció en estatura y sabiduría. Así, en 1543, escribía su maestro, Juan López de la Cuadra, que era muy lista y avanzada en las letras y principalmente en la música, en la que dominaba distintos instrumentos. A pesar de ser una niña y de rondarle en la cabeza ciertas ideas religiosas —muy en consonancia con el ambiente que le rodeaba— se le preparó para el matrimonio con su primo, el príncipe Juan de Portugal, al mismo tiempo que también se acordaba la boda de la infanta portuguesa, María, con el príncipe Felipe. La muerte prematura de ésta, tras el alumbramiento del príncipe Carlos, provocó la dispersión de la familia real por Castilla, por lo que las hijas del Emperador pasaron a residir en Alcalá de Henares en compañía de su sobrino, de Leonor de Mascareñas, del obispo Silíceo, de Luis Sarmiento y del conde de Cifuentes, que moría al poco tiempo, por lo que su cargo de mayordomo fue ocupado por Bernardino Pimentel, conde de Benavente.
Ante el vacío de poder en el que iba a quedar Castilla a causa del primer viaje que el príncipe Felipe iba a realizar por los territorios que poseía la dinastía en Europa, Carlos V ordenó el matrimonio de su hija María con su primo Maximiliano (en Valladolid, el 17 de septiembre de 1548), para que ambos se quedaran como regentes. Este cambio provocó un gran aislamiento de doña Juana, que, con su sobrinito Carlos, deambularon solitarios por las ciudades de Castilla (Toro, Aranda, Tordesillas, etc.), siendo acompañados por los servidores ya mencionados.
Una vez que el príncipe Felipe volvió a Castilla, el 30 de junio de 1552, convocó las Cortes aragonesas en Monzón y comenzó a preparar —de acuerdo con lo estipulado en el contrato y con las conveniencias de la dinastía— la boda de su hermana con el príncipe Juan, hijo mayor del monarca portugués Juan III y de Catalina, hermana de Carlos V, que contaba catorce años, casi dos menos que ella. Los esponsales por poderes tuvieron lugar el 11 de enero de 1552 en Toro, representando al príncipe portugués su embajador en Castilla, Lorenzo Pérez de Tavora, tío de Cristóbal de Moura, si bien Juana no salió para Lisboa hasta el 24 de octubre, acompañada por el duque de Escalona, Diego López Pacheco; el obispo de Osma, Pedro Álvarez de Acosta, y Luis Sarmiento. El 13 de noviembre atravesaron la frontera con Portugal, donde les esperaban, en nombre del príncipe Juan, el obispo de Coimbra, fray Juan Juárez, y el duque de Aveiro, Juan de Alencastro. Junto a un reducido grupo de servidores, escogidos cuidadosamente por ella misma, doña Juana llevaba también sus libros selectos de lectura espiritual, que el librero Francisco López le había encuadernado cuidadosamente en cuero liso rojo y negro por 326 reales. Los títulos de sus lecturas preferidas eran incluidas poco más tarde en el Catálogo de libros prohibidos de 1559: “Los quatro libros del Cartuxano: Flos Santorum, Zaragoza, en enversado; los morales de San Gregorio; las cinco partes del Abecedario; Contentus mundi; Doctrina Xristiana del doctor Constantino; Sermones de Constantino; libros de Buena doctrina y Fasciculo Mirre”. Ello indica la senda espiritual por la que Juana caminaba.
Su vida durante la breve estancia en la Corte del reino vecino está documentada por las cartas que el embajador Luis Sarmiento envió a Carlos V. A través de ellas se constata que, las primeras impresiones suscitadas en la Corte portuguesa fueron favorables a la princesa, pero pronto surgieron opiniones contrarias, acusándola de ser “muy altiva” y de tener escasa relación con los cortesanos, por lo que se fue aislando paulatinamente. El 20 de enero de 1554, una semana después de haber muerto su marido, dio a luz un hijo, Sebastián, que llenó de gozo a los portugueses, pues veían alejarse el fantasma de una posible sucesión castellana al trono. A partir de esta fecha, la estancia de doña Juana en el reino vecino se hizo muy tensa, complicándose mucho más tras la ruptura de las nuevas relaciones matrimoniales del príncipe Felipe con María de Portugal, hija de Manuel el Afortunado y de Leonor, hermana de Carlos V, al considerar que las necesidades políticas inmediatas aconsejaban casarse con María Tudor. Este nuevo matrimonio exigía que Felipe II abandonase Castilla por largo tiempo y que se necesitara una persona de confianza para gobernar el reino. Algunos propusieron a la reina María, hermana de Carlos V, que entonces se hallaba rigiendo los Países Bajos y que ejercía gran influencia sobre él; por su parte, el embajador en Portugal, Luis Sarmiento, buen conocedor de la situación y fiel servidor de doña Juana, escribía al Emperador, tan solamente quince días después de que su hija hubiera quedado viuda, aconsejándole que la princesa regresara a Castilla y se encargara de la regencia del reino.
Ruy Gómez era de la misma opinión, pues veía ampliarse su influjo en Castilla, y la transmitió al secretario Francisco de Eraso para que también la sugiriese a Carlos V. Esta opinión fue la que prevaleció, por lo que el príncipe Felipe, acogiéndose a una cláusula de las capitulaciones matrimoniales de doña Juana, envió a Luis Venegas de Figueroa, su aposentador mayor, y a Ruy Gómez, para que convenciesen a los monarcas portugueses de la necesidad que había de que la princesa volviese a Castilla. Tras arduas deliberaciones y de prometer que doña Juana volvería a Lisboa en cuanto terminase la regencia, se le permitía salir el 15 de mayo de 1554 hacia Castilla, donde le esperaba el príncipe Felipe, quien fue a recibirla a Alcántara y allí mismo la despidió: mientras éste marchaba a La Coruña, donde embarcaba, el 11 de julio, rumbo a Inglaterra, aquélla se dirigió a Valladolid, ciudad en la que iba a residir como gobernadora.
En Valladolid, la princesa Juana se rodeó de un grupo de servidores conocidos históricamente con el nombre de “partido ebolista”. Dicho grupo estaba compuesto, en buena parte, por una serie de personajes portugueses que habían ido afianzando su poder en la Corte castellana como servidores de las infantas portuguesas que habían contraído matrimonio con los príncipes de Castilla. La influencia de dicho grupo se hizo mucho más intensa a partir de la muerte de Juan III en 1557, pues, Sebastián —aún niño—quedaba como heredero de Portugal y doña Juana tenía fundados derechos para proclamarse regente del reino vecino en tanto que su hijo alcanzase la mayoría de edad. Desde el punto de vista espiritual, dicho grupo practicaba la vía “recogida”, que era la que se había impuesto en las casas de las reinas castellanas desde los tiempos de Isabel la Católica y en la que la misma princesa se educó. La espiritualidad de doña Juana estuvo empapada en las grandes preocupaciones espirituales del “recogimiento”: oración mental metódica, meditación imaginativa, contemplación, renuncia necesaria para la unión del alma con Dios. Así lo testimonian, no sólo sus lecturas preferidas, sino también los escritores y guías espirituales que buscaron en ella su protección: fray Alonso de Orozco, predicador de Su Majestad y uno de los mejores escritores agustinos del siglo xvi, le dedicó la Recopilación de sus obras. En 1556, el dominico fray Alonso Muñoz le ofrecía la traducción latina de las Homilías de Savonarola. Pocos años después, fray Diego de Estella, su predicador, le dedicó el Libro de la Vanidad del Mundo. En esta misma corriente se encuentran los orígenes espirituales del fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola, y los de sus primeros compañeros. El propio san Ignacio fue objeto de sospecha por parte de la Inquisición durante su estancia en las Universidades de Alcalá y Salamanca, que no veía con claridad la ortodoxia de su vivencia religiosa. Se explica así que doña Juana ingresara en dicha Orden religiosa en el verano de 1554, bajo el seudónimo de Mateo Sánchez, haciendo los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, al igual que su gran amigo Francisco de Borja.
Éste había casado con una dama de su madre, Leonor de Castro, permaneciendo ambos al servicio de la Emperatriz hasta su muerte. En estas funciones doña Juana conoció a los entonces marqueses de Lombay durante su niñez, surgiendo un cariño más intenso hacia el joven matrimonio tras la muerte de su madre, cuando ella solamente contaba cuatro años de edad. Este afecto de la joven princesa por el noble se convirtió en auténtica veneración a partir del ingreso de Borja en la Compañía de Jesús, que tuvo lugar tras la muerte de su esposa.
Los dos problemas más importantes a los que tuvo que enfrentarse doña Juana durante su regencia fueron el económico y el religioso. El problema económico fue consecuencia de las continuas y cada vez más vastas guerras que el Emperador y, posteriormente, su hijo entablaron en defensa de la religión. Las angustias hacendísticas ya venían desde los años en que Carlos V, acosado por los luteranos en Insbruck, exigiera grandes sumas de dinero con el fin de recomponer su ejército y hacer frente al enemigo, cuando las arcas reales cayeron en una perpetua penuria. Doña Juana, consciente de la gran cantidad de fondos que se necesitaban con urgencia para mantener la hegemonía dinástica de su familia, hubo de aceptar la imposición de ingratas decisiones financieras, como la bancarrota de 1557, y se dedicó con empeño a potenciar la explotación de diversos mecanismos para obtener ingresos, como la incorporación de minas, la creación de nuevos tributos y la puesta en práctica de diversos arbitrios. Una vez que el Emperador renunció a sus dominios, Felipe II ratificó a doña Juana al frente de la regencia. Desde entonces, abiertas las hostilidades de los franceses contra Felipe II, Carlos V procuró aconsejar, desde Yuste, a la princesa sobre los pagos ineludibles que se acercaban y sobre las formas de satisfacerlos. En marzo de 1557, Ruy Gómez de Silva llegó a Castilla portando instrucciones y poderes con el fin de que doña Juana pudiera actuar sin obstáculos. No obstante, la ejecución de las decisiones hacendísticas elaboradas por los consejeros de Felipe II se pudo realizar tras vencer la resistencia del Consejo de Hacienda castellano, opuesto al envío de grandes sumas al exterior del reino. Los dos últimos años de regencia de doña Juana (1558- 1559) se caracterizaron por la búsqueda desenfrenada de numerario con el que sufragar los gastos de las guerras emprendidas por Felipe II contra el rey de Francia y contra el Pontífice. Y aunque contó con el apoyo y delegación de poderes de su hermano para obtener ingresos, tanto en Castilla como en América, las dificultades fueron cada vez mayores, teniéndose que oponer no solamente a los intereses de las ciudades castellanas, sino también a los del Pontífice, que, como parte afectada, se negaba a conceder el subsidio, por lo que la princesa se veía obligada a escribir a su hermano a través de Ruy Gómez “[...] y pues vos saueis los pocos dineros que acá ay, dad priesa a mi hermano que se venga si no quiere que todo se pierda”.
El segundo problema importante en el que doña Juana se empleó durante su regencia fue el religioso.
Fue en esta época cuando comenzó a ocuparse de la fundación del convento de las Descalzas Reales. Fresco, aún, en su memoria el recuerdo del convento de la Madre de Dios de Setúbal, que visitara durante su estancia en Portugal, y observando la escasez que había en Castilla de casas religiosas en las que se guardara la regla de Santa Clara, decidió fundar una que sirviese de testimonio vivo de la gran devoción que sentía a la doctrina de san Francisco; para ello nada mejor que fundarla en la casa donde ella nació. Después de consultarlo con Francisco de Borja, que lo aprobó, compró el palacio en Madrid y comenzaron las obras de dicho convento. Con todo, la preocupación fundamental de doña Juana en materia religiosa consistió en la adaptación que tuvo que hacer de sus vivencias espirituales a una ortodoxia religiosa, que se impuso en toda la sociedad hispana tras descubrir núcleos luteranos en Sevilla (1558) y en Valladolid (1559), y de que el inquisidor general Fernando de Valdés intentara poner en conexión las ideas de estos herejes con las vivencias espirituales que practicaba la princesa y su grupo. Como consecuencia, la intransigencia y el formalismo religioso acabaron imponiéndose a la vía del “recogimiento”. A partir de entonces, doña Juana aprendió que sus inquietudes religiosas debían de estar siempre en concordancia con las exigencias políticas de la Monarquía. La sociedad, por su parte, comenzó a ser catequizada en las nuevas ideas religiosas y los individuos que no las asimilaron comenzaron a sentir los pesados efectos del Santo Oficio.
El 8 de septiembre de 1559, Felipe II hacía su entrada en Valladolid después de más de cinco años de ausencia de estos reinos, llegando a tiempo de presidir, junto a doña Juana, el segundo auto de fe que el Tribunal de la Inquisición de aquella ciudad realizó contra los luteranos. De aquí, el Rey salió rápidamente hacia Toledo, donde había convocado Cortes, mientras que su hermana se dirigió a Guadalajara, esperando a Isabel de Valois, con quien debía desposarse el Monarca. Tras celebrarse las Cortes, en las que se juró a Carlos príncipe heredero, la Familia Real permaneció en la ribera del Tajo, disfrutando de la exuberante naturaleza, repartiendo su tiempo entre Aranjuez y Toledo de acuerdo con la estación del año, hasta que Felipe II estableció la Corte definitivamente en Madrid. Durante estos meses, doña Juana y la joven Reina entablaron una estrechísima amistad con el agrado de Catalina de Médicis que, desde Francia, dirigía puntualmente la conducta de su hija a través de sus embajadores.
A pesar de haber profesado en la Compañía de Jesús, emitiendo los votos religiosos, doña Juana tuvo diversas propuestas de matrimonio, pero todas ellas terminaron en fracaso. Así, dada la situación religiosa que se había abierto en Francia, Catalina de Médicis buscaba con ahínco casar a algunas de sus hijas con el príncipe Carlos para contar más estrechamente con el apoyo de la Monarquía Católica; pero al fracasar este proyecto, pensó en unir a doña Juana con su hijo Carlos IX. Es posible que fuera la idea de defender el catolicismo en Francia lo que motivó que a la princesa —en opinión de los historiadores— no le desagradara este enlace; el mismo Felipe II parece que lo vio con buenos ojos. No obstante, de manera súbita no se volvió a hablar más del asunto, por el contrario, en los círculos cortesanos se comenzó a proyectar el casamiento de doña Juana con su sobrino, el príncipe Carlos. No debió resultar extraña a esta dirección de la política matrimonial una carta de la reina Catalina de Portugal en la que se mostraba partidaria de la unión de ambos príncipes. Sin duda ninguna, la posibilidad de unir las dos Coronas rondaba en la cabeza de la reina portuguesa; pero esta vez no fue necesaria la opinión de doña Juana, ya que la idea no sedujo al príncipe Carlos, quien consideraba a su tía como a su propia madre.
Doña Juana no solamente tuvo que gestionar su propio matrimonio, sino también el de su hijo. La boda del príncipe portugués fue objeto de preocupación por parte de la Familia Real hispana desde su nacimiento. En 1556, Carlos V, siempre atento a la gloria de su casa, comunicaba a su hermana Catalina, sirviéndose de Francisco de Borja como mensajero, que aceptara por esposa de su nieto a una de las hijas del rey de Bohemia, que con tal propósito sería conducida a Portugal para que fuera educada bajo su cuidado.
Tal idea parece que fue del agrado de la soberana lusa, que vio un modo de integrar la Monarquía portuguesa en el conglomerado de reinos de la Casa de Austria. Una vez muerto el Emperador, Felipe II y doña Juana pretendieron continuar esta iniciativa, razón por la cual el Rey Prudente comunicaba a los reyes de Bohemia, a través de su embajador el conde de Luna, y a los monarcas portugueses, a través del embajador Luis Sarmiento, su propósito, al mismo tiempo que añadía la intención que mostraba doña Juana de educar a la futura esposa de su hijo. Con todo, no resultaba fácil llevar a la práctica estos planes, porque, como queda dicho, Catalina de Médicis, desde que se había quedado viuda, pretendía unir los destinos de la Monarquía francesa a la hispana con el fin de asentar su dominio en la complicada situación política que se había producido tras la muerte de su marido. Para ello, negoció por su cuenta el matrimonio del rey portugués con su hija menor, Margarita de Valois. Esta pretensión llegó a tener ciertos resultados al ser apoyada por el partido cortesano portugués que recelaba unirse a la Monarquía hispana por miedo a una futura unión, lo que provocó que Felipe II desplegara una intensa actividad diplomática en la Corte imperial con el fin de que se comprometiese en casar a su hija con el rey Sebastián, enviando a su confidente, Luis Venegas, para esta misión.
Las muertes del príncipe Carlos y de la reina Isabel de Valois (ambas en 1568) alteraron la situación, ya que el Rey Prudente, carente de sucesión, solicitó el matrimonio con su sobrina Ana, hija del emperador Fernando, aceptando éste, al mismo tiempo que cerraba el matrimonio de su segunda hija, Isabel, con Carlos IX de Francia, permitiendo al rey de Portugal casarse con Margarita Valois. Pero tras algunas vacilaciones, Sebastián se negó a mandar los poderes para contraer tal matrimonio bajo la excusa de que éste se había acordado sin que él nada supiera. Nuevamente, la diplomacia de Felipe II tuvo que intensificar sus esfuerzos y recabar la ayuda e influencia de doña Juana, quien persuasivamente le ordenaba a su hijo que enviara tales documentos, recibiendo a cambio una seca respuesta por parte de éste, haciéndole saber que no solamente no se quería casar con la princesa de Francia, sino que se negaba a tratar de cualquier otra unión. La auténtica razón de tal negativa se la comunicaba poco después el embajador Carrillo a Felipe II: su sobrino tenía problemas de salud y los médicos comenzaron a especular sobre su impotencia. No obstante, las relaciones de doña Juana con el reino vecino no se limitaron a la boda de su hijo, pues, a pesar de no ocupar ningún cargo y de hallarse aparentemente retirada de la política, el influjo que desde Castilla ejerció en la Corte portuguesa fue activo, defendiendo y premiando siempre a los familiares y amigos de los servidores lusos que le habían acompañado durante su vida. Pero no fue solamente con Portugal; también mantuvo una intensa actividad y una gran influencia con las instituciones o con importantes personajes de los reinos de la Monarquía hispana: así, los consellers de Barcelona le pedían su intervención delante de Felipe II para que cortara los atropellos que los inquisidores hacían en el Principado; poco tiempo después eran los diputados del General de Cataluña quienes solicitaban la misma gracia. Por su parte, el duque de Saboya le comunicaba que había mandado a un embajador a Madrid “a negocios con su Magestad” y que al mismo tiempo le había ordenado “bese a V Alt. las manos de mi parte”. Con todo, a partir de 1568 la vida de doña Juana se hizo más solitaria y retirada. A sus, cada vez más frecuentes, achaques de salud, vino a unirse la muerte de sus seres queridos, todos más jóvenes que ella. Y aunque la muerte siempre le había sido, según sus propias palabras, algo “muy cercano”, la de su sobrino, a quien había criado como si fuera su hijo, le impresionó sobremanera.
La visita que hizo Felipe II a Andalucía en 1570, con el fin de informarse de cerca sobre la Guerra de las Alpujarras, le vino muy bien a doña Juana para retirarse a las Descalzas, donde permaneció el resto de sus días, con salidas ocasionales a El Escorial. En su convento recibió la noticia de la muerte de su padre espiritual, Francisco de Borja, de manos del padre Araoz.
Con todo, siempre atenta al deber político, que a todos los miembros de la familia había impuesto su padre, tuvo tiempo y fuerzas para asistir al cuarto matrimonio de Felipe II con su sobrina Ana y de ganarse la confianza y simpatía de ésta hasta el punto de considerarla su madre, asistiendo al nacimiento de sus dos primeros hijos y al juramento que las Cortes castellanas hicieron al infante Fernando como heredero de la Corona.
Pero si el aumento de la familia le daba posibilidades de establecer nuevas relaciones de amor y amistad, la muerte le retiraba a los personajes más queridos con quienes había hecho su vida: a finales de julio de 1573 le llegaba la triste noticia de la muerte de Ruy Gómez. La propia doña Juana sentía empeorar su salud y, buscando el frescor del estío, se había refugiado en El Escorial, al mismo tiempo que acompañaba a la joven Reina que se hallaba en las últimas semanas de gestación. Con el fin de que su hijo naciese en Madrid, Ana tomaba el camino desde El Escorial el 12 de agosto. No le dio tiempo a la Reina a llegar a la gran villa, pues en Galapagar tuvo el alumbramiento de un niño, Diego, siendo acompañada en todo momento por su tía, la princesa. Desde Galapagar, la Reina siguió camino hacia Madrid, pero doña Juana, agotada por el ajetreo, se sintió fatigada y volvió a El Escorial con el fin de reponerse de sus achaques que “le acortaban apriesa la vida”. Pocos días después, el 8 de septiembre, otorgaba testamento nombrando albacea a Rodrigo de Mendoza, marqués de Sarriá, Cristóbal de Moura, Antonio Guerrero, Diego de Arriaga (secretario), Antonio Cordero y fray Juan de Vega, su confesor. Ese mismo día moría, no sin antes recomendar vivamente ante su hermano a Cristóbal de Moura.
Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Estado, legs. 30-32, 65, 67-68, 70, 73, 81-83, 96, 104-138, 375-377, 510-518 y 808-810.
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José Martínez Millán